De la guerra y la paz social
septiembre 27, 2019 6:57 pm

“Sabemos en qué medida es para los mortales mejor la paz que la guerra. La primera es muy amada de las Musas y enemiga de las Furias, se complace en tener hijos sanos y goza con la abundancia. Pero somos indignos y, despreciando tales bienes, personas y ciudades propiciamos guerras y nos convertimos en esclavos del inferior”. Eurípides

 

 

¿Vive Venezuela en paz? Más allá de consideraciones protuberantes al examinar la temática, sugiero focalizar el sentido de la interrogante hacia lo interno y no hacia el exterior, aunque por momentos luzca también concernido ese escenario. Me refiero a la sociedad propiamente venezolana y a su dinámica existencial. Me explicaré de seguidas.

 

 

Comencemos advirtiendo que no estamos transitando un período pacífico. Salvo incidencias y contingencias, paz social, política, institucional fue aquello que disfrutamos desde 1958 hasta 1998, cuando vivimos la democracia de los consensos que no era ni fue nunca perfecta pero trabajó en su perfectibilidad.

 

 

Insisto que conocimos episodios cruentos y elevadas tensiones como aquel 27 de febrero de 1989 o, aquellas turbulencias de febrero y noviembre de 1992. El llamado Caracazo y los intentos de golpes de Estado pusieron en jaque al país y a pensar también, a los miembros del establecimiento social, pero se superaron en muchos sentidos y se mantuvo en la población la idea de que podíamos y debíamos coexistir como una nación que desea hacerlo juntos.

 

 

Incluso, la decisión de la Corte Suprema de Justicia de enjuiciar al presidente Pérez trajo consigo forcejeos difíciles y puso a pruebas al sistema contenido en el Estado constitucional vigente, pero sin entrar ahora a discutir otros méritos que el asunto suscita, fuerza es admitir que se metabolizaron los desencuentros y sobresaltos y se respondió sobria y serenamente, manteniendo la tranquilidad y la concordia en nuestro cuerpo político y en los hogares de los compatriotas.

 

 

Más aún, la clase política puntofijista, ingenua a ratos, oyó al país que clamaba por descentralización y por una mecánica electoral segura y transparente, modificando y sancionando leyes en esa orientación. Se apartó a los partidos políticos de la administración de los comicios y se permitió concurrir a todos al teatro electoral dejando que la soberanía resolviera la desconfianza, el desaliento, la decepción que luego de cuatro décadas se hacía evidente y que la antipolítica de un lado y la oligarquía de los medios tronaban diariamente hasta convencer que había que intentar un lance diferente y, así, entre desgastes y bajo psiquismo, de las manos de ellos mismos vino el coco de Hugo Chávez a regir los destinos de nuestra patria y allí, soberanía de por medio, terminó la paz y en verdad, reinició la guerra como veremos.

 

 

Suelen algunos inculpar a Caldera por el sobreseimiento al comandante, pero miopes olvidan las reiteradas victorias electorales del de Sabaneta y ello en medio de la frivolidad, el dispendio, el despilfarro y la corrupción que siempre mostró. El difunto fue un desastre al que los venezolanos le cedieron enamorados su soberanía. La responsabilidad fue del colectivo nacional y haríamos bien en admitirlo para que no se repita ya más nunca, Dios mediante.

 

 

La guerra fue siempre fruto de los afanes por prevalecer y sojuzgar a los congéneres. Se ha hablado en la misma acera, no obstante, de la guerra justa para referirse a razones morales, jurídicas, religiosas con base en las cuales se quieren justificar y tal vez se comprendan, pero sigue siendo el recurso al absurdo. Ni siquiera la doctrina se asienta cómoda al respecto.

 

 

La paz es en paralelo el imperio de la equidad o se la confunde tristemente con el abandono, la rendición, la despersonalización que deviene de la resignación cómplice del agresor. Más claramente, la paz se sustenta en el equilibrio que a su vez resulta de las relaciones atenidas a la justicia, como diría Aristóteles. Puede haber un estadio de forzosa no beligerancia por miedo, por violencia o por enajenación. Eso no es paz, es alienación.

 

 

Se atribuye a Maquiavelo una frase que retengo y que reza así: “Cuando los hombres están bien gobernados no solicitan ni apetecen otras libertades”. Las guerras de liberación exhiben banderas y lemas que tocan al corazón y a menudo nos soliviantan el espíritu y nos ganan para ellas, pero no por ello cesan las hostilidades sino que se reservan entonces para los mismos que otrora se sentían distintos de aquellos que los oprimían y con relativa facilidad se vistieron, a su vez, de agresores y opresores y encendieron otras mechas o lanzaron leños a las crepitantes hogueras para mantener vivos los duelos y los antagonismos. No hay otra liberación que la paz de los espíritus, el trabajo que sostiene y el amor que damos y recibimos y aún hay espacio para la fantasía.

 

 

Solo hay paz en el respeto, porque la tolerancia sola es insuficiente, incierta, insegura. La consideración, la deferencia, el comedimiento que distingue emerge de la valoración del otro en un ejercicio de alteridad y de militancia en el principio de la dignidad humana que convoca lo bueno que llevamos dentro y no lo malo que también obra en nosotros.

 

 

Un régimen que segrega, margina, separa, discrimina y asfixia, veja, irrespeta a los demás no puede llamarse ni justo ni digno y desde luego no es pacífico, ni ofrece la paz ni la recibe de sus destinatarios. Viene a tono aquello de Emiliano Zapata: “Si no hay justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”.

 

 

Los movimientos ideologizados con lastimosa frecuencia derivan en totalizantes, en totalitarios. Es una compulsión, un frenesí que se derrocha en cada palabra, en cada gesto y en la emoción tumultuaria que reúne por lo general a la imbecilidad con la vileza. Solo tienen en sus desórdenes acomplejados, plagados de resentimiento además, la guerra como argumento. La barbarie que los resume es naturalmente enemiga de la racionalidad, la normación y la convivencia y la historia está llena de ejemplos que soportan mis afirmaciones.

 

 

Vuelvo a nuestra cotidianidad. A los hermanos Rodríguez que nos culpan a todos y al presente y al futuro de lo acontecido con su padre que vivió y murió empero en su guerra, la que libró como su épica existencial.

 

 

Regreso al proceso de disolución de la república que se repite y ahonda con cada emigrante, con cada felón y son miles uniformados la mayoría y en cada espíritu que coopera con este holocausto en el que se extingue a diario la república viva, porque la institucional ya la abatieron.

 

 

Reencuentro en la reflexión a los pobres convertidos en zombies detrás de la limosna CLAP, silentes, cedidos, acobardados, desfigurados y los califico de víctimas civiles de una guerra civil pero armada de un lado que para mantenerse es capaz de cualquier felonía. Cientos de conciudadanos asesinados, miles lisiados, deshechos en la frustración y el infortunio. ¡Cuánta mentira se aloja en cada discurso, en cada programa, en cada opinión vertida por el chavismo, madurismo, militarismo, nepotismo y despotismo!

 

 

No es destruyendo que se edifica y se construye una sociedad la paz. No es tratando de ahogar a la universidad que se conquista el saber, no es en el hambre que deshonra de los maestros, enfermeras, médicos, trabajadores tribunalicios, profesores y la tropa famélica como se fundamenta un proceso por el hombre, no hay revolución sin ética y no hay en la conducta del tirano sino terror y concupiscencia.

 

 

Cuanta violencia hay en la injusticia que lacera al preso político privado de libertad por atreverse a decir lo que siente. A cada periodista que se le exige callar o se le calla por la fuerza. A cada emprendedor que se le despoja de su capital o al propietario que se le priva del goce de lo suyo.

 

 

Creyendo que en la destrucción de la república y sus instituciones encontrarán la legalidad que los soporte, carentes de legitimidad de origen y peor, de legitimidad de desempeño, con impunidad y maldad, sobrados pues afligen al mundo compatriota, con desparpajo y cinismo; pero no tienen ni tendrán el poder de esa manera, disfrutan mórbidos del humilde malogrado, mas por el inexorable destino que por la calidad de su adversario.

 

 

La paz es un bien precioso que, como habría dicho el Mahatma Gandhi, debe asumirse no como una estación de la vida sino como el camino de ella.

 

 

 Nelson Chitty La Roche

nchittylaroche@hotmail.com

@nchittylaroche