El Papa que quisiéramos

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El Papa que quisiéramos

Como para reafirmar que sólo los suicidas escogen cuando morir, el Papa Pío X dejó de existir justamente el 20 de agosto de 1914, día de la entrada de las tropas alemanas en Bélgica. Había estallado la Gran Guerra, que sería rebautizada treinta años más tarde como la Primera Guerra Mundial, que abrió las puertas a la peor de todas: la Segunda Guerra Mundial.

 

Rápido se disparan los procesos que, inmediatamente después de la muerte de un Papa deben culminar en la elección de su sucesor. La cosa no pinta fácil ni carece de tensión. Realizar un cónclave en las primeras movilizaciones de una guerra no es nada fácil, máxime cuando deben acudir a Roma los cardenales de diversas naciones para cumplir con su tarea electora.

 

El reinado del fallecido Pío X ha sido complicado. El Papa, devoto, manso y pío como su nombre lo indica, en sus once años al frente de la Iglesia ha tomado duras decisiones. La más seria, quizás, enfrentar lo que se llamó la «crisis modernista», que no fue otra cosa que un tardío ajuste de cuentas de la herencia de Pío IX con el mundo moderno.

 

Alrededor del pontífice asediado se constituyó una Corte Inquisitorial aborrecida por los católicos más avanzados. Y esa Corte se apresta a lograr un Papa que se acomode a sus designios, que no son otros que erradicar cualquier huella y signo de modernidad en la Iglesia. A su cabeza, el secretario de Estado de Pío X, el cardenal español Merry del Val, con algunos de los suyos trabaja sin cesar por la candidatura de la copia al carbón del fallecido Papa, el cincuentón cardenal Serafini a quien, de ser electo tendrían en un puño.

 

Para ello el primer logro debe ser apartar a quienes le puedan hacer sombra: Maffi de Pisa y Ferrari de Milán. Todavía son tiempos de la exclusividad italiana. Contra Merry del Val y los suyos, sin embargo, se va conformando un muro de contención que se nuclea alrededor de Della Chiesa de Bolonia, al que deben proteger de sus intenciones de abandonar la puja. Ese momento fue clave y en la primera semana de septiembre se convierte en Benedicto XV, cuya primera acción es apartar a Del Val y su grupo de integristas.

 

Quizá quien mejor captó el momento fuera el cardenal Mercier, primado de Bélgica, cuando expresó que «las críticas al papado reciente tienen motivos y pienso que la Providencia permite que los defectos de un régimen se acentúen hacia el final, con el objetivo de preparar la reacción necesaria y de facilitarla a los sucesores».

 

Es esto lo que parece estar sucediendo al presente. Un Papa exhausto que se confiesa incapaz de sostener el timón con fuerza, justo cuando más se requiere. El Vatileaks y el problema de la sexualidad en el clero han abierto la ventana sobre asuntos de mayor envergadura; y por lo que parece hay una creciente concientización entre los cardenales electores sobre el cuidado que deben poner en su tarea. El mundo exige un nuevo Papa, a la altura de los problemas que se acumulan a las puertas de la Iglesia.

 

¿Y cuál es el perfil que parece diseñarse? El de un hombre ni tan viejo para repetir los problemas del renunciante, ni tan joven para convertirse en un padre eterno al estilo de Juan Pablo II, que terminó con una vejez larga y extenuante. Lo ideal, entre 65 y 70 años. Que además tenga un alcance global: al día con el mundo que debe encarar y abierto a sus problemas.

 

Que no se encierre en nimiedades, como la de exigir la comunión a la antigua (como algunos cardenales afroasiáticos parecerían añorar), con los fieles de rodillas, solazándose con la misa en latín. En ese sentido, son los europeos los de mayor solidez, a pesar de los estragos que provocó la política de «nombramientos» episcopales de Juan Pablo II: llenó a iglesias española y norteamericana de retardatarios párrocos de pueblo, mientras cercenaba antiguas glorias de franceses, holandeses, belgas y alemanes.

 

Y no caigamos víctimas del «espejismo» de Papas latinoamericanos, africanos o asiáticos, mientras no salgan de allí glorias como las que tuvimos en el pasado. Nada peor que un Merry del Val latinoamericano, o un Pío IX africano. ¡Dios nos proteja!

 

Por suerte, un Ratzinger bis no estaría en puertas, ni hay interés en emular a un pontificado «vigilante y controlador». La gente ansía aires liberadores al estilo del Vaticano II, y no el tipo de pío devocionario que ha convertido a la Iglesia en un erial y en una verdadera rareza donde antes tuvo presencia contundente. Es hora ya de asumir con valentía las ingentes tareas, y echar adelante.

 

antave38@yahoo.com

 

Fuente: EU

Por Antonio Cova

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