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Cruz y dignidad

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Cruz y dignidad

La crucifixión era usualmente utilizada para castigar a la víctima con una muerte especialmente lenta y dolorosa. Quienes la sufrían, eran expuestos públicamente para disuadir a los observadores de cometer crímenes parecidos. Los métodos de la crucifixión variaban de acuerdo al lugar y el tiempo donde se consumaban. En algunos casos, antes de la crucifixión, los romanos acostumbraban a dar latigazos al reo. Luego, durante el trayecto hasta el lugar de ejecución, el condenado era obligado a cargar un yugo de madera (“Patibulum”) sobre sus propios hombros, que posteriormente solía ser usado como travesaño de la cruz. La crucifixión era considerada en aquel tiempo como la ejecución más terrible y temida. Flavio Josefo la considera “la muerte más miserable de todas” y Cicerón la califica como “el suplicio más cruel y terrible”.

 

 

 

La condena de Jesús de Nazaret al suplicio de la crucifixión por parte del poder teocrático judío e imperial romano buscaba sofocar ejemplarmente el movimiento religioso que habían construido aquel hombre y sus seguidores. Se trataba de eliminar de raíz su evangelio, su recuerdo y la esperanza que desató en aquel pueblo que era sometido interna y externamente, pero que contaba una larga tradición de autonomía y rebeldía. Jesús fue entendido como un profeta. Los pobres y excluidos se alegraron de escucharlo y verlo actuar, el poder político sólo vio en él un blasfemo y una amenaza.

 

 

 

¿Cómo vive Jesús este trágico martirio? Las fuentes no ofrecen una descripción psicológica de su pasión, pero invitan a acercarnos a sus actitudes. Por su relevancia para el momento que vivimos en Venezuela haré referencia en especial a una de ellas. Se trata del grito de Jesús antes de morir que recogen los evangelios de Marcos y Mateo: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado.” Estas palabras pronunciadas en arameo, lengua materna de Jesús, y gritadas en medio de la soledad y el abandono total, son de una sinceridad abrumadora.

 

 

 

La invocación del salmo 22 en el último grito de Jesús no deja de ser una expresión de confianza: Llama a Dios, Dios mío, a pesar de todo. Jesús no duda de su existencia ni de su poder para salvarlo. Se queja más bien de su silencio: ¿dónde está? ¿Por qué se calla? ¿Por qué lo abandona precisamente en el momento en que más lo necesita? Jesús muere en la noche más oscura. No entra en la muerte iluminado por una revelación sublime. Muere con un “por qué” en sus labios. Todo queda ahora en manos del Padre. Dios se ha escondido.

 

 

 

Sus discípulos huyeron a Galilea, lejos de Jerusalén. Sin embargo, al poco tiempo sucede algo difícil de explicar. Estos hombres vuelven de nuevo a Jerusalén y se reúnen en nombre de Jesús, proclamando a todos que el profeta ajusticiado días antes por las autoridades del templo y los representantes del Imperio está vivo. Dios lo ha resucitado. Lo ha levantado de entre los muertos para vivir la vida plena de Dios, manifestada ahora en la palabra convencida y la acción prodigiosa de sus seguidores.

 

 

 

Jesús fue torturado y asesinado bajo el poder de Poncio Pilatos. Ese era su poder: el poder de dar muerte. Frente a ese poder se manifiesta otro poder: el poder de dar vida. Ese es el poder de Dios.

 

 

 

Hoy el poder político en Venezuela es poder de represión, tortura y muerte. Nuestras calles se han convertido en patíbulos para las marchas y protestas de muchos venezolanos que legítimamente reclaman sus derechos. El poder político cree que esa fuerza vital se puede silenciar y aplastar. Se equivocan, esa fuerza y esa lucha por la vida es más fuerte que la muerte porque viene de Dios. Por eso no cesará nunca aunque se empeñen en crucificarla.

 

 

 

Francisco José Virtuoso SJ

fjvirtuoso@ucab.edu.ve

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