De la anomia o el futuro presente
enero 11, 2019 6:13 am

 

“Un día la humanidad jugará con el derecho de la misma forma que los niños juegan con objetos en desuso, esto es, no para restaurarlos a su uso canónico, sino para liberarlos de él, para bien”. Giorgio Agamben.

 

 

El mundo convulsiona, por así decirlo, y esos espasmos sociales, políticos, económicos, culturales, espirituales y religiosos pudieran tener que ver con una tendencia a preferir la autocomplacencia y las vías de hecho que el seguimiento normativo con el que la sociedad se cohesionó en su previsible comportamiento frente a sus individualidades y comunidades en las últimas décadas de relativa paz y sobriedad existencial.

 

 

Me refiero a un proceso de desagregación que se advierte por doquier, trayendo un viento de revisión y reacción, incluso, ante los principios básicos de coexistencia y convivencia que iluminaron virtuosos desde el sol de los derechos humanos y el calor que abrigaba a todos en las nociones de libertad, igualdad y dignidad. Pareció que se había dado cuenta de que el bien y el mal existen y que el deber del hombre siempre será advertirlos y conjurar el pernicioso que obra como una tara que hemos de arrastrar y redescubrir periódicamente.

 

 

Luego de las guerras mundiales, la humanidad constató con horror el quebrantamiento del orden humano elemental que había edificado, imperfecto pero articulado en torno a preceptos éticos, morales y místicos. Avergonzada y vindicativa, abordó la construcción de un nuevo orden mientras libraba un duelo silente, sórdido, ominoso a ratos, inserto en la llamada Guerra Fría y la disputa de las ideologías que continuaron esgrimiendo su especificidad como argumento, para mantener el latido del rencor y la rivalidad en el corazón de los unos y los otros.

 

 

Siete décadas después de la Declaración de los Derechos Humanos que suscriben las Naciones Unidas, pudiera intentarse destacar, si no un balance, tendencias que se mueven tal vez dialécticamente pero que no dejan de apesadumbrarnos. Mucho se escribió y legisló. Bastante se hizo para asistir y proteger a los que sufren, discriminados, despreciados, utilizados, perseguidos, aniquilados, pero persisten peligrosamente las tensiones y, peor aún, se desconocen o transgreden leyes, acuerdos, tratados que lucieron avances, flores inmarcesibles del mejor jardín de la solidaridad y del respeto a la persona humana, para volver a los ademanes y gesticulaciones que otrora soliviantaron los gnomos de la violencia y los odios irracionales y frívolos.

 

 

 

El diagnóstico de lo que nos aflige, la causa, la compleja etiología está lejos de completarse. Confieso haberme sentido impactado varias veces en estos años en presencia de acciones que nos muestran como animales, fieras, demonios irrecuperables. Basta recordar el terrorismo y también el del Estado, matanzas y torturas de mujeres y niños indefensos, crímenes contra inocentes en nombre de un Dios o de una cultura o civilización. La respuesta de Occidente no siempre fue mejor, ni menos hórrido su pensamiento.

 

 

¿Qué nos está trayendo de nuevo al umbral de un conflicto de proporciones quizá definitivo? Muchos elementos resultan convocados para ensayar alguna especulación, por llamarla así, pero creo notar unas en particular, la regularización de la anomia y la precarización de la cultura, e incluyo allí la formación espiritual.

 

 

En efecto, percibo la generalización de una tendencia conductual que apunta a rechazar la disciplina social, entiéndase, el apego a reglas y usos del individuo hacia el colectivo y viceversa. Claro que la familia y la escuela están involucradas; siento que los cambios experimentados en el devenir y desarrollo de ambos institutos afectaron la personalidad del ser humano y lo turbaron. La familia está viviendo una tempestad de dudas y falencias que se insertan en ella y la debilitan. El producto es un muchacho apurado para madurar sin que haya tenido tiempo de fijar los parámetros y referencias que lo ayudarán a manejar sus polos racionales e instintivos favorablemente. Un déficit de atención, pero familiar, se observa. Menos madre y menos padre y menos de ambos, menos fraternidad de los hermanos y abuelos, menos oportunidad para aprender la alteridad.

 

 

¿Y la escuela? Deriva la educación hacia una instrumentalización que la despoja del amor que fragua en la dinámica del colectivo que comparte el período de aprendizaje, conocimiento, valoración, constitución moral y ética. Leyendo a Savater y un texto de su autoría titulado El valor de educar, encontré un argumento central para asumir el alcance del tren factual de los estudios al que se refería Platón; redime al ser humano mostrándole y sembrando en el la virtud, el areté, además de que lo coloca encima de las otras creaturas. Así se hace responsable, ante sí y ante su entorno, pero la educación es cada día menos eso y más lejana del maestro, del juglar, del glosador de la vida que lo acompaña. La tecnología completa, si no el divorcio, el distanciamiento, y así la arcilla toma forma y se seca más solitaria de lo necesario.

 

 

 

Pienso ahora en el humano, que carente de ese trazado, a pesar de sí, se hace ciudadano, testigo social, protagonista societario, pragmático y utilitarista. No leyó a los clásicos ni le hablaron de equidad, y si lo hicieron no fue suficiente. Su imaginación vuela creativa pero deshumanizada. Sus juguetes y sus ambiciones se refieren a los tesoros del espectáculo y no de la cultura ni a los valores del espíritu. Ese ciudadano no puede entender que la democracia no solo le ofrece derechos, sino un espacio para traer, contribuir, deliberar y asumir deberes. No aprendió a comprender sino a aprovechar y aprovecharse.

 

 

Estos actores que vemos en el teatro existencial actual y que sugieren un desenlace, como otrora pasó, trágico, somos nosotros también. Realizamos un mundo al que hay que despertar. Hemos de colocar marquesinas para que se detenga, se percate y se disponga a cotejar entre opciones si el rumbo que lleva es el que, en realidad y a la postre, desea, so pena de no llegar tarde sino después de la última hecatombe.

 

 

 

Nelson Chitty La Roche

nchittylaroche@hotmail.com