La equivocación de todos ha sido pensar que el estropicio empezó con los resultados de las elecciones de diciembre de 1998 y la cantidad de falsedades que le escuchamos al ganador en las inmediaciones del Ateneo de Caracas, que después expropió y convirtió en muladar. No. Tampoco fue entre la medianoche del 3 de febrero de 1992 y la mañana del 4 cuando soltó que “por ahora, los objetivos no se habían logrado”. Fue antes de que se empezara a repetir que había que sembrar el petróleo y lo empezamos a llamar oro negro y convertimos el país –que no se recuperaba de las matazones y quemazones de los caudillos, subcaudillos y caudillitos– en el campamento minero que hemos sido.
Haber confundido el petróleo con oro nos hizo creer que bastaba escavar para tener uno o dos barriles para hacer el mercado. Lo tratamos como un mineral no como un hidrocarburo de múltiples usos. Cuando Juan Vicente Gómez les dijo a británicos y estadounidenses que hicieran ellos la ley que iba a regir la actividad “porque eran los que sabían” condenó a los venezolanos a vivir a espaldas de su principal producto de importación. Se impuso el método de los mantuanos de la Colonia que vivían en el “lujo” de Caracas y tenían sus hatos en la provincia a cargo de capataces y administradores. Solo les preocupaba la bolsa con los pesos y la carreta con el recado de olla que les mandaban con puntualidad.
Todavía muchos celebran que Carlos Andrés Pérez nacionalizara el petróleo, el hierro y el aluminio, que fue el inicio de la catástrofe que hoy padecemos. No es simple delincuencia de los gobernantes de turno ni de una estratagema de los “amigos” para quedarse con el mercado, que lo hizo Rusia, o con patentes, como lo hizo China con la orimulsión. Es el modelo escogido desde la ingenuidad y el desconocimiento, pero en especial del facilismo garantiza el modelo rentista. Solo requiere pasar por taquilla.
En 1999 ya los expertos sabían por dónde venían los pesares. El petróleo entraba en decadencia como fuente de energía, pero también como fuente de petroquímicos –fuesen insecticidas, fertilizantes o plásticos–, son productos tóxicos, contaminantes y altamente destructivos. El planeta necesitaba un descanso definitivo, perdía la capa de ozono y los gases de efecto invernadero no auguraban un feliz y nuevo amanecer.
La nacionalización les dio más poder al Estado, a los partidos políticos que lo controlan y administran. Aunque ante la descomunal cantidad de dinero que le entró al país Pérez prometió que administraría la riqueza con criterio de escasez, cedió a la tentación de construir la Gran Venezuela, el mismo faraonismo que le había criticado a su paisano del Táchira Marcos Pérez Jiménez. Le pareció poco el dinero del petróleo y se endeudó para terminar de construir el Guri, para construir represas, cloacas, escuelas, universidades y hospitales, pero también empresas que debían ser iniciativa de los privados. Al final, y sin acto de birlibirloque, el país debía a la banca internacional la misma cantidad de miles de millones de dólares que le había inyectado a las empresas básicas. ¿Básicas?
El país se endeudó para ser una potencia a cuenta del petróleo que estaba en el subsuelo. El primer brete se presentó cuando se dio cuenta de que los precios se fueron al suelo y los ingresos cayeron a la mitad y de esa mitad tenía que pagar una deuda adquirida a corto plazo y a muy altos intereses, casi como si hubiesen pagado con la tarjeta de crédito. La solución no fue privatizar, compartir responsabilidades, entregar nuevas concesiones, sino que se compraron refinerías en el exterior para garantizarle mercado al contaminante y sulfuroso crudo venezolano. Extrañamente no se hizo la universidad del petróleo, ni la del hierro. Los rentistas preferían estudiar corte y costura en París, haute couture, y cine en Nueva York. En el segundo brete, la solución fue también la más fácil y expedita: devaluación y control de cambio, que duró hasta el segundo gobierno de Pérez que estaba dispuesto a enmendarse la plana.
“Los ángeles” que se alzaron el 4 de febrero no solo asesinaron a más de 400 venezolanos, sino que interrumpieron un proceso de activación económica que, por fin, a pesar de la piedra de tranca de los banqueros, daba sus frutos. El PIB crecía a 9,6% anual. Una proeza. Al venezolano común, encandilado por el caudillo de fogozo verde, fue obediente al matadero, a la Patria Bonita, a la revolución pacífica pero armada. Nadie averiguó nunca quién lo financiaba ni cuáles eran sus fines últimos, todos creían que lo podrían manipular, pero ya alguien se les había adelantado.
Apenas comenzó a gobernar subió el precio del petróleo. Creyó, ingenuo, que era consecuencia de una gira apresurada e improvisada por los países miembros de la OPEP. Le dijeron que no se entusiasmara, pero la tentación era demasiado grande. Creía que tendría dinero para siempre, que tendría contentos a los pobres, que siempre se contentan con poco, y mucho para la revolución mundial, que el país estaba blindado contra crisis capitalistas y que Venezuela, con su modelo económico de expropiaciones y mercados al aire libre, seguiría avanzando y dándose la buena vida aunque el petróleo llegara a cero, 0, dólares. Mentiroso.
La pagó la deuda a Argentina, compró mortadela y pollos a Brasil, pagó agua salada a precio de oro a Ecuador, suministró tanqueros de petróleo y de dólares a Cuba, pero descuidó la gallina de los huevos de oro negro. Destruyó Pdvsa, destruyó las empresas básicas y nacionalizó los bienes de Chevron y la mina de oro Las Cristinas. Con el dinero que el país adeuda solo por esos dos conceptos, exprópiese, los venezolanos perdieron 5 millardos de dólares, tanto como costaron los fusiles, los aviones de combate y los sistemas antiaéreos que compró en Moscú.
Hoy el régimen sigue alardeando de que el país posee las mayores reservas petroleras del mundo, pero los venezolanos rezan para que la flota que desplegó Trump en aguas colindantes con el mar territorial venezolano deje pasar las cinco barcazas que con poco menos de millón y medio de litros de gasolina, que no alcanzan para cubrir el consumo de cinco días. Y van a pasar y algunos podrán llenar el tanque, pero no existe garantía alguna de que dentro de cinco días llegue otro cargamento. Irán, como cualquier país petrolero, está en un momento crítico. Nadie compra petróleo ni gasolina. Ni será negocio rescatar las instalaciones petroleras dañadas. El petróleo perdió valor, y a Hugo Chávez se lo dijeron en 2002, pero respondió con una carcajada. No creía que su “política” llevaba a país a ser un campanero minero arruinado: sin agua, sin luz, sin medicinas, sin nada, y muerto de hambre. Vendo receta para hacer empanadas con petróleo crudo.
Ramón Hernández