El peso de la historia
octubre 18, 2015 4:26 am

 

Llegado el fin de las ideologías – que no la muerte de la razón – al concluir el siglo XX, las realidades del siglo XXI se muestran inéditas. No se matizan. Los espacios que circunscriben la cultura del pensamiento, se ven ahora desbordados por el tiempo y su vértigo digital. Los libros pierden atención. Las cuestiones de interés público quedan en manos de la generación “araña”. Ella teje sus imaginarios y resuelve coyunturas a empujones, con los 140 caracteres de un twitter.

 

 

No obstante, el raciocinio sigue allí, latiendo, pero ahogado por el deslave de una ciudadanía global que no conoce de geografía y exprime los minutos. Reside en las salas de los aeropuertos y no le da tregua, siquiera, a los instantes de su tránsito entre una u otra ciudad, pues vía internet continúa montada sobre las redes subterráneas de la virtualidad. Copula en soledad.

 

 

Ha desaparecido el ágora. Las asambleas y parlamentos son atropellados por la rueda demencial de las informaciones, imposibles de verificar y menos de sedimentar con la atención. Las escribanías se mudan a las redes, y los muros de las añejas instituciones políticas o económicas, partidarias y hasta universitarias, caen y transfieren sus domicilios al mundo de las web.

 

 

Y si bien es cierto, como lo apunta el hoy papa Francisco, que la realidad es realidad y no puede verse escamoteada por los ismos y sus ideas ni por la moralina o el sincretismo o los equilibrios de conveniencia, asimismo es veraz que el hombre – varón o mujer – y su naturaleza frágil pero perfectible sigue siendo el “señor de la historia”. De modo que su capacidad innata para discernir acerca del bien o del mal permanece inalterada. Que no la use o la mantenga bajo latencia es otra cosa.

 

 

La cuestión de fondo planteada, así, es el dilema del relativismo de la civilización digital dominante – que crece y se expande inevitablemente: tanto que la vida útil de un celular o computador es de apenas meses antes de que otro más avanzado le sustituya. Pero el drama reside en la disposición o no del individuo para servirse de o para servirle a la inteligencia artificial, haciendo o no prevalecer su dignidad inmanente de Ser racional y pensante, autónomo.

 

 

¿A qué viene todo esto?

 

En los siglos XIX y XX difícil es imaginar que un liberal deje de ser tal para transformarse en conservador; o que un militante de AD se haga de un carnet de copeyano, a pesar de que las líneas intelectuales entre tales banderías se diluyen luego, en el camino hacia nuestra modernidad. Antonio Guzmán Blanco, preguntado por su militancia liberal, dijo que lo era por cuanto sus adversarios se llamaban conservadores; pues si éstos se hubiesen declarado liberales él sería conservador.

 

 

En el presente y a diario, con la misma rapidez de los ciudadanos digitales, los dirigentes y militantes de los partidos venezolanos se cambian entre éstos según la coyuntura, al considerarlos como meros instrumentos de gestión de poder y nada más.

 

 

La pregunta, en consecuencia, se hace agonal: ¿Es absoluto el límite del relativismo que domina en nuestra política vernácula partidaria?

 

 

Si todo es relativo y los valores o la estimativa no cuentan, estar en uno u otro lado, compartir la mesa con tirios y troyanos, es irrelevante. De modo que el argumento moral del diálogo democrático entre distintos – gobierno y opositores – que algunos allegan, aduciendo el imperativo de la crisis nacional, no pasa de ser un artificio de circunstancia.

 

 

Si la estimativa entre el bien y el mal cuenta – y sé que cuenta para muchos – y se constata como realidad que los venezolanos sufren sin distingos los rigores de una férrea dictadura, amoral y en desbandada, nutrida del parto mefistofélico que fuerza Hugo Chávez con el narcotráfico en 1999, el diálogo posible, a manera de ejemplo, queda limitado por la moral democrática. No puede soportarse, a manera de ejemplo, sobre la premisa que le facilita la Justicia colombiana a Juan Manuel Santos, al relativizar la gravedad del negocio de las drogas cuando sirve para finalidades políticas.

 

 

Ese dilema – entre la idea fundante y el relativismo existencial – lo vive el partido COPEI entre 1952 y 1953. Algunos de sus militantes merideños saltan la talanquera. Cohabitan con el dictador naciente. Y entre tanto, el joven estudiante Luis Herrera Campins, en carta que escribe desde su exilio, en Santiago de Compostela, acompaña el repudio que hace la “generación de los mayores” encabezada por Rafael Caldera y afirma al efecto que “Las defecciones deben más alegrarnos que sumirnos en la tristeza. Los impacientes están de sobra porque la impaciencia es la condición previa al entreguismo. Cuando el ideal se siente de veras, la capacidad de resistencia es ilimitada frente a la corrupción y al deshonor”.

 

Ascrúbal Aguiar

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