El chivo expiatorio
junio 30, 2015 2:34 am

 

Son los chivos expiatorios. Y lo serán hasta que desde el fondo de la amargura y la indignación nacional se alcen los auténticos herederos de la generación del 28, si es que existen,  y corten por lo sano. ¿Será posible? Dice el refranero: la esperanza es lo último que se pierde.

 

 

Cada cierto tiempo, cuando el aguante de los venezolanos comienza a agotarse y el deseo de seguir corriendo detrás de la zanahoria empieza a causar desespero, la genética electorera de una oposición que es la peor herencia de aquellos políticos que liquidaron Puntofijo y permitieron el descalabro –algunos de ellos, con piel de paquidermos, continúan dirigiendo los partidos que entonces se declararon en bancarrota y bajaron la santamaría con la cola entre las piernas– sale algún periodista –joven o viejo, hombre o mujer, rubia o morena– a repetir la cantinela que inventaran los herederos de don Rafael Caldera: culpables por la existencia de la dictadura no son Hugo Chávez ni los hermanos Castro, los militares felones y el golpismo de toda suerte y condición, el Foro de Sao Paulo y un pueblo tan ignorante, bárbaro y desalmado como el que siguiera a Boves y luego se pasara al otro bando bajo mejores promesas, sino un ente que cumple a la perfección el perfil del malvado de feria: los abstencionistas.

 

 

Hacen como aquellos jueces que en una causa por violación culpan a la violada, porque en el día y hora de los hechos vestía una provocadora minifalda. Y olvidan –porque el mejor auxilio de las dictaduras es la desmemoria de los dictados– los aberrantes hechos que condujeron al desastre del referéndum revocatorio, origen y causa de la indignación que fuera respondida con la medida más inmediata, más irracional pero de satisfacción y efectos instantáneos, como fue desquitarse contra la misma oposición que observó, presenció y legitimó el desaguisado negándose a votar en las elecciones de diciembre de 2005 por sus candidatos. Por cierto: un mecanismo de rechazo a los propios representantes que se ha hecho presente en todos los casos en que el fascismo se ha hecho del poder. Hitler arrasó en sus primeras elecciones luego de su asalto al poder en gran medida por el asco que comunistas y socialistas causaran ante sus seguidores, por causa de la obsecuencia, la complicidad y la estupidez con que (no) enfrentaran al caporal austríaco.

 

 

Viví desde mi puesto de miembro de la Comisión Política de la Coordinadora Democrática la sistemática e irreversible claudicación de la dirigencia política de la oposición ante los abusos con que Chávez convirtió una consulta que con un solo voto por encima de los que él obtuviera para ser electo lo obligaba a dejar el poder, en un referéndum absolutamente ajeno a la circunstancia, fue nariceando a nuestro “liderazgo” –el mismo de hoy, por cierto– para que aceptara correr la fecha de esa consulta hasta imponer un giro en la caprichosa e inconsciente voluntad popular, nacionalizó cientos de miles, si no millones de extranjeros, repartió cédulas a destajo, le entregó a los cubanos la ingeniería de las misiones, cohechó con millones y millones de dólares a la pobresía, abultó el REP hasta límites estratosféricos, automatizó el proceso para manejar los resultados a destajo, impidió luego toda verificación de actas y resultados desconociendo olímpicamente acuerdos firmados, esperó hasta el amanecer y en contra de todos los resultados con que contábamos en la Coordinado Democrática –encuestas a boca de urna de radioemisoras, medios, empresas–, un 60 a 40 a nuestro favor, terminó venciéndonos por esa misma diferencia. Comunicada al país en horas de la madrugada, cuando todo el mundo dormía convencido de que el espanto que le esperaba a Venezuela si se imponía el proyecto dictatorial y totalitario del régimen se imponía. Desde esa noche, esa y todas las elecciones habidas en el país han sido esencial, estructural, sistemáticamente fraudulentas. Por angas o por mangas. Con la condición de la ignorancia suprema –por estupidez o conveniencia– de quienes se muestran más que dispuestos a poner sus manos al fuego por su pulcritud. Entre ellos nuestros antiabstencionistas de marras.

 

 

Un conocido y tradicional líder de la izquierda marxista y renovada del país, que aún se niega a reconocer el talante dictatorial del régimen, me dio a los pocos días la clave para entender la apatía, la connivencia e incluso la abierta o subliminal complicidad de cierto liderazgo opositor con el régimen que había hecho posible la violación del electoralismo venezolano. Ante mi escándalo por los cientos de miles de nacionalizados a la carrera, sin haber cumplido con ninguno de los requisitos de ley, me espetó con su acrimonia de siempre: “¿Y tú qué tienes en contra de que colombianos, ecuatorianos, dominicanos, peruanos que viven en Venezuela reciban el derecho de votar? ¿Y qué si se les da un cédula? Te guste o no te guste, así sean pobres y precisamente por ello, son nuestros iguales”. La ley había dejado de tener todo significado, si es que para él y su gente algún día la tuvo.

 

 

Es la causa de esta guerra asimétrica –los asaltantes, la pistola al cinto, no reconocen otra ley que la de la selva, los asaltados duermen con la Constitución de almohada, en parte y desconociendo alguno de sus artículos su única arma de defensa– que brota súbitamente, cada tantos meses, para culpar al asesinado del asesinato, al asaltado por el asalto, al burlado por la burla. Y así, este CNE del odio, de la oscuridad, del abuso y la burla no fue puesto allí por el know how del G2 y los hermanitos Castro, por Jorge Rodríguez y los herederos de asaltantes, asesinos y guerrilleros de los setenta, por la pandilla de golpistas y narcotraficantes que controlan el poder, sino por unos desaprensivos ciudadanos que un día dijeron basta y se quedaron en sus casas.

 

 

Son los chivos expiatorios. Y lo serán hasta que desde el fondo de la amargura y la indignación nacional se alcen los auténticos herederos de la generación del 28, si es que existen, y corten por lo sano. ¿Será posible? Dice el refranero: la esperanza es lo último que se pierde.

 

 

Antonio Sánchez García