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“Yo era un hígado”

Posted on: mayo 27th, 2014 by Super Confirmado No Comments

“Mamá, ¿estás ahí?”, preguntó con un hilo de voz. “Sí, hija, aquí estoy”, le respondió Gloria a la menor de sus hijas. Estaban solo a dos metros de distancia, pero ninguna podía ver nada porque tenían vendados los ojos. Ella, con un trapo maloliente. La hija con el propio suéter que vestía el día que el ejército la detuvo en una calle de Rubio, Estado Táchira. La hija respiró aliviada. Estaba en mitad del horror y saberse junto a su madre hacía todo menos amargo.

 

El miércoles 19 de marzo, como todos los días de su vida desde que está desempleada, Gloria Tobón, de 47 años, se quedó lidiando con el trajín del hogar. Katheriin, la hija, fue a la tienda de bisutería donde gana un sueldo de 3.500 Bs. mensuales que penosamente alcanza para la supervivencia de ellas y tres nietos de Gloria (el mayor de 7, la menor de 4). La madre de esos niños los abandonó para irse con un hombre del pueblo. Gloria no perdió el tiempo quejándose y se dispuso a criar a los nietos. Pero ese es otro cuento. El miércoles, el Táchira entera ardía en protestas contra el gobierno nacional.

 

Katheriin (así, con dos “i”) la llamó a las 9 y 30 de la mañana y le contó que unos motorizados habían llegado al negocio a decirles que tenían que cerrar. Aprovecharían para ir a San Cristóbal a hacer mercado. “En Rubio no se consigue nada. Usted viera. Eso da vergüenza”, me comenta. Yamilet, otra de sus hijas, se quedó al cuidado de los niños. “Acordamos en vernos en la farmacia. Había una protesta pacífica. De hecho, algunos muchachos hasta conversaban con los guardias. Un militar me dijo que no me fuera a San Cristóbal porque eso estaba muy feo. Entonces nos sentamos un ratico a apoyar la protesta”. Gloria habla con marcado acento andino. Su voz tiene la templanza de las serranías. Solo en los riscos muy empinados se agrieta.

 

No pasó mucho tiempo para que apareciera una nube de motorizados, me cuenta. Habla de más de veinte, con sus respectivos parrilleros. “Arremetieron contra todo el mundo. Salimos corriendo y oí unos gritos espantosos. Yo me volteé a ver y era una muchacha. La estaban cacheteando horrible. La agarraron por el cabello y la iban a arrastrar por el suelo con la moto andando. Yo me devolví a defenderla”. Un gesto intolerable para los efectivos. Uno se bajó de la moto y la empujó contra la reja del terminal de autobuses. Le cayó a patadas. Una. Dos. Tres. Muchas veces. El otro le puso una pistola en la frente. El primero, encolerizado, le gritaba: “¡Mátala, mata a esa perra. Dispara!”. Katheriin intercedió. Era su madre, por dios. Los hombres entonces giraron el periscopio de su violencia hacia la muchacha de apenas 21 años. “La golpearon muchísimo. Yo les gritaba que me mataran a mí y la soltaran a ella”. Madre e hija en encarnizada defensa una de la otra. La calle entera era un caos. Los soldados distrajeron sus golpes en otra gente. Alguien las sacó de ahí en una moto hasta la entrada de Rubio. “Fuimos adonde la suegra de mi hermana a pasar el susto”. Faltaba lo peor.

 

***

Luego de un largo rato salieron, con ánimo de volver a su casa. Pero vino una nueva arremetida: “Salimos corriendo todos otra vez. En mitad del gentío se me perdió mi hija”. Se desesperó. Gritaba su nombre. Corría de un lado a otro. La autoridad era una jauría hambrienta. Vio la reja abierta de una casa y se metió. La gente de la casa la sacó a patadas. La entregaron a los efectivos. “Uno me empezó a ahorcar. Yo me estaba asfixiando. Otro me echaba vinagre en la cara: “¡Te gusta el vinagre, guarimberita! Abre los ojos, coño de tu madre!””. Una mujer de uniforme le propinó otra ración de patadas. La tiraron dentro de una camioneta, de cabeza. “Vamos a ver si cuando te pongamos electricidad no vas a decir quién te financia”. Ella no entendía nada. Mientras se la llevaban detenida, solo pensaba en su hija.

 

***

Apenas entró al salón vio a Katheriin, vendada, descalza. Pero no tuvo tiempo de mucho. La trasladaron a un cuarto: “Allí me echaban agua encima. Eso era a cada rato. Luego me colocaron descargas eléctricas en las uñas y en los pies. Unos corrientazos muy fuertes. También me lo hicieron en los senos…”

 

(Gloria dejó de hablar, se le atascaron las palabras en la garganta, en el cielo de la boca, en el recuerdo. Se puso a llorar, como partiéndose en pedazos. Se excusó conmigo: “Ay, discúlpeme, es que esto es muy fuerte”. Narrar los hechos le hizo exhumar el pánico. Tomó aire. Y siguió.)

 

“Entonces llegó una mujer que regañó a los soldados. Me llevó junto a mi hija. Ahí nos tenían esposadas. Y nos fueron pasando a otro cuarto una por una. Nos tomaban fotos. Yo no sabía para qué. Cada vez que traían a un estudiante detenido era horrible, los gritos, lo que le hacían. A mi hija la pusieron a ver cómo golpeaban a un muchacho, un enfermero. Katheriin lo conocía. Lo arrodillaron y le daban patadas en la cara. Le partieron la nariz y casi la mitad de la dentadura. Sangraba tanto que mi hija casi se desmaya. Se burlaron de ella. Decían: ‘¡Malditos, los vamos a llevar a una fosa, los vamos a picar en pedacitos!’. A mi hija le decían que la iban a trasladar para la cárcel de Santa Ana para que la violara un pran. Yo era puro llorar, estaba demasiado asustada. Duré doce horas con los ojos vendados, imagínese eso. A cada rato pasaban y nos golpeaban. Había uno que se paraba encima de los pies descalzos de mi hija, por puro gusto. Nos agarraron los teléfonos y ponían cosas horribles. Cuando alguien me llamaba le decían que ya yo estaba muerta”. Gloria se detiene. El llanto le tapa la boca otra vez. Le amarra las frases. Es devastador cuando se calla.

 

A la medianoche llegaron el alcalde de Rubio y varios concejales a ver el estado de los detenidos. Previamente, los efectivos se encargaron de desesposarlas, quitarles las vendas, limpiar los golpes, peinarlas. A los estudiantes los vistieron con cualquier franela a mano. Un concejal, cuando vio el estado de la madre y la hija, no dudó en decirle a un sargento: “Yo me cambio por esas dos mujeres”. Lo ignoraron por completo. A las dos de la madrugada llegó el CICPC. A Gloria le dieron para que firmara una declaración donde reconocía que le habían respetado todos sus derechos. Ella se indignó, dijo que no lo iba a firmar porque era falso. Demasiado falso. De paso, ya le había contado Yamilet, en un momento que logró verla, que un guardia había montado en el facebook una foto suya, vendada, rodeada de bombas molotov, morteros, clavos y botellas de vinagre. La postal de una terrorista.

 

***

Eran 22 detenidos, dos profesores, un fotógrafo, estudiantes, gente que no estaba protestando y un discapacitado con la pierna llena de perdigones. Entonces las montaron en un convoy. Las llevaban agachadas. A Gloria le tenían un pie montado sobre la cabeza: “Aquí va esta perra maldita”, decían. Les quitaron los 2.600 Bs. que llevaban para hacer mercado. Las llevaron hasta el comando de San Antonio del Táchira. Allí duraron tres días detenidas. Nunca les dejaron ver a la familia. Les servían sólo arroz en las comidas. Arroz. Arroz. Arroz. “Allí estuvimos, desde el miércoles hasta el viernes, sentadas, sin poder acostarnos, sin bañarnos ni cambiarnos de ropa. Decían que nos iban a hacer un juicio militar, imagínese. Nosotras no entendíamos nada. ¿Juicio por qué? Nos querían llevar al Centro Penitenciario de Barinas”.

 

“Mamá, estoy asustada”. “Yo también, hija. Vamos a rezar”.

 

***

Finalmente, gracias a la marcación cerrada de los abogados del Foro Penal Venezolano, lograron salir. Tienen una medida cautelar. Madre e hija deben presentarse todos los 24 de cada mes en la fiscalía de San Antonio.

 

Gloria, a pesar de tanto, es irreductible. “Yo quería demandar porque me violaron mis derechos”. Cuenta que la hija, aterrada, le rogaba: “Mamá, nosotros somos muy humildes, somos pobres, ¿quién nos va a escuchar?”. La juez le dio un argumento mayor: si demandaba todo sería peor. Le pregunto si le parece más apropiado que use un seudónimo para esta crónica. “No me importa que diga mi nombre. No quiero que esto le pase a ningún otro venezolano”. Me quedo en silencio. “Claro”, apenas respondo.

 

Me habla de las secuelas. Contusiones, golpes internos, inflamación de la cervical, dislocación del hombro. Y el sueño, que se le fue no sabe para dónde. Aun conserva algunos morados en el rostro. Entonces me suelta una frase que resume toda la violencia: “Yo era un hígado….Mi cara era un monstruo”.

 

“¿Tiene miedo?”, le pregunto. Me confiesa que teme que en una de las presentaciones la dejen detenida. “¿No prefiere callar?”, insisto. “Todo esto tiene que saberse”, explica. Anoté su nombre por segunda vez: Gloria Tobón.

 

“Yo estudié hasta cuarto año de bachillerato. He trabajado como repostera, en mantenimiento, cosas así. Ahora soy una perseguida política, ¿qué me le parece?”. Un nieto la requiere con llanto y persistencia. Cuando terminamos de hablar me asomo a la ventana. En la calle veo una pancarta: “Maduro es Pueblo”.

 

Esta es sólo una de las 160 historias de tortura que nunca se han contado en cadena nacional.

 

Por Leonardo Padrón

Pozos de agua triste

Posted on: mayo 14th, 2014 by Super Confirmado No Comments

Voy a apurar una afirmación: estamos ante el gran regreso del matiné. Las modas siempre retornan. Es parte de su naturaleza. Se vuelven olvido, nostalgia, burla y, de repente, el columpio de la historia las mece de regreso. Volvieron los disjockeys, ahora DJ´s, travestidos en estrellas pop. Volvió el disco de vinil. Reaparecieron los lentes de pasta negra. Y ahora, crisis mediante, vuelve el matiné.

 

De auge en los 70 y 80, un matiné era una fiesta que se realizaba en horario vespertino y le daba licencia a los adolescentes para divertirse con el amparo de la luz del día. Era el preludio a la adultez. La planilla de inscripción para entrar luego en los complejos pasillos de la noche. La extravagancia es que los matinés de ahora son de adultos. La razón es una sola: instinto de supervivencia.

 

***

Hace poco viví notoriamente los signos de la metamorfosis. Tuve tres invitaciones sucesivas: una cena y dos cumpleaños. Iba a ser un fin de semana intenso para mi hígado, sin duda. Pero lo primero que pensé fue en los tres regresos a casa que me planteaba tal agenda. Tres madrugadas “dando papaya”, como dirían en Medellín. Era tentar la suerte en exceso. El país nos ha acostumbrado a jugar a la ruleta rusa, pero tres noches seguidas suena abusivo. Mi alivio ocurrió cuando me precisaron que la cena del viernes se convirtió en almuerzo, la fiesta del sábado sería a la 1 pm y el cumpleaños del domingo descorcharía el Proseco a partir de las 2 de la tarde. El argumento fue el mismo: “Tú sabes, la inseguridad”. Más que aprobar los cambios, los aplaudí como si me hubiera ganado la lotería. Y entonces lo entendí todo: estábamos ante el centelleante regreso de los matinés. Adolescencia y deja vú en partes iguales.

 

***

El boom de la delincuencia en Venezuela hizo prosperar a varias empresas: compañías de vigilancia, servicio de escoltas, blindaje de carros. Nah, no es suficiente. El hampa posee un valioso apoyo del Estado: las calles son cavernas sombrías; la policía está colapsada arrestando estudiantes y, léase Operación Cayapa, Iris Varela le regala la libertad a 4.600 criminales. Sin olvidar ese sólido aporte llamado impunidad judicial. Preservar nuestra vida exige entonces cambiar ciertos hábitos. Quizás uno de los más difíciles sea alterar el espíritu festivo de nuestro ADN.

 

En el imperio es un riesgo manejar con tres whiskys en el cerebro. Puedes terminar preso. En la revolución es una temeridad salir -incluso sobrio- de una fiesta. Puedes terminar en la morgue.

 

***

Ese viernes, cuya cena mutó en almuerzo, los amigos reunidos (escritores, humoristas, actores, historiadores) hablábamos de la opacidad que es hoy el país. Mientras, Claudio Nazoa -desde la cocina- se afanaba para demostrarnos por qué merece ser el tío de Sumito Estévez. De pronto, esa animosidad perpetua que es Carlitos Jorgez y un oportuno pianista comenzaron a ponerle música al sol de las tres de la tarde. Al principio, Jorgez cantaba bajito, casi de fondo, para no arropar las conversaciones. Pero no había transcurrido una hora cuando ya todos nos uníamos, discretamente, al estribillo de alguna canción.

 

Hasta que el alcohol nos dijo que dejáramos la pena. Todo fue in crescendo. Más canciones, más volumen, más desafinación. Sorpresivamente, las dos cocineras se sumaron a los coros, con delantal y cucharón en mano. Ya antes del atardecer parecíamos un grupo que está a punto de amanecer. Risas, baraúnda, aplausos. Habíamos desalojado la depresión colectiva a empellones. Un detalle notorio es que más del 70% de las canciones que entonábamos (o destrozábamos) eran venezolanas. Desde polos margariteños, pasando por mosaicos de la Billo´s y llegando hasta gaitas inmortales. Entonces, en plena euforia, descubrí a un entrañable amigo llorando en silencio. Fue tan sorpresivo como estremecedor. A su lado estaba mi pareja. A ella le contó la razón de sus lágrimas: “¿En qué lugar del mundo vamos a poder hacer esto?”.

 

El exilio, esa ruda sombra que nos persigue.

 

***

Los venezolanos nos hemos vuelto aburridos: solo hablamos de un tema, el caos nacional. Las noticias nos confirman la magnitud del despeñadero. La calle misma habla de desabastecimiento, precios que te insultan y miedo a morirnos a destiempo. Toda crisis escribe su propio manual de supervivencia. Hay gente que ha decidido hibernar a la usanza de los osos. Convierten sus hogares en grutas donde almacenan la comida que encuentran, esconden una breve ración de dólares y, sobre todo, guardan su propia vida. Pero igual la pesadumbre se les cuela por las rendijas. Un remedio contra el abatimiento colectivo es el ejercicio de la amistad, la camaradería, la risa en equipo. Cada reunión que planeamos, en rigor, no es más que una conspiración contra la muerte espiritual. Quizás el ministro del Interior terminaría la frase de otra manera. Pero seamos sinceros: aquí hay que echarse palos en grupo para no sucumbir de depresión.

 

***

Acotación: Una botella de whisky ronda los dos mil bolívares. Ya es imposible cargarle toda la responsabilidad etílica al anfitrión de una fiesta. Y los venezolanos no somos cosacos, pero parecemos. Esa tarde todo el mundo trajo alguna bebida. Nadie tuvo tanto éxito como la pareja que llegó con una botella intacta, nueva, reluciente, de aceite de maíz Mazeite. El suceso (porque fue un suceso) generó aplausos masivos. Y algo de envidia, que todo hay que decirlo.

 

***

Luego, en el almuerzo del domingo (rociado de periodistas y gente del espectáculo) ocurrió otro episodio significativo. El guión iba por un cauce parecido: exquisita comida, cariño en grandes raciones y mucho que desbrozar sobre el país. Cada noticia que comentábamos parecía un martillazo a la sonrisa del cumpleañero. Pero siempre surgía el chiste como antídoto y el vino como refugio. En cierto momento, alguien dijo que traía algo que quería compartir con nosotros: una canción. En realidad, tres canciones. Las había compuesto días atrás. Las traía en maqueta. Era una grabación artesanal: solo su voz y su guitarra. Que un amigo cualquiera, en la animación de los tragos, te invite a oír una canción suya puede ser una situación de alto riesgo. Pero en este caso el amigo se llamaba Yordano di Marzo. No solo era una diferencia afortunada, sino una excelente noticia.

 

Recargamos nuestras copas y nos dispusimos alrededor del equipo de sonido. Estábamos viviendo el privilegio de escuchar, en modo primicia, Manifiesto, la canción que días después, mezclada y masterizada, reventaría de entusiasmo en las redes sociales. Nos conmovió hondamente. Allí estaba de nuevo el juglar urbano haciendo de las suyas. Poniendo la guitarra en la llaga y el verbo sobre el asfalto. La segunda canción, Quiero vivir, se convirtió en un pozo de agua triste en los ojos de todos. Había una conmoción soterrada en el ambiente. Hasta que el cumpleañero acusó el impacto de la canción en el pecho, como una bomba lacrimógena. Y lanzó el bramido que tantos venezolanos tenemos atascado en la garganta: “!Yo no me quiero ir! ¡No me quiero ir! ¡Quiero mi casa, mis perros, mi Ávila, mis amigos, mi país, coño!”.

 

Nunca había oído un grito que tuviera a tanta gente adentro.

 

***

La amistad es una tribu feliz. A ella volvimos. A su fogata. Celebramos el arte de Yordano. Su compromiso con la vida. Su apuesta por la comarca. Nos convertimos en fiesta de nuevo. Y brindamos por el pecado común de querer tanto a nuestro lugar de origen.

 

***

Días después tocó ir al bautizo del hijo de un respetado amigo. ¿Horario? Matiné. ¿Cómo dudarlo? En un bautizo es más fácil cumplir con el nuevo reglamento que impone la prudencia. Al final de la velada, en el momento de las grandes conversaciones, ocurrió de nuevo. El dueño de la casa y yo braceamos hacia lo hondo. Hablamos de las grietas profundas que exhibe este pateadero de sueños y afectos donde nacimos. Hablamos de los hijos. De esa gorra en sus cabezas que es la incertidumbre. De ese asunto cada vez más borroso llamado futuro. Ya era de noche pero pude advertir cómo, en mitad de tanta franqueza, a mi amigo se le escurrían dos tajantes lágrimas. El dolor no escatima en horarios.

 

Mi pareja me lo comentó en el carro, de vuelta a casa: “En solo una semana hemos visto a tres hombres llorar por el país”.

 

***

Preguntas que uno se hace:

 

¿No aspira el presidente de cualquier país a ser respetado por todos sus habitantes? ¿No le inquieta al heredero de Chávez ver a tantos venezolanos en crisis? ¿Realmente le importa un carajo la sangría de ciudadanos que ocurre semanalmente? ¿Es capaz de imaginar cuántas familias en duelo hay en esta patriasegura? ¿Acaso se divierte viendo cómo tantos compatriotas corren hacia ese abismo que es el exilio? ¿No lo sofoca ver a la gente apostada en la humillación de colas infinitas para comprar la leche de sus hijos? ¿No lo reta el entusiasmo de hacer historia y unir las dos crispadas orillas de venezolanos que hoy se odian? ¿De verdad lo deja inmune confinar a tantos estudiantes a cárceles como Yare y Tocorón, hipérboles del infierno? ¿No lo perturba la desesperación de sus madres? ¿Ser el primer presidente obrero de un país, como se autodenomina, implica despreciar al venezolano que pudo graduarse en una universidad? ¿Ser revolucionario es darle pasaporte diplomático a la violencia? ¿Ser camarada es pensar más en Pinar del Río que en Trujillo o Guarenas? ¿Ser bolivariano es oler tanto a dictadura? ¿Sinceramente, la patria ideal es esa donde no cabe la gente que piensa distinto?

 

Un pozo de agua triste en los ojos, eso es hoy este bendito país. Incluso, en horario matiné.

 

 

Por Leonardo Padrón

Pozos de agua triste

Posted on: mayo 11th, 2014 by lina No Comments

Voy a apurar una afirmación: estamos ante el gran regreso del matiné. Las modas siempre retornan. Es parte de su naturaleza. Se vuelven olvido, nostalgia, burla y, de repente, el columpio de la historia las mece de regreso. Volvieron los disjockeys, ahora DJ´s, travestidos en estrellas pop.

 

Volvió el disco de vinil. Reaparecieron los lentes de pasta negra. Y ahora, crisis mediante, vuelve el matiné.

 

De auge en los años setenta y ochenta, un matiné era una fiesta que se realizaba en horario vespertino y le daba licencia a los adolescentes para divertirse con el amparo de la luz del día. Era el preludio a la adultez. La planilla de inscripción para entrar luego en los complejos pasillos de la noche.

 

La extravagancia es que los matinés de ahora son de adultos. La razón es una sola: instinto de supervivencia.

 

***

 

Hace poco viví notoriamente los signos de la metamorfosis. Tuve tres invitaciones sucesivas: una cena y dos cumpleaños.

 

Iba a ser un fin de semana intenso para mi hígado, sin duda. Pero lo primero que pensé fue en los tres regresos a casa que me planteaba tal agenda. Tres madrugadas ³dando papaya², como dirían en Medellín. Era tentar la suerte en exceso. El país nos ha acostumbrado a jugar a la ruleta rusa, pero tres noches seguidas suena abusivo. Mi alivio ocurrió cuando me precisaron que la cena del viernes se convirtió en almuerzo, la fiesta del sábado sería a la 1:00 pm y el cumpleaños del domingo descorcharía el Proseco a partir de las 2:00 de la tarde. El argumento fue el mismo: «Tú sabes, la inseguridad».

 

Más que aprobar los cambios, los aplaudí como si me hubiera ganado la lotería. Y entonces lo entendí todo: estábamos ante el centelleante regreso de los matinés. Adolescencia y deja vú en partes iguales.

 

***

 

El boom de la delincuencia en Venezuela hizo prosperar a varias empresas:

 

compañías de vigilancia, servicio de escoltas, blindaje de carros. Nah, no es suficiente. El hampa posee un valioso apoyo del Estado: las calles son cavernas sombrías; la policía está colapsada arrestando estudiantes y, léase Operación Cayapa, Iris Varela le regala la libertad a 4.600 criminales. Sin olvidar ese sólido aporte llamado impunidad judicial. Preservar nuestra vida exige entonces cambiar ciertos hábitos. Quizás uno de los más difíciles sea alterar el espíritu festivo de nuestro ADN.

 

En el imperio es un riesgo manejar con tres whiskys en el cerebro. Puedes terminar preso. En la revolución es una temeridad salir ­incluso sobrio­ de una fiesta. Puedes terminar en la morgue.

 

***

 

Ese viernes, cuya cena mutó en almuerzo, los amigos reunidos (escritores, humoristas, actores, historiadores) hablábamos de la opacidad que es hoy el país. Mientras, Claudio Nazoa ­desde la cocina­ se afanaba para demostrarnos por qué merece ser el tío de Sumito Estévez. De pronto, esa animosidad perpetua que es Carlitos Jorgez y un oportuno pianista comenzaron a ponerle música al sol de las 3:00 de la tarde. Al principio, Jorgez cantaba bajito, casi de fondo, para no arropar las conversaciones. Pero no había transcurrido una hora cuando ya todos nos uníamos, discretamente, al estribillo de alguna canción. Hasta que el alcohol nos dijo que dejáramos la pena. Todo fue in crescendo. Más canciones, más volumen, más desafinación.

 

Sorpresivamente, las dos cocineras se sumaron a los coros, con delantal y cucharón en mano. Ya antes del atardecer parecíamos un grupo que está a punto de amanecer. Risas, baraúnda, aplausos. Habíamos desalojado la depresión colectiva a empellones. Un detalle notorio es que más del 70% de las canciones que entonábamos (o destrozábamos) eran venezolanas.

 

Desde polos margariteños, pasando por mosaicos de la Billo´s y llegando hasta gaitas inmortales. Entonces, en plena euforia, descubrí un entrañable amigo llorando en silencio. Fue tan sorpresivo como estremecedor. A su lado estaba mi pareja. A ella le contó la razón de sus lágrimas: ³¿En qué lugar del mundo vamos a poder hacer esto?².

 

El exilio, esa ruda sombra que nos persigue.

 

***

 

Los venezolanos nos hemos vuelto aburridos: solo hablamos de un tema, el caos nacional. Las noticias nos confirman la magnitud del despeñadero. La calle misma habla de desabastecimiento, precios que te insultan y miedo a morirnos a destiempo. Toda crisis escribe su propio manual de supervivencia.

 

Hay gente que ha decidido hibernar a la usanza de los osos. Convierten sus hogares en grutas donde almacenan la comida que encuentran, esconden una breve ración de dólares y, sobre todo, guardan su propia vida. Pero igual la pesadumbre se les cuela por las rendijas. Un remedio contra el abatimiento colectivo es el ejercicio de la amistad, la camaradería, la risa en equipo.

 

Cada reunión que planeamos, en rigor, no es más que una conspiración contra la muerte espiritual. Quizás el ministro del Interior terminaría la frase de otra manera. Pero seamos sinceros: aquí hay que echarse palos en grupo para no sucumbir de depresión.

 

***

Acotación: Una botella de whisky ronda los 2.000 bolívares. Ya es imposible cargarle toda la responsabilidad etílica al anfitrión de una fiesta. Y los venezolanos no somos cosacos, pero parecemos. Esa tarde todo el mundo trajo alguna bebida.

 

Nadie tuvo tanto éxito como la pareja que llegó con una botella intacta, nueva, reluciente, de aceite de maíz Mazeite. El suceso (porque fue un suceso) generó aplausos masivos. Y algo de envidia, que todo hay que decirlo.

 

***

 

Luego, en el almuerzo del domingo (rociado de periodistas y gente del espectáculo) ocurrió otro episodio significativo. El guion iba por un cauce parecido: exquisita comida, cariño en grandes raciones y mucho que desbrozar sobre el país. Cada noticia que comentábamos parecía un martillazo a la sonrisa del cumpleañero. Pero siempre surgía el chiste como antídoto y el vino como refugio. En cierto momento, alguien dijo que traía algo que quería compartir con nosotros: una canción. En realidad, tres canciones.

 

Las había compuesto días atrás. Las traía en maqueta. Era una grabación artesanal:

 

solo su voz y su guitarra. Que un amigo cualquiera, en la animación de los tragos, te invite a oír una canción suya puede ser una situación de alto riesgo. Pero en este caso el amigo se llamaba Yordano di Marzo. No solo era una diferencia afortunada, sino una excelente noticia.

 

Recargamos nuestras copas y nos dispusimos alrededor del equipo de sonido.

 

Estábamos viviendo el privilegio de escuchar, en modo primicia, ³Manifiesto², la canción que días después, mezclada y masterizada, reventaría de entusiasmo en las redes sociales. Nos conmovió hondamente.

 

Allí estaba de nuevo el juglar urbano haciendo de las suyas. Poniendo la guitarra en la llaga y el verbo sobre el asfalto. La segunda canción, ³Quiero vivir², se convirtió en un pozo de agua triste en los ojos de todos.

 

Había una conmoción soterrada en el ambiente. Hasta que el cumpleañero acusó el impacto de la canción en el pecho, como una bomba lacrimógena. Y lanzó el bramido que tantos venezolanos tenemos atascado en la garganta: ³¡Yo no me quiero ir! ¡No me quiero ir! ¡Quiero mi casa, mis perros, mi Ávila, mis amigos, mi país, coño!².

Nunca había oído un grito que tuviera a tanta gente adentro.

 

***

 

La amistad es una tribu feliz. A ella volvimos. A su fogata. Celebramos el arte de Yordano. Su compromiso con la vida. Su apuesta por la comarca. Nos convertimos en fiesta de nuevo. Y brindamos por el pecado común de querer tanto a nuestro lugar de origen.

 

***

 

Días después tocó ir al bautizo del hijo de un respetado amigo. ¿Horario?

 

Matiné. ¿Cómo dudarlo? En un bautizo es más fácil cumplir con el nuevo reglamento que impone la prudencia. Al final de la velada, en el momento de las grandes conversaciones, ocurrió de nuevo. El dueño de la casa y yo braceamos hacia lo hondo. Hablamos de las grietas profundas que exhibe este pateadero de sueños y afectos donde nacimos. Hablamos de los hijos. De esa gorra en sus cabezas que es la incertidumbre. De ese asunto cada vez más borroso llamado futuro. Ya era de noche pero pude advertir cómo, en mitad de tanta franqueza, a mi amigo se le escurrían dos tajantes lágrimas. El dolor no escatima en horarios.

 

Mi pareja me lo comentó en el carro, de vuelta a casa: «En solo una semana hemos visto a tres hombres llorar por el país».

 

***

Preguntas que uno se hace:

 

¿No aspira el presidente de cualquier país a ser respetado por todos sus habitantes? ¿No le inquieta al heredero de Chávez ver a tantos venezolanos en crisis? ¿Realmente le importa un carajo la sangría de ciudadanos que ocurre semanalmente? ¿Es capaz de imaginar cuántas familias en duelo hay en esta patria segura? ¿Acaso se divierte viendo cómo tantos compatriotas corren hacia ese abismo que es el exilio? ¿No lo sofoca ver a la gente apostada en la humillación de colas infinitas para comprar la leche de sus hijos? ¿No lo reta el entusiasmo de hacer historia y unir las dos crispadas orillas de venezolanos que hoy se odian? ¿De verdad lo deja inmune confinar a tantos estudiantes a cárceles como Yare y Tocorón, hipérboles del infierno? ¿No lo perturba la desesperación de sus madres? ¿Ser el primer presidente obrero de un país, como se autodenomina, implica despreciar al venezolano que pudo graduarse en una universidad? ¿Ser revolucionario es darle pasaporte diplomático a la violencia? ¿Ser camarada es pensar más en Pinar del Río que en Trujillo o Guarenas? ¿Ser bolivariano es oler tanto a dictadura? ¿Sinceramente, la patria ideal es esa donde no cabe la gente que piensa distinto?

 

Un pozo de agua triste en los ojos, eso es hoy este bendito país. Incluso, en horario matiné.

 

Leonardo Padrón

 

 

Costumbres Inquietantes

Posted on: abril 27th, 2014 by lina No Comments

Ciertamente, de todas las costumbres, morir es la más extraña.

 

El venezolano está sucumbiendo al peligroso caldo de la costumbre. Se nos ha vuelto rutina la crisis. Vivimos bajo protesta. El paisaje urbano se ha llenado de trancazos, barricadas y marchas.

 

El gobierno se ha convertido en un obstáculo para la serenidad. A eso, el país opositor ha agregado sus propios obstáculos. Las cadenas de Maduro intentan convertir en timidez los antiguos maratones de Chávez ante el micrófono. Y ya nos habituamos a lidiar con ese engorro. La escasez de productos es como una tos crónica y las amas de casa han armado, como cuenta Lissette Cardona en un reportaje de El Nacional, una red de cazadores. Mujeres que se agrupan para recorrer kilómetros en busca de aceite, café o azúcar.

 

La ciudad convertida en bosque, donde hay que avistar por horas a la presa. En el proceso nacen amistades, intercambian teléfonos, datos. Y hasta llegan a ejercer el trueque: «La semana pasada cambié dos litros de leche por dos de aceite y harina de maíz por harina de trigo», le cuenta una residente de Chacao a la periodista. El bosque, ese es el problema, está atestado de cazadores.

 

Galeno decía que la costumbre es una segunda naturaleza. Si así no fuera, la raza humana se hubiera extinguido de desasosiego.

 

La costumbre nos va domesticando el asombro. Tarde o temprano aceptamos las nuevas realidades que nos presenta ese guionista extravagante que es el destino. Así como uno se termina acostumbrando a la muerte de un ser entrañable o a la llegada avasallante de la tecnología, la gente va adecuándose a los nuevos rizos que elabora la tremebunda política nacional. He aquí el peligro. Anatole France tuvo a bien alertarnos: «Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra a él». Es hora de prender las alarmas.

 

Breve inventario: Nunca debimos, pero nos fuimos acostumbrando a la baranda de Tibisay Lucena. Y su vacío existencial, su tono de cine francés, su clima de sospecha, su adicción a los malos fi nales.

 

Nunca debimos, pero nos hemos ido amañando con la sonrisita de Jorge Rodríguez y todo lo que siniestramente oculta. Nos encona, nos vapulea la úlcera, nos extrae groserías. Pero él persiste.

 

Nunca debimos, pero hemos terminado aceptando como tradición y humorada los incesantes tropiezos de Pastor Maldonado en la Fórmula 1. Todo un desagüe de dólares del erario nacional.

 

Nunca debimos, pero desde la alocución del primer Chávez hasta el último Maduro, nos hemos resignado ­los ajenos al dogma­ a recibir insultos de todo calibre y magnitud. Serpientes, eso nos lanzan. Y en cadena nacional, faltara más.

 

Nunca debimos, pero nos acostumbramos a responder a tales insultos. Y en esa sopa gigantesca de agravios, nació la infección de odio que hoy nos defi ne.

 

Nunca debimos, pero se nos hizo hábito ­desde Páez, Gómez, CAP y Chávez­ que todo gobierno ejerciera el desfalco de las arcas públicas.

 

Nunca debimos acostumbrarnos.

 

Hace poco leí un libro que recorrí con sobresalto. Un libro considerablemente rudo porque no tiene ni un gramo de fi cción y todo lo que relata es la Venezuela que hoy somos. Se trata de Y nos comimos la luz, de María Isoliett Iglesias, curtida reportera de sucesos de El Universal. Son crónicas sobre la violencia social. Su repulsiva cotidianidad. Sus personajes, víctimas y verdugos, el entorno y las secuelas, la tanta sangre derramada. Se reúnen allí historias que rozan lo delirante. Está la de Fredie, que se gana la vida ofreciendo servicios funerarios en la morgue de Bello Monte y le reza a los muertos para que lo ayuden a tener un buen día. Está la del hombre que depositó tres disparos en la espalda de otro solamente porque su pequeña perra le olisqueó una pierna. O la de aquel que confi esa que él solamente es la mitad del diablo y que «se aburrió de coleccionar los plomos que le sacaba a cada uno de sus muertos después de tirotearlos». María Isoliett logró ahondar en su testimonio y la sensación de escalofrío es inmediata: «Yo mato porque sí, porque me gusta, porque hay que hacer limpieza (…) Cuando lo haces una vez, no puedes parar. Es una droga». Silencio. En eso me convertí después de leer tamaña frase, en silencio.

 

Algo muy hondo se ha roto en este país.

 

Uno de los trabajos más sólidos sobre el problema de la violencia en Venezuela lo realizó el sacerdote salesiano Alejandro Moreno. Y salimos a matar gente: Investigación sobre el delincuente venezolano violento de origen popular es un libro de dos tomos que reúne 15 historias de vida y un análisis de gran rigurosidad sobre nuestra endémica violencia. Como bien lo defi ne Moreno, son «historias de ausencias: ausencia de familia, ausencia de madre, ausencia de afecto, ausencia de relaciones vinculantes, ausencia de atención».

 

Son seres que nacen marcados por una primera violencia: la violencia del abandono. Se acostumbraron a no pertenecer.

 

La primera historia de vida, la de un delincuente llamado Alfredo, quedó trunca. Faltó una última entrevista, pues primero llegaron nueve puñaladas a su cuerpo. Apenas tenía 38 años de vida. El padre Moreno nos descifra cómo el crimen es una vía para acceder a una forma de poder: «Alfredo, como todos, delinque, en primer lugar, para lucir. (…) Destacarse sobre todos, ser admirado, ser incluido en el medio, como el principal, el más signifi cativo, el más poderoso». En nuestro sistema carcelario, por ejemplo, quien llega a ser pran del recinto es porque es el más violento, el más temido.

 

Poder y sangre van de la mano.

 

Moreno subraya lo que ya es notorio en la crónica roja del siglo XXI venezolano: en los delincuentes nuevos «atraco y asesinato se han unido: te robo y te mato. Un cambio radical y muy signifi cativo para la sociedad: la violencia se ha vuelto más sangrienta, más agresiva, más implacable; el violento ha perdido controles, límites, emociones». Y, por supuesto, el Estado contribuye ferozmente con 92% de impunidad.

 

Matar como hábito y agenda.

 

Informe rápido de nuevas costumbres: 1) Por un extraño misterio, las bombas lacrimógenas se quedaron pastando eternamente en tres cuadras de la parroquia Chacao. Las funciones son diarias y con horario fi jo. Represión y barricadas a partes iguales. ¿Se acostumbrarán los vecinos a llorar mientras intentan respirar? 2) Los asaltos que perpetran los cortejos fúnebres de malandros.

 

Ya es tradición. El botín somos los conductores que no lloramos al difunto. La policía conoce el modus operandi. Ni pendientes.

 

3) Las noticias delgadas. La prensa que no le hace carantoñas al régimen ha sido obligada a la anorexia informativa. La lectura se agota en cinco minutos. Se asiste a la muerte, por asfi xia, del periodismo impreso.

 

4) Los colectivos. O paramilitares. O bandas armadas en motos.

 

Bautícelos a su real antojo. Ya son parte del paisaje. Aparecen en los eventos electorales. Llenan el aire de amenazas. Atacan salvajemente a las protestas. Sitian a los barrios. Son una nueva tribu urbana. Son intocables.

 

5) La vida no vale nada. Pablo Milanés dixit. Menos que un dólar al cambio ofi cial. Basta con ir a comprar Ibuprofeno en Farmatodo.

 

Con demorar el beso de despedida en la camioneta. Basta una bala perdida. Basta la irritación de alguien que tropezaste en la fi esta del callejón. Basta ver bonito a la novia bonita de otro.

 

6) Las torturas. Nuevo ingrediente de la pócima revolucionaria.

 

Manifestar es un derecho constitucional, pero acostúmbrate a lo que dicen las letras chiquitas: rodilla en alcantarilla por no ejercer la «rodilla en tierra», electricidad en los senos, golpes con bates sobre cuerpos envueltos en goma espuma, cascos que hinchan tu rostro, cuerpos rociados con gasolina, amenazas de violación. Acostúmbrate a que las torturas ocurren. Pero «no existen».

 

7) El país que gira sobre su propio eje y no avanza. El país que no entiendes. El país que rechaza a su mitad.

 

8) Si tu carro se queda sin batería, bienvenido a las aceras. Si no consigues tu champú de siempre, compra otro. Vivir es experimentar. Si solo te activa el café en las mañanas, intenta ducharte con agua fría. A fi n de cuentas, la cafeína tiene sus bemoles. Si ahorraste todo un año para viajar a Disney o Cancún con tus hijos, olvídalo, recapacita, piensa en bolívares, Venezuela es chévere, pero cuidado con los huecos, los miguelitos en la carretera, los peajes falsos, en fi n, cuidado con la muerte. Ella también hace turismo nacional.

 

9) La denunciante que va presa. La secuestrada que calla para siempre su historia. La diputada que le prohíben trabajar.

 

Los cadáveres que comienzan a llenar el Guaire.

 

10) Planear una nueva vida. En otro país. Así sea uno que limite por el norte con lo que sea y por el sur con tus ganas de no morirte.

 

La protesta que encendió el país el 12 de febrero del 2014 lleva ya 42 muertos. ¿Alguien recuerda el nombre de la última persona asesinada? Hay muertes que poseen más resonancia que otras. Sin duda.

 

También puede ocurrir que, simplemente, nos estamos acostumbrando a morirnos.

 

Leonardo Padrón

Postales del cinismo

Posted on: abril 15th, 2014 by Super Confirmado No Comments

Conduzco hacia la Avenida Andrés Bello. Me pregunto cuántos venezolanos saben hoy día quién era Andrés Bello. Pienso en esta zona tórrida más cercana al bochorno que a la agricultura. Discurro, a vuelo rasante, sobre su portentosa Gramática de la Lengua Castellana y la indigente relación que hoy tenemos con nuestro idioma. Freno. Estoy en una intersección. Algo atrae mi mirada. En la esquina, una adolescente de la calle, roída de pies a cabeza, está echada sobre un puff, tan blanco como sucio. Es un mueble desahuciado. Y una niña sobre él, desgonzada. Vive la inesperada comodidad del cojín. Sus brazos cuelgan hasta el suelo. Sus nudillos pactan con la grasa del asfalto. Lo más perturbador es su mirada, colgada en ninguna parte. Es, ella entera, una foto de la nada existencial. Me toca avanzar. Pienso en el hombre nuevo que nos prometieron. Pienso en los colectivos y su amplia despensa de armas. Pienso en el remotísimo Andrés Bello.

 

***

La noticia dice que España suspendió indefinidamente la venta de equipos antidisturbios para Venezuela después de advertir, con alarma, la feroz represión que las autoridades ejercen sobre los estudiantes. “Es lógico no añadir leña al fuego”, agregó el canciller español. Dos días después, el gobierno venezolano le replica a España que no tiene autoridad moral “para aconsejar sobre violencia y diálogo”. Agrega el comunicado, con tono admonitorio, que “el mundo ha sido testigo de cómo el pueblo español se ha levantado en protesta por las políticas excluyentes y negadoras de los Derechos Humanos y la respuesta de ese gobierno ha sido la represión contra los manifestantes”. Parece un autorretrato. Pero es solo cinismo. Químicamente puro.

 

***

Al venezolano el Twitter se le ha convertido en su marca de cigarros preferida. Ya no fuma tanto, ahora tuitea. Compulsivamente. Nos hemos acostumbrados a resolver el país en 140 caracteres. Lanzamos volutas de humo y “sabiduría” cada cinco minutos. En esa comarca, el rey de todas las tribunas es el insulto. No analizo tu idea, la descoso con ofensas. No disiento, te cuelgo un “¡Vendido!” en la red. No pregunto, te masacro verbalmente. Es la autopista favorita de los radicales. Está llena de escombros, basura y cauchos incendiados. Es difícil que alguna idea consiga ventilarse serenamente. Hay francotiradores prestos a apretar el gatillo apenas colocas un argumento, un punto de disidencia, un criterio a contravía. No se aceptan discursos atemperados. Es un ecosistema donde siempre triunfa la furia.

 

“Somos un país de malagradecidos”, le oí decir a alguien. El sopor que durante semanas arropó a la MUD ha sido vengado a dentelladas. Las extenuantes vueltas que Capriles le dio al país buscando despertarlo fueron arrojadas al olvido. Es la misma actitud que asumen los fanáticos del béisbol cuando abuchean a muerte a alguna estrella que les ha dispensado momentos de gloria y hoy sólo les importa la pelota que dejó caer en el inning anterior. La oposición radical parece haber adoptado el mismo Patria o Muerte delirante que ha regido al chavismo ortodoxo. Los extremos terminan pareciendo hermanos. Los tuits de la “tropa” coquetean en tono con los de Robert Alonso. CNN en español entrevista al “guarimbero mayor” y él declara, axiomático, rubicundo: “Nosotros no somos oposición. Somos resistencia. Nosotros no dialogamos. Nos ponemos unas gríngolas. No escuchamos. Nuestra línea de acción es la segunda Independencia de Venezuela”. Así de épico. Así de grande. Al final, en un rapto de modestia, se emparenta con Charles De Gaulle. ¿Se imaginan a Bolívar liberando cinco países desde Kendall, Florida?

 

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Las noticias hablan de un fuerte enfrentamiento entre la PNB y la GNB contra los estudiantes acantonados en el perímetro de las Mercedes y el Rosal. Otra protesta pacífica que las autoridades convierten en guerra. Antes de salir de mi casa, observo la mancha de bombas lacrimógenas que flota sobre la zona. La calle está repleta de carros en desorden, ulular de sirenas y gente apretando el paso. Llego a Plaza Venezuela. El semáforo me concede una imagen: dos policías comen, morosamente, unos raspados de tamarindo. Allí están, tranquilazos, conversando, apoyados sobre el carrito de raspados. Dos kilómetros más allá, sus compañeros apuran sus perdigones sobre la humanidad de cualquiera que se mueva con estampa de estudiante y rebeldía. ¿Sobre qué conversan? ¿El contrato millonario de Miguel Cabrera? ¿La notable actuación de nuestro fútbol femenino? ¿La parrillita del próximo sábado? ¿El hartazgo de estos días? Es tan lenta la forma en que consumen sus raspados. Tan gozosa.

 

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Hace días, en una de sus letárgicas cadenas, Maduro alardeaba de que el oficialismo ha hecho un centenar de marchas y ninguna ha terminado en violencia. Según él, bastaba ese ejemplo para detectar en cuál zona de nuestras ideologías hace nido el terrorismo. Quedé perplejo. Le faltó, quizás, agregar una frase más provocadora. Algo tipo: “Fíjense que a nosotros la GNB nunca nos ha lanzado una bomba lacrimógena. Ni la mitad de un perdigón. En Ramo Verde no hay un solo chavista preso. ¿Qué más pruebas quieren?”. Algo así. Digo, para redondear más la idea.

 

Me tropiezo en las redes sociales con un letrero que dice: “De los mismos creadores de ‘El comandante se recupera satisfactoriamente’, ‘Abriremos todas las cajas’ y ‘Este año no habrá devaluación’ nos llega: ‘Queremos Paz’ ”.

 

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Nuestro inefable ministro de Turismo, en vísperas de Semana Santa, asegura que el problema con la escasez de cupos para volar al exterior es porque la demanda es muy alta. Omite la descomunal deuda con las aerolíneas. Replica el argumento que, en la misma página de El Universal, expresa el Vicepresidente de Gestión Institucional de la Red de Establecimientos Estatales (¡uuf!): “Las colas para comprar comida demuestran el poder adquisitivo del pueblo”. O sea: nos volvimos millonarios y no nos hemos dado cuenta.

 

Pero nadie como el mismísimo presidente: “¿No se han dado cuenta de la cantidad de venezolanos gordos que hay ahora?”. Andamos rollizos de tanta abundancia, eso decía. Mientras tanto, colmados de fortuna y colesterol, ni un simple pasaje para Costa Rica logramos conseguir.

 

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“’Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible’, podría ser la forma más sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional”, le comentaba José Ignacio Cabrujas a la difunta revista “Estado y Reforma” en 1987. La imagen provenía de una idea punzante: “El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes”. Elisa Lerner ha sugerido que Venezuela, más que un país, es una hipótesis. Cabrujas insistía en la idea de que somos un país provisional, donde sus ciudadanos nunca han creído en sus instituciones. Remataba con una sentencia de poderosa vigencia: “El concepto de estado en Venezuela es un disimulo. Vamos a fingir que el presidente de la república es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte Suprema de Justicia es un santuario de la legalidad. Pero, en el fondo, no nos engañemos. En el fondo todos sabemos cómo ‘se bate el cobre’ ”.

 

Y así hemos ido dando tumbos, de gerencia en gerencia, con las tuberías atascadas, la corrupción convertida en epidemia, y la fachada entera descascarándose. En este momento del siglo XXI nacional la madera de nuestras instituciones cruje pavorosamente.

 

El hotel ha colapsado. Ya no hay disimulo posible.

 

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Un estudiante cubre el último rincón de su desnudez con las dos manos. Se le ve conmocionado. Por un instante no sabe hacia dónde caminar. Ha sido vejado públicamente por una horda cuya única ideología parece ser la violencia. La cámara registra su vergüenza. La foto le da la vuelta al mundo. Al único lugar del planeta donde parece no llegar esa imagen es a Miraflores.

 

Mientras tanto, la ley coloca su manto protector sobre otra persona. “Solicitan medida de protección para dirigente estudiantil oficialista Kevin Ávila”, reza la noticia. Después de un día de ignominia en la UCV con lesionados aquí y allá, el gobierno se preocupa por un solo apellido. El resto espera en cuenta regresiva el fogonazo de una bala, una borrasca de golpes, o el escarnio de su desnudez.

 

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Viajo con Tania Sarabia y Claudio Nazoa hacia Valencia para presentar una disertación sobre el amor en clave de comedia. En estos días donde el odio anda tan empoderado, quizás no es mala idea un pequeño contrapeso. Mientras tratamos de surfear los embates noticiosos de un domingo que terminaría siendo muy negro, recorremos la Autopista Regional del Centro. Recuerdo en voz alta que un día como ese, tres meses atrás, asesinaron a Mónica Spear y a su esposo.

 

La conmoción fue tal que, desde entonces, la chispa de la indignación ha cobrado forma de incendio nacional. A nuestro lado se extiende lo que alguna vez llamaron “Los Rieles del Buen Vivir”. El chofer nos señala cabillas oxidadas, tramos inconclusos, viaductos corroídos, vestigios de lo que iba a ser y no fue. La revolución también es pródiga en elefantes blancos. En un ya viejo reportaje del año 2011, en esa “artillería del pensamiento” que es El Correo del Orinoco, se hablaba de que Venezuela ya era “pionera a escala internacional con la consolidación de 13.665 kilómetros de vías ferrocarrileras”. Pomposamente se alardeaba de una inversión de 7 mil millones de dólares. Una promesa gorda en dinero. Hoy solo sobreviven 3 muñecos simulando ser obreros que, como perros guardianes, cuidan día y noche el olvido que allí reina.

 

Mientras avanzamos en paralelo con las vías abandonadas del tren, una vieja camioneta Dodge nos supera por el lado derecho de la autopista. Sobre el vidrio posterior se ve una extraña composición plástica: Un rollo de papel tualé, agitado por el viento. Una foto de un antiguo comediante de la televisión, Jorge Tuero. Y, en letras grandes, la frase que inmortalizó en un sketch: “Los gobiernos pasan, pero el hambre queda”.

 

Nos reímos, con una tristeza llena de fracaso.

El cinismo del poder se puede coleccionar en forma de barajitas. Se nos iría la vida llenando el álbum.

 

Por Leonardo Padrón

La paz, esa indigente

Posted on: febrero 18th, 2014 by Super Confirmado No Comments

El lugar común reza que nada posee más velocidad que una mala noticia. Pero cuando ya un país entero se ha acostumbrado a ese clima umbroso, la ecuación varía un tanto. Las buenas noticias ganan agilidad. Un ejemplo: Supermercado Unicasa, 10 am. Miércoles. Sureste de Caracas. El rumor se propagó en segundos: ¡Llegó la leche! La cola se hizo inmediata y extravagantemente larga. La gente llamaba a sus trabajos anunciando que llegarían tarde. Otros pedían refuerzos, más familiares, más brazos. Multiplicarse era imperativo. La mayoría asumía la resignación de comprar sólo lo permitido: dos potes de leche. Y racionar el consumo hasta que una nueva campanada trajera otra exigua buena noticia. Maldiciones en voz baja. Silencios turbios.

 

“¡Esto es una humillación!”, dijo una señora que rondaba los 70 años. De pronto, llegó un motorizado con su compañero a cuestas. Parecían forasteros arribando a un pueblo ajeno sobre una bestia ruidosa. Entraron con desenfado y, sin más, tomaron una caja entera de leche. Un empleado del supermercado les recordó que eso era imposible. Uno de ellos le manoteó una frase en los tímpanos: “¡Cállate, pajúo! O te quiebro!!” Silencio mortal. Los malandros salieron con su botín a cuestas. Cuando la moto arrancó, quedó en el aire el corrosivo humo de la impunidad.

 

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En un Central Madeirense cercano al Barrio 5 de Julio de Petare una señora hacía la cola con su estoicismo en punto de quiebre. La cajera le anunció que sólo podía llevar un kilo de leche en polvo. “¡Yo tengo 4 hijos!”, protestó la cliente. “Esa es la orden”, replicó la cajera mientras un hombre le daba un fajo de billetes y sacaba varias cajas de leche que atesoraba la empleada. Algunas mujeres en la cola lo reconocieron. Era un buhonero de la redoma de Petare. Un buhonero que, cuadras más allá, venderá a Bs. 150 el kilo de leche que vale realmente Bs 33. La señora reclamó. No pasó nada más. La impunidad otra vez ganando por goleada.

 

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Se habla de supermercados donde los dueños prefieren que no llegue la harina precocida por la violencia que generan la rebatiña y la desesperación. Se ha visto a amas de casa insultándose, arañándose, halándose el cabello, convirtiéndose en adversarias instantáneas. Padres madrugando sobre su propia madrugada para apostarse en una cola de ignominia y escasez. Todo tan inédito.

 

El tsunami es económico. Lo que viene asusta a los especialistas más preclaros. Los ministros del área chapotean su ineficacia, asidos a una ideología que es una balsa de anime al pie de la gigantesca ola que ya no deja ver el sol. Las transnacionales corren en pos de terrenos más altos. Decenas de empresas recogen hasta sus logos y portarretratos. Mientras, el “hombre nuevo” languidece en la estafa de su etiqueta, sin advertir el monumental tamaño de la marejada que se avecina.

 

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Abunda la gente que dice que somos el mejor país del mundo. También la que dice que esto se jodió. La gente que sentencia que irse es rendirse. La que acusa de tontos románticos a los que se quedan. La que jura que falta poco para que todo reviente. La que concluye que Cuba llegó para quedarse. La que insiste en el tiempo de Dios. La que grita que hay que imitar a Ucrania. La que retuitea, desde su fama caída y la protección de dos escoltas, todo lo que escribe el presidente. La que dice que no habla de política, mientras hace negocios con el poder.

 

La realidad es un dominó enloquecido

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Ciertos domingos del año el asfalto caraqueño se llena de corredores. Resulta admirable ver cómo se enfundan una franela alusiva a la carrera, unos zapatos deportivos con un chip que dará cuenta exacta de su esfuerzo, y una disciplina llena de puntualidad y entusiasmo. A las 7 am, mientras otros duermen la fiesta del sábado o el cansancio de la semana, esta colosal tribu de corredores se alista a su faena. El domingo pasado, el objetivo eran 10 kilómetros de sudor y ahínco. Lo viví desde sus entrañas. Con cadencia de peatón apurado. Sin intentar alardes inútiles. Otros andaban en lo mismo. La idea era ganarle una mañana a la pereza, regalarle a los pulmones algo de intemperie sin arriesgar la vida, mientras los corredores pasaban, como una emanación, a nuestro lado.

 

Nunca he visto una sola carrera de esas que no reciba una masiva asistencia. En la Caracas Rock participan 25 mil corredores. En el Maratón CAF se vuelcan sobre la calzada 10 mil personas. En la Gatorade son 6 mil franelas de un mismo color. Gente de todas las edades. Atletas eternos, mujeres dibujadas a mano, gorditos tambaleando su colesterol, discapacitados heroicos, amigos en grupo, padres empujando el coche de sus hijos. Dos chinos, con su jerga remota, se unen a la ruta. La faena es dura, corren, tropiezan, el corazón les brinca, el pulso se les encabrita. Poseen un líder que es cada uno de ellos mismos. El objetivo final es ser gente más sana. El deporte también es un país.

 

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En mitad de la carrera: un hombre vestido de derrota. Mezclado entre los atletas, caminaba un indigente con su saco raído, el asfalto metido en la piel, su olor a Guaire. Iba en la misma dirección, pero le llevaba una distancia enorme a la masa: años de caminata. Sólo que su norte era el extravío. El veía la invasión de tendones y piernas con desconcierto. Se sintió extrañado de que tanta gente lo acompañara en su ruta diaria. Nadie le extendió un gesto. Era lógico. Era un detalle menor del paisaje.

 

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Ya a un kilómetro de la meta se escuchaba la respiración exánime de los atletas, sus bufidos, como de caballos reventados. Ninguno perdía el fuelle, animados por la proximidad del fin. Todo el que cruzaba la línea final alzaba la mano, triunfal. Una muchacha, excediendo su resistencia, rebasó la meta y vomitó, pero no dejaba de sonreír. Había los que llegaban y se devolvían a buscar a su pareja, exhortándolas a no claudicar.

 

Yo iba allí, extranjero a esos afanes, preguntándome por qué no somos así de tenaces para recuperar la salud del país. Me preguntaba cuántos de los que allí dan largas zancadas para romper su propio record están luego acorralados en su casa por la inseguridad, hartos del agobio económico, crispados por una nación que se desmorona. No es ilusorio suponer que muchos sufren el país al unísono. Pero ¿por qué hay más gente en estos eventos que en las convocatorias que reclaman seguridad, comida, hospitales dignos y estudiantes libres?

 

Tres días después, la calle me daría su respuesta 

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La gente que dice que Maduro traicionó a Chávez. Que Capriles traicionó a sus seguidores. Que Leopoldo traicionó a Capriles. La que quiere protestar. La que desea paz. La que aspira guerra. La gente que se forró en billete al ritmo de “Patria querida”. La gente acomodaticia y pusilánime. La gente atormentada y corajuda. La gente despidiéndose. La gente que dice rabia, ansiedad, diáspora. Dice mordaza, sumisión, dictadura.

 

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¿Qué hace que hoy nos arrope el desánimo? ¿Eso que llaman la desesperanza aprendida? ¿El miedo? ¿Cómo nos volvemos a hacer adictos a la democracia? ¿De verdad necesitamos un líder? ¿Para qué? ¿Para descoserlo cada vez que no coincidamos con él? Por otro lado rueda una consigna: “La Salida”. Para muchos, una frase con olor a pólvora. Para otros, el antídoto. En la carrera del domingo no cabían más atletas bajo el letrero de “Salida”, básicamente porque todos tenían claro el destino de esa ruta. Mientras, las colas en busca de alimento se multiplican como epidemia. Parecernos a Cuba no es una proeza, es una derrota.

 

***

Miércoles, 12 de febrero, Día de la Juventud. He allí el asfalto lleno con el reclamo de los estudiantes y una gruesa presencia de la sociedad civil. Se habla de 50 mil personas sólo en las calles de Caracas y el mismo hartazgo replicándose en distintas ciudades del país. La jornada fue impecable. Las calles parecían hablar rotundamente. Pero justo al final, la violencia lanzó sus dados desde flancos inaceptables. Los colectivos armados surgieron a ejercer su rol más conocido: la agresión, el acoso. El caos hizo su entrada triunfal. La confusión se llenó de infiltrados y balas silbando la muerte. Lo sabemos, un solo borracho es capaz de arruinar la mejor fiesta. En la calzada, comenzaron los caídos. La alegría por una jornada redonda se convirtió en rictus de espanto.

 

En la noche, el saldo era demasiado sombrío. Tres muertos, decenas de heridos y una cifra que rondaba el centenar de detenidos. Los medios de comunicación en el triste ejercicio de enmudecer. El canal de TV colombiano NTN24 fue sacado de las cableras de un manotazo. Las redes sociales eran las únicas ventanas hacia la realidad. Mientras escribo esto, las noticias sobrepasan la velocidad de mis manos en el teclado.

 

La represión es ahora quien marcha en las calles. Las cacerolas retumban. El presidente dice que “un chavista jamás agrede”. Y uno se siente agredido por tan descomunal invención. Grita paz con tanta violencia que la calma semántica de la palabra se hace añicos. Grita cárcel para un diplomático y un ex militar. Se habla de orden de captura para Leopoldo López. El gobierno lamenta sin cesar la muerte del líder de un colectivo. Apenas alguno nombra de soslayo a los estudiantes asesinados. Son muertes que no importan.

 

Fue una noche de larga crispación. El país marchó y se encontró con la boca negra del terror. Quizás la paz sea como ese indigente que caminaba extraviado entre la multitud de corredores del domingo pasado. Anda igual, con el traje raído y tambaleándose. Solo con el concierto de todo el país evitaremos que sea otro cuerpo caído en la calzada. La paz es la única consigna posible. Pero no basta con pronunciarla. Hay que construirla.

 

***

El país está enfermo. Toca recuperar su salud. No sé cuantos kilómetros exige este objetivo. Quizás estamos ante un maratón, plagado de obstáculos, emboscadas y vientos adversos. Pero el cronómetro está activado. Nos toca descubrir si tenemos temple y persistencia. Si nos merecemos la palabra libertad. Perder la cordura sería un error. Transformarnos en violencia, un desatino. Nos toca aprender el idioma de una nueva circunstancia. Nos toca –irremediablemente unidos- sudar el asfalto que nos saque de este accidente histórico y nos lleve de nuevo a ese paisaje llamado democracia.

 

Por Leonardo Padrón

Una razón llamada Mónica

Posted on: enero 19th, 2014 by lina No Comments

 

A Mónica Spear

La noticia esperó que abriera los ojos y saltó sobre mí. Tenía un mensaje en el teléfono, acechándome desde una hora antes: “Primo, ¡qué horror lo de Mónica Spear!”. Aún medio dormido, de vacaciones en el imperio, podía pensar cualquier cosa ante una frase tan ambigua. Pero ella no era persona de escándalos, así que no ensayé especulaciones y le escribí a mi primo: “¿Qué pasó?”.

 

Y entonces vino la frase estremecedora: “¡La mataron anoche!”. Fue un corrientazo eléctrico. Abrí el Twitter y no había prácticamente otra noticia. La red social era un estupor gigante. Me brotaron dos palabras, ahogadas de pánico: “¡Dios mío!”. Fueron apenas un susurro, pero contenían tanto asombro que despertaron a mi pareja. Cuando le conté a Mariaca que su amiga y excompañera de trabajo había sido asesinada atrozmente –junto con su esposo– en una carretera venezolana, el dolor se convirtió en nuestro compañero de viaje. Desde entonces, hay un crujido que no cesa.

 

***

 

No es difícil imaginar el terror que vivieron Mónica y Henry. La sorpresa ante la aparición de los delincuentes. La impulsiva reacción de encerrarse en el carro y agazaparse. El espanto ante la suerte que pudiera correr Maya, su hija de 5 años. Los gritos siniestros de los hampones. Los balazos salvajes. La muerte entrando con furia en el vehículo. Y Maya sola, solísima, en ese desamparo inexplicable, con sus padres durmiendo para siempre, sin beso de buenas noches, como era antes, como eran todas las noches. Antes.

 

La indignación no cabe en el idioma.

 

***

 

Mi breve estancia en Miami estuvo signada por la terrible muerte de Mónica. No pude soslayar las peticiones de entrevistas de medios como CNN en español, NTN 24, o Al Punto, el celebrado programa de Jorge Ramos en Univisión. No era nada agradable hablar de Venezuela en términos tan desoladores. Así le pasó a muchos de los artistas y creadores que hoy viven un exilio forzoso en el estado de Florida. Fue un reencuentro de mucho afecto y duelo. En todos los abrazos estaba Mónica. Y en todos los diálogos: la inseguridad como la causa primera de tantas migraciones. Me cansé de oír anécdotas de sangre y miedo. Y esa asfixia, en la punta de las palabras, que se llama desarraigo.

 

Un humorista y músico que vive en Coconut Grove desde hace un año huyó del país por la sobredosis de violencia: “Lo menos que quería es que una noticia como la de Mónica me diera la razón”. Me habló de dos amigos suyos en terapia intensiva por atracos armados. Esos nunca aparecen en las estadísticas: los sobrevivientes. Me contó del día que se tomaba un café en un centro comercial caraqueño y se le acercó un viejo compañero de farra: “¿Y tú de verdad no te piensas ir del país?”. El alzó la mirada, sin comprender, y el amigo descolgó una frase inesperada: “Estoy en mitad de un secuestro”. Y siguió caminando, vigilado por un hombre y una mujer que lo conducían a un cajero electrónico, y luego, quién sabe adónde.

 

***

 

Las protagonistas no deben morir. Ese es un axioma de hierro que los escritores de historias de amor suelen respetar. Se transgrede mínimas veces. Mónica Spear, en un perturbador guiño a su destino, murió en tres ocasiones en la ficción. La primera vez en una telenovela de RCTV, ese canal de televisión que también asesinaron. Las reinas tampoco mueren. Pero de nada sirven las palabras. Miss Venezuela 2004 volvió a su país para visitar su lado más luminoso. Y la oscuridad del país la exterminó. La violencia es hoy el sustantivo que nos define. Una palabra que escupe sangre. Una palabra que nos rompe el ánimo. La violencia es el verdadero paisaje del país. El fallecido presidente Chávez viajó a la ONU para descubrir el olor del azufre. Nosotros solo tenemos que bajar el vidrio de nuestros carros. O accidentarnos en un tramo del camino. Ese es el asfalto de nuestras autopistas: el infierno.

 

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Somos el país de la desmemoria. Solo reaccionamos ante el titular del día. Toda noticia es desplazada por otra. Estamos condenados –diría Héctor Lavoe– a ser un periódico de ayer. Recuerdo el impacto nacional ante el asesinato de Yanis Chimaras el 24 de abril de 2007, el día que iba a grabar el último capítulo de Ciudad Bendita. A Pedro Lander pidiendo un minuto de aplausos en la Asamblea Nacional. Las palabras dichas. Los golpes de pecho.

 

Recuerdo la conmoción por el secuestro y asesinato de Libero Laizzo, el manager de la banda musical Caramelos de Cianuro, en 2012. Los músicos y artistas reunidos en distintas plazas clamando por el derecho a la vida de los venezolanos. Y cien artículos más sobre el problema de la inseguridad. Recuerdo, ese mismo año, el disparo en la cabeza que recibió el cantante Onechot y su milagrosa supervivencia. Más artículos. Más indignación. Más peticiones de políticas de seguridad al gobierno nacional. Todo se fue diluyendo con otras noticias, nuevas elecciones, más escándalos. ¿Quién dice que esta vez no va a pasar lo mismo?

 

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Me niego a este Alzheimer que nos designa. Pido que el asesinato de Mónica no se convierta en olvido. Escribo tercamente sobre ella este domingo porque no quiero que la noticia comience a ser pasado. Que ninguna de las muertes violentas que ocurren en nuestra tenebrosa cotidianidad sea olvidada. Ni la del bartender del Auyama Café, Luis Ánderson Jaimes, asesinado por tres policías molestos por una cuenta excesiva; ni la de Daniela Sierralta, de 24 años, asesinada y quemada en un tiroteo entre dos bandas delictivas; ni la de Yris Margarita, asesinada en una camioneta de pasajeros en la avenida San Martín; ni la de Orlando José Páez, mecánico asesinado con cinco balas en la avenida Sucre; ni la del escolta de la Vicepresidencia, ni la del funcionario de Polisucre, ni una inacabable, vergonzosa, lista de venezolanos caídos bajo el mordisco letal de la violencia.

 

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El hilo de sangre de Mónica Spear recorrió el mundo. El lunes 13 de enero, en El Nuevo País, la periodista Jurate Rosales hizo un recuento minucioso de la onda expansiva: “Lo mundial de la noticia llena siete páginas de nombres de medios que la publicaron. Llama la atención que países muy lejanos le dieron espacio: Kuwait Times en Kuwait: The Press en Nueva Zelanda; el Daily News en Filipinas; The Herald en Suráfrica; el Vietnam News; Gulf News en los Emiratos Árabes Unidos; The Post en Zambia; The China Post en Taiwán; The Daily Telegraph (Sydney) en Australia; The Borneo Post en Malasia y los únicos medios donde no encontré la noticia fueron los dos principales periódicos rusos: Izvestia y Pravda”.

 

Tamaña consecuencia pulverizó en segundos el fatuo intento del ministro de cinismo, perdón, de turismo, en posicionar a Venezuela como un país “chévere” ante el planeta. El impacto mundial le debe haber quitado el sueño a Nicolás Maduro. Porque eso es lo que les importa: su incierta reputación. Solo así se entiende que tantas declaraciones de voceros oficialistas pidan que no se politicen las muertes de Mónica Spear y su esposo. Esta revolución ignora la incompetencia de sus políticas, el fracaso de sus planes de seguridad, la corrupción de sus policías.

 

Solo habla de responsabilidades ubicadas en el remoto pasado. Y entonces, gacetilla aprendida, salen algunos figurantes de reciente data en el elenco revolucionario a decir que la violencia en el país es culpa de los gobiernos de la cuarta república. Uno de ellos, actor de telenovelas, llegó incluso a decir, en un programa de televisión, que el epicentro de este desastre se llama Rómulo Betancourt. Vaya, vaya. Si seguimos desenhebrando el hilo llegaremos a Isabel la Católica y el tozudo genovés que le pidió un dinerito para venir con sus tres barcos llenos de truhanes a descubrirnos en la pionera de todas las misiones: la Misión Nuevo Mundo.

 

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Mónica Spear fue la protagonista de una novela que escribí llamada La Mujer Perfecta. La historia ironizaba sobre la obsesión de la mujer venezolana por la búsqueda de la eterna juventud. Decidí, entre varias tramas alegóricas, depositar la responsabilidad mayor en una protagonista cuyo rasgo principal era tener síndrome de Asperger. Caracterizar a un personaje con esa condición implicaba una gran exigencia actoral. Era un personaje en la cuerda floja. Si no lo hacía bien, la novela naufragaría, sin duda. Micaela Gómez debía apreciarse “distinta” del resto del elenco y a la vez generar fuerte empatía con el televidente. Hablarles a los otros personajes sin verlos a los ojos. Esquivar el tacto del hombre que la enamoró. Manejar la comedia y el drama desde una levedad perenne. Descubrir el sentido figurado del idioma. Transmitir fragilidad y franqueza a manos llenas. Ser Micaela Gómez podía hundirla o terminar de consagrar su carrera.

 

Nunca olvidaré el día en que Mónica Spear y yo nos reunimos a hablar del personaje. Más allá de su abrumadora belleza y su dulzura sin pausa, había en ella un nivel de compromiso total. Leyó hasta la última letra los libros que le sugerí, vio varias veces las películas indicadas y aceptó con entusiasmo reunirse con la gente de Sovenia (Sociedad Venezolana para Niños y Adultos Autistas) y compartir largamente con personas con síndrome de Asperger.

 

Mónica Spear lo hizo todo y más. Lo que ocurrió en pantalla fue rotundo. Conquistó al público milimétricamente. Hizo que muchos espectadores descubrieran la condición de Asperger en ellos, o en sus hijos y parientes. Logró que los comenzaran a respetar en sus sitios de trabajo o estudio. La sinceridad sin filtros de Micaela convocó a una legión de admiradores. En las elecciones parlamentarias de septiembre de 2010 la gente en las redes sociales pedía a gritos que Tibisay Lucena fuera sustituida por Micaela en el CNE.

 

Terminó siendo trending topic varias veces. Incluso, la noche de su primer beso con el protagonista. Lo había logrado. Durante 120 capítulos dibujó una obra maestra. Mónica Spear se había convertido en La Mujer Perfecta.

 

Ahora es un cadáver. Una muerte absurda. Una estadística subrayada. Una razón para la indignación definitiva. Una causa para luchar por el derecho a la vida de los 28 millones de venezolanos que aún se atreven a transitar por el mapa de sus pesares. Ahora es un dolor. Un dolor que exige un país distinto. Un país donde quepa la vida. Eso merecemos. En nombre de todas las Mónicas que matan diariamente en este corral de balas llamado Venezuela. Es totalmente inaceptable que la verdadera protagonista en este país sea la muerte.

 

 Leonardo Padrón

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