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Después de leer el discurso de papa Francisco en Santa Cruz de la Sierra, en el que agradece el encuentro de movimientos populares que le organiza Evo Morales y recibe de este, antes, la hoz y el martillo –símbolo del comunismo– con un Cristo clavado sobre el último, me detengo en uno de sus párrafos: “Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas”.

 

 

Al papa le preocupa, en otro orden, que se le pretendan imponer medidas a los Estados, disimuladas bajo la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico. Pero la Conferencia Episcopal Venezolana, por ser más “próxima” a nuestra circunstancia, precisa bien que el terrorismo lo sufren hoy “comunidades cristianas” por el hecho de serlo. Y el narcotráfico –dirigido en Venezuela desde el Estado en yunta con las FARC– lo sufre el “pueblo venezolano”, con sus costos de violencia e impunidad, no así su gobierno, aliado también del fundamentalismo árabe.

 

 

“La preocupación por la gravísima situación que vive el país, sentida por todos, nos exige ser críticos, creativos, solidarios”, dicen los obispos de Venezuela. Ellos, mirando la crisis social y económica que afecta a todo el pueblo sin distingos de clase, urgen del gobierno adoptar “medidas económicas sensatas”, distintas de las vigentes –orientadas a un capitalismo de Estado que enriquece a su burocracia y los prevalidos– y que “empobrece a la mayoría”.

 
Lejos de posturas maniqueas –la división entre buenos y malos, ricos y pobres– y entendiendo que todo está por hacerse y es perjudicial “cerrarse en visiones ideológicas, en fanatismos o en legados intocables”, que oblicuamente apuntan al modelo marxista-cubano instalado en el país, a la exacerbación de una lucha entre clases que no existe –salvo la que opone al Estado con el pueblo sufriente– y al culto al comandante, recuerdan nuestros purpurados que “nadie, ningún sector o persona, tiene el monopolio de la verdad ni puede erigirse en oráculo de la verdad plena”.

 

 

Todos tenemos “la obligación moral de aportar lo mejor en la búsqueda del bien común”, observan; prefiriendo al efecto “los intereses de los más pobres” pero bajo un claro concepto de justicia distributiva: “que no sean ellos los que carguen con lo más oneroso”.

 

 

Francisco, en la oportunidad señalada, aclara que al hablar se refiere a problemas que “tienen una matriz global”. Y predica sin armonizar un choque de perspectivas: “No se puede permitir que ciertos intereses –que son globales pero no universales– se impongan, sometan a los Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación. Los pueblos y sus movimientos están llamados a clamar a movilizarse, a exigir –pacífica pero tenazmente– la adopción urgente de medidas apropiadas”.

 

 

Al efecto, señala el “cambio” necesario de las estructuras –“el sistema (global) ha impuesto la lógica de las ganancias… sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza”– cuando lo cierto es que lo viejo ya ha muerto y lo nuevo, dado el giro demencial de Era ocurrido en la historia de la Humanidad, no llega aún, solo se percibe: es el paso del tiempo de la materia y de los espacios con sus mercados y sus Estados, al tiempo del tiempo con su vértigo y virtualidad. Es esa sociedad de las comunicaciones instantáneas que nos permite recibir a distancia de miles de kilómetros el pensamiento social del papado, conocerlo y escrutarlo en tiempo real; por lo que mal cabe la queja del “monopolio” de los medios que promueven el consumo sin protestar el “monopolio” de los medios que emerge a manos de los Morales o los Correa a quienes visita su Santidad.

 

 

Cabe decir, pues, que cuando las posiciones se extreman y unos a otros se acusan de buenos y de malos, el orden temporal pactado llega a su final. Al efecto vale lo que a la par admite el papa al cuestionar la globalización: “Se requiere de respuestas globales a problemas locales”.

 

 

La Iglesia venezolana pone el dedo sobre la llaga. Cuando todo está por hacerse entre todos y cuando los unos y los otros, por si solos, no pueden y en pugna, antes bien, disuelven todo, cabe volver “al poder de la soberanía popular”, a fin de que nos indique “el país que sueña y quiere”; pero fundado –lejos de ideologizaciones– sobre lo permanente: el carácter uno, único e irrepetible de cada individuo –de allí el pluralismo y su derecho a un proyecto de vida propio– y la necesidad, por sus carencias humanas, de participar junto a los otros en la construcción de la Aldea Común.

 

 

Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

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