Veo la montaña del ÁVILA
en todas partes.
La llevo en mi imaginación,
La presiento mientras recorro un camino.
Mi olfato se deja llevar por el encanto
de su fragancia,
mi instinto se estremece
cuando paso frente al Aconcagua
y mi mente la escala como
si trepara la ensenada avileña.
Su verdor, su fauna bullanguera,
el ruido placentero de sus riachuelos
me hacen pensar que veo mi montaña
cuando se atraviesa ante mi vista El Everest.
Mi paladar saborea su cercanía con los Ojos del Salado,
la tanteo con la punta de mi lengua
pero no sabe igual.
Su recuerdo me quema
con esas llamaradas de nostalgia,
por eso girando en torno al Teide
siento su calor, su brisa apacible
y advierto a ese papagayo multicolor
que vuela sobre mi cabeza.
Un crepúsculo moribundo
se estrella sobre sus gigantes
piedras que aguardan
la llegada de otro deslave,
para bajar desquiciadamente
a cobrarle a los inocentes
los crímenes de los depredadores.
Una bruma negruzca es cómplice
tratando de encubrir
las aguas afeadas del Guaire,
ese espejo de fachadas pestilentes
con marquesinas de quebradas.
Miro una gráfica del Himalaya
y me digo, ¡más grandioso es mi cerro
aún, cuando gime mientras lo incendian!
Sus cálidas laderas, sus coquetas faldas
y su mágico valle, desafían a Los Alpes.
¡Gana mi Avila!, siempre,
por señorial, por su espléndida
cima desde donde soy testigo
de la sumisión de la gente ante su pie.
Antonio Ledezma