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Tormentas perfectas

Posted on: septiembre 24th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

La democracia posible, la poliarquía abierta que atribuye poder al pueblo e impone capacidad de respuesta de los elegidos frente a los electores; la alternancia con base en la premisa del respeto a la voluntad popular lucía entonces como un ideal borrado

En ese intenso debate sobre lo que es y no es democracia (siempre liberal entre los modernos), muchos autores han arrimado su aporte para tratar de brindarnos alguna guía útil; un vademécum para desactivar los laberintos discursivos de populistas que, al apellidar “su estilo” de democracia, acaban desfigurando esa noción. Por ello, partir de la base de que existe una democracia mínima es necesario para no perderse. Lo cual es complicado porque, como dice el mismo Sartori, “la democracia es complicada”. Este autor, sin embargo, no se rinde frente a la tarea, y propone un abordaje descriptivo, más que prescriptivo, del sistema que hace posible la macrodemocracia (política). Se trata, pues, de un procedimiento y/o el mecanismo que a) genera una poliarquía abierta cuya competición en el mercado electoral: b) atribuye poder al pueblo, y c) impone específicamente la capacidad de respuesta (responsiveness) de los elegidos frente a los electores.

En ese básico marco de referencia, no sólo la celebración de elecciones periódicas y genuinas, sino el respeto irrestricto a la convicción de que la Soberanía Popular reside en el pueblo-ciudadano y es ejercida a través del voto, forman parte de ese apresto de elementos medulares para el diagnóstico. De modo que aun habiendo otros indicadores importantísimos, las fallas y distorsiones que se registran en este terreno resultan clave para presumir que la enfermedad, el desvío, la degradación del autoritarismo ha cobrado cuerpo. Y que lo que se vende como “democracia”, pudiese estar disfrazando modelos completamente opuestos a esa categoría.

A santo de eso, nunca está de más volver al caso mexicano, la consabida fórmula de la “dictadura perfecta”. Por más de 70 años, desde la fundación del PRI en 1929 y hasta el 2000, un gobierno “democrático” sin interrupciones ni contrapesos relevantes resultaba bastante sospechoso. Eso a pesar de la consigna de “no reelección” y la legitimación que una y otra vez obtenía en elecciones en las que también participaba la oposición (incluidos, claro, esos partidos que algunos bautizaban como “paraestatales”). En la práctica, todo indicaba que el Partido Revolucionario Institucional había nacido para perpetuarse en el poder como un partido-Estado, no para ser oposición. Pero distinto a lo que ocurría en autoritarismos cerrados como el cubano, esto era posible gracias a la aplicación de una política consciente y sistemática que instrumentalizaba procedimientos democráticos, limitando el pluralismo, la participación opositora y los mecanismos de selección de sus candidatos para cargos de elección popular. La simulación democrática contaba, claro, no sólo con la alineación sin fisuras de los militantes priistas, sino con el apoyo crucial que en las urnas brindaba el electorado. De modo que, mientras duró esa hegemonía, ese encantamiento y ascendiente que el partido de la Revolución ejercía sobre la sociedad mexicana (una obediencia obtenida de buen grado, clave para dotar a la autoridad de legitimidad), el margen para el reclamo democrático se reducía a espacios y actores sin capacidad de influjo ni trascendencia fáctica.

Precisamente: cuando la crisis económica estalla en 1982 y se extiende como un tumor indócil, el malestar permea hacia cotos internos del PRI. Azuzado además por fantasmas como los de la masacre de Tlatelolco (1968) o la matanza del Jueves de Corpus (1971), el descontento por el bloqueo que entrañaban los comportamientos y métodos de la cúpula para las aspiraciones políticas de otros miembros del partido, hace que en 1986 se produzca una escisión de peso, la fundación de la llamada Corriente Democrática. Este movimiento, en principio, aglutina el ala crítica intra-partido, pero luego se convierte en coalición opositora de fuerzas de izquierda, la del Frente Democrático Nacional (FDN) y el Partido Mexicano Socialista. Las presiones para un cambio de enfoque en cuanto a las políticas económicas del gobierno de Miguel de la Madrid, los reclamos ante mecanismos de imposición unilateral de candidaturas y “gerontocracia sindical”, así como ante la serie de leyes que prácticamente dejaba a los disidentes priistas sin alternativas ni autonomía, hacen que por primera vez la larga e invulnerable hegemonía del PRI estuviese en real riesgo. El apoyo que, en la elección federal del 6 de julio de 1988, el FDN brinda a la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas -hijo de Lázaro, ex priista de dilatada estirpe e impulsor del cisma- por momentos pareció sellar ese giro dramático. Giro que convertiría al país, como prometía Cárdenas, en uno “con democracia, en cuyas decisiones participe el pueblo en su conjunto”.

Recientemente, Cárdenas hacía un interesante recuento de ese hito crítico para la transición mexicana. Un largo y complejo proceso que, en ese instante, era difícil de interpretar, apenas imaginar; sobre todo en atención a lo que ocurrió el día de la elección. Entonces, el sistema electoral “se cayó de caerse, y se calló de callarse”. Paradójicamente, cabe recordar que por primera vez en la historia de México fue posible seguir paso a paso ese escrutinio gracias a la adopción de un novedoso sistema computarizado. Pero a eso de las ocho y media de la noche, cuando el conteo reflejaba mayoría a favor del FDN, el sistema se apagó. Los votos de 25 mil casillas no fueron contados, señala Cárdenas; más de 700 mil votos omitidos frente a un sorpresivo cómputo de última hora (“dijeron ‘agregados’ cuando debieron decir ‘inventados”); una maniobra que años más tarde, en 2009, reconocería el propio Miguel de la Madrid. Como refieren Molinar y Weldon (2014), “cuando la polvareda de la jornada electoral aún no se disipaba, eI PRI realizó su tradicional fiesta de la victoria. El ambiente en las instalaciones del partido oficial pasó de festivo a tenso, pues los organizadores habían venido aplazando la hora del anuncio…” Al final, ante los desconcertados ojos y oídos de una sociedad que luego se movilizaría enérgicamente en las calles contra el veredicto, el candidato del PRI, Carlos Salinas de Gortari, fue proclamado presidente electo con una “clara, contundente e indiscutible victoria”. Y como tal, asumió y ejerció durante los siguientes seis años.

Una novela de ficción escrita por el profesor y magistrado de la Sala Superior del Tribunal Electoral mexicano, Felipe de la Mata, da cuenta de ese desgarro en periodo turbulento pero decisivo para la construcción de la democracia mexicana. “Las Heridas” (2024) es un título lo bastante elocuente como para entrever las significaciones del episodio. Un engaño masivo, la sensación de impotencia frente al atropello del Estado; un trauma que penetraba y disolvía la esfera de lo individual y lo colectivo, abriendo boquetes en los cortijos de la memoria-historia. La democracia posible, la poliarquía abierta que atribuye poder al pueblo e impone capacidad de respuesta de los elegidos frente a los electores; la alternancia con base en la premisa del respeto a la voluntad popular lucía entonces como un ideal borrado. La estación trágica e inusitada, sin embargo, no se extendió para siempre. Los costos simbólicos y prácticos de esa jugada no fueron inocuos para el PRI.

¿Cómo se recupera un liderazgo emergente, como renace y se rehabilita una sociedad entera luego de ese impactante trance? Misma pregunta que hoy podemos plantear en el caso venezolano. Con más dudas que certezas, nos atrevemos a responder: al apelar a una firme toma de consciencia, quizás ayude hacer de la crisis estructural una oportunidad bien administrada en el corto, mediano y largo plazo. En México, la pérdida del control total del PRI en el Congreso, la amenaza de profundización de su escisión en el Colegio Electoral y la consecuente presión por reformas, así como una oposición actuando en bloque, menoscabaron el poder del partido-Estado y fueron quebrantando las ilimitadas competencias del Ejecutivo, los rasgos del “presidencialismo imperial” y el corporativismo. El último presidente del PRI, Ernesto Zedillo, cerraría ese ciclo. En 2000, finalmente se concretarían los efectos de la tormenta perfecta, con el triunfo irreversible del candidato del PAN, Vicente Fox. Ese juego de actores tenaces en situación límite, esa búsqueda incesante de alternativas tras más de medio siglo de hegemonía priista, esa resistencia a dejarse enredar por narrativas oficiosas y distractivas, convirtieron el trago amargo en un periodo para el aprendizaje. Largo, sí; y tenso, zigzagueante, demandante, singular, incierto, pero no menos productivo. He allí algunos de los signos de esos tránsitos tan complejos como deseables.

 

@Mibelis

Mibelis Acevedo Donís

¿Aprovechar la crisis?

Posted on: septiembre 15th, 2024 by Super Confirmado No Comments

En la incidencia articulada de esa consciencia en acción, hay una oportunidad para que el déficit de gobernabilidad aloje, sin daño ni pérdidas, otras formas de resolución de la crisis, esta vez favorables a la verdad

Tratar de distinguir significantes comunes, un centro de convergencia en medio de gramáticas políticas radicalmente distintas, es un verdadero reto para la oposición democrática a un sistema autoritario. Tal como nos enseñan diversas experiencias de democratización en el mundo, dicho espacio de resolución de los atascos y remisión de la conmoción crónica no surge a la fuerza ni por generación espontánea. Y pocas veces se ensancha, además, en los momentos álgidos de ese desencuentro: momentos heroicos, paradójicamente, pues también suelen asociarse al mayor peligro, a la disposición al desafío, a la pérdida del miedo.

Se trata de un punto de partida a partir de la bifurcación que, idealmente, cabría construir aprovechando el viento a favor, la propensión, el potencial de situación, como decía François Jullien en su Conferencia sobre la eficacia (2006). Pero que, al mismo tiempo, empieza a gestarse en virtud de la crisis y emerge prefigurado por ella.
De modo que estas coyunturas, generalmente dilemáticas para las sociedades, no necesariamente son pasos que auguren la resolución catastrófica. No se trata, pues, de eludir el conflicto ni lo que involucra, sino de intentar aprovecharlo lo mejor que se pueda como oportunidad para la modificación sustantiva y perdurable de eso que percibimos como anómalo. Así la crisis (enfermedad política, en este caso; crisis de la fuerza que está en el poder) pasaría de ser un trastorno terminal, un asunto “no curable” a comportar solución en la transformación, aunque esta no sea inmediata. A pesar de ser procesos cuya inestabilidad y desproporción pueden abrir puertas al despotismo, advertía Jacob Burckhardt, la virtud de las crisis es que barren con formas de vida que sobreviven sin justificación. Anunciadas por una serie de señales súbitas y precisas, por cambios que no necesariamente son perdurables, suelen registrar la mudanza desde una situación previa de normalidad y/o anormalidad, “un paso de la obediencia a la desobediencia, y viceversa”.

El otro poder
Choque entre ideas establecidas y el bloque de ideas en ascenso. Puja entre creencias y concepciones; entre una verdad subjetiva y objetiva, fruto de la coincidencia entre la afirmación y los hechos. Inmersas en un contexto más amplio, el de la crisis orgánica, estructural o de hegemonía, como la caracterizó Gramsci, la inestabilidad es el signo de estas dinámicas. Con instituciones que han perdido credibilidad y legitimidad ante la ciudadanía, la autoridad del Estado puesta bajo cuestionamiento genera un desarreglo que se ha prolongado en el tiempo. Tal como constatamos en el caso venezolano, el consenso que distingue a la gobernabilidad democrática y que habilita una relación de poder que depende de reglas claras, de la cooperación voluntaria y animosa de la sociedad, ha sido abiertamente desestimado. De modo que en vez del convencimiento o la persuasión, es la mera coerción el recurso que ha quedado a los gobernantes para imponer la dominación, garantizar el orden y la “paz” -entendida como supresión unilateral del conflicto político- y obtener obediencia de los gobernados.

En ese sentido y en línea con Antonio Camou (2001), conviene recordar, por un lado, que la democracia (entendida como “una forma de gobierno”, una voluntad social) y la gobernabilidad (una cualidad que indica el grado de gobierno ejercido en una sociedad), aun siendo manifestaciones potencialmente convergentes, remiten a fenómenos distintos. Y, por otro, que no en pocas ocasiones los gobiernos pueden lograr resultados eficaces en la instrumentación de políticas públicas, aun sin el consenso y participación de la población afectada. Entonces, ¿cómo contribuir al logro de un orden democrático, de una cultura política que sirva como base a esa aspiración de mayor legitimidad social, si la gobernabilidad autoritaria hoy se presenta como realidad no sólo probable, sino opuesta a nuestra verdad?

En tanto ciudadanos, he allí un problema que no puede escapar a nuestra atención. Cómo, partiendo de la realidad, hacer de la crisis una ocasión para generar y expandir cierto poder basado en esa gramática de la democracia, ese insumo vital para dar carne y nervio al cambio que no ha podido concretarse tras la elección del 28J. Cabría considerar entonces que la capacidad de acción implícita en la noción de poder, se redimensiona en el terreno político porque incorpora lo dialéctico, lo relacional, tal como indicaba Poulantzas. Y que generar capacidad de agencia al margen de la acción impositiva del Estado, de su desacreditado entramado institucional y sus redes de complicidades y alianzas, dependería también de desplegar este otro poder que opera tácticamente, como decidido contrapeso a la aplicación de la violencia o la fuerza. Poder de los sin poder, le llama Havel.

Mantener la brecha
En la incidencia articulada de esa consciencia en acción, hay una oportunidad para que el déficit de gobernabilidad aloje, sin daño ni pérdidas, otras formas de resolución de la crisis, esta vez favorables a la verdad. Para ello, contamos ya con algunas certezas. Si algo ha dejado claro este tiempo es que la sociedad venezolana ha ido entendiendo que es capaz de organizarse de una manera eficaz para la autogestión. Asimismo, la visibilización de lo público en arenas alternativas de comunicación seguirá siendo un obstáculo serio para que las claves autoritarias se adopten y normalicen. Allí, la lucha por la hegemonía cultural -esa validación que una verdad política obtiene por vía del consenso, y que precede a la conquista del poder gubernamental- no da tregua, mantiene abierta la brecha para la ruptura estabilizadora. Hablamos de una lucha ética, por ende, que impacta la gobernabilidad en la medida en que anuda “las exigencias de carácter nacional” de un bloque social que no es homogéneo (Gramsci).

Para agudizar las contradicciones capaces de interpelar a los decisores y generar crisis con potencial transformador, importa seguir parados sobre el piso de la lógica democrática, eso sí. Asimismo, estar muy conscientes de que el problema venezolano no responde a esa dolosa controversia izquierda-derecha que algunos actores internos y externos tratan de instrumentalizar para sus fines. Seguir abrazando una idea de la soberanía que apela, sin menoscabos, a la voluntad popular y la participación; y combatir su peligrosa desviación autoritaria, la de que soberano sería únicamente aquel quien “decide sobre el estado de excepción”, tal como preconizaba Carl Schmitt. Discernir y elaborar el trauma colectivo para que no se convierta en depresión invalidante, también, y seguir apuntando a las instituciones para que la ley se cumpla. No es insignificante la palabra, la que agita, repara, sutura y junta; eso, sobre todo, habrá que recordarlo.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

 

¿De vuelta de Siracusa?

Posted on: septiembre 7th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

Esa pasmosa, tenaz, universal seducción que ha ejercido y ejerce la figura del “hombre fuerte” no sólo entre personas comunes y corrientes, sino entre representantes de la más conspicua intelectualidad, nunca dejará de sorprender.

 

“La cultura no importa, Karl. Mira sus maravillosas manos”. Quien así se solazaba en lo descrito era nada menos que Martin Heidegger. En conversación con Karl Jaspers, su íntimo y abismado amigo, el filósofo más influyente del siglo XX no ocultaba su estrambótica fascinación por el nuevo canciller alemán, Adolf Hitler. Corría el año de 1933, y Alemania era el hervidero que sabemos, el preámbulo de eventos que pondrían a la humanidad al borde del abismo. Tras un discurso en la Universidad de Heidelberg en el que Heidegger, rector de la universidad de Friburgo, había lanzado su apasionada arenga a favor del venidero Führer, un angustiado Jaspers lo increpó: “Si alguna vez compartimos algo que pueda llamarse impulso filosófico, ¡yo le imploro que se responsabilice de ese don! ¡Póngalo al servicio de la razón, de la realidad que tienen la valía y las posibilidades humanas, y no al servicio de la magia!.

Precisamente: esa pasmosa, tenaz, universal seducción que ha ejercido y ejerce la figura del “hombre fuerte” no sólo entre personas comunes y corrientes, sino entre representantes de la más conspicua intelectualidad, nunca dejará de sorprender. Jaspers usaba la palabra “magia”, y quizás no haya mejor forma de retratar el fenómeno, en tanto producto de una convicción que no responde a la lógica, sino a lo que prospera en la orilla opuesta: el mito y su embriaguez, la primitiva pulsión, el peso de la autoridad y la trampa que tiende al inconsciente; la subjetividad, el deseo, su semillero de sesgos y prejuicios. Lo irracional, en fin. Una posición que, adicionalmente, escapa a la dinámica simple del miedo y la coacción que somete a los más; y que en su lugar -he allí una peligrosa singularidad- parece (¿parece?) responder a una elección autónoma y consciente.

Filotiranos en cueros
La historia local ofrece también espejo de esa dislocación; y es la gestión de los positivistas en tiempos del gomecismo -José Gil Fortoul, César Zumeta, Pedro Manuel Arcaya y, particularmente, Vallenilla Lanz y su vibrante y bien urdida pieza sobre el “Cesarismo democrático”- una prueba emblemática de ello. Debido a una mezcla étnica en la que, según la tesis de Vallenilla, prevalecía el individualismo anárquico y los instintos disgregativos, la sociedad venezolana requería de un tirano civilizador, capaz de garantizar el orden y el progreso. Ese hombre fuerte -léase, Juan Vicente Gómez- se anunciaba entonces no como alternativa, sino como “única fuerza de conservación social”.

En esas aguas turbias de la justificación del poder despótico, abrevó el propio Sartre, por ejemplo. En la revista Les Temps Modernes, escribía en abril de 1953: “La sociedad soviética, en peligro de muerte en medio de las democracias burguesas, debía imponerse una disciplina de hierro o desaparecer”. El carismático, mundano, brillante autor de El ser y la nada -quien, tras la invasión a Indochina, acusó al general De Gaulle de promover un culto a la personalidad que lo hacía tan “fascista” como Hitler- paradójicamente también defendió y justificó a la Cuba de Castro, la China de Mao y, tempranamente, a la URSS de Stalin (aunque tuvo un momento de rebeldía cuando en 1956 criticó la invasión soviética a Hungría, ordenada por Jrushchov. “La URRS no ha colonizado ni explotado sistemáticamente a las democracias populares”, afirmó en 1957; “lo que es verdad es que las ha oprimido durante ocho años”). Eso no hizo que renunciara a su obstinada fe, no obstante. Como pasó con Heidegger y Jaspers, Sartre fue amargamente interpelado por su antiguo compañero de tertulias y cafés, luego rival intelectual, Raymond Aron. Ambos, Heidegger y Sartre, eran desnudados así en toda su ofensiva filotiranía.

Intelectuales en busca de religión

Con todo y su mirada desencantada, un liberal y digno hijo de la Ilustración como lo fue Aron rechazaba el determinismo marxista y creía en la emancipación, la modernización y el progreso. En el valor irrenunciable de la libertad como fuente de evolución humana. En la honestidad del filósofo y librepensador, capaz de juzgar la realidad en atención a sus señales inequívocas, tal como es y no como quisiéramos que sea. Acuciado por lo que percibe en Sartre como resultado de una insoportable frivolidad, Aron contraataca; escribe entonces El opio de los intelectuales (1955).

“¿Sigue teniendo sentido la disyuntiva izquierda-derecha?”, lanza como provocación y abreboca. La reflexión, una sofisticada arremetida contra ideas anacrónicas que volvieron a ponerse de moda en la Europa de posguerra, denuncia la insensatez con la que algunas mentes privilegiadas, “revolucionarios de gran corazón y cabeza ligera”, se entregaban a los galanteos del poder o picaban los anzuelos de populistas y demagogos. Filósofos que, en periodos de estallidos de fervor moral más bien cercanos al patriotismo jacobino, “preferían las formas al fondo” y optaban por la adicción al “estupefaciente ideológico”. Mismos que ignoraban -o decidían ignorar- los juegos que en ese sentido despliega todo régimen político para asegurarse cierto brillo y legitimidad narrativa. Hablamos de la propaganda y sus artífices; esa que, según Goebbels, -a quien la naturaleza brutal de los medios le tenía sin cuidado- “no es ni buena ni mala”, pues su “valor moral es determinado por el objetivo que busca”.

Siracusa, aunque mal pague

Para atender a esas tareas e inventar costuras ad hoc, surge este refinado militante, este miembro de la intelligentsia, este remozado intelectual orgánico obligado, en teoría, a asumir las funciones “organizativas” y “conectivas” en los procesos de producción de la hegemonía. En la práctica, casi siempre un validador de la utopía totalitaria y sus palabras sagradas; sea revolución y dictadura del proletariado, o apropiación a juro del Lebensraum, el “espacio vital” de la comunidad Wolk. Sea el estallido prometeico que anuncia al “hombre nuevo”, o el que reivindica la genuina voluntad de poder del “súper-hombre”, el Übermensch. Eso, en fin, dependerá de lo que dicte el César de turno, el proyecto que este encarna y el Zeitgeist al que astutamente responde.

En esa misma línea de pensamiento que Julien Benda rubrica con su “Trahison des Clercs” en 1927, Mark Lilla se inscribe con Pensadores Temerarios: intelectuales y política (2001). Las semblanzas de mentes formidables seducidas por el poder despótico, devotos de ídolos y fetiches como el propio Heidegger o Carl Schmitt, sirven para recordar los célebres viajes de Platón a Siracusa, a partir del año 388 a.C., gracias a la invitación de un discípulo, Dión; y su malhadado cruce, primero con Dionisio “el viejo”, a quien aspiraba a convertir en filósofo-rey; y luego con Dionisio “el joven”. Platón no sólo no pudo hacer de aquellos tiranos unos gobernantes virtuosos, sino que terminó perseguido y esclavizado. A santo de eso, Lilla rescata una anécdota: cuando Heidegger retornó a su trabajo docente en 1934, un colega le espetó un saludo que era más un mordisco que un retozo: “¿De vuelta de Siracusa?”. (Asesores con muchos menos quilates, autores de manuales para autoritarismos del siglo XXI, alcahuetes del despojo y la mentira oficial, hacen méritos para una estocada similar cuando a su regreso a España, sean recibidos por atónitos colegas).

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

 

Memoria-deber

Posted on: agosto 31st, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

Incluso asumida como imaginario de reemplazo, el valor de la memoria es innegable: en tanto constructora de identidad nacional, de la percepción que las sociedades tienen de sí mismas, de legitimación del pasado remoto y reciente

Valga el lugar común para hilvanar lo que sigue: la memoria es frágil, muy frágil. Especialmente si consideramos que en ella confluyen elementos emocionales que logran diluir, borrar, incluso embellecer los malos recuerdos. No en balde los grandes traumas individuales o colectivos se traducen a menudo en desmemoria, enterrados y a expensas de las tramoyas de la evitación. Al respecto, reflexiona el psicólogo español y catedrático José María Ruiz-Vargas, quien afirmaba que “cuanto más se narra un recuerdo, más se deforma (…) los recuerdos no son puros, sino que están llenos de partes añadidas”. El ser humano, único animal con memoria autobiográfica o autoconsciencia, no sufre menos por culpa de esos trastornos que lo hacen vulnerable a la hora de reconstruir sus recuerdos, desde las engañosas evocaciones a los famosos déjà vu. Ese truco de la evolución que, según el profesor Elvin Tulving, nos permite comprimir la experiencia, no está menos exento, pues, de nuestros infatigables sesgos.

 

Esta premisa es válida en momentos en que cabe hacer contrastes entre lo que tenemos y lo que antes tuvimos, a fin de extraer algunos aprendizajes más o menos limpios de una subjetividad que nos marca de modo tan definitivo. Para eso, resulta útil entender que memoria e historia funcionan “en dos registros radicalmente diferentes, aun cuando es evidente que ambas tienen relaciones estrechas y que la historia se apoya, nace, de la memoria”, como plantea el director en Historia, Letras y Filosofía, Pierre Nora (Entre Memoria e Historia: La problemática de los lugares/ 1984).

Por su naturaleza, nos dice Nora, la memoria “es afectiva, emotiva, abierta a todas las transformaciones, inconsciente de sus sucesivas transformaciones, vulnerable a toda manipulación, susceptible de permanecer latente durante largos períodos y de bruscos despertares”. Un fenómeno que depende en gran parte de lo mágico, que sólo acepta las informaciones que le convienen; siempre colectivo, aunque psicológicamente se viva como experiencia individual. La historia, por el contrario, “es una construcción siempre problemática e incompleta de aquello que ha dejado de existir”, pero que dejó rastros verificables. A partir de ellos, controlando, entrecruzando, comparándolos, el historiador intenta reorganizar o reconstruir lo que pudo pasar, integrando los hechos “en un conjunto explicativo”.

 

Al revés de la memoria, sigue Nora, la historia es una operación puramente intelectual, que exige un análisis y un discurso críticos, formadores a su vez de la consciencia nacional. La historia permanece; la memoria va demasiado rápido. La historia reúne; la memoria divide. “Memoria, historia: lejos de ser sinónimos, tomamos consciencia de que todo las opone”. Una observación que también remite a la antinomia entre ambas nociones que, desde una concepción positivista, anunciaba Maurice Halbwachs: la memoria es dominio de lo fluctuante, “lo vivido, lo sagrado, la imagen, el afecto, lo mágico”. Es un absoluto, mientras que la historia sólo conoce lo relativo. En tanto espacio que exige la mirada desapasionada de un sujeto historiador, forzado a transcripción objetiva de lo que realmente aconteció- se define “por su carácter exclusivamente crítico, conceptual, problemático y laico”.

 

Incluso asumida como imaginario de reemplazo, el valor de la memoria es innegable: en tanto constructora de identidad nacional, de la percepción que las sociedades tienen de sí mismas, de legitimación del pasado remoto y reciente. Sin ese aporte de humanidad a la crónica de acontecimientos significativos, la sola historia perdería texturas, sudores, profundidades, pliegues, ese dolor cuya transformación también anticipa el aprendizaje. Sin esos lugares de memoria que nacen y viven del sentimiento, de la sutura íntima y distinta, de la celebración “donde todavía palpita algo de una vida simbólica”, nuestra autopercepción quedaría incompleta.

 

Lo vivido tras el 28J deja a los venezolanos en medio de la obligación con ambas nociones, historia y memoria. Una verdad, por un lado, que “se apoya toda en lo más preciso de la huella, lo más material del vestigio, lo más concreto de la grabación, lo más visible de la imagen… la conservación integral de todo lo presente y la preservación integral de todo lo pasado”. Y está esa otra “verdad”, en tanto creencia cultivada, en tanto “fe” en los procedimientos (Sartori), que asimismo nos sume en los referentes de una nostalgia compartida: la democracia que urge recuperar; la costumbre, el ethos, un modo de ser y relacionarnos que marcó nuestro carácter como sociedad. Esa tradición, la re-apropiación vehemente de valores que resistieron a la caducidad, al despojo simbólico, al accidente político, y que se archivan como legado intangible de identidad para las nuevas generaciones.

 

De allí la re-significación de relatos y experiencias que, desde la ventana individual e inscritos en un marco más anchuroso, se amplifican, se reconstruyen y validan como práctica social; que redefinen la práctica política y contribuyen al discernimiento. “El deber de la memoria hace de cada uno el historiador de sí mismo”, afirma Pierre Nora; la consciencia del individuo debe hacerse cargo de la tarea para entender cabalmente de dónde viene y a qué pertenece. Aunque no lo parezca, los tiempos podrían resultar proclives a esta búsqueda, imbuidos como estamos en el incesante intercambio de experiencias personalísimas en tiempo real. Plataformas de interconexión hechas para producir, sustituir compulsivamente y olvidar; pero que, paradójicamente, a su vez logran registrar de forma imperecedera el dato que en otras circunstancias pudo haber pasado desapercibido (“soy chavista, no tramposa”, declaraba una testigo electoral del PSUV, cuyo dramático testimonio para “La vida de nos” copó la atención en redes sociales). Esas existencias furtivas ya no lo serían tanto, entonces, porque pasan a convertirse en espejos que la coyuntura vuelve especialmente relevantes. Recordar, aunque perturbe, se vuelve así una obligación. En esos templos de la memoria, escudos privados contra el miedo, la negación y el fingimiento, la mentira organizada no puede penetrar tan fácilmente.

 

Memoria-archivo, memoria-deber: parafraseando a Pierre Nora, digamos que una voz interior también nos habla y nos marca: “debes ser venezolano… ¡es necesario ser venezolano!” Atentos a la fuerza de tal asignación, a esa noción de la responsabilidad en tiempos de vértigo, conviene no sólo poner el foco en la descripción legal, impersonal y disciplinadora de los hechos, sino en la perspectiva sensible, humanizadora de los mismos. Esa diferenciación que “constituye la levadura y el más vital alimento para la convivencia” según Sartori; esa experiencia íntima, disruptiva y múltiple como las propias personas que las refieren, quizás lleve a preservar esta suerte de red de consciencias, tan vital para combatir el vacío, la sinrazón que avanza.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

ABC de la soberanía popular

Posted on: agosto 26th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

Con extraordinaria preclaridad, las tesis contractualistas y constitucionalistas sientan asimismo las bases del origen pactado y condicionado del poder político, de la democracia representativa como forma de gobierno limitado

 

Mucho se debe reclamar luego de que la Leyenda negra española, en combate desigual con el mito de la “edad de oro” tan afín al populismo latinoamericano, se instalase con éxito durante siglos. De allí la aplicación de su tenaza inhabilitante y distorsionadora de la historia, la cancelación cultural de aportes revolucionarios como los de la Escuela de Salamanca. Por fortuna, esa “ignorancia sistemática de cuanto es favorable y hermoso en las diversas manifestaciones de la cultura” española, a decir de Julián Juderías (1914); ese convencimiento sobre la “presunta obstrucción opuesta por España a todo progreso espiritual y a cualquiera actividad de la inteligencia” que denuncia Rómulo Carbia (1943), ha ido cediendo paso a una verdad histórica más justa con los hechos y sus protagonistas. Aunque tardío, el reconocimiento a la labor de este grupo de catedráticos salmantinos y algunas de sus testas más notables, Francisco de Vitoria y Domingo de Soto, responsables en pleno Siglo de Oro español de una densa producción teórica que marca los pulsos de la cultura y la filosofía política de occidente, hoy resulta especialmente relevante.

 

Desde esos espacios, subrayan los estudiosos, y en virtud de una deliberación robusta, ardua y ajena a la uniformidad, se gestan algunos de los principios más sólidos de nociones modernas como los derechos humanos o el derecho humanitario internacional. Con extraordinaria preclaridad, las tesis contractualistas y constitucionalistas sientan asimismo las bases del origen pactado y condicionado del poder político, de la democracia representativa como forma de gobierno limitado. De hecho, el politólogo argentino Marcelo Gullo (quien califica a la leyenda negra como el mayor éxito del marketing geopolítico británico) afirma que “es en Salamanca donde nace la teoría de la soberanía popular, no nace en Francia”. La idea de la democracia y del poder del pueblo nace cuando de Vitoria y sus compañeros “dicen que el poder viene de Dios pero se lo da al pueblo, y posteriormente lo delega en el rey; pero si este no cumple, (el pueblo) tiene derecho a la revolución. Esta es la teoría anti-absolutista, primera semilla del concepto de la soberanía popular, la primera semilla del régimen republicano”.
En atención no sólo a la crisis global de la democracia, sino a esta dislocación sin precedentes que hoy transitamos en Venezuela, vale la pena repasar algunas de estas viejas-nuevas nociones, muy trilladas en el discurso político pero severamente desatendidas en la práctica. Dichas nociones pudiesen sonar hoy como obviedades, por cierto. Pero, en su momento, cristalizaron en verdadera rebelión humanista, en propuestas cuya índole radicalmente antifeudal apuntaban a desarticular la petrificación del pensamiento, la visión del absolutismo monárquico imperante en el medioevo, las concepciones tradicionales del ser humano y su relación con Dios y con el mundo.

 

En efecto: partiendo de la revisión crítica de los aportes de Tomás de Aquino y Aristóteles, y animados por la tarea de reconciliar tales doctrinas con la realidad del nuevo orden social y económico, dominicos y jesuitas herederos del pensamiento escolástico afirman que la autoridad política se origina en un pacto entre pueblo y gobernante. Así, el pueblo accede a obedecer, siempre que, en contraprestación, el regente trabaje a favor del bien común. Dueño del derecho y obligado por el deber de elegir a sus gobernantes, el pueblo entonces les traspasa parte de su poder. En eso radica, precisamente, la soberanía popular (ese mismo concepto que la revolución bolivariana manoseó hasta el cansancio, en especial mientras creyó que podía eternizarse en los afectos del electorado). Vox populi, vox Dei: el poder, en la práctica, reside originalmente en el pueblo, en la comunidad. Este luego es transferido y delegado en un representante, quien lo es por voluntad de ese pueblo que decide y designa, elección o consentimiento directo mediante.

 

Pero la autoridad de ese gobernante no es ilimitada, afirmaban también los sabios salmantinos: una línea madre del pensamiento de otros constitucionalistas y contractualistas que luego surgieron en distintas latitudes, como Rousseau, Kant, Locke, Madison o Jefferson. Debe estar moderada por leyes y controles institucionales, de forma que evite la tiranía. No hay jurisdicción del poderoso sobre las almas, los súbditos no son propiedad del rey, sino que mantienen en todo momento su dignidad y derechos naturales por el solo hecho de haber nacido. Según Luis de Molina (1535-1600), una nación puede ser vista como una sociedad mercantil: administrada por los gobernantes, pero donde el poder reside en el conjunto de administrados considerados individualmente.

 

Finalmente -y para que no queden dudas de que la coexistencia pacífica en esa comunidad depende de domesticar la natural, personal y carnívora apetencia por el poder- se apunta que la finalidad de la política y de quienes la profesan es promover el bien común, el bienestar del pueblo en su conjunto. Cuando un gobernante abusa de sus facultades y atenta contra este objetivo, está renunciando de facto a su legitimidad; el contrato se rompe, perdiendo el derecho a seguir conduciéndose como representante del soberano. Son esas cláusulas, pues, las que según los de Salamanca, condicionan el poder y lo vuelven éticamente incompatible con la priorización de los intereses privados. (Premisa que, irónicamente, ha sido estrujada por no pocos revolucionarios para rebelarse contra gobiernos a los que acusaron de arbitrarios y personalistas; sediciosos con causa, asaltantes del cielo que, tras asegurar que la historia los absolvería, confiscaron a la gente el mismo derecho al reclamo que anticipó su ascenso).

 

Sirva el repaso, pues, para entender que buena parte de esas promesas que en la Venezuela de 1998 cundieron bajo la forma de un disruptivo discurso electoral, ni es original, ni tampoco se hizo norma en la práctica. Sobra decir que bajo las señas de una supuesta “radicalización” de la democracia, el populismo acabó desfigurándola, al disputar los elementos normativos que la distinguen y usurpar el lugar de representación del pueblo. He allí la inauguración de un socavamiento que hoy adquiere perfiles trágicos. En medio de tal convulsión anti-democrática y anti-republicana, la misma Constitución que prescribe las vías para impulsar cambios políticos sigue musitando su pauta inconmovible, sin embargo: “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley e, indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público. Los órganos del Estado emanan de la soberanía popular y a ella están sometidos”. Así sea.

 

Mibelis Acevedo Donìs

@Mibelis

Decir lo que existe

Posted on: agosto 19th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

La mentira organizada constituye así la Némesis de la verdad factual, la de la evidencia verificada y objetivamente demostrable. Un tipo de verdad de la cual hoy tampoco puede desentenderse la democracia

 

Verdad y política nunca se han llevado demasiado bien, afirmaba Hannah Arendt en su ensayo de 1964, “Verdad y política”. La desoladora observación no era ajena a su experiencia personal, por cierto, pues fue acusada por sus paisanos de “traicionar” al pueblo judío, de exponer una perspectiva de los hechos históricos que, de algún modo -según aducían- mitigaba las culpas del enemigo nazi. A santo de esa polémica y de los feroces ataques personales que recibió por su crónica sobre el juicio a Eichmann (Eichmann en Jerusalén, un informe sobre la banalidad del mal, 1962) Arendt se plantea entonces dos problemas: “El primero tiene que ver con la cuestión de si es siempre legítimo decir la verdad -de si creo sin reservas en el lema “Fiat veritas, et pereat mundus”-. El segundo surge de la enorme cantidad de mentiras usadas en la “controversia” -mentiras, por una parte, sobre lo que yo había escrito, y, por otra, sobre los hechos de los que yo había informado-”.

 

“La mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no solo de los políticos y los demagogos, sino también del hombre de Estado… ¿Forma parte de la propia esencia de la verdad el ser impotente, y de la esencia misma del poder el ser falaz?”, se pregunta, consciente de la gran incomodidad que generaban sus planteamientos. ¿Cuál es el daño que la política puede infligir a la verdad, por medio de la mentira? El tema de la verdad en política era también, naturalmente, el de la mentira en política. Un forcejeo que cobra especial relevancia en la moderna sociedad de masas y en el marco de los totalitarismos, pero que no es ajena a las cavilaciones de otros pensadores antes de Arendt.

Reflejo del conflicto griego entre la verdad filosófica y la Polis, Platón, por ejemplo, habla de la “mentira noble”, la de la persuasión usada para acrecentar el espíritu público, de la que el primer beneficiario es el gobernado y, en segundo término, el gobernante. (La sentencia contra Sócrates, por cierto, exponía la debilidad de la verdad fáctica en el ámbito de la política). Hobbes zanjaba la discusión convencido de que existen temas por los cuales “los hombres no se preocupan”. Maquiavelo, echando mano a una visión pesimista y sin reivindicación posible de la naturaleza humana, esa visión cruda, autoritaria y excluyente del poder que la guerra de todos contra todos exigía al gobernante, dispensa la “falta de exactitud” a la hora de conservar tal status. Amén del temor y la fuerza del Leviatán, el príncipe requiere “astucia” para el engaño. Por otro lado, Max Weber, para quien lo pertinente en la acción política es el provecho práctico, advierte en La política como profesión que la fidelidad a la verdad figuraría entre los cánones morales impracticables. Pero al tomar como referencia al Gran Inquisidor, el despótico cardenal descrito por Dostoievski, reflexiona sobre el problema que supone justificar cualquier medio en función del fin, pues eso llevaría a disociar los principios de la responsabilidad ética del político.

 

Por supuesto, el tema en cuestión adquiere nuevas dimensiones según el contexto en que se desarrolla. La mentira, usada por autoritarios como recurso de control social que, amparado en la polémica Razón de Estado (“soy garante de la paz, del orden”) y barriendo para ello con los derechos de los gobernados, anticipa formas y consecuencias temibles. De allí que Arendt, aun al tanto de las restricciones de esa verdad en el terreno político, sea enfática al concluir que “ningún mundo destinado a superar el breve lapso de la vida de sus mortales habitantes podrá sobrevivir si no existen personas dispuestas a hacer lo que Heródoto fue el primero en asumir conscientemente: decir lo que existe. No puede concebirse ninguna permanencia, ninguna perseverancia en la existencia, sin hombres dispuestos a dar testimonio de lo que existe y que se les muestra porque existe”.

 

La mentira organizada constituye así la Némesis de la verdad factual, la de la evidencia verificada y objetivamente demostrable. Un tipo de verdad de la cual hoy tampoco puede desentenderse la democracia, gobierno de opinión, sometida como está a la auditoría informal, a veces caótica y feroz, a veces sorprendentemente eficaz de esa especie de accountability horizontal que los ciudadanos aplican a través de las redes sociales, vs la debilidad de las solas elecciones como mecanismos de accountability vertical. Los hechos son los que son, en fin… Pero ¿de qué depende esa verdad de hecho, esa verdad factual? Arendt dice: de la confiabilidad que le otorga el número de quienes la comparten (y no de la razón solitaria). Es, por tanto, también política, a pesar de que por su índole no parece susceptible de debate. En tanto relacionada con otras personas, la verdad de hecho “sólo existe cuando se habla de ella (…) es política por naturaleza”.

 

Por esta vía de acceso a las verdades factuales, entonces, estas pueden también convertirse en verdades de razón, de opinión. Hablamos de esa realidad común, objetiva y “comúnmente reconocida” que está “al alcance de todos”, y alrededor de la cual se construye un consenso mayoritario, un reconocimiento con base en rasgos como la amplitud y la variedad de miradas de sus receptores. De este modo, la verdad factual compartiría por definición el mismo espacio (político) en el que habita la opinión, esta verdad de razón que prevalece en el mundo de la pluralidad de perspectivas, el de la subjetividad. Así, el tradicional antagonismo entre hechos y opiniones (argumentadas) tendería a reducirse.

 

Por su parte, la mentira organizada, la falsedad deliberada y a gran escala, intenta “cambiar la crónica”, fabricar realidades alternativas para atacar la realidad común y compartida, bloquear su incomodidad presente y “destruir lo que haya decidido negar”; una manera de pervertir la libertad humana para afectar la circunstancia. “El reverso de la verdad tiene mil formas y un campo ilimitado”, escribe Michel de Montaigne, citado por Arendt. Si bien su objetivo es hacer pasar una verdad de hecho como una opinión, sumirla a fuerza en los fangos de los desórdenes informativos (para ello, amén del autoengaño destinado a crear una apariencia de fiabilidad, hoy recurre a aparatos comunicacionales poderosos, productores masivos de posverdad y desinformación), la creciente amplitud del consenso en torno a lo que en realidad está ocurriendo no deja de representarle un desafío. Sin la participación de los más, la eficacia de la mentira organizada acaba comprometida.

 

No escapa a esta reflexión lo que ha sucedido en Venezuela a partir del 28J. Aquí y afuera, con el trozo de verdad a la que ha tenido acceso, cada quien podrá sacar sus conclusiones. La coincidencia en una versión, sin embargo, promete ser más potente que la simple suma de esas partes, en tanto búsqueda de adecuación entre las palabras y las cosas. Conscientes de los riesgos de ese ejercicio en el ámbito de lo cotidiano, no queda a los ciudadanos sino ser consecuentes con los hechos: y decir lo que existe.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

El interregno venezolano

Posted on: agosto 11th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

 

La unidad política, que debería ir más allá de la alianza puramente electoral y caminar hacia la construcción de un movimiento ampliado, ya no a favor de una tendencia política, sino de la defensa de la razón democrática

 

Un alumbramiento largo, trabajoso, de alto riesgo. Un espacio donde “lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer” y en el que “se verifican los fenómenos morbosos más variados”, según la célebre metáfora de Gramsci. Esa es quizás la imagen que mejor describe la situación venezolana. En 2024 y en línea con una estrategia que ya había desplegado en 2006, 2007, 2010 o 2015, la oposición venezolana eligió la vía del voto como partera del cambio político.

 

Mucho se ha señalado: hay allí un camino legítimo y éticamente incontestable, que entraña ventajas y desventajas, oportunidades y riesgos en un contexto de alta incertidumbre. Situación diametralmente opuesta a la que ofrecería una democracia incluso mínima, imperfecta: ese sistema político cuyo signo es, precisamente, la certidumbre en los procedimientos y donde los resultados electorales de ningún modo puedan determinarse a priori.

 

En atención a esto último, es útil recordar lo que el reciente informe del Instituto V-Dem sobre el estado de salud de las democracias (“La democracia pierde y gana en las urnas”, 2024), exponía acerca de las elecciones en contextos autoritarios. Se trata de “acontecimientos críticos”, con potencial para desencadenar democratizaciones (el caso de Suriman es muy significativo, por ejemplo: tras las elecciones en las que la oposición liderada por el Partido de la Reforma Progresista, de Chan Santokhi, venció al exgolpista Dési Bouterse en 2020, este país debuta en diversos rankings con indicadores democráticos en aumento). Pero V-Dem advierte al mismo tiempo que las elecciones podrían favorecer la autocratización, o incluso contribuir con la estabilización de regímenes autoritarios.

 

Venezuela no se libra de tales dificultades, y lo ocurrido el 28J abona a esa advertencia. Lograr la alternancia en el poder, de hecho, anunciaría el inicio de un arduo y constreñido trayecto hacia una normalización que implica reinstitucionalización, introducción de pesos y contrapesos, límites claros al ejercicio del poder, garantías de competitividad e igualdad ante la ley, mecanismos como la accountability vertical y horizontal. La restauración de la lógica republicana y el respeto pleno al Estado de Derecho, en fin.

 

En atención a dicha aspiración, una oposición que por lo visto aprendió de sus errores más dramáticos -los contraproducentes llamados a la abstención en 2005, 2017 o 2018, entre ellos, que restringieron su presencia e influjo en espacios de poder- fue consecuente con la ventana de oportunidad que abría el voto, incluso en elecciones viciadas. No podemos dejar de recordar, claro, que desde 1998 para acá la participación política de quienes adversan al gobierno ha operado en un escenario cada vez más restrictivo. Pero a partir de 2015 se percibe un matiz dramático en el abordaje del Estado en materia electoral. Transitamos así desde el autoritarismo competitivo disimulado bajo el refajo populista, a un sistema hegemónico, afín al del partido-Estado que por 70 años sostuvo al PRI mexicano en el poder. Una autocracia electoral (A. Schedler): la de gobiernos que no practican la democracia y que recurren a la represión de la disidencia por diversas vías. Que celebran elecciones periódicas bajo feroces controles autoritarios, de modo de asegurar cierta apariencia de legitimidad democrática. Así, buscan satisfacer las expectativas de actores externos e internos y consolidar su permanencia en el poder, introduciendo una creciente incertidumbre institucional para cosechar los frutos de la legitimidad electoral sin tener que correr los riesgos de la incertidumbre democrática.

 

Partiendo de tales premisas, lo que ha ocurrido en Venezuela entraña significados todavía más alarmantes. En el marco de la irregularidad procedimental, la omisión grotesca de deberes y atribuciones de poderes supuestamente autónomos y la duda que eso siembra en términos de legitimidad, el chavismo en el poder parece hoy resuelto a renegar de sus mitos fundacionales. Una identidad que se ha nutrido del mito revolucionario (un golpe de Estado en 1992, convertido por obra de la retórica y la mentira organizada en gesta con intenciones reivindicativas, igualitaristas, mesiánicas) trabajando a la par de formalismos aparentemente democráticos. Algo que les permitía afirmar: “llegamos al poder gracias a los votos, y con votos seguimos allí”. De concretarse este golpe a las instituciones, si la anomalía en curso se instala y normaliza, pues, estaremos en presencia de otra criatura política, en muchos sentidos distinta a la que hemos conocido hasta ahora.

 

Pero así como el autoritarismo electoral despliega un menú previsible de acciones, podemos hablar de un menú de la resistencia democrática. Ahí ha entrado en juego el voto, masivo y con cifras auditables. La movilización inteligente y pacífica. La unidad política, que debería ir más allá de la alianza puramente electoral y caminar hacia la construcción de un movimiento ampliado, ya no a favor de una tendencia política, sino de la defensa de la razón democrática. La comunicación coherente, alineada en cada uno de sus puntos. Y, finalmente, la negociación y el acuerdo. Bregando con las secuelas del paso por el Rubicón electoral y echando mano a la razón jurídica, esta es, sin duda, la hora de la política. Un momento estelar para un liderazgo que, sumando a su indudable conexión emocional, debe demostrar capacidad de maniobra empleando a fondo los recursos de los que efectivamente dispone.

 

Atendiendo a las experiencias exitosas de democratización en el mundo, el primer obstáculo para ese posible acuerdo es la necesidad de contar con la cooperación del dueño circunstancial del poder. Lidiando con esa certeza y domesticada por el aprendizaje que en 2019 dejó la apuesta fallida a la estrategia de “máxima presión”, la mayoría de países democráticos hoy se une en torno a una exigencia sensata, cautelosa (como aconseja Amorim), y avalada por las categóricas conclusiones del Centro Carter. Se trata de solicitar a las autoridades venezolanas la presentación de cifras que soportan los resultados anunciados por el CNE, a fin de que puedan ser verificados de forma independiente y tener “finalmente claridad sobre quién ganó las elecciones”, como manifestó el reino de Noruega. Si se parte del hecho de que las actas recabadas por la oposición gracias al propio sistema automatizado de votación, no son susceptibles de falsificación (recordemos que estas son resultado de un meticuloso diseño de seguridad de 3 cerrojos: código HASH, código QR y firma digital), la duda expuesta es perfectamente equilibrada y razonable.

 

Por supuesto, ahora mismo y como era previsible, el chavismo se muestra replegado sobre sí mismo, atrincherado. La tesis del “quiebre” del bloque de poder no luce viable, no en el corto plazo. Optar por una decisión de gran riesgo, mantenerse en el poder a costa de una mentira organizada (Arendt), quizás ofrecía ganar una batalla en lo inmediato. Pero, ¿qué pasará en el mediano y largo plazo? ¿Será posible blindar la gobernabilidad a punta de represión, y con una legitimidad de origen cuestionada por la evidencia inequívoca?

 

Para que la vía política domestique las intransigencias, algunas condiciones son necesarias. Entre ellas, la articulación entre las gestiones de la oposición y el apoyo de aliados internacionales, en especial aquellos que históricamente fueron afines a la revolución bolivariana. Petro, Lula da Silva y López Obrador, junto con el gobierno de EEUU (todos amenazados por la inestabilidad política y una nueva y caótica oleada de inmigración), son actores clave a la hora de presionar constructivamente para que prosperen esos arreglos. Esto con vistas a lograr, por un lado, un nuevo escrutinio de los resultados electorales con veeduría técnica internacional y reconocido por ambas partes; y, por otro, un compromiso del ganador de no perseguir al derrotado, y así facilitar una eventual transferencia del poder.

 

Fuerza de la razón vs razón de la fuerza. En este sentido, los retos y dilemas para la oposición no cesan: mantener viva una lucha democrática, que adecúe medios y fines, frente al riesgo de que el tiempo transcurra sin consecuencias; que ante un desconocimiento de facto y jurídico de los resultados, volvamos al conocido ciclo de desafío y desgaste, frustración y desmovilización. Algo especialmente relevante de cara a los comicios que, en 2025, prometen la total renovación del rostro institucional de país. En medio de tanta complejidad es poco lo que podemos anticipar. Apenas decir que hay una secuencia de momentos de decisión que se están escribiendo, y donde nada está predeterminado. La fortuna hace su parte, diría Maquiavelo. La otra mitad del trabajo, la de la virtú del liderazgo, asiste a una prueba de fuego para torcer los acontecimientos y -como anunciaba Weber- ganarse el derecho a meter la mano en la rueda de la historia.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

 

¿Qué es y qué no es la democracia?

Posted on: agosto 3rd, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

 

La democracia, en el plano ideal, -esto es, lo que debería ser- implica una definición normativa o prescriptiva; mientras que en el plano real -lo que es- entraña una definición descriptiva

 

¿Qué esperar de la democracia? (sobre todo cuando no se tiene, pero sobrevive en algunas prácticas formales, como el voto.

 

Es cierto que hablar de democracia nos remite necesariamente al plano de las ideas, tan diversas y relativas como inasibles. Por tanto, entre el ideal democrático y la democracia realizada, concreta, aparece un trayecto que a primera vista quizás luce insalvable. La democracia, en el plano ideal, -esto es, lo que debería ser- implica una definición normativa o prescriptiva; mientras que en el plano real -lo que es- entraña una definición descriptiva. De modo que en aras de establecer un forzoso vínculo de aproximación entre ambas y no extraviarnos en el intento, conviene recurrir a Norberto Bobbio, para quien resulta ineludible partir de una definición “mínima” de democracia y sus rasgos distintivos. Así, guiado por el pensamiento de Kelsen, nos dice que un régimen democrático sería “el conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establece quién está autorizado a tomar las decisiones colectivas, y con qué procedimientos” (1985).

 

Dahl, por su parte, habla de las “condiciones procedimentales mínimas”, y de los principios que hacen factible a la democracia. El primero, piedra angular del edificio, el consentimiento popular: el reconocimiento de los resultados electorales y de la contingencia de los mismos, de modo que los perdedores respetan el derecho del vencedor a gobernar, y este último el de los perdedores a seguir participando en el juego político. Así, habrá que reconocer que las mayorías políticas siempre son circunstanciales, movedizas; no eternas, no heredables. El segundo principio, avisa Dahl, lleva a reconocer que “todas las democracias implican un grado de incertidumbre acerca de quién será elegido y qué políticas llevará a cabo”. No son democracias, por tanto, regímenes donde un partido único (encubierto con la presencia de otros partidos, que en la práctica se alinean rigurosamente con aquel) cancela por diversas vías la posibilidad de la alternancia.

 

Como elemento constitutivo y básico de ese régimen democrático, Bobbio menciona al sufragio; así como la libertad, la igualdad, el pluralismo, el consenso y el disenso ligados a esa práctica. Todas claves de un mecanismo que faculta a los gobernados para la elección transparente de sus gobernantes, según ciertos cánones y valores. Veamos:

 

El sufragio, que debe ser secreto, y un derecho garantizado a todos los ciudadanos.

 

 

La libertad (positiva o política), cemento y fondo, remite a ese espacio de protección que se otorga a las personas contra las interferencias que operan a favor de una sola tendencia. Hablamos, claro, de la posibilidad cierta de un ejercicio de autodeterminación y autonomía. Allí, dice Bobbio, radica la fuerza moral de la democracia; la certeza de que cada individuo tiene la capacidad de decidir por sí mismo. Nada justificaría entonces excluirlo de las decisiones colectivas.

 

La igualdad, que en sintonía con el concepto griego de isonomía, invoca el derecho de todo ciudadano a elegir al candidato de su preferencia, y supone el acceso al voto en idénticas condiciones técnicas y legales.

 

El pluralismo, que se ve retratado en la presencia activa de partidos políticos de corrientes disímiles, así como candidatos que compiten en condiciones de igualdad ante la ley. Son los partidos, en fin, una respuesta institucional a la necesidad de resolver las demandas de diversos sectores sociales, mediante la representación.

 

El consenso, destino que nítidamente asume la Constitución, garantía de ese Pactum societatis, el Contrato Social que nos aleja de la anarquía, la del lobo devorando a otros lobos, y nos reconcilia con la necesidad de la avenencia. Algo que, en atención al pensamiento de Kelsen, se vincularía también a la doma del ideal libertario, silvestre y originario. La solución del inevitable conflicto que se deriva de la lucha por el poder y la coexistencia en sociedad complejas, se concreta gracias a la aplicación de la regla de la mayoría. Esto es, la suma de las expresiones individuales, y el remedio ante la imposibilidad material de lograr la unanimidad. En este sentido, las elecciones regulares y justas ofrecen un método idóneo para zanjar los desacuerdos.

 

El disenso, fundamento no menos importante. Mediante una continua retroalimentación, se trata de reconocer que las disconformidades, incluso dentro de esa misma mayoría, existen y tienen derecho a manifestarse y competir. Gestionar eso supone a su vez establecer límites precisos a la facultad de decisión de la mayoría.

 

Finalmente: la democracia, entendida en su forma más elemental como un mecanismo que permite articular todas estas piezas cuando toca elegir gobernantes, tiene como centro a la persona, el agente-ciudadano habilitado para influir en los asuntos públicos. De allí que Przeworski hable de los límites y posibilidades del autogobierno. Sin la participación y aval de eso que algunos bautizan grandilocuentemente como “pueblo”, sin ejercicio efectivo de soberanía, sin contraloría social, auditoría y verificación ciudadana de los procesos electorales, ninguna decisión tiene sustancia ni carne democrática. Gracias a eso, aun a contrapelo del enrarecido contexto, resiste ese sustrato de cultura cívica que evita que las prácticas oligárquicas o la negociación egocéntrica de intereses particulares se impongan.

 

Aunque para efectos legitimadores hoy resulta indispensable parecerlo, no basta, pues, hacerse de la denominación “democrático” para serlo. Entendemos, claro, que “la democracia perfecta no puede existir, o de hecho no ha existido nunca”, como sentencia Bobbio. Por eso, los indicadores ya descritos nos pueden ofrecer un apretado vademécum, una suerte de “check list” para saber a qué atenernos a la hora de calificar con imparcialidad lo que ocurre -y definitivamente, no ocurre- en esta golpeada Venezuela.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

Gobernantes para el siglo XXI

Posted on: julio 22nd, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

¿Cómo ser gobernados, por quién, hasta qué punto, con qué fin y con qué método? He allí la problemática del gobierno que, según Foucault, comienza a plantearse a partir del siglo XVI. Precisamente: a pesar de la incertidumbre que plantean los escenarios post-28J (o tal vez por eso) el debate sobre la gobernabilidad se nos presenta como una tarea forzosa. Esa capacidad de los futuros gobernantes para garantizar la estabilidad, formular e implementar políticas públicas que deben ser eficaces y aceptadas, y hacerlo de modo tal que sea considerado legítimo por parte de la ciudadanía -una dinámica que se vincularía en primerísima instancia con los resultados de la elección- también exige imaginar el salto desde el paradigma de la “paz autoritaria” al de la gobernabilidad democrática. Hablamos de un ejercicio plural, realista y flexible, que habilite el compromiso con reglas de juego basadas en la legalidad como instrumento impersonal y objetivo, así como la institucionalización de las relaciones de poder a través del Estado. Ello implica mirar a este último como mecanismo de regulación social, con funciones que no son ajenas, por cierto, a la manifestación de actos de autoridad derivados de ese poder que le corresponde asumir y desempeñar.

 

Evidentemente, la naturaleza de ese “gobierno en acción” -ora facultado para hacer uso del monopolio legítimo de la violencia, ora obligado a resolver problemas públicos y alcanzar objetivos de interés colectivo- se ve retratada en sus políticas públicas. Los impactos de estas últimas, el involucramiento de los diferentes actores sociales en dichos problemas, entonces, contribuyen a promover situaciones de gobernabilidad o ingobernabilidad, y dotan de orientación política precisa a sus ejecutores. Una forma democrática de gobernar se manifestaría así como resultado de la suma de esos actores, en el marco de relaciones bidireccionales y complejas que procuran el interés general y la consecución del bien común, la acción pública y la participación ciudadana. (De allí el valor de dar a conocer programas de gobierno al electorado, por cierto: eso permite no sólo elegir en función de la alineación doctrinaria de los potenciales gobernantes, sino contar con el marco de referencia idóneo para la accountability, el seguimiento de resultados y eventual rendición de cuentas. Una necesidad que ha sido desplazada por la crisis de representatividad, el relativismo ético y la compulsión que distinguen a la modernidad líquida).

 

 

Verbigracia: en atención a esas premisas -entre otras trágicas señales que remiten a una institucionalidad copada por el partido-Estado-gobierno, a un ejercicio del poder sin límites ni contrapesos- es que podemos afirmar que el de Venezuela está muy lejos de calzar los zapatos de un gobierno democrático. La revisión de tan cuestionable realidad, sin embargo, no parece formar parte del menú de promesas electorales que auguran “cambios profundos” y reformas por parte del chavismo gobernante; al contrario. Irónicamente, esta restrictiva estabilidad -derivada de un control político y social férreo, unilateral, cerrado a la participación plena y plural de otros sectores- ha sido presentada como una virtud, no como una anomalía que urge desactivar y sustituir.

 

 

En respuesta a la anarquía que, según la narrativa desarrollada por la propaganda gubernamental, se desataría gracias a un eventual triunfo de la oposición (“una guerra civil, un baño de sangre… si la derecha fascista llega al poder sería inevitable una revolución popular y armada”, son las temerarias previsiones del candidato-presidente) el oficialismo se dedica a ofrecer “orden y seguridad”. No hay allí ningún afán por apelar a los valores de la democracia liberal, por describir una visión de país que luzca atractiva por su novedad, su contundencia o su identificación con nociones progresistas como la de la gobernanza democrática: con el desempeño del “buen gobierno” (good governance) en materia de estabilidad institucional, marcos regulatorios, transparencia, participación ciudadana y garantía del Estado de derecho.

 

El desgaste del PSUV luego de 25 años en el poder, su calamitosa gestión y responsabilidad directa en el deterioro estructural, perfilan un hándicap que hoy conspira contra esa posibilidad, claro está. En ese sentido, el chavismo tampoco supo entrever la ventaja que, para efectos de la supervivencia de un proyecto político, brinda la alternancia democrática. Esto es, la posibilidad de salir civilizadamente del gobierno por vía electoral, examinar errores y someterse a la autocrítica interna; ejercer una oposición responsable y apegada a las normas, no anti-sistema; refrescarse y luego volver a la arena electoral con un prédica que, quizás, hoy habría sonado menos inverosímil.

 

A merced de movidas gubernamentales que más bien terminan alimentando por retruque la narrativa heroica de la oposición, y en el marco de una campaña plagada de irregularidades, improvisación y discrecionalidad, prácticamente retrocedemos a los predios del discurso de los déspotas ilustrados del siglo XIX. El de positivistas empeñados en vender al caudillo salvador como “única fuerza de conservación social” (Vallenilla Lanz, 1919), fuente del orden político y el designado por la emergencia para contener el “desorden democrático” que auspiciaban los supuestos enemigos de patria. Pero este Hombre fuerte de 2024 remite más bien a un gendarme sin épica, carente de atributos románticos. Incapaz, por tanto, de meterse en la piel del fullero “César democrático” que Chávez simbolizó a la perfección, y del que la revolución bolivariana se sirvió mañosamente. Ya no hay vuelo retórico en la comunicación de un partido hegemónico que ha acumulado ingentes recursos, sí, pero no la clase de realizaciones que le permitan aspirar a un triunfo libre de subterfugios y amenazas.

 

 

Ante el débil protagonismo que en los discursos esta teniendo la democracia y sus posibilidades, cada vez menos presentes en las agendas de políticos que en distintas latitudes se aferran a los modos populistas-autoritarios para llegar al poder, la respuesta debería entrañar un categórico contraste. Pase lo que pase el 28J, sustituir el paradigma de la gobernabilidad autoritaria que algunos propagandistas hoy amplifican sin prurito, es una necesidad en el corto, mediano y largo. Se trata, pues, de caminar mucho más allá del diseño e implementación de políticas públicas centradas en la solución de las carencias básicas de las personas (un logro mínimo que el actual gobierno ni siquiera puede exhibir). Hablamos del desarrollo de esa tríada estabilidad-legitimidad-eficacia, teniendo como base no sólo la separación funcional de los poderes del Estado, la racionalidad legal; sino pautas de interacción capaces al mismo tiempo de incorporar la pluralidad, reconocer la particularidad y promover los grandes consensos. Lo vivido impele a superar de una vez la anquilosante idea del control unilateral y la autonomía del gobierno frente a los ciudadanos, en aras de una evolución que permita desarrollar políticas públicas basadas en la participación informada, el debate amplio y vigoroso, la concertación entre los distintos actores sociales. Helo allí, el tipo de gobernabilidad y gobernanza que sólo cabe imaginar en la democracia del siglo XXI.

 

@Mibelis

Mibelis Acevedo Donís

Policrisis y evolución

Posted on: julio 16th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

La crisis del orden liberal internacional replantea paradigmas, invoca reacomodos e impugna principios y consensos vigentes en décadas previas, mismos que habilitaron los intercambios entre países y la creciente interdependencia económica

 

Incorporada como está a un contexto internacional sumamente complejo y fluctuante, y aun atenazada por sus muchos bretes internos, Venezuela no se libra de los pulsos y tendencias globales. La crisis del orden liberal internacional replantea paradigmas, invoca reacomodos e impugna principios y consensos vigentes en décadas previas, mismos que habilitaron los intercambios entre países y la creciente interdependencia económica. Se trata de un mundo sumido en una policrisis, como la calificó el Foro Económico Mundial, cuestionado por una realidad múltiple y difusa, que remite al influjo de nuevas amenazas contra los valores y capacidades de la democracia liberal propia de occidente; mundo en el que hoy encontramos mayor protagonismo de los regionalismos y órdenes internacionales yuxtapuestos. Esa dinámica sugiere el paso desde un sistema con mediaciones y reglas de juego válidas para muchos actores hacia un puerto todavía no definido; parto fatigoso donde “lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”, en el que “se verifican los fenómenos morbosos más variados”, según la célebre metáfora de Gramsci.

 

Las señas de tal alteración están allí, revelándose en todos los espacios. El fantasma de la guerra nuclear, “la destrucción mutuamente asegurada”, los ecos de la Guerra Fría que desató la invasión rusa a Ucrania; la expansión del ánimo belicista, al cual contribuye el conflicto Israel-Hamas, con consecuente recalentamiento de las tensiones en Medio Oriente, así como la potencial amenaza que China despliega sobre Taiwán. Por otro lado, los coletazos de la pandemia, crisis dentro de otra crisis; sus efectos no sólo en términos de reactivación del protagonismo de los Estados y la idea de las “fronteras fuertes”, sino de la vulnerabilidad de países signados por la interdependencia. La recesión económica, que se traduce en inflación, desestabilización, aumento de la desigualdad social, ampliación de la brecha entre países ricos y pobres, migración desbordada, perturbaciones que no en balde están marcando las agendas electorales en cada nación. A eso se suman otros debates: las consecuencias imprevisibles de la Cuarta Revolución industrial, el deterioro ambiental, las tensiones entre EE. UU y China como potencia emergente (relación también marcada por pragmáticas alianzas y los influjos sobre países no-alineados, incluida Venezuela) y la irrupción de los BRICS, en tanto potencial instrumento geopolítico. Pesan sobre todo las preocupaciones por el ingreso de nuevos actores y tendencias disruptivas en esa dinámica global; fuerzas regresivas como el aislacionismo y el antiglobalismo, el populismo autoritario, el ultranacionalismo como vector de movilización social, vehículos de discursos y comportamientos que cobran espesor incluso en democracias con instituciones consolidadas.

 

Evidentemente, no podemos separar dicho contexto de lo que pueda ocurrir tras el 28J. Si hablamos de potenciales cambios políticos, recordemos que ni siquiera la Venezuela de 1958 pudo desprenderse de lo que ocurría en ese gran escenario que la contenía, el del mundo bipolar. En medio del conflicto no sólo entre grandes potencias, sino entre dos proyectos radicalmente antagónicos de sociedad, la Guerra Fría sellaba también los énfasis de Puntofijo. La orientación de este gran acuerdo entre políticos surgidos de las filas de la generación del 28 y del 36 -políticos convencidos no sólo de que había que modernizar al país, sino que eso sólo ocurriría mediante la adopción de la democracia representativa y su férrea defensa bajo la fórmula de un gobierno de coalición- respondía a una coyuntura histórica inequívoca. Las amenazas internas y externas en tiempos en que la democracia aun no se extendía por la región como sistema político preferente, eran intensas y múltiples. En Venezuela, política y petróleo (1956) Betancourt las asocia con justicia a “fuerzas retrógradas”, las mismas que frustraron la experiencia democrática de los años 1945-48; y advertía que desactivarlas dependería de superar “la enconada discordia partidista”.

 

Entonces, era necesario conjurar los elementos desestabilizadores, el sectarismo, la intolerancia y el radicalismo ideológico que marcó a la AD del trienio. En medio de tales certezas, se toma la polémica decisión de excluir del Pacto al PCV pero sin privarlo de la posibilidad de participar mediante su acción política y sindical legal, siempre que se acogiera a las reglas democráticas. (En 1960, Betancourt aprovecha para romper abiertamente con el marxismo y consolidar su imagen de socio internacional confiable). El propio Pompeyo Márquez admitiría más tarde que aunque el discurso de Betancourt al inicio de su gobierno, la “manera agresiva cómo se volvió contra su partido” había resultado “fuera de lugar”, eso no justificaba “el tremendo error que se cometió al haber respondido a tales conductas gubernamentales con una línea insurreccional”, no haber estado claros en que “la evolución democrática del país era lo que convenía”. Una visión que contrasta rotundamente con la Leyenda Negra que el chavismo endosó a Puntofijo y a la democracia de consenso, por cierto -peyorativamente bautizada como “la última dictadura de élites”- y que aún respira agazapada en la memoria colectiva.

 

Lo último nos vincula con la preocupación actual. Cómo garantizar que, efectivamente y más allá del mito, haya evolución y retorno al redil democrático occidental, cuando el contexto está resultando tan hostil a estos regímenes. Ya la estrategia de “máxima presión” aplicada en 2019 exhibió su probada ineficacia en cuanto al objetivo de promover cambios políticos en Venezuela; de modo que el gobierno de Biden -alineado con una política de re-engagement que también busca alejar a la Venezuela de Maduro de la Rusia de Putin- se ha movido hacia otros terrenos, más proclives al compromiso bilateral que al estéril aislamiento. Incluso con sanciones que se mantienen, aquella tesis brutal de que el fin justifica los medios se ha ido desestimando de facto. Los gobiernos de Petro y Lula, por su parte, también han estado operando discreta pero eficazmente para lograr que, en medio de los vicios que sabemos, la elección del 28J contemple algunos elementos de competitividad, como la participación de la oposición PU y su candidato, González Urrutia. A pesar de los datos que arrojan encuestas de prestigio, sin embargo, la incertidumbre en torno a la respuesta del gobierno frente al paisaje de una costosa derrota, sigue presente. La persistencia de señales de intolerancia entre ciertos sectores de oposición, además, cierta resistencia manifestada en foros opináticos a propósito de la obligación de una negociación intensa, realista y prolongada entre adversarios para garantizar la gobernabilidad democrática post-elección, suma dudas al cálculo de esos escenarios.

 

El ascenso de tendencias autoritarias y proyectos iliberales en un orden desdibujado por el interregno global y sus síntomas mórbidos, como lo describía el catedrático José Antonio Sanahuja, constituye quizás uno de los signos más temibles de esta policrisis. La misma inestabilidad económica y la desigualdad que genera (la mayor amenaza para el sistema liberal, según 68% de los consultados para el Democracy Perception Index 2024, de Latana-Alliance of Democracies) han restado capacidad estatal y auctoritas a las democracias. La dependencia de estas últimas en relación a las autocracias se duplicó en los últimos 30 años (V-Dem Institute, 2023), haciendo que la idea de “eficiencia sin libertad” se vuelva atractiva para las sociedades exasperadas de nuestro tiempo. El equilibrio que pide la democracia no está de moda, un extravío que pudiese también contaminar al proceso político venezolano. Para salir airosos del propio interregno, entonces, hará falta una especial consciencia en relación a los viejos-nuevos errores, los riesgos y las ventanas de oportunidad por explorar; la capacidad para poner a la voluntad colectiva en sintonía con esa evolución que nos conviene, a fin de exorcizar tantos y tan múltiples rezagos.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

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