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Desafortunada iniciativa contra el periodismo

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Desafortunada iniciativa contra el periodismo

Un proyecto del gobernador Capitanich propició la obligatoriedad de que los hombres de prensa hagan público su patrimonio

 

 

Sería injusto decir que el gobernador de Chaco, Jorge Capitanich, ha sido un perseguidor implacable del periodismo o que ha estado vinculado como el que más con la izquierda burocrática enquistada en el poder durante la era kirchnerista.

 

Capitanich ha actuado en estos años con las oscilaciones propias de la mayoría de los gobernadores de provincia, con fastidios íntimos por los desvíos más temerarios de la Casa Rosada, y hasta en algún momento, con la convicción anticipada de que el ciclo de los Kirchner se encontraba definitivamente agotado.

 

No se entendió bien, por lo tanto, que a estas alturas hubiera salido con el anuncio de que propiciaría un proyecto de ley por el cual se ordenaría un código de ética para el periodismo , con la obligación de hacer público el patrimonio de los oficiantes alcanzados por esa norma eventual. Pasaron apenas unos días antes de que el gobernador chaqueño pusiera paños fríos en su declaración.

 

Acaso ésta había fermentado en el contexto impaciente de la conducción del Partido Justicialista, reunido para emitir un comunicado con la denuncia de supuestas acciones «destituyentes» en el país. Lo último que ha dicho Capitanich es que no pretendió introducir «ningún (nuevo) apriete» y que, de no encontrar consenso, retiraría la controvertida iniciativa.

 

Como era inevitable, el gobernador ha debido atajar una catarata de fundadas críticas a la propuesta inicial. Las declaraciones patrimoniales públicas impuestas por ley conciernen a quienes de un modo u otro -gobernantes, funcionarios de diverso orden, legisladores- toman decisiones relativas a los negocios públicos del país, por las que se juegan los recursos fiscales extraídos del trabajo y esfuerzo de la sociedad en su conjunto.

 

Ni los médicos, ni los plomeros, ni los periodistas como tales tienen nada que hacer en ese mundo regido por la política y en representación del interés tantas veces violentado de la ciudadanía.

 

El mismo código de ética sobre el que habló Capitanich no es más que un retorno a proposiciones similares hechas en el pasado desde el ámbito oficial cuando la crítica por escándalos públicos alteraba más de la cuenta el nervio de los gobernantes. Ocurrió con la actual presidenta Cristina Kirchner, dos años atrás, y antes que con ella, con el presidente Carlos Menem.

 

Se ha olvidado de que los periodistas enfrentan todos los días el juicio más implacable con el que puedan encontrarse, que es el de los lectores, los oyentes, los televidentes, que los premian o abandonan. Están además alcanzados por las leyes ordinarias, tanto en el ejercicio de la actividad que realizan como en cualquier otro aspecto de su desenvolvimiento personal.

 

No hay un fuero especial que proteja a la prensa y a sus miembros, y nadie lo reclama, pues mal podría haberlo en una democracia republicana, por más que la Justicia parezca en muchas ocasiones mirar hacia otro lado frente a las tropelías de sujetos gravitantes del poder político. No se trata de deficiencias eternas.

 

La experiencia enseña que tan pronto se advierten resquebrajaduras de importancia bajo el piso político de los gobernantes, los jueces y fiscales que nada oyen y nada ven comienzan a recuperar las facultades disminuidas y actúan como si nunca hubieran padecido de patologías físicas o morales.

 

Comprenderá, pues, Capitanich que no hay maridaje posible entre la Justicia y la prensa independiente, contrariamente a lo que en primera instancia se atrevió a sugerir como uno de los fundamentos de su propuesta.

 

En todo caso, tanto en ese punto como en otros, la confusión del gobernador tal vez haya provenido de las fortunas que la Casa Rosada dilapida, como nunca había sucedido con otros gobiernos, en propaganda para el ego inagotable de sus figuras. Así se acrecientan día tras día las arcas de la prensa complaciente. Pero ese asunto se resuelve de otras maneras, si es ello lo que preocupa al gobernador.

 

La frase del mismo funcionario, de que convendría aplicar «un control popular de los periodistas», proviene de la matriz de los antiguos maoístas y stalinistas aupados al kirchnerismo, y más atrás aun, de los ya borrosos vestigios del nacionalismo fascista, que surgen del estudio arqueológico del peronismo.

 

El gobernador de Chaco debería librarse de tan nefasta emulación y concentrarse en la modernización de su provincia y en la defensa de sus intereses agropecuarios, respecto de los cuales ha hecho contribuciones innegables.

 

No son tiempos para enredarse alegremente con una política nacional a la deriva, sin otro rumbo preciso que el de anular la división de poderes, amputar la imparcialidad de la Justicia, según la propia condena de la Organización de las Naciones Unidas, y asfixiar a la prensa libre.

 

La voluntad de unos pocos de obtener la perpetuación en el poder está percibiendo que, tarde o temprano, las mentiras oficiales empiezan a ser embestidas, tanto en el país como en el mundo, con la fuerza incontenible de las corrientes adversas crecientes, mientras se abre paso una respuesta cultural al falso relato que prevaleció por demasiado tiempo en desmedro de los intereses permanentes de la sociedad.

 

Es hora de que el Gobierno comprenda que no hay un lugar en la historia asegurado a perpetuidad para los que «van por todo» y de que es inexcusable repensar el país con humildad. Es de esperar que se decida a hacerlo así, junto con quienes desde antes han buscado la conciliación, el consenso y el genuino desarrollo social.

 

Esto significará afirmar la República sobre las bases perdurables de la Constitución Nacional y seguir las huellas del nuevo tiempo que se ha abierto para América latina, no por casualidad, desde la unción del papa Francisco.

 

Editorial La Nacion

 

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