Don Andrés Bello, el bisabuelo de piedra
marzo 2, 2017 11:21 am

Mientras, en Venezuela, solo el oportunismo y la capacidad de comprender cuál de las monturas sería la que terminaría por empuñar las riendas del poder –nuestro realismo trágico– le permitirá a los pocos civiles que se arrimaban a sus bastiones, como Antonio Leocadio Guzmán o Tomás Lander, mantenerse cerca de sus fogones. ¿Andrés Bello en Caracas? Se hubiera sumido en el más penoso y humillante de los olvidos. Jamás hubiera podido ser lo que estaba destinado a ser: don Andrés Bello, el bisabuelo de piedra.

 

 

 

 

A Alfredo Coronil Hartmann

 

 

 

 

¡Qué inmensa fortuna para Andrés Bello haberse quedado varado en Londres y no haber contado con el beneplácito y respaldo de su contemporáneo y discípulo Simón Bolívar para volver a Venezuela! ¡Qué feliz azar de su destino verse obligado a pasar hambre y penurias, soledad y miserias en la pérfida Albión y evitarse así, contra su propia voluntad, los espantosos desastres de la guerra y los más desastrosos primeros años de la Segunda República! ¡Qué feliz jugarreta del destino haberse visto obligado a atenuar sus penurias sirviendo de humilde y mal pagado escribano al servicio del embajador de Chile en Londres, el guatemalteco Irisarri, y haber pasado luego a servir a su sucesor en la legación, el patricio chileno don Mariano Egaña, que lo viera primero con gran desconfianza, para tomarle luego un afecto convertido en familiar cariño, hasta llevárselo finalmente consigo a Santiago de Chile, esa “fértil provincia y señalada, de la región Antártica famosa”, que cantara don Alonso de Arcilla y Zúñiga. Lo esperaba una vida inmensamente fructífera y provechosa, el encumbramiento a las más insignes alturas de las letras, las leyes y la política chilenas y echar hondas raíces en el seno del patriciado sureño, hasta convertirse en el ideólogo y jurista del emergente aparato de Estado chileno y el más insigne protector y promotor de sus artes, sus letras y su cultura. Con su discreción, su sobriedad, su disciplina, su inagotable espíritu de servicio y su portentosa cultura sería el perfecto “intelectual orgánico” del Estado nacional fundado por su compadre y estrecho amigo, Diego Portales. Y el consejero y principal asesor de todos los presidentes chilenos, hasta su muerte.

 

 

 

Ni la academia ni la juridicidad, ni sus universidades y su legalismo hubieran sido posibles sin la beneficiosa presencia del caraqueño. Ese “bisabuelo de piedra”, como lo llamara su bisnieto, el escritor chileno Joaquín Edwards Bello, tío abuelo, a su vez, de ese gran novelista latinoamericano que es Jorge Edwards, ha presenciado el paso de todas las generaciones que se educaron en la Universidad de Chile, que él fundara, y de la que en un trance insólito y por breves días ocupara el rectorado otro venezolano ilustre, Mariano Picón Salas. Corrían por entonces los años treinta del siglo XX y el monumento dedicado al ilustre venezolano llevaba otras tantas generaciones presidiendo la entrada principal a la casa central de dicha universidad, frente a la añosa y tradicional Alameda de las Delicias. A pocos pasos de los también famosos hermanos Amunátegui, grandes historiadores de esa notable aventura que es la historia del Chile civilista y republicano.

 

 

 

Cuando Bello arriba a Santiago, en 1828, se prepara a vivir años difíciles, él, que más difíciles que los que pasara con su esposa y sus hijos ingleses en Londres, imposible. Años que ha de haber imaginado austeros, ascéticos, de grandes incomodidades, penurias y estrecheces. Chile no es Venezuela, Santiago no es Caracas, el Mapocho no es el Guaire, y nada, ni la más frondosa de las quebradas que impulsan sus aguas desde las rocosas alturas andinas –frías y turbulentas– resiste la menor comparación con la dulzura y la templanza de su Catuche natal. Ciudad de estaciones, con inviernos rigurosos y costumbres espartanas, con veranos calcinantes y sedientos, parece haberle impactado más bien negativamente al recién llegado. Sus calles eran barriales y su pobreza emblemática. Todavía impactado por los dones prodigiosos de esa tierra de gracia que era la Venezuela de tiempos coloniales. Pero en la antípoda de Venezuela, la atropellada y devastada hasta sus cimientos por los sangrientos y bárbaros espantos de la guerra civil. Al extremo de que por esos mismos años en que Bello se ahorra la carnicería y la matanza tropical –300.000 muertos y el telúrico desencajamiento de la apacible y feliz provincia de tierra firme– recogido en una sombreada y silenciosa casona de la calle Catedral, desde donde inicia su vida chilena, su alumno se asoma a la muerte en San Pedro Alejandrino profundamente contrariado por haber contribuido a desbaratar una vida tan plena de satisfacción, comodidades y riquezas a la sombra del dominio colonial de la corona, a la que le ha arrebatado sus posesiones ultramarinas. Empujándolas al caos, la anarquía, la destrucción y el desorden. ¿Para qué? Para convertirla en la feria de las ambiciones y las vanidades de caudillos desalmados, zafios, incultos y bárbaros. El reino de las lanzas coloradas.

 

 

 

¿Qué futuro le hubiera esperado en Caracas al sabio desterrado si hubiera contado con la generosidad y benevolencia de Simón Bolívar, López Méndez o los otros amigos venezolanos que luchaban por la independencia de su patria? ¿Francisco de Miranda, por ejemplo, a quien conociera en Londres y en cuya hermosa casa y a la sombra de su portentosa biblioteca pasara los primeros meses de soledad londinense? ¿La triste y humillante suerte del doctor José María Vargas, el único civil elevado a la máxima magistratura entre los cascos, el sudor y los bríos de las caballerías de ese llaneraje salvaje que se había apoderado del poder enarbolando los machetes y las lanzas de José Antonio Páez, hasta ser escupido por la infamia de sus revoluciones?

 

 

 

Por esos mismos tiempos de la llamada revolución de las reformas y los sangrientos juegos de poder del caudillo llanero, Bello trabaja codo con codo junto a don Diego Portales redactando y haciendo valer la primera gran Constitución y el Código Civil de la República de Chile. El caudillaje militarista ha sido completa y absolutamente apartado del poder por Portales y sus máximos próceres, como Bernardo O’Higgins, deportados. Los generales que resisten lo hacen profundamente fieles y leales a la civilidad y toda veleidad golpista ha sido drásticamente castigada. A la benefactora y silenciosa sombra de Bello Chile sería civilista, o no hubiera sido.

 

 

 

Mientras, en Venezuela, solo el oportunismo y la capacidad de comprender cuál de las monturas sería la que terminaría por empuñar las riendas del poder le permitirá a los pocos civiles que se arrimaban a sus bastiones, como Antonio Leocadio Guzmán o Tomás Lander, mantenerse cerca de sus fogones. ¿Andrés Bello en Caracas? Se hubiera sumido en el más penoso y humillante de los olvidos. Jamás hubiera podido ser lo que estaba destinado a ser: don Andrés Bello, el bisabuelo de piedra.

 

 

Antonio Sànchez Garcìa

 

 

Por Confirmado: Francys Garcìa