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El día más feliz

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El día más feliz

 

 

Después de haber leído tanto en una ya larga vida pensé que nunca más una lectura lograría conmoverme. Pero sucedió. Fue ese día en el que leí un párrafo, uno entre los cientos de tristes párrafos que conforman «Vida y Época de Michael K.», novela del gran escritor J. M. Coetzee (Premio Nobel 2003). En esa ocasión, no recuerdo la fecha, comencé a preguntarme acerca del sentido íntimo de la palabra «felicidad».

 

 

 

Ocurrió cuando en los tiempos del Apartheid, Michael K., un sudafricano de labios deformes, quien no tenía más objetivo en su vida que cuidar a su madre enferma, esperaba en un banco del patio del hospital donde agonizaba su madre. A su lado estaba sentado un hombre quien inició una larga historia acerca de un tractor que le había destruido su pierna. Michael K. le preguntó si acaso él sabía dónde podía comer algo, pues no había probado nada desde hace un día. El hombre le dio una moneda para que comprara un pastel. La moneda alcanzó para dos pasteles calientes de pollo. K. comió en silencio al lado del hombre quien narraba otra historia, la de la enfermedad de su hermana contra la cual ya nada se podía hacer. K. por su cuenta, escuchando a los pájaros en los árboles intentaba recordar cuándo en su vida había sido tan feliz como en ese momento.

 

 

 

Mi primera reacción: ¿Cómo puede ser posible que el momento más feliz de la vida de un hombre suceda cuando come un pastel de pollo mientras su madre agoniza y alguien a su lado cuenta crueles tragedias? Cuán triste debió haber sido la vida de K.-esa fue mi conclusión- para registrar un momento, para mí, trágico, como el más feliz de su vida.

 

 

 

Cuando yo era niño, como muchos niños también sufrí leyendo de la misma manera como después sufrí por K. Recuerdo por ejemplo que junto con mi hermano llorábamos a moco tendido cuando leíamos Oliver Twist. Pero terminábamos el libro felices, pues la pluma de Dickens salvaba a Oliver de todas sus desventuras, regalándonos, además, un buen final.

 

 

 

Quizás fue en esos tiempos cuando de modo intuitivo comencé a entender que entre tristeza y felicidad hay una relación intensa. Quiero decir, solo quien conoce la tristeza conoce la felicidad. La felicidad, por lo tanto, es un término relacionable. No se explica de por sí, sino en relación a su negación. La felicidad es, creo que eso es, un sentimiento de liberación frente a la tristeza. Creo, además, que eso fue lo que quiso decirnos J.M. Coetzee al convertir al a todas luces desdichado K. en un hombre intensamente feliz. Aunque solo hubiera sido por un momento.

 

 

 

La felicidad, diría Einstein, es un término relativo. Oscar Wilde nos enseñó a su vez en «La Camisa del hombre feliz» que el hombre más feliz del mundo no tenía camisa. Michael K. tampoco tenía algo parecido a una camisa.

 

 

 

 

En la tercera clase, a la que asistíamos mi hermano y yo, tuvimos otra oportunidad de llorar gracias a la literatura mundial. Fue ese día cuando nuestra maestra tuvo la muy mala idea de leernos en voz alta el cuento «De los Apeninos a los Andes» del libro «Corazón» de Edmundo de Amicis.

 

 

 

La historia del joven Marco quien desde Italia llega a Argentina en busca de su madre, debería ser, dicho muy en serio, prohibida a los niños. No recuerdo haber conocido una historia más triste. ¿Para qué sufrir tanto? La clase, gracias a las desgracias de Marco, se había transformado en una orgía de lágrimas. Todos, como si fuésemos magdalenos, llorábamos sin parar.

 

 

 

 

A nuestra escuela, la «Guillermo Mata» situada en Santa Rosa esquina con Santa Elvira acudían niños muy pobres, razón por la cual todos usábamos un overol destinado a abolir imaginariamente las diferencias de clase. Pero a los padres de Gregorio -a quien todos respetábamos, pegaba muy duro- no le alcanzaba la plata ni para un overol. Tampoco para zapatos. Llegaba a la escuela así no más, a pata pelada.

 

 

 

 

He pensado ahora en Gregorio porque cuando escuchábamos «De los Apeninos a los Andes» fue él quien más lloró. Hubo de pasar mucho tiempo para darme cuenta de que Gregorio no lloraba por el cuento. Las lágrimas colectivas permitían a Gregorio, quizás por primera vez en su vida, liberar ese llanto atragantado que llevaba consigo a donde fuera. En cierto modo creo que el llanto de Gregorio fue, para él, un modo de ser feliz. Así como K. cuando escuchaba en el patio de un hospital sudafricano las tragedias de la vida de un prójimo y decidió que ese había sido el día más feliz de su vida.

 

 

 

 

Ya en mi juventud me topé con otros libros tristísimos. Pero no recuerdo haber sentido tanta pena como cuando leí «Pobres Gentes», el primer libro que escribió Fedor Dostoyevski.

 

 

 

 

A diferencias de Charles Dickens, Dostoyevski no escribía para niños y por lo mismo no se preocupaba de crear finales felices. Todavía me persigue la historia de amor entre Makar y Varvara, amor que nació, vivió, y murió como consecuencias de la extrema pobreza, pues Varvara para sobrevivir con su familia hubo de casarse con un hombre rico dejando a Makar sumido en la tristeza más horrenda. Al dolor por la pena ajena, en «Pobres Gentes» se sumaba la indignación y la impotencia frente a las injusticias de la vida. Mas, pienso ahora, Makar y Varvara pudieron conocer la infelicidad solo porque vivieron fugaces instantes de felicidad. Hay en cambio seres que nunca podrán ser infelices pues nunca han conocido la felicidad.

 

 

 

 

Michael K., el personaje de Coetzee, cuando conoció la felicidad, supo tal vez que la iba a perder de un momento a otro. Pero ¿no fue esa la razón por la cual la re-conoció? La felicidad es siempre efímera. Cuando viene lo hace «como un ladrón en la noche» que así es, según Mateo (22:44) como se anuncia la divinidad en el alma de los mortales.

 

 

 

 

La novela de Coetzee, en efecto, es la de una vida sumida en la infelicidad, la historia de un hombre que vaga alimentándose con lo que encuentra, de encierros en campos de concentración, víctima de una guerra que nunca entendió por qué ni entre quiénes era, de fugas entre alambradas en donde quedaban colgados pedazos de carne. En fin, como dijo un médico que lo atendió en las postrimerías del relato, K. vivía la vida de un hombre que nunca debió haber nacido.

 

 

 

 

Me parece entonces increíble que gracias a esa novela, en un breve párrafo, hubiera podido llegar a entender el sentido de la palabra felicidad mucho mejor que si hubiera leído un tratado de filosofía dedicado al tema. Claro, me costó entenderlo.

 

 

 

 

¿Por qué el instante descrito por J. M. Coetzee fue el más feliz en la vida de Michael K.?
A varios, un pastel de pollo, por mucha que sea el hambre que sintamos, no puede hacernos felices. Cuando más nos llevaría a sentirnos satisfechos, o si se quiere, contentos. Eso significa que la felicidad es mucho más que la superación de una necesidad. La felicidad es un estado del alma, no del cuerpo, aunque se sienta con el cuerpo. La clave, luego, no está en el pastel de pollo. O si lo está, lo está sólo en parte. La clave, eso fue lo que descubrí, era el mismo momento.

 

 

 

 

El pastel de pollo según nos cuenta Coetzee, estaba caliente. La tibieza del pollo era la materialización de un calor nunca antes sentido por K. El pastel de pollo era posible gracias a la tibieza del corazón de un hombre que sin haber visto nunca antes a K. le había regalado una moneda sin pedir nada a cambio. El pastel de pollo fue para K. una hostia: Una comunión entre su ser con su cuerpo, con el ser del prójimo, y con todo lo demás.

 

 

 

 

No fue en ningún caso una limosna.

 

 

 

 

Cuando damos una limosna dejamos caer una moneda y nos vamos sin establecer ninguna relación con el limosnero. El hombre, en cambio, siguió hablando al lado de K. sin preguntar nada, ensimismado en su propia desgracia. Ahí fue cuando K. entendió que en ese momento no estaba solo en el mundo. A su lado había «alguien». Además, oía el piar de los pájaros. K. sintió, entonces, en ese hospital donde reinaba la muerte, que la vida entraba en él a través de la cercanía del prójimo, del alimento caliente, del pan de cada día, y del canto de los pájaros a su alrededor. Nunca antes había sido tan feliz. Ese momento fortuito, inesperado, brevísimo, fue para K. una revelación. El encuentro de un ser con toda la vida que lo había precedido y que lo seguiría. Una “recóndita armonía” que ya no es de este mundo.

 

 

 

 

Cuando leí ese breve párrafo fue inevitable que me preguntara cuál había sido el momento más feliz de mi vida. De inmediato me di cuenta de que con esa simple pregunta había cometido un error fatal.
El momento más feliz de tu vida no puede jamás ser pensado. Viene, aparece y se va. Tampoco puede ser buscado. Si lo buscas, lo conoces de antemano, y si lo conoces, nunca su verdad será revelada ante tus ojos. La felicidad, por lo mismo, no es el simple cumplimiento de un deseo. O si lo es, es el de un deseo que tu mismo no sabes que deseas. Un deseo que está –digámoslo así- detrás del deseo. La felicidad, como ocurrió a K., es el momento que revela a su deseo y no el deseo a su momento. Un instante en donde el ser se une con el mundo, cuando el estar aquí no es diferente al ser más allá de sí.

 

 

 

 

Nunca antes, nunca después K. fue tan feliz. Puede que ese instante haya sido la razón por la cual fue enviado al mundo gracias a J. M. Coetzee, su gran profeta literario.

 

 

 

Fernando Mires

 

 

Fuente: https://polisfmires.blogspot.com/2018/04/fernando-mires-el-dia-mas-feliz…

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