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De la soberanía y otras carencias más

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De la soberanía y otras carencias más

 

“El Estado es la personificación jurídica de la nación soberana”.

 

Adhemar Esmein

 

Prevalecer ante todos y en aquellos espacios que le corresponden legítimamente es la base de la soberanía de un Estado. Ejercer entonces sus competencias sin otros límites que los que el mismo actor reconozca y se haya dado es lo propio de la práctica soberana del Estado. Escoger sus gobernantes y revocarlos, si a bien lo tiene, son acciones soberanas indispensables en una sociedad democrática.

 

 

 

El conocimiento de la soberanía ha ido con el tiempo decantándose y evolucionando también, al ritmo que la dinámica institucional y política le ha ido exigiendo. El poder supremo se movió del soberano a la institucionalidad, a la norma, al colectivo social. Marsilio de Padua la veía en sentido contrario, aunque la idea aún no cuajaba enteramente, lo que no impidió al concepto de soberanía esbozarse desde el Medioevo y seguir perfilándose con el Renacimiento y las instituciones políticas de la Modernidad. Hoy en día, y como resultado de ese proceso, se admite, más o menos universalmente, que el cuerpo político ciudadano es su titular que, sin embargo, actúa a través de los órganos del poder público y, eventualmente, directamente por consulta refrendaria.

 

 

 

No obstante, se atribuye al Estado la definición de sus tareas y los controles sobre su desempeño que incluyen, como antes dijimos, a los destinatarios sociales y ciudadanos. Esas funciones, que llamamos a menudo competencias, suelen estar atribuidas a la persona pública como anticipó Hobbes, a los miembros del poder público por el ordenamiento jurídico y constitucional, pero debe quedar claro que la energía decisoria y soberana se aloja en el pueblo que fue, por cierto, legitimándose como su titular, aunque se muestra por intermedio de la representación y del aparato público. Así vemos al Estado exhibir sus potestades en nombre de la nación como enseñó Sieyès y por intermedio de sus apéndices y agencias de variada naturaleza.

 

 

 

Un Estado soberano es, pues, independiente y exento de influencias determinantes de otros Estados; además debe ser capaz de ejercer sus competencias eficazmente en su territorio y con respecto a sus habitantes. Así mostraba Carré de Malberg lo que sería la soberanía externa y la interna, y lo evoco en esos términos para fines didácticos, pues académicamente se abre un debate interesante.

 

 

 

Decimos que el concepto de soberanía anda mutando, porque cambió a lo largo de los últimos 70 años para y frente a muchos de los factores, elementos y/o sujetos del orden público internacional que emergió de la posguerra, en el camino de organizar la coexistencia y especialmente la unificación de los esfuerzos por la paz y el progreso que se persiguen con la organización internacional en sus distintas dimensiones y, por otro lado, en sus alcances también variados en los planos económicos comerciales y de integración, ambientales, de derechos humanos y otros que hacen la lista larga. El respeto a cada Estado y a su soberanía fue mostrándose en declaraciones, asambleas, tratados, corrientes doctrinarias y decisiones jurisprudenciales como aquella de la Corte Internacional de Justicia recordada como Canal de Corfú, y el jus cogens la comprendió mirándosele como figuras no antagónicas sino complementarias.

 

 

 

Soberanía suponía antes de la Segunda Guerra, y para algunos todavía hoy, un ejercicio radical de dominio, sin injerencias admisibles en los planos de la política interior, y menos aún en cuanto a la conducción exterior del Estado. Cada país tenía sus asuntos y a él correspondía atenderlos sin cortapisas ni inmiscuírsele nadie en su gestión, aunque el entorno cultural y una cierta dimensión de la moral internacional segmentaban naturalmente a grupos de Estados distinguiéndolos de otros que no la veían de la misma manera. El horror de la guerra y el crimen contra el ser humano convertido en blanco de discursos vacíos de humanidad, pero llenos de sofismas engreídos y mezquinos, evidenció la tragedia de las falsas identidades y quiso prescindir de la más elemental alteridad.

 

 

 

Las ideologías irrumpieron luego, intensas y temerarias, y en paralelo, una nueva perspectiva del ser humano, una suerte de reanimación humanística y cristiana empujó a revisar y remodelar el mundo y sus valores para darle cabida, liderazgo y estatura a la dignidad de la persona humana y al caudal de derechos que implicaba ese reconocimiento y dignificación.

 

 

 

La Declaración de los Derechos del Hombre de la Organización de Naciones Unidas, por cierto, por cumplir 70 años, marcó un hito que introdujo con personería propia al ser humano en los asuntos de todos y abrió un boquete trascendental con la argumentación y la racionalidad de sus derechos. Una cierta ciudadanía internacional surgía, y un tejido de criterios y soportes a esa construcción axiológica y deontológica fundó la estructura de hoy, y afectó consecuentemente la soberanía antes concebida con visos absolutos.

 

 

 

Jean Monnet, Robert Schuman, Adenauer, Alcides de Gásperi, entre otros, advirtieron no obstante la pertinencia de buscar la paz en la unidad y osadamente inventaron para Europa un porvenir con la CECA y la CEE. Surgió un nuevo derecho, el de la integración con instituciones y normas comunitarias que quebrantaron la rigidez de la soberanía clásica y en un esquema de revisión de poder y competencia edificaron la Unión Europea. La soberanía encontró una interpretación sensible a los postulados trascendentales y se reorganizó para procurarlos.

 

 

 

Ya Benjamín Constant había puesto en jaque la tesis de la soberanía absoluta, como seguidor del pensamiento del abate Sieyès, al menos racionalmente, pero regresó la pretensión en fuerza en la segunda mitad decimonónica y especialmente, sin embargo, en la primera medianía del siglo XX con las experiencias totalitarias y, luego, con la asimilación forzosa de la sovietización que sojuzgó a Europa y las directrices impuestas desde Moscú que burlaron a placer en Polonia, Hungría y Checoslovaquia cualquier idea de soberanía, e instituyeron una versión para los satélites conocida como la soberanía limitada de Mijaíl Suslov y de Leonid Brehznev.

 

 

No olvidemos la Guerra de Corea y el papel de la Organización Internacional de las Naciones Unidas en la división de ese Estado en dos porciones, en medio de la Guerra Fría, la erección del Muro de Berlín, las guerras coloniales en África, y decenas de confrontaciones que comprometían la soberanía de los Estados detrás de un forcejeo ideológico que a ratos ponía al mundo en trance del suicidio nuclear. La soberanía se tiene a veces en la forma pero no en la sustancia.

 

 

Por otra parte, con la razón de Estado como argumento se patentizó la incidencia e influencia de la Republica Imperial como la llamó Raimond Aron, y el juego de las grandes potencias desnudó un conflicto de ideas y poderes económicos, políticos y militares que desconoció soberanías y escribió un propósito de prevalencia a rajatablas.

 

 

 

Una gesticulación pendular, por así llamarla, nos encontró a los venezolanos alcanzando una republica civil y permitiendo a sus conciudadanos el ejercicio de su soberanía desde 1958, hasta que el arribo al poder del difunto comandante y sus epígonos lo comprometió todo, contaminó, corrompió groseramente. El Estado fue usurpado por el gobierno de Chávez y sus instituciones inficionadas de personalismo e ideologizadas. La soberanía ya no está en manos de los compatriotas ciudadanos, sino de los que se han impuesto por la fuerza, la manipulación y la maniobra. No decidimos nosotros nuestras vidas y muchos se cansaron de verse desconocidos y maltratados y optaron por marcharse.

 

 

 

Solo en una república civil es posible la democracia y, solo en la democracia lo es la soberanía. No es, pues, simplemente un fenómeno jurídico o político la soberanía, sino una combinación de actores, reglas e instituciones y, especialmente, una práctica ciudadana celosa pero flexible para integrar en un mundo difícil que requiere menos retórica y más eficiencia pública.

 

 

 

Cuando leo lo que hacen los cubanos, los irregulares colombianos en nuestro territorio, matando, robando, saqueando a nuestra gente, a nuestros soldados; a los rusos y chinos con nuestras riquezas naturales y la sistemática depredación impunemente de nuestro medio ambiente, y la indolencia de nuestros militares y dignatarios públicos jugando a la diplomacia lisonjera del Caribe mientras palidece, marchita la reclamación del Esequibo, me convenzo de que carecemos de muchas cosas en este oscuro momento histórico, y entre esas carencias obran un verdadero patriotismo y una auténtica y genuina conciencia soberana.

 

 

 

Nelson Chitty La Roche

nchittylaroche@hotmail.com

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