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La herida de París

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La herida de París

La torre Eiffel apagada es un mensaje para todos los que creen en la luz de la razón y verla oscura asusta más que las balas.

 
Aunque duele mucho, es solo una herida, porque una ciudad libre y luminosa como París nunca muere. La masacre cometida por tres fanáticos huérfanos del desempleo, tan desconocedores de la magia del islam como de las raíces de sus propios padres, duele porque toca el alma de todos los que aman la libertad por encima del miedo. Las plumas libertinas que desde el 68 encontraron casa alrededor del semanario Charlie Hebdo y que cayeron esta semana acribilladas a sangre fría lo hicieron de pie, porque como vaticinaba su editor en jefe, Stéphane Charbonnier (q. e. p. d.): “Nunca lo haremos de rodillas”.

 

Por eso, la sangre de París cicatrizará rápido y pronto les estará enviando un mensaje rotundo a los amigos del terror dispersos por el mundo entero: la Ciudad Luz seguirá siendo faro de libertad. Eso fue lo que clamaron millares de voces, de todas las razas y procedencias, en las manifestaciones multitudinarias que se tomaron la Place de la République mientras blandían el pasquín que se ha vuelto de todos nosotros: ‘Je suis Charlie!’.

 

La torre Eiffel apagada es un mensaje para todos los que creen en la luz de la razón y verla oscura asusta más que las balas de aquellos que pretenden cubrirla de miedo. Quizás por eso los que buscan silenciarla se llaman terroristas, porque con toda evidencia ellos son los que viven presas del terror absoluto.

 

¿A qué le tienen miedo? Esa es la misma pregunta que se debe de estar haciendo la canciller alemana, Ángela Merkel. Porque tres días antes de la masacre de Rue Nicolas Appert, desde la otra orilla del extremismo que tiene acosado a Europa en Dresden –ciudad que recién se despierta de la sombra de la temible ‘Stasi’ comunista–, 18.000 fanáticos bajo la sigla Pegida (Europeos patrióticos contra la islamización del Occidente) gritaban eslóganes, entre otros, a favor de las ‘papas arianas’ y en contra de los ‘kebabs turcos’.

 

Así aparece la humanidad, polarizada por la estupidez de los trinos, reducida a la confrontación de mensajes enlatados, subyugada por la histeria de las redes sociales. ¿Miedo a la diversidad? ¿Miedo a la babel de los idiomas? ¿Miedo a los olores del curry o a la invasión del cuscús?”. La Merkel no comprende de qué tienen miedo los alemanes de Pegida en Dresden y en Berlín. Pero, claro está, ahora, después de la masacre parisina, le costará más trabajo tenerlos con el bozal puesto. Lo mismo le sucederá a Hollande con el avance rampante de la derecha de madame Le Pen.

 

Mientras tanto, para quienes buscan reducir todo a un “choque de civilizaciones entre el Occidente y el islam” vale la pena recordar lo que escribe Nicholas Kristof en The New York Times. Así como los cristianos no deben disculparse porque unos miles de fanáticos cristianos en la antigua Yugoslavia cometieron un genocidio contra los musulmanes, ni los críticos del islam deben avergonzarse porque un fanático antimusulmán asesinó a 77 personas en Noruega en el 2011, de la misma manera, la tragedia de París no debe ser motivo para pedirles a los musulmanes que se disculpen por profesar su religión o por vivir entre los occidentales manteniendo sus costumbres.

 

Los periodistas de París murieron con sus valores en alto y la respuesta del mundo entero ha sido ejemplar en su capacidad de distinguir entre los de cualquier pelambre o religión que asesinan en nombre de su Dios, y aquellos que profesan su fe sin odios o fanatismos.

 

El mensaje de los viñetistas de Charlie Hebdo nunca morirá con ellos y el sacrificio de esas vidas bajo las balas infames de los kalashnikov llega quizás en el momento en el que Europa más necesita de aquellos ideales para superar los desafíos que atraviesa su proyecto comunitario.

 

Camilo Ayerbe Posada

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