Cuando una antigua colega -una de esas profesoras heroicas que se niegan a retirarse del oficio- me solicitó dictar en su seminario una conferencia sobre el tema de la Venezuela post-Chávez, y me di a la tarea de prepararla, observé que en idioma alemán no existe un término exacto para traducir la palabra emboscada.
Emboscada según el diccionario se traduce como «Hinterhalt», palabra que literalmente significa algo así como «ser agarrado desde atrás”. En castellano, en cambio, esa es sólo parte de una emboscada. Lo fundamental de una emboscada es ser llevado a una zona sin salida (encerrona) en la cual serás atacado por el enemigo y aniquilado sin piedad. Y bien, a ese tipo de emboscada pertenece la situación a la que intentaba llevar el gobierno Maduro al conjunto de la oposición.
A través de dos violaciones consecutivas a la Constitución, una con Chávez agonizando; otra, con Chávez muerto, Maduro se había hecho elegir presidente por la «oficina de asuntos judiciales del chavismo», que eso y no más es en Venezuela el poder judicial.
De ese modo, protestar masivamente en contra de las violaciones constitucionales -cuando medio país estaba llorando a moco tendido frente al mediático féretro- habría parecido ante la opinión pública mundial como un sacrilegio. Así, el gobierno utilizó, como lo ha venido haciendo consecutivamente, el cadáver de Chávez como medio de chantaje político.
Gracias a los funerales, Nicolás Maduro creía tener la mesa servida. La oposición, blanco de las más brutales invectivas de parte del ilegal gobernante, estaba paralizada. Y cuando la MUD y Henrique Capriles denunciaron la juramentación de Maduro como espuria, los jerarcas del «entorno» se frotaron con seguridad las manos. Quizás imaginaron que el segundo paso iba a ser un llamado a la abstención como propuso algún columnista despistado de oposición. Así, la emboscada iba a resultar perfecta. La oposición se dividiría entre «abstencionistas y «participacionistas» para ser, después del triunfo electoral de Maduro, fácilmente «pulverizada» (Chávez dixi).
Efectivamente, desde el punto de vista de una lógica formal, que es también el de las ciencias, entre ellas la politología, declarar como espurias unas elecciones y después participar en ellas, es una incongruencia. Sin embargo, y es lo que no entienden tantos politólogos, la política no es congruente. Tampoco es una ciencia y en ningún caso es polito-lógica. Eso significa: en política se actúa no sobre condiciones ideales sino sobre las que se van dando en el camino. O para decirlo con el poeta Machado, en la política no hay caminos: «se hace camino al andar».
En el medio de la emboscada, Capriles hizo lo que en la guerra hace un buen general: unificar las tropas dispersas. Y como es un hombre de vasta experiencia sabía que la unidad en la política no se logra con piadosos llamados, sino en abierta lucha en contra del enemigo común.
Primero: El enemigo no es el difunto Chávez sino Maduro (“No es Chávez, tú eres el problema, Nicolás”). Segundo: Maduro se oculta detrás del presidente muerto y carece de identidad personal y política. Tercero: la presidencia de Maduro, y por consiguiente la elección, es el resultado de una violación constitucional. Cuarto: Capriles va a postular en nombre de la oposición unida, denunciando las violaciones cometidas por Maduro y “su combo”.
Valiente, sin dudas valiente; así lo reconoció la primera página del periódico Tal Cual. Una amiga venezolana -no es caprilista- me escribió unas palabras que, creo, interpretan el sentimiento de muchos : «A ese chamo no lo vamos a dejar solo»
Gracias al discurso de Capriles, muchos intuyeron que ha llegado el momento de cerrar filas y dar la batalla, aunque se pierda. Efectivamente, no hay peor batalla que la que no se da. Quien mejor lo entendió en el gobierno no fue Maduro (el homófobo político solo atinó a pronunciar la frase favorita de Pablo Escobar: «has cometido el peor error de tu vida») sino Diosdado Cabello, quien dijo: «Las palabras de Capriles son una declaración de guerra».
Efectivamente; de eso se trata: son una declaración de guerra. Pero lo que Diosdado seguramente no entendió es que se trata de una guerra política, es decir, de una guerra sin armas.
¿Fue enviado Capriles al matadero? ¿Va a enfrentar de nuevo a todo el aparato del estado, al más hipertrofiado de toda América Latina? ¿Va a competir con quien financia su campaña con el dinero de todos los venezolanos? ¿Con el amo de todas las cadenas televisivas? Y, sobre todo, ¿va a competir contra una máquina de ganar elecciones, contra destacamentos electoreros que se mueven como soldados en los “concejos”, en las misiones y en las oficinas públicas? ¿Va a competir contra amenazas, extorsiones y listas tasconas? ¿Contra esos miles de buses rojos que transportan votantes rojos? Y, no por último, ¿va a competir con el fantasma de Hugo Chávez de quien Maduro cree ser su representación terrena?
Si, lo va a hacer. Lo va a hacer como ese «cronopio» de Julio Cortazar quien, al no rendirse, y sin más armas que su propia verdad, derrotó a un ejército de «famas». Del mismo modo como Lech Walesa, Váklav Havel y Ricardo Lagos derrotaron a sus respectivas dictaduras. Del mismo modo como Yoani Sánchez y los suyos derrotarán a Raúl Castro.
Pero Capriles –no nos equivoquemos- no es un místico. Es un total político. Sabe por ejemplo que tiene algunas cartas por jugar; y ya las está jugando. Por de pronto, tiene en sus manos la carta de la legitimidad constitucional. Así, mientras Maduro, quien sin el estado no es nadie, se hizo nombrar presidente apelando a medios ilícitos, él, Capriles, se desprendió, siguiendo estrictamente la línea constitucional, de su propia gobernación en Miranda.
Capriles maneja, además, la carta de la soberanía nacional, la misma que usó Chávez en contra de Bush y que ahora Capriles usará en contra de Raúl Castro. Pues para nadie es un misterio: Maduro es el candidato venezolano de la dictadura militar cubana.
No por último, Capriles -al igual que Henri Falcón, político de centro-izquierda- posee una carta que ya jugó, y muy bien, en contra de Chávez: esa es la carta social. En ese sentido Capriles puede convertirse en el acusador de un sistema que practica un «neoliberalismo de Estado». Uno que gracias a la destrucción del aparato productivo y la consiguiente subordinación a las importaciones de las potencias externas, sobre todo de los EE UU, enriquece con devaluaciones monetarias al gobierno, pero a costa del bienestar de la mayoría de los venezolanos.
Seguramente Capriles explicará como cada centavo que gasta el gobierno en su faraónica campaña electoral, aumentará el monto del próximo «paquetazo» post-electoral; el mismo que pagarán en moneda dura todos los venezolanos. Pero, además de todas esas cartas, Capriles tiene en su mano otra, quizás la más decisiva.
Esa es la carta de la verdad.
Capriles, sabiendo que con su postulación no tiene nada que perder, ha decidido arrojar esa carta sobre la mesa.
Decir la verdad, sea donde sea, duela a quien duela, y aunque se venga el mundo abajo, es tarea de santos y mártires, casi nunca de políticos. Capriles, en cambio, la asume políticamente. Quizás por eso se le ve más suelto; incluso más libre, en sus discursos. Ha bebido del néctar de la verdad; y lo goza. Ya no se preocupa de frases hechas; está más allá de los cálculos, de las poses pre-concebidas y de los comunicadores profesionales. Yo diría, más allá de la política ritual.
Esa es la razón por la cual frente a Capriles, Maduro, un personaje altamente ideologizado y mitómano hasta los huesos, se ve, a pesar del carisma que succiona del presidente muerto, como un ser sin vida propia, o como uno de esos pobres hombres que nunca han podido superar el complejo paterno («Yo soy hijo de Chávez») y que, por lo mismo, nunca serán definitivamente adultos. Maduro vive bajo el amparo mítico de su padre muerto, la fase más pubertaria de su vida política. Capriles, en cambio, es, o ha llegado a ser, un político adulto. Solo la verdad, es decir, la disencia frente a la no-verdad, nos convierte en seres adultos.
La verdad nos hace libres; entre otras cosas, libres de la mentira. La verdad puede ser, por eso mismo, violenta (Hannah Arendt) Pues debajo de cada mentira hay una verdad, y cuando la verdad irrumpe en la superficie, destroza a una mentira. Eso a veces duele. Pero, a la vez, no hay nada más bello que vivir bajo el imperio de la verdad. Quien la ha conocido no la abandonará jamás. Quien la dice, llenará su vida con un placer incitante; me atrevería a decir: erótico.
Tengo la impresión de que Capriles abandonó todo cálculo, toda estrategia y toda táctica inútil. Está diciendo, cada vez que habla, la verdad. Quizás, más allá de toda encuesta, pronóstico, resultado, o lo que sea, un político, en este caso Capriles, ha optado por decir la verdad. Y así, aunque pierda, ganará.
Fuente: Opinión y Análisis
Por Fernando Mires