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Gobernantes para el siglo XXI

Posted on: julio 22nd, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

¿Cómo ser gobernados, por quién, hasta qué punto, con qué fin y con qué método? He allí la problemática del gobierno que, según Foucault, comienza a plantearse a partir del siglo XVI. Precisamente: a pesar de la incertidumbre que plantean los escenarios post-28J (o tal vez por eso) el debate sobre la gobernabilidad se nos presenta como una tarea forzosa. Esa capacidad de los futuros gobernantes para garantizar la estabilidad, formular e implementar políticas públicas que deben ser eficaces y aceptadas, y hacerlo de modo tal que sea considerado legítimo por parte de la ciudadanía -una dinámica que se vincularía en primerísima instancia con los resultados de la elección- también exige imaginar el salto desde el paradigma de la “paz autoritaria” al de la gobernabilidad democrática. Hablamos de un ejercicio plural, realista y flexible, que habilite el compromiso con reglas de juego basadas en la legalidad como instrumento impersonal y objetivo, así como la institucionalización de las relaciones de poder a través del Estado. Ello implica mirar a este último como mecanismo de regulación social, con funciones que no son ajenas, por cierto, a la manifestación de actos de autoridad derivados de ese poder que le corresponde asumir y desempeñar.

 

Evidentemente, la naturaleza de ese “gobierno en acción” -ora facultado para hacer uso del monopolio legítimo de la violencia, ora obligado a resolver problemas públicos y alcanzar objetivos de interés colectivo- se ve retratada en sus políticas públicas. Los impactos de estas últimas, el involucramiento de los diferentes actores sociales en dichos problemas, entonces, contribuyen a promover situaciones de gobernabilidad o ingobernabilidad, y dotan de orientación política precisa a sus ejecutores. Una forma democrática de gobernar se manifestaría así como resultado de la suma de esos actores, en el marco de relaciones bidireccionales y complejas que procuran el interés general y la consecución del bien común, la acción pública y la participación ciudadana. (De allí el valor de dar a conocer programas de gobierno al electorado, por cierto: eso permite no sólo elegir en función de la alineación doctrinaria de los potenciales gobernantes, sino contar con el marco de referencia idóneo para la accountability, el seguimiento de resultados y eventual rendición de cuentas. Una necesidad que ha sido desplazada por la crisis de representatividad, el relativismo ético y la compulsión que distinguen a la modernidad líquida).

 

 

Verbigracia: en atención a esas premisas -entre otras trágicas señales que remiten a una institucionalidad copada por el partido-Estado-gobierno, a un ejercicio del poder sin límites ni contrapesos- es que podemos afirmar que el de Venezuela está muy lejos de calzar los zapatos de un gobierno democrático. La revisión de tan cuestionable realidad, sin embargo, no parece formar parte del menú de promesas electorales que auguran “cambios profundos” y reformas por parte del chavismo gobernante; al contrario. Irónicamente, esta restrictiva estabilidad -derivada de un control político y social férreo, unilateral, cerrado a la participación plena y plural de otros sectores- ha sido presentada como una virtud, no como una anomalía que urge desactivar y sustituir.

 

 

En respuesta a la anarquía que, según la narrativa desarrollada por la propaganda gubernamental, se desataría gracias a un eventual triunfo de la oposición (“una guerra civil, un baño de sangre… si la derecha fascista llega al poder sería inevitable una revolución popular y armada”, son las temerarias previsiones del candidato-presidente) el oficialismo se dedica a ofrecer “orden y seguridad”. No hay allí ningún afán por apelar a los valores de la democracia liberal, por describir una visión de país que luzca atractiva por su novedad, su contundencia o su identificación con nociones progresistas como la de la gobernanza democrática: con el desempeño del “buen gobierno” (good governance) en materia de estabilidad institucional, marcos regulatorios, transparencia, participación ciudadana y garantía del Estado de derecho.

 

El desgaste del PSUV luego de 25 años en el poder, su calamitosa gestión y responsabilidad directa en el deterioro estructural, perfilan un hándicap que hoy conspira contra esa posibilidad, claro está. En ese sentido, el chavismo tampoco supo entrever la ventaja que, para efectos de la supervivencia de un proyecto político, brinda la alternancia democrática. Esto es, la posibilidad de salir civilizadamente del gobierno por vía electoral, examinar errores y someterse a la autocrítica interna; ejercer una oposición responsable y apegada a las normas, no anti-sistema; refrescarse y luego volver a la arena electoral con un prédica que, quizás, hoy habría sonado menos inverosímil.

 

A merced de movidas gubernamentales que más bien terminan alimentando por retruque la narrativa heroica de la oposición, y en el marco de una campaña plagada de irregularidades, improvisación y discrecionalidad, prácticamente retrocedemos a los predios del discurso de los déspotas ilustrados del siglo XIX. El de positivistas empeñados en vender al caudillo salvador como “única fuerza de conservación social” (Vallenilla Lanz, 1919), fuente del orden político y el designado por la emergencia para contener el “desorden democrático” que auspiciaban los supuestos enemigos de patria. Pero este Hombre fuerte de 2024 remite más bien a un gendarme sin épica, carente de atributos románticos. Incapaz, por tanto, de meterse en la piel del fullero “César democrático” que Chávez simbolizó a la perfección, y del que la revolución bolivariana se sirvió mañosamente. Ya no hay vuelo retórico en la comunicación de un partido hegemónico que ha acumulado ingentes recursos, sí, pero no la clase de realizaciones que le permitan aspirar a un triunfo libre de subterfugios y amenazas.

 

 

Ante el débil protagonismo que en los discursos esta teniendo la democracia y sus posibilidades, cada vez menos presentes en las agendas de políticos que en distintas latitudes se aferran a los modos populistas-autoritarios para llegar al poder, la respuesta debería entrañar un categórico contraste. Pase lo que pase el 28J, sustituir el paradigma de la gobernabilidad autoritaria que algunos propagandistas hoy amplifican sin prurito, es una necesidad en el corto, mediano y largo. Se trata, pues, de caminar mucho más allá del diseño e implementación de políticas públicas centradas en la solución de las carencias básicas de las personas (un logro mínimo que el actual gobierno ni siquiera puede exhibir). Hablamos del desarrollo de esa tríada estabilidad-legitimidad-eficacia, teniendo como base no sólo la separación funcional de los poderes del Estado, la racionalidad legal; sino pautas de interacción capaces al mismo tiempo de incorporar la pluralidad, reconocer la particularidad y promover los grandes consensos. Lo vivido impele a superar de una vez la anquilosante idea del control unilateral y la autonomía del gobierno frente a los ciudadanos, en aras de una evolución que permita desarrollar políticas públicas basadas en la participación informada, el debate amplio y vigoroso, la concertación entre los distintos actores sociales. Helo allí, el tipo de gobernabilidad y gobernanza que sólo cabe imaginar en la democracia del siglo XXI.

 

@Mibelis

Mibelis Acevedo Donís

Policrisis y evolución

Posted on: julio 16th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

La crisis del orden liberal internacional replantea paradigmas, invoca reacomodos e impugna principios y consensos vigentes en décadas previas, mismos que habilitaron los intercambios entre países y la creciente interdependencia económica

 

Incorporada como está a un contexto internacional sumamente complejo y fluctuante, y aun atenazada por sus muchos bretes internos, Venezuela no se libra de los pulsos y tendencias globales. La crisis del orden liberal internacional replantea paradigmas, invoca reacomodos e impugna principios y consensos vigentes en décadas previas, mismos que habilitaron los intercambios entre países y la creciente interdependencia económica. Se trata de un mundo sumido en una policrisis, como la calificó el Foro Económico Mundial, cuestionado por una realidad múltiple y difusa, que remite al influjo de nuevas amenazas contra los valores y capacidades de la democracia liberal propia de occidente; mundo en el que hoy encontramos mayor protagonismo de los regionalismos y órdenes internacionales yuxtapuestos. Esa dinámica sugiere el paso desde un sistema con mediaciones y reglas de juego válidas para muchos actores hacia un puerto todavía no definido; parto fatigoso donde “lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”, en el que “se verifican los fenómenos morbosos más variados”, según la célebre metáfora de Gramsci.

 

Las señas de tal alteración están allí, revelándose en todos los espacios. El fantasma de la guerra nuclear, “la destrucción mutuamente asegurada”, los ecos de la Guerra Fría que desató la invasión rusa a Ucrania; la expansión del ánimo belicista, al cual contribuye el conflicto Israel-Hamas, con consecuente recalentamiento de las tensiones en Medio Oriente, así como la potencial amenaza que China despliega sobre Taiwán. Por otro lado, los coletazos de la pandemia, crisis dentro de otra crisis; sus efectos no sólo en términos de reactivación del protagonismo de los Estados y la idea de las “fronteras fuertes”, sino de la vulnerabilidad de países signados por la interdependencia. La recesión económica, que se traduce en inflación, desestabilización, aumento de la desigualdad social, ampliación de la brecha entre países ricos y pobres, migración desbordada, perturbaciones que no en balde están marcando las agendas electorales en cada nación. A eso se suman otros debates: las consecuencias imprevisibles de la Cuarta Revolución industrial, el deterioro ambiental, las tensiones entre EE. UU y China como potencia emergente (relación también marcada por pragmáticas alianzas y los influjos sobre países no-alineados, incluida Venezuela) y la irrupción de los BRICS, en tanto potencial instrumento geopolítico. Pesan sobre todo las preocupaciones por el ingreso de nuevos actores y tendencias disruptivas en esa dinámica global; fuerzas regresivas como el aislacionismo y el antiglobalismo, el populismo autoritario, el ultranacionalismo como vector de movilización social, vehículos de discursos y comportamientos que cobran espesor incluso en democracias con instituciones consolidadas.

 

Evidentemente, no podemos separar dicho contexto de lo que pueda ocurrir tras el 28J. Si hablamos de potenciales cambios políticos, recordemos que ni siquiera la Venezuela de 1958 pudo desprenderse de lo que ocurría en ese gran escenario que la contenía, el del mundo bipolar. En medio del conflicto no sólo entre grandes potencias, sino entre dos proyectos radicalmente antagónicos de sociedad, la Guerra Fría sellaba también los énfasis de Puntofijo. La orientación de este gran acuerdo entre políticos surgidos de las filas de la generación del 28 y del 36 -políticos convencidos no sólo de que había que modernizar al país, sino que eso sólo ocurriría mediante la adopción de la democracia representativa y su férrea defensa bajo la fórmula de un gobierno de coalición- respondía a una coyuntura histórica inequívoca. Las amenazas internas y externas en tiempos en que la democracia aun no se extendía por la región como sistema político preferente, eran intensas y múltiples. En Venezuela, política y petróleo (1956) Betancourt las asocia con justicia a “fuerzas retrógradas”, las mismas que frustraron la experiencia democrática de los años 1945-48; y advertía que desactivarlas dependería de superar “la enconada discordia partidista”.

 

Entonces, era necesario conjurar los elementos desestabilizadores, el sectarismo, la intolerancia y el radicalismo ideológico que marcó a la AD del trienio. En medio de tales certezas, se toma la polémica decisión de excluir del Pacto al PCV pero sin privarlo de la posibilidad de participar mediante su acción política y sindical legal, siempre que se acogiera a las reglas democráticas. (En 1960, Betancourt aprovecha para romper abiertamente con el marxismo y consolidar su imagen de socio internacional confiable). El propio Pompeyo Márquez admitiría más tarde que aunque el discurso de Betancourt al inicio de su gobierno, la “manera agresiva cómo se volvió contra su partido” había resultado “fuera de lugar”, eso no justificaba “el tremendo error que se cometió al haber respondido a tales conductas gubernamentales con una línea insurreccional”, no haber estado claros en que “la evolución democrática del país era lo que convenía”. Una visión que contrasta rotundamente con la Leyenda Negra que el chavismo endosó a Puntofijo y a la democracia de consenso, por cierto -peyorativamente bautizada como “la última dictadura de élites”- y que aún respira agazapada en la memoria colectiva.

 

Lo último nos vincula con la preocupación actual. Cómo garantizar que, efectivamente y más allá del mito, haya evolución y retorno al redil democrático occidental, cuando el contexto está resultando tan hostil a estos regímenes. Ya la estrategia de “máxima presión” aplicada en 2019 exhibió su probada ineficacia en cuanto al objetivo de promover cambios políticos en Venezuela; de modo que el gobierno de Biden -alineado con una política de re-engagement que también busca alejar a la Venezuela de Maduro de la Rusia de Putin- se ha movido hacia otros terrenos, más proclives al compromiso bilateral que al estéril aislamiento. Incluso con sanciones que se mantienen, aquella tesis brutal de que el fin justifica los medios se ha ido desestimando de facto. Los gobiernos de Petro y Lula, por su parte, también han estado operando discreta pero eficazmente para lograr que, en medio de los vicios que sabemos, la elección del 28J contemple algunos elementos de competitividad, como la participación de la oposición PU y su candidato, González Urrutia. A pesar de los datos que arrojan encuestas de prestigio, sin embargo, la incertidumbre en torno a la respuesta del gobierno frente al paisaje de una costosa derrota, sigue presente. La persistencia de señales de intolerancia entre ciertos sectores de oposición, además, cierta resistencia manifestada en foros opináticos a propósito de la obligación de una negociación intensa, realista y prolongada entre adversarios para garantizar la gobernabilidad democrática post-elección, suma dudas al cálculo de esos escenarios.

 

El ascenso de tendencias autoritarias y proyectos iliberales en un orden desdibujado por el interregno global y sus síntomas mórbidos, como lo describía el catedrático José Antonio Sanahuja, constituye quizás uno de los signos más temibles de esta policrisis. La misma inestabilidad económica y la desigualdad que genera (la mayor amenaza para el sistema liberal, según 68% de los consultados para el Democracy Perception Index 2024, de Latana-Alliance of Democracies) han restado capacidad estatal y auctoritas a las democracias. La dependencia de estas últimas en relación a las autocracias se duplicó en los últimos 30 años (V-Dem Institute, 2023), haciendo que la idea de “eficiencia sin libertad” se vuelva atractiva para las sociedades exasperadas de nuestro tiempo. El equilibrio que pide la democracia no está de moda, un extravío que pudiese también contaminar al proceso político venezolano. Para salir airosos del propio interregno, entonces, hará falta una especial consciencia en relación a los viejos-nuevos errores, los riesgos y las ventanas de oportunidad por explorar; la capacidad para poner a la voluntad colectiva en sintonía con esa evolución que nos conviene, a fin de exorcizar tantos y tan múltiples rezagos.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

República, virtud e interés

Posted on: julio 1st, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

En su célebre obra La democracia en América (1835), el joven Alexis de Tocqueville exhibía su fascinación en relación a eso que describió como el arte de la asociación, la propensión a asociarse que detectó entre los novísimos demócratas estadounidenses. Bajo el vigoroso paraguas de la igualdad ante la ley, notaba cómo estos se mostraban entusiastas a la hora de afiliarse y debatir dónde y cada vez que fuese necesario, a fin de examinar aquellos temas que los interpelaban como ciudadanos. Por esta vía, dice, la sociedad lograba poner en práctica mecanismos adicionales de control del poder, con niveles de transparencia que promovían una mayor participación del pueblo y un funcionamiento más óptimo del sistema.

 

Tocqueville, suerte de “liberal resignado” (Mariano Grondona, 1986) y espectador proveniente de ese mundo derrotado por la Revolución francesa, sigue así a Montesquieu -uno de sus autores favoritos- cuando preconiza la división de poderes, la distribución interna del poder estatal y los balances que allí germinan. Pero en el caso de los EE. UU., concedía además especial importancia a esa limitación del poder ejercido desde fuera, desde instancias de poder ajenas al Estado o “poderes intermedios”.

 

Nociones como capital social, reciprocidad, participación cívica, gobernanza comunitaria, navegan en el espíritu de estos planteamientos. En muchos sentidos, de la vertebración de esos cuerpos secundarios, de la cooperación entre individuos prestos al aprovechamiento racional de oportunidades nacidas en el marco de tales intercambios, depende el exitoso establecimiento de un sistema que dificulta la centralización del poder y habilita la idea del autogobierno ciudadano. Pero todavía puede hacer más, sugiere Tocqueville. Pues el tipo de equilibrio que esos poderes intermedios yaintroducían en tiempos monárquico-aristocráticos, también podría operar como fuente de contención frente a las distorsiones que, avaladas por el gobierno del dêmos, se acentuarían en tiempos democráticos.

 

Como apuntan Tony Judt y Timothy Snyder (2012), aunque la democracia ha sido “la mejor defensa a corto plazo contra las alternativas no democráticas”, no es inmune a sus propias taras congénitas. Los griegos sospechaban que era menos probable que la democracia sucumbiese ante la seducción del autoritarismo, a que lo hiciera “ante una versión corrupta de sí misma”. La proverbial tensión entre libertad e igualdad añade complejidad a ese asunto. Tampoco era ajeno a Tocqueville el hecho de que, por temor a la anarquía y la incertidumbre, los pueblos a veces prefieren ceder su autonomía, entregar el poder al cualquiera que garantice el orden. Ocasión para que un eventual déspota, esgrimiendo caprichosamente la ley, intensificase a su vez ese sentimiento de individualismo propio del “idiotés” ateniense, el no-ciudadano: un habitante ensimismado y egoísta, desentendido de los avatares de la polis y absorto en sus asuntos privados.

 

Así, sugiere Tocqueville, individualismo y despotismo son prácticamente caras de una misma moneda. Y al operar juntos, favorecen la ruptura de los vínculos tradicionales, la desintegración social, la anomia, la desmovilización política que beneficia a ese despotismo dulce y reparador de todos los males, criatura “arrinconada en el fondo del cuerpo social”. Porque, “¿cómo resistir a la tiranía en un país donde cada individuo es débil, y donde los individuos no están unidos por un interés común?”

 

Igualados en sus derechos y deberes pero también en su debilidad frente al Estado, a esos ciudadanos sin privilegios que los distingan no les queda más que unir fuerzas e inteligencias para crear un poder mayor. Uno que, al mismo tiempo, proteja contra la tiranía de la mayoría, contra la voracidad de esa masapresta a engullir la diferencia, a borrar las individualidades. “Siendo cada hombre igualmente débil, sentirá una igual necesidad de sus semejantes; y sabiendo que no puede obtener su apoyo sino a condición de prestarles su colaboración, descubrirá sin esfuerzo que, para él, el interés particular se confunde con el interés general”. Ganar influjo en ese competitivo terreno exige entonces emprender esa ardua tarea que en las sociedades aristocráticas resultaba espontánea, casi automática. Como ocurría en la novel democracia estadounidense, la clave será fortalecer el gobierno de carácter local (el township jeffersoniano, el condado) y las instituciones municipales; promover esa asociación libre de los ciudadanos que corrige el egoísmo y descentralizar el poder, actuando no contra el Estado, sino con el Estado; prestar atención a la política a pequeña escala, en fin, allí donde el interés particular y el general prácticamente se fusionan.

 

Así, trajinando con los énfasis y distancias entre una República de la virtud y una República del interés, vemos a la democracia liberal enfrentando riesgos y dilemas que nunca se erradican del todo, que apenas se desanudan focalizada y provisionalmente. Uno de ellos, la posibilidad de que ante la incertidumbre, el miedo, la fragilidad de una sociedad fijada “irrevocablemente en la infancia”, ese oxímoron que plantea el despotismo democrático se normalice y legitime, voto mediante. De nuevo, el ejercicio de una ciudadanía dotada de un interés bien entendido acá es vital. Si bien no cabe esperar que el ciudadano se consagre enteramente a la voluntad general, que lo público extienda sus apéndices hasta volverse indistinguible de lo privado, al mismo importa entender que la comunidad política no es posible sin ciudadanos iguales y distintos que asumen que parte de su tiempo debe transferirse a la esfera pública.

 

Liberalismo y republicanismo, libertad e igualdad, individuo y comunidad, desprendimiento e interés. La inacabable búsqueda del equilibrio entre ideas que contrapuntean y que a primera vista parecen excluirse, es quizás un rasgo que retrata con propiedad a las democracias. De allí la necesidad de una política que obligue a operar en el centro del espectro: plural y abundante en contrapesos, regulada por instituciones, proclive a la moderación y las síntesis, al impulso regulado, “tan distante del orgullo como de la bajeza”. De algún modo, Tocqueville anticipaba esa invitación a la adaptabilidad que los tiempos proponen a los aliados de la sociedad abierta. Un espejo para venezolanos forzados a recomponer hábitos, pautas de relacionamiento, estructuras para la mediación y la cooperación, buena parte de lo que se construyó y se desbarató al calor de las malas decisiones; eso, sabiendo “que la libertad nace de ordinario entre tormentas, se establece trabajosamente y con discordias civiles, y sólo cuando ya es vieja se pueden conocer sus beneficios”.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

Alternancia como antídoto

Posted on: junio 23rd, 2024 by Super Confirmado No Comments

A merced del autoritarismo de un partido-Estado que, asido a esa perversión constitucional que en 2009 introdujo la reelección indefinida, concibe como “natural” la ausencia de límites temporales al poder, Venezuela enfrenta otra serie de desafíos

 

Un ejemplo paradigmático de esa distorsión es lo que Vargas Llosa, no sin cierto tremendismo, calificó a fines de 1990 como la “dictadura perfecta” del PRI, en México. Según recuerda Enrique Krauze, quien fungía como moderador del foro televisado «Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad» al que también concurrieron cerca de 40 intelectuales de la talla de Octavio Paz, el tema de la dilatada permanencia del partido de gobierno resultaba entonces ineludible. Krauze apunta, por cierto, que veinte años antes, en el pavoroso marco de la Masacre de Tlatelolco, el propio Paz se había referido al PRI de modo casi idéntico al del peruano: «En México no hay más dictadura que la del PRI y no hay más peligro de anarquía que el que provoca la antinatural prolongación de su monopolio político».

 

En el foro en cuestión, sin embargo, si bien no negaba la crisis del partido o la usurpación de espacios en la economía que no le competían, un Paz persuadido por la idea de que ni la izquierda pro-castrista ni la derecha clerical eran opciones considerables, le reconocía al PRI haberle «dado fisonomía al México indígena y mestizo», y evitado con su intervención los males de la guerra civil y el cesarismo revolucionario. Así, en línea con Sartori, prefirió calificarlo como un “partido hegemónico”, surgido de una revolución y dotado, por tanto, de arraigo popular; pero “en vías de desaparecer si no se transforma. El dilema para el PRI es muy claro: o se transforma y se democratiza, o bien desaparece».

 

La filosa contestación de Vargas Llosa a tales planteamientos resultó, evidentemente, bastante más dura, causando gran impacto entre el público presente en el plató. El del PRI era un autoritarismo de tal modo camuflado “que llega a parecer que no lo es”. Si bien en sistemas como el cubano permanecía una misma persona, en México se eternizaba un partido, afirma. Un esquema que además se blindaba gracias al modo en que había reclutado a intelectuales, alentado cierto debate interno, comprado voluntades y repartido subsidios, aplicado el “dedazo” y recurrido al “tapado”, controlado y auspiciado sindicatos, medios de comunicación y grupos de oposición. La receta permitió al camaleónico «partidazo», la «aplanadora priista», retener por 71 años un poder ejercido como una “presidencia imperial” (Krauze, 1997). Historia que, de algún modo trágico, resultó también una proyección de la biografía de aquellos gobernantes, desde 1929 en adelante.

 

El fenómeno y sus antecedentes precisos, pues, obliga a las democracias a revisarse permanentemente; sabiendo que, aun reconocidas como sistema ideal de gobierno y sostenidas por instituciones inteligentes, su intrínseca complejidad, vulnerabilidad e imprecisión las pone siempre en riesgo. Los tiempos no son los más propicios en este sentido, y eso también deja su muesca en Latinoamérica. De acuerdo al más reciente informe de Latinobarómetro, en la región sigue profundizándose la tendencia al autoritarismo; la democracia se estanca (“el apoyo a un gobierno donde un líder fuerte pueda tomar decisiones sin interferencia de tribunales o parlamentos, ha aumentado en 8 de 22 países desde 2017”) y crece la indiferencia ciudadana por el tipo de gobierno (sobre todo entre jóvenes), valorado en la medida en que es capaz de resolver problemas. El ejemplo de El Salvador de Bukele, la esperpéntica propuesta de “democracia de partido único”; los tejemanejes para asegurar la reelección aun siendo inconstitucional, pero escudándose en una incontestable popularidad, resultan dramáticos. La misma permanencia de MORENA en el poder (¿un PRI en potencia?), su intento de modificar las leyes electorales para mejorar sus opciones, desata no pocas interrogantes.

 

A merced del autoritarismo de un partido-Estado que, asido a esa perversión constitucional que en 2009 introdujo la reelección indefinida, concibe como “natural” la ausencia de límites temporales al poder, Venezuela enfrenta otra serie de desafíos. En tal sentido, la elección del 28J, con todo y sus vicios antidemocráticos, con todo y su competitividad escamoteada, con todo y la incertidumbre que sus efectos plantean en el largo plazo, podría asomar un hito significativo. Volver a abrazar, de facto, el principio de la alternabilidad republicana como “cláusula constitucional pétrea” (Allan R. Brewer-Carías, 2011) frente a la aspiración de perpetuación de un nombre, de un partido, de un proyecto fallido, sería de entrada un giro saludable: un tónico contra la inercia, la inmovilidad.

 

Nuestra historia constitucional no ignora esa crucial prevención, la de la ley como freno al desbordamiento de las pasiones humanas. En su artículo 188, la Constitución de 1811 ya lo anunciaba: “una dilatada continuación en los principales funcionarios del Poder Ejecutivo es peligrosa a la libertad, y esta circunstancia reclama poderosamente una rotación periódica entre los miembros del referido departamento, para asegurarla”. La Constitución de 1830, por su parte, afirma que “el Gobierno de Venezuela es y será siempre republicano, popular, representativo, responsable y alternativo”. Como observa agudamente Brewer-Carías, la prohibición de la reelección presidencial inmediata solamente dejó de establecerse en “la efímera Constitución de 1857; en las Constituciones de Juan Vicente Gómez de 1914, 1922, 1925, 1928, 1929 y 1931; en la Constitución de Marcos Pérez Jiménez de 1953; y en la enmienda constitucional promovida por Hugo Chávez Frías en 2009”. Excepciones y coincidencias que no dejan de ser llamativas y que, como diría el español Luis Diez Álvarez, instruyen a actuar juiciosamente en el terreno intermedio entre (los aciertos) y errores del pasado, y las utopías del presente.

 

@Mibeli

Dudo, elijo, existo

Posted on: junio 1st, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

El riesgo de la libertad, en fin, es también tomar decisiones que no satisfacen plenamente; y eso es algo con lo que algunos venezolanos estamos trajinando

En 1958, el recién nombrado profesor de Teoría Social y Política en la Universidad de Oxford, Isaiah Berlin, dictaba una conferencia que luego se convertiría en uno de los ensayos más influyentes del debate contemporáneo sobre la materia: “Dos conceptos de libertad”. Su autor no sospechó de antemano que así sería, por cierto. Según cuenta Michael Ignatieff en la célebre biografía que dedica a su maestro, un mortificado Berlin confesaba en una carta a su amigo Richard Wolheim que temía estar a punto de desplegar una sarta de ampulosas perogrulladas, un conjunto de ideas que quizás, quizás carecían de la originalidad necesaria para ser tomadas en cuenta. Ah, pero ocurrió todo lo contrario.

La diferenciación entre libertad negativa (la esfera de acción individual en la que se actúa o se decide en ausencia de coacción) y libertad positiva (que remite a la capacidad de autodirección, autodeterminación y autonomía individual, al deseo de ser nuestros propios dueños, de no ser un objeto para otros) abrió y sigue abriendo intensos frentes de discusión en un mundo en el que los valores liberales lidian cada vez más con la incertidumbre y la distinción de límites. “Dónde tenga que trazarse esa frontera, es cuestión a debatir”. No se trata, pues, de asignar superioridades a uno u otro tipo de libertad, sino de defender el individualismo y el pluralismo en contra de aquellas corrientes que pretenden abolir la duda a la hora de elegir, proponiendo respuestas últimas y únicas. No, no hay forma de trasladar ese saber preciso y exacto que es característico de las ciencias naturales, de su infalible capacidad de explicación y predicción, al campo siempre contingente de la experiencia humana.

Así, la clave del liberalismo de Berlin está en la recomendación pragmática de mantener balances entre valores que incluso pudiesen resultar incompatibles entre sí. Conscientes de que alcanzar un fin implica indefectiblemente sacrificar otros fines, ceder algo para preservar el resto (el consabido costo de oportunidad), habrá que asumir entonces que en tal situación no existirán soluciones perfectas ni respuestas verdaderas, y que ejercer la libertad de forma responsable no siempre garantizará felicidad, satisfacción plena de deseos ni certezas absolutas.

De esa condena a las insuficiencias de un racionalismo monológico -el epistémico y el moral- propio del pensamiento occidental, nuevamente emerge el valor de la duda y el pluralismo de valores (como “consecuencia de previsibles contingencias”) en tanto sostenes de la política, de la democracia. Es evidente que esa visión única, universal y necesaria de una sociedad perfecta, homogénea, “válida para todos los hombres, en todas partes y en cualquier tiempo”, independientemente de que se haya realizado o no, ha sido la gran instigadora de proyectos autoritarios, sectarios y violentos impuestos a lo largo de la historia; jaulas vendidas bajo la añagaza de espléndidas utopías. Frente a ese germen de opresión que detectó en la aspiración de ordenar racionalmente a la sociedad, Berlin propone alejarse del ejercicio monista-determinista, y entender la acción político-social más como una aventura creadora, un ejercicio de libertad y de pluralismo no metafísico. Si algo distingue la condición humana, dice, es la capacidad de creación de uno mismo. Algo que, en la actuación del buen político, se manifiesta al mismo tiempo como sentido del riesgo y la prudencia (phrónesis), “un elemento de improvisación, de tocar de oído, (…) de saber cuándo saltar y cuándo quedarse quieto, que ninguna fórmula, ninguna panacea, ninguna receta general, ningún talento para identificar situaciones específicas como ejemplos de leyes generales, podría sustituir” (El sentido de la realidad, 1998).

Tales reflexiones adquieren especial vigencia a la luz de esas certezas terminantes que suelen poblar las ágoras virtuales. La exigencia de encuadres categóricos con una u otra postura, en especial en momentos en que se deben producir decisiones críticas sobre asuntos colectivos, de algún modo impele a favorecer la idea de que la duda, el escepticismo razonable, deberían ser extirpados de la ecuación. Acogotados por ciertas “retóricas de la intransigencia” (Hirschman), se espera eliminar del acto de decisión todo dilema, todo reparo o provisionalidad, como si el compromiso con la tribu, la vinculación identitaria y emocional del grupo, resultase una prelación para existir políticamente. (Es la sensación que deja la turbia receta de Juan Carlos Monedero “para que no se vacíen las democracias: claridad ideológica, firmeza contra la derecha, coherencia informativa y partido-movimiento”, por cierto). Como si el paisaje de grises que despliega la praxis democrática, en fin, no contemplase la idea de que elegir es también disponerse a lidiar con pérdidas irreparables, optar por un valor en contra de otro, con la consciencia de que existir -como bien demostraba Sócrates- es seguir haciendo preguntas. (En contraste con el liberalismo de la fe, dice Jesús Silva-Herzog Márquez, el liberalismo de la duda, “más que una ideología, es un temple, una disposición de ánimo para aceptar la validez de todas las preguntas… convicción de que el poder transformado en soberano es tan dañino como el pensamiento vuelto dogma”.)

En tiempos de tribalismo político, “valores absolutos” y legítima necesidad de pertenencia/reconocimiento, de ese “sentido ultrajado de dignidad humana” que según Berlin opera como uno de los grandes motores de la historia, la búsqueda de la verdad se llena de trampas. Al tanto de la limitación, y sabiendo que toda experiencia es múltiple, plural, lo censurable sería no anteponer la actitud dubitativa a la reacción visceral, sin que eso signifique petrificación, parálisis de la acción; sino ejercicio de reflexión, de ponderar pros y contras, como explica Victoria Camps en su Elogio de la duda (2016). De eso se trata discernir. Lamentablemente, “pensar desde lo indeterminado, que no tiene contornos precisos, es más complicado que dar un nombre fijo y determinado a cada cosa”.

Frente a la natural avidez de certidumbres que ha inducido a los filósofos a formular teoremas y silogismos para diseccionar la Verdad, conviene reparar entonces en el humano, tolerante, imperfecto, escéptico Que sais-je?, este «¿Qué sé yo?» de Montaigne que Berlin también subraya. Existimos porque pensamos (y dudamos), dirá luego Descartes, lo cual debería partir de identificar a las personas en toda su complejidad, con sus muchos valores, y no instrumentalizadas por el ideal. El riesgo de la libertad, en fin, es también tomar decisiones que no satisfacen plenamente; y eso es algo con lo que algunos venezolanos estamos trajinando. Aunque la posibilidad de escoger con eficiencia óptima luce fascinante, siempre será mejor dudar, decidir, actuar y equivocarse, que ya no poder hacerlo en lo absoluto.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

 

 

La (vital) utopía del consenso

Posted on: mayo 27th, 2024 by Super Confirmado No Comments

Ante la discreta posibilidad de que Venezuela reingrese a los cauces de la modernidad política -noción tan viva en las prédicas de la generación del 28, del octubrismo y los primeros años de la democracia representativa- la palabra “pacto” se invoca, se amplifica, se llena de nuevos sentidos simbólicos y discursivos. En contraste con las pulsiones que hasta hace poco la empujaban a hacer parte de una serie de significantes vacíos, (como ocurrió con la propia palabra democracia) por momentos pareciera que se va captando la importancia de alinear percepciones y expectativas respecto a sus contenidos. Más aún cuando en medio de esa potencial crisis histórica que, según Jacob Burckhardt, anuncia la mudanza desde una situación de anormalidad a otra de normalidad, se repara en que la permanencia de sus síntesis depende de la cooperación voluntaria de todos los involucrados.

Sí: aunque durante estos 25 años las claves de esa normalidad parecieran muy ajenas a nuestra experiencia y talante, habría que recordar que los venezolanos se “graduaron” en la confección de pactos improbables durante “el año de la concertación en Venezuela”, como bien lo describe el historiador Naudy Suárez. Bajo la seña de Puntofijo, pieza madre de una serie de acuerdos políticos cruciales, 1958 inaugura el camino hacia la búsqueda de una democracia sostenible en términos de reglas y procedimientos, presta además a cortar el paso a cualquier intento de personalismo militar. Es este un episodio cuyo examen sigue demandado minuciosidad, y que sirvió de modelo de gestión incluso para países que como España en 1977, abordaba su propio proceso de ingeniería institucional democrática, Pactos de la Moncloa mediante.

El pacto de Puntofijo, subraya Juan Carlos Rey, fue “uno de los más notables ejemplos que cabe encontrar en sistema político alguno, de formalización e institucionalización de unas comunes reglas de juego, al propio tiempo que muestra la lucidez de la élite de los partidos políticos venezolanos”. Vale la pena detenernos en este último aspecto. Pues hay que reconocer que el “milagro” de la coincidencia no se produce al margen de una historia llena de luchas, frustraciones, errores, tribalismo, exceso de confianza, triunfalismo y forzosa rectificación. A sabiendas de que el presente se inserta en un continuum, esa sucesión de hechos cuyo encadenamiento no lineal va modelando lo que vendrá, puede decirse que lo suscrito el 31 de octubre de 1958 -13 años después del estallido de la Revolución de octubre- ilustra el fruto de un dilatado y forzado aprendizaje, una reflexión y una acción en consecuencia. En este caso, la crisis sistémica ha ordenado, establecido hitos, dado forma y sentido al devenir temporal. Así, como sugieren J.C Portantiero y De Ípola, el contrato surgía como “metáfora fundadora del orden político” (1984).

Señala Manuel Caballero en “Las crisis de la Venezuela contemporánea” (1998) que durante todo el año 58 dos preocupaciones marcaron la agenda de dirigentes y de la sociedad entera. Por un lado, la vigilancia frente a potenciales intentonas militares que retrotrajeron los avances; por otro, “la conservación de la unidad que hizo posible el derrocamiento de la dictadura (…) Pero aquí, frente a la cuestión concreta del poder, las cosas vuelven a enturbiarse (o, vistas desde el otro ángulo, a clarificarse) pues los partidos mas grandes tienen cada uno su proyecto propio”. El mecanismo de estabilidad y pacificación que encarnaba el pacto dependía, precisamente, de mantener una cohesión que constreñía las aspiraciones de cada miembro de la coalición, la exigencia de cuotas de participación en el futuro gobierno. Se trataba del conflicto propio de la puja política, pues, ahora en un marco de competencia flexible. Algo natural, pero que dada la fragilidad de la coyuntura, podía convertir la alegría inicial en caos, en desarticulación tenaz, en ingobernabilidad.

El temor frente al fantasma del pretorianismo, tan incrustado además en el imaginario social (no en balde reaparece vigorizado, años más tarde) obliga a domeñar esos apetitos. He allí una primera muestra de la reflexión antes mencionada. El reset democrático contaba con el breve pero intenso fogueo del trienio adeco. Entre 1945 y 1948, la amenaza a la gobernabilidad por parte de sectores conservadores que veían con disgusto el ascenso del “partido del pueblo”, generó como respuesta la conducción sectaria, la exclusión, la penetración del partido de gobierno en todos los niveles del aparato burocrático. El desarrollo de los acontecimientos y su frustrante desenlace sugirió que ese sectarismo contribuyó a precipitar la regresión militarista. Con tal certeza a cuestas, las reglas de juego para operar en el nuevo interregno -la situación anómala que aun no se extinguía- instan a mantener un vínculo basado en la alineación de intereses. La toma de consciencia en torno a la necesidad de compartir el espacio político y aumentar la fortaleza común, lleva a comprender que “el poder se sostiene sobre pactos constitutivos, no ya entre voluntades individuales… sino entre aquellos grupos que han movilizado recursos suficientes como para ingresar en el sistema” (Juan Carlos Portantiero, 1981).

En la práctica, el nuevo orden evidencia nítidos contrastes con lo previo. Eludir la compulsión revolucionaria de las “refundaciones” es uno de ellos. En línea con el compromiso de defensa de la constitucionalidad, la decisión fue no derogar la Constitución de 1953, que había sido producto de una Asamblea Constituyente convocada y dominada por el perezjimenismo (fórmula similar a la que décadas más tarde, de 1990 en adelante, aplicaría la Concertación chilena, por cierto). El pragmatismo y la prudencia instruyen a no atender propuestas nerviosas como la de abolir ese instrumento para restituir el de 1947. De haberlo hecho, se habría disparado un proceso capaz de “remover o socavar la propia unidad que se buscaba establecer, la tregua política que se había logrado y la despersonalización del debate”; quizás, según señala Allan Brewer-Carías, “caer en una lucha interpartidista al máximo”.

Lo anterior se blinda con el plan de conformación de un gobierno de Unidad Nacional sin límite temporal, vigente mientras se mantuviesen vivas las amenazas al recién nacido ensayo republicano; el compromiso de armar un gabinete plural tras las elecciones, con representación de todas las corrientes y sectores independientes; así como el establecimiento de un programa mínimo común, que exigía que las ofertas programáticas de los partidos que acudían a la contienda electoral no contemplasen puntos que pudieran ser incompatibles con dicho programa. Se exhorta entonces a la “tolerancia mutua”, a no ventilar públicamente un disenso que pudiese alimentar “la pugna interpartidista, la desviación personalista del debate y las divisiones profundas” que habrían comprometido la legitimidad del Gobierno de Unidad Nacional. En el marco de la ruptura abrupta con el Ancien Régime, mantener la tregua política, la convivencia unitaria y el acuerdo estratégico entre actores que suscribieron Puntofijo, también se adhería a eso que Norbert Lechner calificaba como la “utopía del consenso”. Es decir, cierta dimensión ética, el ideal de plenitud tan improbable como vital para institucionalizar la realidad social y concebir relaciones de reciprocidad en una democracia siempre marcada por lo plural, la incertidumbre, lo contingente.

A sabiendas de que el curso de tal aprendizaje no se interrumpe, las lecciones de aquellas crisis sirven para repensar la anomalía presente. Los años de ensayo y error obligan a detectar oportunidades en un proceso complejo, que acá entrañaría no sólo el arreglo con afines, sino con feroces adversarios. ¿Será posible transformar con inteligencia estratégica y emocional ese antagonismo que prospera en todos los ámbitos; hacer que los sujetos sociales asuman el pacto democrático como propio, la necesidad de trascender la seducción tribal y los particularismos reivindicativos para acordar la construcción de un orden colectivo vinculante? A las puertas de ese “quizás” seguimos esperando.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

Ganar y perder en las urnas

Posted on: mayo 12th, 2024 by Super Confirmado No Comments

Con todo y la cíclica dificultad de un sistema que aún dista de ser considerado una fórmula universal, o de su vulnerabilidad ante la seducción antisistema y tecnocrática, la democracia liberal en Latinoamérica sigue contando con tenaces exponentes“

La democracia pierde y gana en las urnas”: el más reciente informe del Instituto V-Dem sobre el estado de salud de la democracia, no escapa a la tentación de poner el foco en las posibilidades de un súper-año electoral, cuando prácticamente la mitad del planeta estará ejerciendo su derecho al voto en comicios de carácter nacional. Los eventos que en 60 países (incluidos los ocho más poblados: India, EE. UU. Indonesia y México, entre ellos) determinarán la suerte del mundo en materia de orientación política, reequilibrio de las fuerzas de poder globales, alianzas comerciales o visiones económicas y de desarrollo, también implican un renovado desafío para una democracia forzada a corregir y evolucionar. Frente al obstinado desarreglo institucional y la irresolución del conflicto político, como advertía Juan Linz, las defensas del sistema son puestas a prueba.

Las elecciones, recuerda el informe, son “acontecimientos críticos” con potencial para desencadenar democratizaciones; pero también podrían favorecer la autocratización o ayudar a la estabilización de regímenes autoritarios. Venezuela, evidentemente, no se libra de esa incertidumbre. Lograr la alternabilidad sería el inicio de un arduo camino hacia la esquiva “normalización” política que, entre otras cosas, implica reinstitucionalización, pesos y contrapesos, ejercicio limitado del poder, competitividad, accountability vertical/horizontal y respeto al Estado de Derecho.

De acuerdo a V-Dem y como era previsible, la crisis global de la democracia sigue cobrando víctimas tras los llamados “giros de campana”. En línea con lo que arrojan los reportes de los últimos 10 años, el de 2024 muestra cómo la autocratización se mantiene como tendencia dominante. Aun cuando el mundo aparece hoy prácticamente dividido en partes iguales entre 91 democracias (liberales y electorales) y 88 autoritarismos (electorales y cerrados), en 2003, por ejemplo, el porcentaje de la población mundial que vivía en países no-democráticos era de 50%; pero en 2023, la cifra aumentó a 71%. Acá pesa el desempeño de la India, donde se concentra el 18% de la población mundial; número que representa casi la mitad de esa población que vive en países donde se detectan retrocesos. Esos casos, advierte el informe, “han eclipsado la proporción que vive en países en proceso de democratización”. Hay algunos matices en el abordaje de la investigación, sin embargo, que hacen aún más relevantes los hallazgos, y permiten reparar en algunas luces en medio de un panorama inquietante.

Si bien la volatilidad democrática -esa recaída autoritaria en países donde los índices habían mejorado recientemente- resulta un dato especialmente poderoso, de cara al “qué hacer” no pueden desestimarse los ejemplos en contravía, los de países que han logrado detener y revertir la autocratización. En este sentido, la buena noticia es que en América Latina y el Caribe las señales parecen ir en contra de la tendencia global al menoscabo (que aparece agudizado en Europa del Este, en Asia central y del sur). Con 62% de países calificados como Democracias electorales, no sólo los niveles de democracia en la región han aumentado, sino que los países grandes están arrojando mejores indicadores que los más pequeños. La participación de Brasil repercute especialmente en este giro, representando con sus 216 millones de habitantes más de la mitad de la población que vive procesos de democratización en 18 países del mundo.

En 2024, “la gran mayoría de los latinoamericanos (86%) vive en democracias electorales como Argentina y Brasil, y el 4% vive en democracias liberales como Chile y Uruguay. Sin embargo, América Latina es también la región con la mayor proporción de población que vive en la “zona gris”… democracias que califican como democracias sólo con un cierto grado de incertidumbre”. Esto es, regímenes de partido hegemónico (México, entre ellos) pero con rasgos de pluralismo político y elecciones libres, en los que factores como la reelección inmediata y la indefinida podrían estar favoreciendo el declive democrático. Un caso de evolución llamativo, por contraste, es el de Surinam, “único país que cambió decididamente el tipo de régimen en 2023”. Aun lidiando con la baja satisfacción ciudadana respeto al sistema, la antigua colonia holandesa (que hasta la derrota electoral en 2020 del exgolpista y jefe de un Estado mafioso en toda regla, Dési Bouterse, figuraba como una de las más feroces anomalías políticas de la región), hoy también destaca en rankings como los de The Economist como una democracia imperfecta.

Con todo y sus fragilidades, con todo y la cíclica dificultad de un sistema que aún dista de ser considerado una fórmula universal, o de su vulnerabilidad ante la seducción antisistema y tecnocrática, la democracia liberal en Latinoamérica sigue contando con tenaces exponentes. También en línea con el Democracy Index 2024 de The Economist o las actualizaciones de Latinobarómetro, Uruguay y Costa Rica no abandonan los sitiales destacados que ocupan desde hace décadas; y esa resistencia impele a detenernos en sus modelos. Para países en encrucijadas decisivas como la de Venezuela, obligados a restaurar la funcionalidad política perdida, quizás he allí algunas respuestas. La pregunta que se hacía Fukuyama en “Orden político y decadencia política” (2014) sigue siendo pertinente: “¿Cómo llegar a ser Dinamarca?”. Esto es, cómo encaminarse hacia esa “utopía” realizable, ese Estado democrático y liberal, moderno, impersonal, garante de los equilibrios, el orden y la seguridad que necesitan los países para desarrollarse.

La fortaleza de la democracia uruguaya, por ejemplo, con una ciudadanía que se muestra como la más comprometida con la democracia en la región (69% de apoyo), se ha basado en gran medida “en un sistema de partidos fuertes, que evita la emergencia de líderes populistas y desviaciones autoritarias” como las vistas en otros países, dice Nicolás Saldías, de la Unidad de Inteligencia de The Economist. Una cultura democrática arraigada y consolidada tras los 12 años de dictadura (1973-1985), un sistema que desde el siglo XIX ha hecho un esfuerzo sistemático por aprender (“no hay una sola generación, desde la instauración de la República en 1830, que no haya buscado descubrir defectos o patologías”, dice Adolfo Garcé) se traduce también en eso que el analista Oscar Bottinelli describe como la “sacralización del voto”. Uruguay transitó sin traumas desde el bipartidismo Colorado y Blanco al tripartidismo con la incorporación del Frente Amplio, hasta llegar al actual pluripartidismo. Una dinámica apuntalada por un “elenco estable” de liderazgos políticos que se mantiene operando dentro de un sistema de partidos inmune al influjo de corrientes antisistema, vigorizado por una competencia intra e interpartidaria que alienta la adaptación continua. Verdadera rareza, en fin, en medio de un ecosistema político global cada vez más empujado hacia su negación.

Ejemplos como estos dan fe, por cierto, de esa correlación notable entre desarrollo y democracia; de la certeza de que el ideal democrático, la promesa de prosperidad sostenible con libertades, Estado de Derecho y justicia social, no están tan alejados de una praxis en consecuencia. La posibilidad, además, desmonta los falsos dilemas entre seguridad y libertad planteados por anti-modelos como los de El Salvador de Bukele (el país que registra los mayores retrocesos de la región, según The Economist y V-Dem: allí, “casi todos los logros democráticos de las últimas dos décadas han desaparecido en 2023”). Un extraviado referente, también, en lo que concierne al vaciamiento de significantes democráticos. Frente a esos dudosos promotores de “democracia de partido único” (¿?), lobos con piel de cordero, habrá que seguir aprendiendo y vacunándose.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

Promesas democráticas

Posted on: mayo 6th, 2024 by Super Confirmado No Comments

Pero la política consiste, fundamentalmente, en hacer promesas, recuerda Ben Ansell. Y en ese ámbito, el de un acuerdo -frágil, efímero, sin garantías- para hacer algo a futuro, las campañas electorales tienen un rol estelar

Cada vez es más común topar con personas que, desde diversas latitudes y espacios, se proclaman “cansados, aburridos y decepcionados” de la política (eso escribía, por ejemplo, el cantautor español Alejandro Sanz en la red social X, al saludar con afecto al expresidente uruguayo José “Pepe” Mujica tras el público anuncio que su enfermedad). Aquí y allá, en el marco de sistemas que alientan expectativas democráticas, sigue creciendo la distancia entre los ciudadanos y la clase política; una brecha cavada por la desilusión respecto a procesos a los que la extinción de clivajes ideológicos propios del siglo XX de algún modo despojó de utilidad en términos de ejercicio de autodeterminación. La adaptación de esos sistemas a los nuevos retos y demandas que ascienden y se complejizan vertiginosamente parece ir a otro ritmo, uno distinto al dinamismo y compulsión de la modernidad líquida. Todo lo cual trae a colación la serie de elementos que Pierre Rosanvallon enumeraba para comprender la decepción democrática: corrupción de la democracia, el espectro de la impotencia, la traición representativa y el desfase temporal.

Esa historia hecha de promesas incumplidas e ideales traicionados, como anunciaba en 2017 el historiador y sociólogo francés, sirve para afirmar que la crisis de la democracia no se limita a las patologías de la representación. El centro del problema está en el declive del desempeño democrático de las elecciones, advierte. Las elecciones tienen hoy menor capacidad de representación por causas institucionales y sociológicas. En buena medida, esto se ha emparentado con la presidencialización de las democracias, la idea napoleónica del “hombre-pueblo”, el entorpecimiento que tal personalización supone para la manifestación de la pluralidad; una atrofia que ha estado muy presente en Latinoamérica y, de forma palmaria, en la Venezuela del siglo XXI. Pero, al mismo tiempo, las elecciones han visto mermadas sus funciones de legitimación de las instituciones políticas y los gobiernos, las de control sobre los representantes, las de producción de ciudadanía y de estímulo de la deliberación pública.

Otra perspectiva, la de una ciudadanía que ya no se autoconcibe como masa homogénea sino como “sucesión de historias singulares”, se impone a la hora de reconfigurar lo que antes se entendía como mayoría. A contrapelo de lo que observaba Tocqueville, la política no se reduce en estos tiempos a una simple cuestión de aritmética. Esto pesaría también a la hora de valorar su impacto en aquellas situaciones particulares que aguardan por mejoras, y de exigir mayor influencia directa de los ciudadanos en las decisiones gubernamentales. Ahora, son muchas minorías las que parecen componer la totalidad social; y en atención a esa segmentación de intereses y aspiraciones individuales, surgen demandas cada vez más numerosas y diferenciadas solicitando reconocimiento y consecuente representación.

Como recuerda el catedrático Ben Ansell (Por qué fracasa la política, 2023) tomamos parte en dinámicas en las que los individuos interactúan y se estorban mutuamente. Una paradoja a enfrentar, si tomamos en cuenta que la política alude precisamente al hecho de tomar decisiones de forma colectiva; a la posibilidad de superar limitaciones y lograr colectivamente lo que nadie puede hacer solo en un mundo signado por la contingencia creciente y la escasez. Así, la política está llamada a resolver problemas: pero ejercerla siempre creará otros, completamente nuevos. Con esa certeza es preciso lidiar.

Por eso la celebración de elecciones, incluso en sistemas no democráticos como el venezolano, no se libra de dilemas que suelen asociarse a las llamadas democracias “negativas”, de rechazo. Los años recientes han sido ilustrativos en cuanto a alimentar esa suerte de amor-odio que desata la política local, con ciclos que van desde la esperanza más cimera y refractaria al socavón, la frustración inevitable. Eso ha tenido mucho que ver, sin duda, con los resultados de la desigual lucha por el poder en contexto de disfuncionalidad, autoridad no limitada, libertades conculcadas y ausencia de accountability. Con ese catastrófico desempeño de quienes han operado desde el gobierno desde hace 25 años, -muy eficaces, eso sí, a la hora de conquistar y preservar lo que Dahl describe como capacidad de conseguir que otros actores hagan lo que por sí mismos no habrían hecho- así como los fracasos de quienes han aspirado a reemplazarlos.

Todo sugiere que hoy estamos a las puertas de otro de esos ciclos, bautizados por la esperanza de desalojar lo que no satisface. Cierto giro cultural estaría operando en esta ocasión, sin embargo, cuando ciudadanos rebasados por la ineficiencia del Estado empiezan a confiar más en sí mismos y en procesos extra-políticos a la hora de dar respuesta a sus muchas urgencias cotidianas, incluso aquellas que colindan con problemas de acción colectiva. En medio de estos avatares, la vieja-nueva enemistad con la política tradicional no cede, al contrario. Tal recelo sigue marcando los pulsos de un electorado que apostaría al cambio radical, a lo novedoso; a lo desconocido, incluso, antes que favorecer nombres que asocia con los mentados descalabros.

Pero la política consiste, fundamentalmente, en hacer promesas, recuerda Ben Ansell. Y en ese ámbito, el de un acuerdo -frágil, efímero, sin garantías- para hacer algo a futuro, las campañas electorales tienen un rol estelar. Por la oportunidad que entrañan de cara a una potencial democratización, las ofertas diferenciadoras que despliega la oposición en el marco de comicios autoritarios adquieren texturas y resonancias particulares. También a instancias de la transformación de la temporalidad de la vida política que ya detectaba Rosanvallon, el influjo del liderazgo en nuestro país no ha dependido entonces tanto de la presentación de programas de acción política como del carisma; la facultad para catalizar emociones que concurren, precisamente, en ese grueso deseo de cambio registrado por las encuestas. Junto a una mayor personalización de la confrontación, la nueva relación con la urgencia altera la capacidad de “proyección democrática” de la elección, según advierte el francés. En paisaje de incertidumbre global, emergencia y crisis local incesantemente reeditada, programas de gobierno consistentes y de largo aliento no parecen tener el atractivo de otras épocas.

¿Significa esto que tales promesas, esos programas mínimos vinculados a la visión de futuro de los líderes dejaron de ser relevantes? No, definitivamente. En nuestra peliaguda situación, la virtud básica asociada al impacto de la elección -poner fin al conflicto, de forma pacífica- tendría que ser complementada con lo que ya descuella como prioridad, los espinosos desafíos del día después. Lejos de la simplificación que alientan los populismos, habría que casarse desde ya con una democracia poselectoral habilitada por promesas de difícil incumplimiento, que “lleven en sí el germen de su materialización” (Ansell), que encajen armoniosamente en la horma de la formalización de reglas. Promesas que contribuyan, además, a ampliar esa “institución invisible” que, según Niklas Luhmann, es la confianza; algo que, a diferencia de la fe, remite a una dimensión directamente cognitiva. Sin ser todo, he allí un buen comienzo para restituir el prestigio de la política en tanto terreno irrenunciable para la construcción de un mundo común; una sociedad de distintos cuyos valores compartidos los instan a reconocerse.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis 

 

 

Cable a tierra

Posted on: abril 22nd, 2024 by Super Confirmado No Comments

El ruido de quien acompaña acríticamente al político, quien refuerza el descarrío y la escasez, los bandazos de la debilidad humana, suma a la marcha de esa locura que se manifiesta como tenacidad destructiva

 

“Y no puedo ver razón para que alguien suponga que en el futuro los mismos temas ya oídos no sonarán de nuevo… empleados por hombres razonables, con fines razonables, o por locos, con fines absurdos y desastrosos”. La cita de Joseph Campbell (The Masks Of God: Primitive Mythology, 1969) sirve de epígrafe y brújula al lector de La marcha de la locura. Los incontestables ejemplos de esa política contraria al propio interés que disecciona Barbara Tuchman, invitan a revisitar el texto, una y otra vez. Por qué las personas en posición de liderazgo a veces actúan en contra de los dictados de la razón y del autointerés ilustrado, y se dejan arrastrar por los pinchazos de la hybris, la desmesura; por el autoengaño, la lectura inexacta de la realidad o el exceso de confianza en las “corazonadas”, es vieja preocupación que hoy resurge implacable, una peculiaridad que empieza a ser parte del paisaje.

 

Son varios los aliños de un proceso marcado por la cerrazón para aprender de la experiencia; esa testarudez suicida que Tuchman asocia a la pérdida del sentido de realidad, a la resistencia a interpretar los hechos como son, no como deberían ser. (En su mordaz ensayo sobre la estupidez humana, el historiador Carlo Maria Cipolla va más allá: la estulticia es innata y atemporal, afirma. El necio causa un daño a otros “sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”, mostrando así “total coherencia en cualquier campo de actuación”).

 

Entre muchos otros casos, el de Roboam, rey de Israel e hijo de Salomón, quien sucedió a su padre alrededor de 930 a.C., sirve para ilustrar uno de esos aliños: la sordera del líder ante consejos sensatos, y la propensión de este a escucharse sólo a sí mismo o a sus ecos, amplificados por los aduladores de ocasión.

 

Una revuelta encabezada por el general Jeroboam, en reclamo por impuestos cobrados con trabajos forzosos desde tiempos de Salomón; la huida a Egipto y el reconocimiento del heredero por parte de las tribus meridionales de Judea y de Benjamín, son los antecedentes de esa historia de división, debilitamiento y pérdida de una nación. En medio de tal crisis, cuenta Tuchman, y estando Roboam de camino a Sichem, una delegación de representantes de Israel -incluido Jeroboam- lo intercepta para pedirle que alivie el yugo que aplicó su padre. Si accedía a las demandas del pueblo descontento, además, le servirían como leales súbditos. Con la promesa de dar respuesta en tres días, el rey consultó primero a los ancianos del Consejo, quienes le recomendaron amarrar el arreglo; pues, si les trataba con “buenas palabras, ellos serán tus servidores para siempre”.

 

Al escuchar lo que no deseaba escuchar, resuelto a ignorar razonamientos contrarios a su obcecación y su rabia, se dirigió luego a sus jóvenes cófrades. No, no debía hacer concesiones, asestaron estos. “Así deberás decirles: si mi padre hizo pesado vuestro yugo, yo lo haré todavía más. Mi padre os azotó con azotes, yo os azotaré con escorpiones”. ¡Ah! Tales palabras sí se ajustaban a la receta de su desordenado olfato. Así hizo Roboam, el “rico en insensatez”, para su desgracia y la de su gente. Israel acabó nombrando rey a Jeroboam, vino la división en dos Estados, la guerra, la larga venganza, la pérdida de las diez tribus del norte. La caída, al final, de un imperio que acabó asolado por egipcios y asirios.

 

Queda así registrada la trágica sordera de Roboam, tan letal como la de los troyanos prevenidos en vano por la dama de las infinitas calamidades, Casandra. Como la de Moctezuma y su credulidad suicida, su “exceso de misticismo o de superstición” bloqueando consejos sobre la cautela necesaria para despistar y neutralizar a Hernán Cortés, rival sagaz como ninguno. (En el caso venezolano, por cierto, la falta de malicia que llevó al presidente Gallegos a minimizar la amenaza militar en 1948, remite al drama de su derrocamiento). O como la simpleza de Creso, cuya ruina evoca Carl Sagan: rey de Lidia vencido y condenado a vivir como rehén de los persas, todo por haber dado gusto a su sesgo a la hora de interpretar las profecías de Pitia, sacerdotisa del oráculo de Delfos, quien le advirtió sobre la destrucción de “un poderoso imperio” (Creso no fue capaz de intuir que era el propio).

 

En relatos que involucran a asesores juiciosos e incómodos, subestimados a la postre por sus asesorados, no faltan, como vemos, el peligroso avance de sus antípodas. Socios complacientes y “leales”, acomodados como pueden a los respingos del jefe, mudos ante su falta de piedad, mesura o sabiduría, aún sospechando cuán lesiva puede resultar. Personajes como los que en la Caracas de 1885, en pleno gobierno de Guzmán Blanco, inspiraron la famosa Delpiniada, el “homenaje” y coronación que avispados estudiantes organizaron para “el chirulí del Guaire”, poeta lunático, Francisco Delpino y Lamas. No era difícil adivinar, como lo hizo el “Ilustre Americano”, la doble denuncia tras la chanza, la crítica hacia sus aplaudidores, señores de la “adoración perpetua”.

 

Helos allí, pues, desnudos como el emperador del cuento de Andersen. Tan comprometidos con la irracionalidad como el monarca negado a reparar su error, convencido de que “hay que aguantar hasta el fin”, resuelto a caminar “más altivo que antes” mientras los ayudas de cámara, incapaces de contradecirlo, continúan sosteniendo la imaginaria cola. La torva simbiosis, con efectos que recaen pesadamente sobre los hombros de las sociedades, lleva también a pensar en el asunto de la confianza mutua como condicionante del buen gobierno. Según Locke -para quien lo político, por ser actividad esencialmente humana, depende de una frágil urdimbre de voluntades- el consentimiento individual, más que el miedo hobbesiano, es lo que funda el depósito de confianza individual que se extiende y proyecta hacia la comunidad políticamente organizada, haciendo viable un sistema de poderes limitados y basado en el consentimiento. Pero ello, afirma, se ve amenazado por un vicio político perfectamente distinguible: «flattery», adulación, lisonja. Habilidad perversa que, ejercida por una élite instruida, convierte al niño interno en pequeño tirano, «corrompido con adulación y armado con poder». Un tipo de «abuso de confianza» que induce al engaño del adulado, le hace ver virtudes de las que carece, enciende el deseo desmedido por el poder y desestabiliza, por tanto, a ese régimen de poderes limitados y desconcentrados.

 

El ruido de quien acompaña acríticamente al político, quien refuerza el descarrío y la escasez, los bandazos de la debilidad humana, suma a la marcha de esa locura que se manifiesta como tenacidad destructiva. No en balde Weber ve en la vanidad un pecado contra el Espíritu Santo de la profesión, enemiga mortal de toda entrega responsable a una causa. El ejemplo en contrario, la sólida respuesta de un equipo ante situaciones agónicas como la de la Crisis de los misiles de 1962, se cumple en el caso del hábil “conductor” descrito por Lippman, el joven presidente Kennedy. Fortuna y virtù se conjugan gracias a la asesoría no de brutales “halcones”, consejeros militares que encabezados por McGeorge Bundy ya rumiaban el plan de una guerra nuclear a gran escala; sino de actores racionales como Dean Rusk, Robert McNamara, Robert Kennedy, Kenneth O´Donnell, George Ball. Ignorando la delirante presión de Castro (quien solicita a Kruschev que, en caso de una invasión norteamericana, ordenase el ataque nuclear, no importa si eso borraba a Cuba del mapa) la política de “escalada controlada”, la disposición a negociar continua y secretamente en Washington y Moscú, desembocan en un escenario ganar-ganar, sin resabios de capitulación; desenlace guiado por el brote colectivo de talento, no por la temeridad, la sordera o la arrogancia. Tener un mundo, una nación, una sociedad a salvo de la estulticia, dependerá en buena medida de no prescindir de ese vital cable a tierra.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

 

Guillotina

Posted on: abril 13th, 2024 by Super Confirmado No Comments

En lo económico, quizás el efecto tiende a ser más dramático. El viraje en la economía se tradujo no en liberalización democrática, sino vertical y focalizada

 

Según se esperaba, el tiempo político en Venezuela opera hoy como una guillotina. Los lapsos del cronograma electoral de cara al 28J se consumen de manera acelerada, imponiendo una dinámica agobiante en términos de respuestas a los dilemas que la elección autoritaria suele plantear a la oposición. A pesar del deseo de cambio que las propias primarias dispararon y la alta disposición a votar de un electorado hoy persuadido por la posibilidad de desafiar electoralmente al PSUV (según Delphos: 80% está dispuesto a votar; 70% cree que no debe abandonarse esa ruta), la oposición agrupada en la PU sigue sin definir un candidato unitario, atrapada en el viejo ovillo de las intransigencias y los antagonismos internos. La decisión se presenta de nuevo atascada entre la visión pragmática y la estigmatización suicida del candidato “potable”. Entre la participación en condiciones adversas y la resistencia a hacerlo en un evento que, sin garantías plenas para opositores, podría juzgarse como “ilegítimo”.

 

En paralelo, otros tiempos corren, con similar ferocidad. Sobre la negociación internacional, a duras penas mantenida y evidentemente quebrantada, pende una espada de Damocles. El límite propuesto por los EE.UU. para decidir si se mantiene o se revoca el alivio temporal de sanciones que implicó la Licencia General No. 44 de la OFAC (lo cual dependía del cumplimiento, por parte del gobierno de Maduro, de lo acordado en Barbados) añade elementos de presión adicional a este panorama. ¿Qué papel jugará el retiro o mantenimiento de la “zanahoria” en todo este proceso? ¿Cuánto pesará sobre la suerte de la negociación y la elección esa eventual vuelta del garrote sancionatorio?

 

Conscientes del riesgo de desmontar un espacio de diálogo, influjo y coordinación multilateral en circunstancias críticas para la región, incluso gobernantes tradicionalmente afines a las posturas ideológicas del chavismo como Petro, Lula da Silva o López Obrador, han salido al ruedo para cuestionar medidas como las exclusiones selectivas de candidatos y tarjetas. Petro decidió ir más allá: viajó a Caracas para conversar con Maduro y Rosales, y habló de una mediación colombiana. Por supuesto, se trata de actores operando dentro y desde la lógica de sistemas democráticos. Cabe esperar, no obstante, que esa antigua ascendencia mantenida a punta de un delicado juego de política exterior, pueda ayudar en algo a contener la desmesura autoritaria del vecino. Aun cuando los frutos de la negociación hoy luzcan anémicos, si algo no conviene sacrificar es la influencia que dichos gobiernos pudiesen seguir ejerciendo sobre los sancionados y díscolos (¿ex?)socialistas del siglo XXI.

 

Precisamente: a propósito de la potencial reimposición de sanciones internacionales, de sus cuestionables contribuciones a la meta del cambio político en países destinatarios, resurgen las viejas advertencias sobre las limitaciones de su eficacia. Tras los cuerazos de la disparatada estrategia de “máxima presión” y el tremebundo aviso de que “todas las opciones están sobre la mesa”, el gobierno venezolano hizo gala de resiliencia y capacidad para responder con adaptaciones que, lejos de debilitarlo, terminaron blindando su permanencia en el poder. Así, acabamos asistiendo a otra confirmación de las conclusiones que arroja la bibliografía especializada, apelando a ejemplos emblemáticos como los de Cuba, Irán, Rusia o Zimbabue, entre otros. Por un lado, que sólo en un tercio de los casos las sanciones logran cambiar el comportamiento de los gobiernos. Por otro, que el relativo porcentaje de éxito es muy inferior cuando la meta consiste en impulsar la mudanza desde un régimen autoritario hacia uno democrático (G.C. Hufbauer et al, Economic Sanctions Reconsidered, 2007). El potencial dolor que buscan provocar las sanciones acaba endosado, en la mayoría de los casos, a la población, más que a élites que se aferran al poder.

 

“Quienes proponen sanciones deberían ser especialmente sensibles a la perspectiva de un fracaso catastrófico”. Según apunta Daniel Drezner al explicar los problemas relacionados con la aplicación de sanciones estadounidenses en el caso de Irán (“How not to sanction”, 2022), la falta de articulación de demandas claras y consistentes hacia países destinatarios de estas medidas conducirían a reivindicaciones difusas. En ese caso, dice Drezner, cualquier potencial negociación se torna difícil o imposible. “El problema obvio de la negociación al buscar un cambio de régimen es que socava la negociación coercitiva. Desde la perspectiva del sancionado, no tiene mucho sentido negociar si la intención de la otra parte al imponer condiciones económicas es poner fin al control del poder político”.

 

En medio de esa paradoja, la de ejercer presión-coacción-restricción-disuasión aspirando a disputar un bien que el presionado percibe como un todo innegociable, no se puede decir que en caso venezolano las sanciones no han tenido impacto. No es el impacto que originalmente se buscaba, sin embargo. A partir de la imposición de las sanciones sectoriales de 2019, el gobierno venezolano no sólo implementó una serie de medidas económicas para contrarrestar sus efectos, sino que logró ponerlas a su favor. En término de narrativas y excusas para sus propios fracasos políticos, para el hostigamiento de rivales acusados por “traición a la patria”; de la cohesión de huestes descontentas y -muy importante- de la creación de incentivos para asegurar el apoyo de factores que legitiman de facto el ejercicio de poder, las sanciones fueron lecciones de supervivencia. Se confirma así uno de los datos que también recogen los estudios: en atención a la curva de aprendizaje que fomentan estas dinámicas, las sanciones tienden a volver a los regímenes no más, sino menos democráticos.

 

En lo económico, quizás el efecto tiende a ser más dramático. El viraje en la economía se tradujo no en liberalización democrática, sino vertical y focalizada. Una transición caótica desde el modelo rentista-socialista que preconizaba el Plan de la Patria, a una forma de capitalismo patrimonial con regulación arbitraria. Esto ha redundado en la consolidación del poder y, al mismo tiempo, en la garantía de transferencia de recursos y creación de oportunidades de mercado a nuevas élites. Una flamante criatura que no excluye intervención estatal, y que niega a los individuos derechos políticos y económicos esenciales.

 

Como resultado, la correlación de fuerzas exhibe una asimetría que persiste, que se ha profundizado. Y esa realidad, sabemos, pesa particularmente en la negociación. Frente a ese interlocutor relativamente libre de amenazas que escapen de su control, contrapuntea una oposición que luce descolocada, poco hábil para coordinarse y responder oportunamente a la incertidumbre institucional creciente. Malbaratar el potencial del voto masivo, la mejor ventaja con la que se puede contar incluso de cara a una elección autoritaria, parece así un riesgo en ciernes.

 

Las preocupaciones se disparan a raíz del nuevo deadline, la próxima guillotina: el inminente vencimiento de la licencia general No. 44. El giro en el enfoque coercitivo, la presión “positiva” por cambios sustantivos en condiciones que favorezcan la alternancia, no termina de surtir efecto. A pesar de que el gobierno parece mostrar todavía algún interés en no abandonar la mesa, en estirar el aumento modesto de la producción petrolera (12% en 2023) ajustándose muy mañosamente a los límites del acuerdo, no luce comprometido con el diseño de la serie de garantías que nivelen oportunidades para ganadores y perdedores en la elección, sean quienes sean. Cabría preguntarse, también, si más allá de la coyuntura electoral, se ha invertido suficiente energía e imaginación en arreglos destinados a bajar costos de un eventual traspaso de poder, garantizar la seguridad mutua de no-destrucción y los términos de una cooperación que no ponga en riesgo la gobernabilidad. El poder sigue siendo un bien demasiado dulce, demasiado costoso de perder, en fin.

 

Mibelis Acevedo Donís

@Mibelis

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