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Comiendo perdices

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Comiendo perdices

Aun en las tinieblas de la clandestinidad y bajo el sopor de la muerte con que nos amenazaban los comandos militares del pinochetismo recién triunfante, me vi en la obligación de salir de mi concha e ir al supermercado más cercano a buscar algunos alimentos. Creí continuar la pesadilla surrealista de la que acababa de despertar para tropezar con una pesadilla mucho peor, y real: todas las estanterías estaban vacías, literalmente vacías, salvo una, a un costado de la entrada, repleta de cajas de fósforos.

 

Jamás comprenderé la razón de esa sobreabundancia de cajas de fósforos en donde no se veía un pollo, un trozo de carne o un litro de leche ni por asomo. Y en donde, para comprar una canilla, había que levantarse a las 3 de la mañana con la esperanza de que al cabo de cinco o seis horas de paciente cola no se hubieran vaciado los estantes. A pesar del golpe, Chile no salía del letargo apocalíptico en que lo sumiera la Unidad Popular y una oposición que no comía cuentos y que tenía perfecta conciencia de que si no se alzaba, perdía la república.

 

Muchos años después, ya prescrita la pena que me endilgara la justicia dictatorial por haber enseñado marxismo pero aún rigiendo la dictadura, viví el otro extremo de las carencias: saliendo de una venta de pollos a la brasa un hombre pobremente vestido –era pleno invierno y en Chile los inviernos tienen cara de muy pocos amigos– se me acercó a ofrecernos sus servicios. Llovía torrencialmente y a través de la rendija de la ventanilla nos explicó su alegato. Después de recorrer todos los oficios imaginables –de portero a jardinero, de albañil a cocinero, carpintero, chofer y me resulta un fastidio volver a hacer el recuento– me miró fijamente a los ojos por los que corría la lluvia y me dijo con una sinceridad que le brotaba del corazón: “Señor, le trabajo en lo que sea, sólo a cambio de techo y comida. Me estoy muriendo del hambre…”.

 

Luego de explicarle que yo, aunque chileno, ya era un turista de paso, que sentía en el alma no poder ayudarlo y de ponerle en sus manos el paquete con el pollo a la brasa que acabábamos de comprar, volvimos al hotel mi mujer y yo con las manos vacías y abrumados por tanto infortunio. La salida de la dictadura todavía se veía muy a la distancia, si bien los anaqueles ya rebosaban de mercadería nacional y extranjera. Los habituales productos del mar, el salmón, las ostras, los vinos y los licores del patio habían asumido prestancia, empaques dignos de la Quinta Avenida, el dólar se había paralizado en los quinientos escudos –sigue allí desde hace décadas. Y en el mismo súper mercado en donde sólo encontrara años antes miles de cajas de fósforos, se podía encontrar lo mismo que en un súper madrileño, neoyorquino o parisiense. La economía chilena rebozaba de prosperidad y el Chile del desastre no era más que un mal recuerdo.

 

Es claro: a ningún dirigente opositor, todavía peleando con la vicaría de la solidaridad por la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados se le hubiera ocurrido aparecerse sonriendo y boyante en shorts, el torso desnudo y tostado por el sol, abrazado a niñas con hilo dental en Viña del Mar o Cachagua, como asegurando que más normalidad en Chile, imposible. La impudicia, en Chile, está estrictamente prohibida desde antes de los tiempos de don Andrés Bello. El Caribe es territorio de insólitos desenfados. Como acabo de ver a Henrique Capriles, a cuyos asesores no se les ha ocurrido mejor movida para convencernos de que todo marcha a la perfección y sólo cabe aguardar un año y medio para arrasar en la Asamblea Nacional, que fotografiarlo abrazando vistosas abundancias carnales y clásica felicidad caribeña: una fría, un bikini, una sonrisa de oreja a oreja y que el mundo se vaya a bolinas, como dicen los cubanos. Los presos que sigan presos: allí expían sus culpas, que los únicos culpables son ellos mismos.

 

Salgo del automercado, en donde puede que falten algunos bienes, pero veo al clásico chavismo saliendo tapado de pacas de papel tualé, bolsas de harina pan y una sonrisa de victoria como la del candidato opositor. Unos están en la playa, otros en la ciudad. Unos en el gobierno y otros en la oposición. ¿Quién le tiene miedo al lobo?

 

Antonio Sánchez García

 @sangarccs

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