Con creciente frecuencia vemos mencionada la posibilidad de un «estallido social» en Venezuela.
Muchos observadores dan por hecho que la deriva natural del descontento (debido a la inflación, el desabastecimiento, la inseguridad y la falta de respuesta a las necesidades básicas de la población) sería una explosión de violencia callejera, que eventualmente rebasaría la capacidad de respuesta del Estado.
Desde luego están también los eternos pescadores en río revuelto, abonados permanentes a la tesis según la cual una erupción de malestar social no regulada sería la clarinada de la ingobernabilidad, el definitivo barrido a lo que queda de las instituciones, la pérdida de la ínfima legitimidad del Gobierno y, finalmente, su sustitución brusca.
Cada vez que veo una alusión al supuesto estallido inminente, me pregunto a qué se refieren. Ya conocemos el ritual clásico, que ha variado en varios episodios de la historia contemporánea de Venezuela: saqueos a comercios (por lo general de medianos comerciantes, que ven así perdido el patrimonio de años de trabajo), asedios a sedes de Gobierno y lo vimos luego de la muerte de Gómez y de la caída de Pérez Jiménez asaltos a las residencias de los más conspicuos representantes del régimen depuesto.
En estos brotes, no sólo el Estado ve disminuida su preeminencia (ya vencida en su incapacidad de negociación entre los grupos de poder, y entre éstos y la sociedad), también los liderazgos políticos y de opinión pierden capacidad de convocatoria y de orientar el cauce de la inconformidad.
Pero el punto es que un desbordamiento social no suele ser espontáneo, aunque tengan fama de ello, y no surgen cuando se registran picos de descontento sino cuando hay una verdadera oportunidad política de realizarse y cuando alguien va a derivar una ventaja de ello.
En los últimos meses hemos rozado la desesperación colectiva, y las anomalías económicas y sociales han llegado a extremos impensables. Sin embargo, los agravios, tremendos e innegables, no han desembocado en el mentado estallido. Lo que hemos sabido acerca de los sucesos de febrero de 1989 indica que azuzando los violentos reclamos estaban ciertas organizaciones y personajes que sacarían gran ventaja de aquella fisura del orden social.
El propio Chávez se jactó en varias ocasiones de haber estado detrás del Caracazo y muchos de sus protagonistas llegaron, con ese currículum, a ejercer altos cargos de gobierno.
En suma, no me cuento entre quienes avizoran una emergencia de masas amorfas, llevadas por la irracionalidad, hija de la ira. La salida a este régimen, que ha demostrado muy claramente su fracaso e inviabilidad, será institucional (lo que no significa idílico). Eso lo ha aprendido la sociedad venezolana con duras lecciones.
Pero hay un cambio en el horizonte. Eso también se ve con nitidez. Un cambio cuyo motor no es la depauperación económica sino la moral.
En realidad, los estallidos sociales ya los estamos viviendo en los secuestros que, según el presidente puesto por el CNE, son perpetrados por policías; en las humillantes colas para comprar harina de maíz, azúcar e insumos de aseo (eclipse de la dignidad que hemos tomado a chiste para poder mirarnos a la cara); en el montón de cadáveres que cada día se apila en las mesas mal lavadas de la morgue; en las promociones enteras de profesionales egresados de nuestras universidades sin más alternativa que marchar a la emigración; en el caso del obrero Ricardo José Carmona, de 29 años, muerto a mano de policías frente a su hijo de un año y a su mujer embarazada, a quien se llevaron detenida los asesinos para forzar a una declaración que los exculpe. Todo eso configura un estallido social.
Diario. Y no fugaz sino sostenido.
Lo que está horadando los cimientos de la República no es el desabastecimiento en los anaqueles de los mercados sino en la complexión moral de la nación.
Cada «audio» que nos imponen, con su elenco de rufianes, con sus viles revelaciones, con la vergonzosa constatación de la degeneración de las instituciones, con ese castellano de albañal, con esa piara de miserables enseñoreados del país; cada genuflexión ante Cuba, la tiranía que nos ocupa; cada atisbo del macizo excremencial donde estamos parados nos acerca al espasmo final de este horror que Venezuela no merecía.
Milagros Socorro