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El origen del mal

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El origen del mal

El técnico de sonido está destruido por un resfrío y sin embargo trabaja esa noche porque no puede darse el lujo de quedarse en casa, arriesgándose a que lo despidan.

 

Al verme, extiende la mano como todas las noches, mientras yo pienso: si le doy la mano voy a contagiarme, pero por otro lado ¿cómo podría desairarlo y dejarlo con el ademán del saludo inacabado sólo por un temor absurdo y sin fundamento a que me pase el bicho malo?

 

Prevalece la cortesía, la humanidad, el sentido de camaradería al pelotón, y le doy la mano con énfasis, pensando no importa si te enfermas, ante todo debes ser educado y responder el saludo siempre, en cualquier caso, eso es lo que te enseñó tu padre y es así como debes vivir y morir, aceptando los peligros inevitables cuando eres un buen soldado, uno leal a su pelotón.

 

Y todo está bien, no te quejas, sólo registras el momento: un apretón de manos que pudiste declinar de un modo cortés y, sin embargo, sellaste porque prevaleció en ti el espíritu de tu padre.

 

Tu esposa abre la caja fuerte, saca la hierba fina y anuncia que va a liar un porrito. ¿Cómo podrías oponerte a ese emprendimiento pacífico, amigable, humano? ¿Cómo podrías alegar que en nombre de la salud es mejor evitar esas aspiraciones de humo? ¿Cómo podrías reñirla, amonestarla, hacerla sentir culpable porque quiere un momento de relajación y sano esparcimiento que no se lo vas a dar tú y acaso va a encontrar en esos atados frescos que alguien nos ha regalado por navidad?

 

Estupendo, amor, haz un porrito, fuma el porrito, puedes fumarte el jardín entero si eso te colabora a la felicidad. ¿No es eso el amor, compartir pequeñas travesuras y transgresiones, romper juntos una ley anticuada? Pero por otro lado sabes bien que ya no tienes los pulmones para seguir tragando humo y vas a dormir mejor si no fumas. No es una decisión fácil: ¿tragas humo para reír juntos en el cine o haces el papel de adulto responsable y dejas a tu esposa fumando sola?

 

Es horrible hacer ese papel, el del desertor, del exadicto, del tipo asustadizo que se niega a un vicio placentero porque teme por su salud. Por eso cuando ella prende el porrito y lo acerca a ti para que lo pruebes apenitas y te dice no te sientas obligado, todo bien si no fumas, tú piensas: no es educado dejarla así, con el porrito encendido, no sería fino decirle fuma tú sola, amor, yo ya estoy muy viejo y hecho polvo para fumar contigo.

 

No se lo digo, veo esa posibilidad teórica, la de abstenerme, pasar, no aspirar el humo, y elijo, digno hijo de mi padre, un galán ante todo, los riesgos de fumar a sabiendas de que en esas bocanadas podría estar inhalando los últimos residuos de impureza que acabarán conmigo. Y entonces fumo, trago el humo, golpeo a medias y en ese momento demorado pienso: después no te quejes cuando te falte el aire, tú has elegido sacrificar el aire para ganar unas risas en el cine, ese porrito puede ser la bala pérfida que viene silbando por tu vida.

 

Tarde en la noche todos duermen, te hundes en la cama y sientes el frío: ha llegado una ola de frío, ha bajado la temperatura a unos niveles absurdos, desusados, dicen que mañana bajará a los cuarenta, lo que parece algo obsceno para esta ciudad.

 

En ese momento, qué curioso, eres, sin pensarlo, el tío Bobby en su casa de playa, y te quitas inconscientemente los pantalones porque así has dormido siempre, muy abrigado en el pecho y los pies, pero con las partes íntimas sueltas, respirando, expuestas a las calamidades de la noche. Antes, te asalta una duda, una mínima duda: ¿será mejor dormir esa noche con pantalón de pijama térmico o no permitiremos que el frío nos acobarde y nos quitaremos los pantalones toreros?

 

Por supuesto, el tío Bobby vive en ti, te deshaces de los pantalones y los calzoncillos y te entregas a los peligros de la noche en ese curioso estado de parcial desnudez: todo está abrigadísimo salvo los genitales, que, díscolos, se rehúsan a guarecerse del frío.

 

Y en ese momento antes de quedarte dormido piensas: es una imprudencia lo que estás haciendo, es por allí abajo que se te va a meter el bicho malo, después no te quejes si amaneces enfermo, tosiendo y escupiendo sapos y culebras.

 

Eso es lo que, para bien o para mal, finalmente eres: el que da la mano al enfermo, el que aspira el humo ajeno, el que no puede dormir en calzoncillos.

 

Luego, por supuesto, terminas resfriado como todos en el canal, tosiendo y estornudando mientras haces el programa, compartiendo los bichos del aire, contagiándonos unos a otros de las enfermedades que vienen con el cambio de estación.

 

¿En qué momento te jodiste, Jaimito? ¿Cuándo fuiste humilde, cuándo fuiste amoroso, cuándo fuiste aventurero? ¿Pudo ser la vida de otra manera? ¿Era acaso posible no estrechar esa mano, no tragar el humo, no quitarte los pantalones? ¿No era tu vicioso destino fracasar en esas mínimas pruebas de valor? Esos pequeños fracasos, ¿no son precisamente las señas de tu identidad, aquello que mejor te define?

 

Uno acaba siendo todas las manos que estrecha con los riesgos consiguientes, todos los aires viciados que aspira a sabiendas, todas las prendas que se pone pero sobre todo las que se quita en algún momento de la noche: eso es lo que eres exactamente, ese hombrecillo mediocre, inacabado.

 

Ésas son las cosas que definen a una persona, los pequeños momentos en los que pudiste tomar una decisión responsable y fuiste insensatamente feliz tomando todas las decisiones irresponsables.

 

Puestos a ser responsables, tendría que haberme quedado en los testículos de mi padre, ya salir de allí fue una gigantesca irresponsabilidad. A lo mejor es allí adonde iré cuando deje de respirar: a los santos huevos de mi padre, donde todo esto se originó.

 

Por Jaime Bayly

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