El desastre

Posted on: octubre 21st, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

A veces uno quisiera permanecer en silencio. No emitir juicios. Esperar que las aguas del desánimo se calmen. Tener chance para recuperar el aliento luego del nuevo desastre que ha ocurrido en el país. Ya se han escrito, en apenas cuatro días, innumerables artículos, sesudos análisis, detallados reportajes sobre las razones que propiciaron que la dictadura de Nicolás Maduro se adjudicara dieciocho gobernaciones el domingo 15 de octubre, y apenas perdiera cinco. Todo se ha dicho y desmenuzado. Ya los defensores de la abstención armaron su fiesta con el “se los dije”. Ya algunos apologistas del voto los culpan a ellos. En fin, llueven argumentos. El más grave, notorio e incluso previsto es el del fraude. Un fraude que comenzó hace un año al Tibisay Lucena no convocar las elecciones en el lapso que lo exigía la Constitución. Un fraude cuyo mejor prueba y antecedente fue aquel momento cuando Maduro expresó que no volverían a llamar a elecciones a menos que estuvieran seguro de ganarlas. Y así, los pranes del voto tuvieron tiempo de armar su tinglado, aceitar su estrategia y diseñar la emboscada perfecta. Pero la única certidumbre es que seguimos juntos, todos muy juntos, hundiéndonos en el mismo lodo. Ese es el único punto de unidad que tenemos hoy los venezolanos. Esa es la tragedia: todos somos víctimas. Y por eso todos tenemos la razón. O, quizás, ninguno.

 

 

 

Igual nada termina de explicar cómo el peor gobierno de nuestra historia, el más eficaz a la hora de arruinar nuestra economía, el que logró convertir a Venezuela en un huracán de miseria, hambre y violencia, haya obtenido tan demoledora victoria en las elecciones regionales. La paradoja resulta inaudita, absurda, inverosímil. Por eso no me queda más que felicitar al régimen. Sin duda, han contado con una asesoría impecable. Han tenido mentes brillantes en el diseño de un sistema perverso que permite preservarlos en el poder a pesar del rechazo abismal de todo un país.

 

 

 

Juro que en los últimos tres años yo no me he topado con un solo ser humano que me hable de cuánto ha mejorado su calidad de vida en Venezuela. Nadie hace gala de la abundancia de medicina y comida que se derrama en los anaqueles de farmacias y supermercados. No he conseguido ni un solo vecino que me comente con entusiasmo cómo ha crecido su empresa o negocio en estos años de revolución. Nadie. Obviamente, no circulo por el pasillo de la pequeña secta que recibe los privilegios de la corrupción. Uno gira el rostro y solo se topa -en sus cuatro puntos cardinales- con un país devastado, arruinado, hondamente deprimido y en fuga. ¿Y entonces?

 

 

 

Yo no soy ni analista, ni político y ni siquiera me considero un intelectual. Soy, apenas, un escritor. Y el mundo lo observo desde mis ojos de escritor. Deteniéndome en las complejidades y heridas de la condición humana. Hoy, confieso, estoy arrinconado en la misma esquina donde estamos tantos. En el desconsuelo. Confieso que me llaman de programas de radio para que transmita algún mensaje de ánimo y escurro el bulto. Que hice una vehemente cruzada personal para convencer a lectores y amigos de la necesidad de no renunciar al voto como herramienta democrática de lucha y, sin duda, no sirvió de nada. Que discutí horas infinitas con mi propia pareja sobre el dilema de abstenerse o votar, porque nuestras posiciones eran contrarias, pero profundamente respetadas por el otro, como lo dictan la sensatez y la tolerancia. Confieso que no peco de ingenuo y desde hace años he entendido el talante delictivo del grupo humano que gobierna al país. Confieso que mi optimismo crónico ha ido recibiendo lesiones de magnitud. Que siempre supe que el gobierno apelaría a su torva habilidad para la trampa pero a pesar de eso pensé que había que insistir. El caso es que esta vez se superaron a sí mismos. Estrenaron nuevas argucias. Y agarraron fuera de base, una vez más, a los líderes de la oposición. Y, sí, uno se indigna cuando observa que tales líderes no se terminan de blindar con la suficiente astucia para evitar las celadas y zancadillas del régimen. Sin duda, ya es hora de cancelar el empirismo y la improvisación. No se puede seguir combatiendo con estrategias amateurs a una organización criminal que cuenta con asesores internacionales versados, durante décadas de entrenamiento, en las formas de sojuzgar a todo un pueblo. El adversario es brillante en su impudicia. No quepa ya la menor duda. Ha aprendido de sus errores y ha construido una maquinaria aviesa y sin escrúpulos para hacer del fraude un monstruo de mil cabezas. Un monstruo que hoy pareciera indestructible. Si seguimos combatiéndolo de la misma manera. Si no nos revisamos a profundidad.

 

 

 

Y, mientras tanto, el país se asfixia en su propio caos, pierde la respiración. El deterioro de la vida es mayúsculo. Los pronósticos de los economistas son aterradores. La hambruna se acentúa. Los asesinatos y secuestros se incrementan. La antigua tierra de gracia es hoy un charco infecto, lleno de miseria y derrota. Los que pueden escapar, escapan. Incluso a contravía de su propias posibilidades. Damos lástima en el mundo. Nos damos lástima nosotros mismos. Eliseo Alberto, en ese desgarrador y honestísimo libro sobre la revolución cubana que es “Informe contra mí mismo”, dice en una de sus páginas: “sobre Cuba se ha escrito una biblioteca de cuatrocientos tomos”.Me aterra pensar que ya sobre Venezuela se esté derramando una desmesura parecida de tinta y dolor. Que la dictadura haya ganado este domingo dieciocho gobernaciones con un despliegue pornográfico de su habilidad para el fraude tiene una sola lectura: Venezuela ha entrado en una nueva zona de desastre.

 

 

 

Los venezolanos estamos estremecidos ante lo ocurrido el 15 de octubre. Hemos caído de nuevo en las arenas movedizas del desaliento. Estamos de cara a nuestro mayor reto. Para salvarnos queda cada vez menos tiempo. O reaccionamos de una forma contundente y lúcida o les terminamos de regalar el país a la banda armada que hoy brinda con champaña. Ya la lucha no puede seguir siendo entre boy scouts y malandros. Toca aprender a pensar como piensa un criminal. Pero no para envilecernos. No para convertirnos en lo mismo que repudiamos. No para quedarnos sin futuro moral. Sino para entender cómo vencerlos. Sin que se nos enlode el alma.

 

 

Leonardo Padrón

Caraota digital

Venezuela, el huracán

Posted on: abril 30th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

 

Cuando un venezolano sale a marchar a las calles para manifestar su repudio al régimen que ha convertido al país en sal y agua, lo hace con dos armas: la gorra tricolor y un hartazgo profundo. Así de desnudo, así de vestido sale. Esa marcha, que hoy plena el asfalto de todos los rincones del país, recibe una sola respuesta: represión. Una represión que con el curso de los días ha ido adquiriendo un talante atroz e irracional.

 

 

 

He asistido a muchas marchas en estos dieciocho años, pero jamás había presenciado tanta furia represiva. Y, sobre todo, tan gratuita. En un sábado de este abril del 2017 —otro abril que jamás olvidaremos— marché con miles de venezolanos desde el municipio Chacao hacia la Defensoría del Pueblo. Al llegar a la autopista, a la altura de El Rosal, la muchedumbre detuvo su paso. Un grueso piquete de la GNB había erigido su particular versión del Muro de Berlín. Como si fuéramos dos países. Como si mi gentilicio caraqueño ya no pudiera volver a la parroquia San Juan, donde nací y me crié. Como si tres gritos y un capricho del alcalde Jorge Rodríguez fueran argumento suficiente para expulsarme de mi propia ciudad. Como si tocara devolvernos en silencio a un gueto de parias y traidores, porque eso somos —para los fundamentalistas del chavismo— todos los que vivimos fuera del municipio Libertador. Como si ya la protesta no ocurriera en cada rincón del país.

 

 

 

Represados ante esa frontera imaginaria que dibuja el régimen, observaba, junto a mi pareja, amigos y miles de ciudadanos, cómo se iniciaba la represión contra la primera línea de la manifestación. Es un libreto harto repetido. El piquete de guardias cierra el paso hasta que, a la señal convenida, se convierte en un ejército en guerra. Un horizonte de nubes tóxicas se alzaba quinientos metros más allá. Un helicóptero nos rondaba siniestramente. Nos suponíamos lejos del peligro. Falso. El peligro nos tenía preparada una emboscada.

 

 

 

De pronto, desde la calle de El Rosal que desemboca a la autopista, nos inundó una avalancha de bombas lacrimógenas. Algunas caían desde una altura  inconcebible. Comenzó el caos. Todos corrían hacia donde su instinto o posibilidades se los permitían. En nuestro caso, el punto de fuga más cercano era el Guaire. Me asomé a sus márgenes, lo pensé dos veces y corrí con los míos hacia el este, atravesando la selva de humo. Un humo que te ciega, te asfixia, te desequilibra por completo. Íbamos a ciegas, asidos a algún trozo de ropa del más cercano. Perdernos, extraviarnos en mitad del caos, nos haría más vulnerables. A nuestra izquierda, decenas de personas tumbaban una reja, con la fuerza de la desesperación, para poder acceder a la autopista y huir de la brutal arremetida. Sin visión, a tientas, solo oíamos el ruido de múltiples toses, gente asfixiándose, gritando. Y las detonaciones, cada vez más cerca, acechantes. Mientras corría, sentía que me quedaban pocos segundos de aire y luego vendría el desvanecimiento. En mi mente se agitaba de un lado a otro un inmenso “¿Por qué?”. Es lo que todos nos seguíamos preguntando media hora después, ya a salvo y aún aturdidos por los efectos de las bombas.

 

 

 

La pregunta troca en ira cuando luego ves a las autoridades declarando que la represión es solo respuesta a la violencia opositora. Obviando las escaramuzas que ocurren al final del día entre unos pocos jóvenes que optan por confrontar, cara a cara, capucha a casco, a las fuerzas represivas y que suelen escalar en intensidad y su tanto de anarquía, en rigor, las marchas de la oposición son estrictamente pacíficas. Todos sabemos en cuál orilla del conflicto están las armas.

 

 

 

Dos días después volví a marchar a pesar de haber experimentado el mordisco del peligro. Así como millones de personas en toda Venezuela que siguen saliendo a las calles con una determinación impactante. A pesar de la dolorosa muerte de cada uno de los asesinados. A pesar del olor a sangre que mancha el aire. A pesar de la impúdica violencia del régimen.

 

 

***

 

 

Van una, tres, seis, ocho marchas, represión, humo, perdigones, detenidos, gente que grita, y de repente, alguien que cae en el asfalto para nunca más marchar, ni opinar, ni comer, ni respirar. Alguien que cae de bruces en la muerte. Y otro muerto más en Mérida. Y en Barinas. Y en Valencia. En el Tocuyo. En Altamira. Se multiplican las muertes, se atestan los calabozos, crecen los heridos, se expanden los ataques nocturnos a residencias y barriadas populares. Ya nada se puede ocultar. Por más que amordacen a los medios de comunicación, allí están las redes, con su desbocada libertad, con su facilidad para colgar videos, los ciertos y los inciertos, los que reseñan el ataque de los paramilitares, los que graban los cacerolazos a dirigentes que intentan repartir las migajas del CLAP y han descubierto que ya no les funciona, que es más la rabia que el miedo, que este país indignado ya no acepta más vejaciones.

 

 

 

Y mientras tanto, el presidente graba videos para demostrar que él mismo maneja su carro (¿así como maneja el país?), que juega pelota, que baila, que anda contento. O simula estarlo. Pero ya aquí no hay alegría posible. Esa palabra fue expulsada del país.

 

 

 

Y mientras tanto, siguen muriendo niños por comer yuca amarga. Y muere un periodista porque no consiguió los medicamentos para controlar su arritmia. Y mueren pacientes en los quirófanos porque falla la luz.  Y las proteínas escasean en los hospitales de niños. Y la basura sigue siendo parte de la cesta básica del venezolano.

 

***

 

 

 

Miércoles, 27 de abril. En plena represión de la marcha es impactado en el pecho Juan Pablo Pernalete,  un estudiante de 20 años de edad. Minutos después, muere. Los testigos hablan de una bomba lacrimógena lanzada a una distancia brutalmente corta. El país se estremece. Los padres lloran, incrédulos, la muerte de su único hijo.

 

 

En la noche, Diosdado Cabello, en su programa habitual de los miércoles, dedicado al bullying y la amenaza, nombra el suceso y se esmera en absolver de culpas a la GNB. Ni una palabra de condolencia. Ni un ápice de dolor. Ni siquiera una máscara para fingir tristeza. Total, es un opositor menos.

 

***

 

 

 

Imagen, metáfora, símbolo:

 

 

 

Decenas de ciudadanos lanzándose a las aguas que nunca en su vida hubieran pensado tocar. Solo la desesperación puede empujar a un caraqueño a sumergirse en el Guaire. El país democrático hundido en el detritus de nuestro propio fracaso como nación. La oposición arrojada al río cloaca, emblema de las promesas incumplidas. La oposición saliendo empapada, digna, crecida e inevitable.

 

 

 

***

 

 

 

Testimonio de una amiga que vive en un urbanismo de la Gran Misión Vivienda:

 

 

 

“Fíjate que hoy no pude ir a marchar a pesar de que estoy súper cerca, porque los voceros de cada urbanismo irán a chequear qué personas van a las marchas opositoras. A mi mamá la tildaron de fascista hace dos días solo por compartir un video de unas protestas en whatsapp. Nos tienen bajo la mira. Me siento indignada porque son nuestros propios vecinos quienes nos señalan. En esta Misión Vivienda, por cierto, viven algunos malandros y sicarios, y algunos irán al punto de concentración de la marcha opositora. Hace dos días una persona tuvo la valentía de cacerolear, le levantaron un acta y está siendo amenazada con que le van a quitar su vivienda”.

 

 

 

Así se cuecen las habas en las entrañas del paraíso socialista.

 

 

 

***

 

 

 

Las noches se han hecho exponencialmente largas. Huelen a pólvora y venganza. El régimen espera la penumbra para atacar a los habitantes de las zonas populares que se han atrevido, finalmente, a expresar su descontento. En alianza con los colectivos armados o paramilitares diseminan operativos de terror, allanan casas, escupen tiros, arrojan bombas lacrimógenas y dejan el tatuaje de su venganza.

 

 

 

El régimen no permite disidencias. Sin tu voto y tu silencio, no hay CLAP, no hay misiones, no hay dádivas, no hay paraíso. Así sea un paraíso terroso y en ruinas.

 

 

 

Mientras Chávez vive, el país muere.

 

 

 

***

 

 

Somos un huracán en desarrollo.

 

 

 

Nuestra vida cotidiana ha sido arrasada. Quedan escombros de ella. Pero lo de este abril del 2017 tiene visos abrumadores.

 

 

Nunca tantos venezolanos habíamos estado tan de acuerdo en una misma idea: es urgente cambiar el sistema político que nos gobierna. Que nos devasta. Que nos arruina. Nunca antes la oposición había logrado unificarse de una manera tan coherente en un solo discurso. Nunca habían crepitado las protestas con tanto furor en las zonas más populares de la capital, desde El Valle hasta El Guarataro, desde La Vega hasta San Martín. Nunca tan ensordecedor el grito de basta. Nunca tan frágil y violento el poder. Nunca tan necesaria la persistencia y la templanza. Nunca tan cerca del final. Así no lo toquemos con las manos, sino con los ojos.  La historia hoy en Venezuela se redacta con el pulso de millones de ciudadanos sedientos de democracia.

 

 

 
Leonardo Padrón@Leonardo_Padron

El último chance de Nicolás Maduro

Posted on: abril 13th, 2017 by Laura Espinoza No Comments

La temperatura se eleva exponencialmente en Venezuela. Los acontecimientos están a punto de desbocarse. La onda expansiva de las protestas comienza a alcanzar las zonas populares. Los videos no dejan mentir a nadie. De Petare a La Vega, de Ruiz Pineda a Quinta Crespo, de San Juan a Cabudare en Lara, de Los Teques a Tovar en Mérida. Ya a Maduro le resulta imposible dormir como un bebé. En todo caso, dormirá como un bebé con cólicos, fiebre y susto. Sobre todo después de lo ocurrido en San Félix, en el remoto sur del país. Aunque, en rigor, en ese caótico final de cadena se mezclaron los dos países: el que ya se ha acostumbrado a recibir migajas y se acerca al presidente con pedimentos y ruegos, y el que ya harto de tanta humillación lo repudia y lo manifiesta sin reserva alguna. Al presidente se le fue el país de las manos. Es como una represa cuarteándose bajo la fuerza exasperada del agua. Las alarmas no dejan de gritar.

 

 

 

La calle se ha reactivado con una facilidad pasmosa. Los mismos dirigentes opositores están sorprendidos, pues saben el costo político que trajeron los devaneos con el régimen en el ya extinto diálogo. Así el hartazgo. Así también el aprendizaje. Porque es indudable el cambio de estrategia de los diputados del parlamento y demás líderes políticos. Se les ve como nunca liderando las marchas, arriesgando el pellejo, los pulmones y la vida. En la vanguardia de la lucha. Pero sobre todo, allí está la gente. Con un nivel de determinación asombroso. Asistiendo a todas las convocatorias de calle y generando sus propias protestas.

 

 

 

Por eso Maduro y su combo han apretado el botón de la represión máxima. Pero solo están acumulando más errores y delitos a su prontuario. Arrojar bombas lacrimógenas a una clínica con el lazo de “¡Sigan atendiendo diputados!” es poco menos que criminal. Lanzarlas desde el vientre de un helicóptero es una canallada letal. Apostar francotiradores en dependencias del Estado para dispararles a los manifestantes solo logra envilecerlos ante la opinión del mundo. Perseguir con saña a manifestantes que ya fueron dispersados es morbo en la violencia. Soltar a sus colectivos para disparar a mansalva es una aberración recurrente. Enviar a un grupo de desadaptados a sueldo a la Basílica de Santa Teresa para intentar agredir al Cardenal Urosa y a fieles que gritaban “libertad” es un nivel de degradación inaudito.

 

 

 

A eso súmenle lo más grave e irreversible: el pulso detenido de Jairo Ortiz, Daniel Queliz y Brayan Principal, tres jóvenes asesinados por la represión. ¿De qué sirve que el gobernador Francisco Ameliach escriba un tuit diciendo que el policía que arruinó para siempre los 19 años de Daniel será puesto a la orden del Ministerio Público? ¿Acaso eso le devuelve la vida? ¿Acaso esos 140 caracteres le lavan la cara a Ameliach, el que alguna vez también tuiteó incitando a una repuesta “fulminante” contra los opositores? ¿Y quién le saca la bala del abdomen y le restituye la vida a Brayan, que con sus 14 años fue víctima de un país encrespado y fallido?

 

 

 

Escandaliza el silencio enorme de Nicolás Maduro ante esos asesinatos. Y el del Padrino López. Escandaliza que no alcen las manos y detengan a sus fieras. No sorprende, pero escandaliza. Perturba sobremanera que el Defensor del Pueblo solo escriba tuits de rechazo, no active una denuncia formal y no les exija categóricamente, sin medias tintas, a los esbirros armados que así no es, que así no resuelve la triste y asediada vida de los venezolanos, sino que se agrava cruelmente. Indigna que Tarek William Saab relativice toda afrenta de sus partidarios invocando episodios del pasado. El hoy de Venezuela es sumamente delicado. Si la represión insiste en subir sus decibeles solo habrá más muertes, heridas y detenciones, pero también más calle, indignación y revuelta. Y a todas estas, ¿quién detiene a los delincuentes que aprovechan el caos para agregar su propio caos?

 

 

 

¿De verdad, Nicolás Maduro, vas a seguir escamoteándoles a los venezolanos su derecho a tener comida y medicinas como el resto del planeta? ¿De verdad no te da ni un soplo de vergüenza la minusvalía de los hospitales y la pavorosa orfandad de los enfermos? ¿Te acostumbraste a ver a tu “querido pueblo” en colas infinitas para buscar comida y luego se las cambias por otra cola para entregarles un carnet que solo busca manipularlos? ¿No te abochorna eso ni un milímetro en la soledad del espejo donde te afeitas? ¿Te importan más tus estrategas de La Habana que la sufrida y hastiada gente de Venezuela? ¿No ves los videos en las redes sociales? ¿No observas la rabia y el dolor? ¿O solo ves la película donde imaginas marines gringos invadiéndonos por Camurí Chico?

 

 

 

No hay épica revolucionaria, Nicolás Maduro. Nunca la hubo. Aquí no hay ni su poquito de Playa Girón. Aquí el Che Guevara es un hombre disfrazado que ya hasta reniega de este desastre. La utopía la trocaron en saqueo. Carlos Marx terminó convertido en la cara de George Washington, porque eso es lo que más han hecho tus compañeros de sueño y resentimiento: robar dólares de todas las formas posibles.

 

 

 

Si eres tan demócrata, convoca las elecciones que nos debes. Respeta a la abultada mayoría que eligió un nuevo parlamento. Abre las cárceles de todo aquel preso por adversarte. Reconoce la hambruna, la ruina, el caos y la depresión monumental de todos los venezolanos. Te hinchas la boca hablando en nombre del pueblo. Entonces, haz feliz a ese pueblo. No te digo que renuncies, que ya sería demasiada fiesta. Te digo que olvides tus quince motores productivos que se oxidaron sin arrancar. Olvida las frases hechas, la retórica populista, el desenfreno militarista. Activa un solo motor. El de la democracia. Y que ella diga cuál será tu destino. Y el nuestro.

 

 

 

No escupas más insultos ni amenazas, Nicolás Maduro. No te desfogues dentro de un liquiliqui impostado. La tragedia es que ya nadie cree en tu palabra. Y eso es lo peor que le puede pasar a un político. Que hable y nadie le crea. Que hable y las palabras sean aire y decepción. Que hable y hunda un metro más al país. No hables más. Actúa. Diles a tus subalternos del CNE que anuncien la fecha de las elecciones regionales ya. Ordénales a tus uniformados y colectivos que no vuelvan a dispararle o reprimir a un ciudadano más. Acepta que a la AN la eligió el mismo pueblo que tanto invocas. Exígele a tu Contralor que revierta las inhabilitaciones políticas que tú mismo le ordenaste. Dile a tu impúdico TSJ que la función terminó. Acepta con humildad que no supiste. Ni pudiste. El país se te fue de las manos. Y terminó lanzándote objetos y maldiciones. El país es San Félix. El país dijo basta. Regálate una noche con tu conciencia. Quizás es el último chance que te queda antes de entrar al sótano de la historia.

 

 

La hora cero

Posted on: enero 29th, 2017 by Laura Espinoza 2 Comments

Estuve veinte días fuera del país con motivo de las fiestas navideñas. Veinte días donde sabía que los riesgos de morir asesinado se reducían en un 95%. Claro, el mundo ya no es un lugar seguro en ninguna de sus esquinas, pero la muerte ha conseguido en Venezuela a sus más entusiastas aliados. El fantasma del terrorismo islámico aún no nos ha alcanzado, pero igual ya no nos damos abasto con nuestros propios criminales, que son cuantiosos y diligentes. La muerte aquí obtiene sus mejores estadísticas porque el hampa no tiene días feriados en Venezuela. A la manera de Los juegos del hambre atravesamos nuestra propia jungla en zozobra, acechados, como trofeos de una cacería que nunca acaba. La sensación de estar en permanente riesgo de muerte es extenuante. El futuro en Venezuela no es un almanaque normal. Se cuenta en salidas y vueltas al hogar, en latidos por metros cuadrados, en noches ganadas a los depredadores.

 

 

 

A Venezuela la gobierna el hampa, en el sentido más amplio de la palabra.

 

 

 

Ustedes entienden.

 

 

 

Porque el que no respeta las reglas de una democracia está infringiendo la ley. El que permite que sus aliados saqueen las arcas públicas también delinque. El que gobierna y deja que las calles se conviertan en sangre es poco menos que un homicida culposo. El que tiene el poder para castigar y no lo ejerce es socio del delito.

 

 

 

Ante la violencia, el que la consiente es un criminal.

 

 

 

***

 

 

Durante mis días de asueto lo único que logré abolir en mi cerebro fue el sonido del chavismo. Porque el chavismo suena.  Suena a bramido y amenaza. A escarnio y cadena nacional. A ideología rancia, afectación y retórica militar. El chavismo es, sobre todo, el sonido de un resentimiento. Dentro del país es imposible escapar a su ruido. De esa eufonía descansé. Más allá de sus fronteras puedes prender la radio y oír música. Ver televisión y contemplar un programa completo. Sin cuñas alienantes ni consignas de odio. En las redes sociales las tendencias no las dominan los robots políticos y el insulto. En las calles no hay colectivos que agredan a sacerdotes o diputados. Mis tímpanos reposaron. Del resto, la ansiedad por el país seguía intacta. Incluso, se acrecentaba. Como quien sale de vacaciones y sabe que hay ladrones merodeando en los jardines de su casa, forzando las cerraduras y ya quizás probándose tus prendas y lanzándose de brazos abiertos en tu cama. Por eso, no dejé de asomarme a la marea alta de nuestras noticias.

 

 

 

En el extranjero, los venezolanos se tratan como gente de tierra arrasada. En cada conversación alguien insiste en hablar de la enfermedad. Porque hoy el país es una enfermedad.

 

 

Sin canciones para disimular en ningún lugar a la redonda.

 

 

 

***

 

 

 

Un joven venezolano cuyo oficio de inmigrante es embalar cajas en un door to door de Miami me cuenta su historia mientras coloca —como si armara un lego— papel higiénico, café, leche, libros, aceite, jabón y atún dentro de una caja.

 

 

 

“Mi novia llora todos los días. No se acostumbra”, me dice. “Aquí no hay vida social. Solo trabajo y gastos”, me dice. “En otra vida trabajaré en lo que me gradué”, se lamenta.

 

 

 

Ya más nunca seremos iguales. Tenemos la piel magullada. Se nos notan los rosetones, la lentitud, los rasguños en el habla.

 

 

 

De ser una futura Cuba, ahora somos su posdata. Vida en los márgenes. Historias de sofá cama. Gente que no tiene lecho propio. Que va de casa en casa, de amigo en amigo, mientras reúne algún dinero y un código postal. Mientras alcanza estatus de ciudadano.

 

 

 

Hay gente que le perdió la pista a la moneda nacional. Gente que no entiende cuánta cara de asombro debe poner cuando menciono el precio de un cartón de huevos. Gente que ya no sabe cuánto significa carísimo.

 

 

 

Por primera vez no me toca el hombro la nostalgia. Hoy, afuera, siento alivio y oxígeno. Sucede que uno se cansa de jugar a la ruleta rusa. Una parte de mí ya no quiere volver. Otra parte quiere insistir con su morral de ataduras y querencias.

 

 

 

A duras penas.

 

 

 

 

***

 

 

 

Coloco en las redes una foto de la cena de Navidad. La foto es austera. Sin alardes. Tres vasos plásticos rojos con algún líquido impreciso. Una furtiva hallaca sobre más plástico. Y las sonrisas de dos parejas que no van más allá de ser las expresiones para una foto. Siempre mentimos un poco en cada foto. Estiramos los pliegues, replegamos el abdomen, congelamos el espejismo de una perfección que nunca triunfa. Dos o tres personas se sintieron ofendidas. Ante tanta miseria colectiva debemos esconder los  rituales y celebraciones. Un paro general de la alegría,  pretenden algunos.

 

 

Como si eso derrocará al dictador y su jauría.

 

 

 

***

 

 

Esta vez ya ni siquiera mis amigos desplegaron sus análisis de cómo salir de la pesadilla. Ni siquiera se hizo el inventario de errores. Como si ya la condena fuera irreversible. Ya nadie nombró a Ramos Allup, a Capriles, o a Voluntad Popular. Todos asumían al país como un error consumado.

 

 

Tristes al fondo de los tragos.

 

 

El país como un rastro de comida oscura entre los dientes.

 

 

 

 

 

***

 

 

Cierras paréntesis y toca regresar. En el aeropuerto de Miami una multitud atesta los mostradores de la línea aérea Santa Bárbara. Hay un caos en proceso. De tres aviones en servicio, dos se han dañado (cada uno con capacidad para 200 pasajeros). Solo se encuentra operativo el más pequeño. Las matemáticas no dan. ¿Cómo encajar 500 pasajeros dentro de un avión donde caben 100?

 

 

 

Es una muchedumbre varada, huérfana de atención. Nadie da información oficial ni ofrece disculpas. Hay pasajeros que están desde el día anterior y aún no saben qué va a pasar con ellos. Muchos entregaron sus maletas y no tienen cómo cambiarse de ropa o cepillarse los dientes. Los lobbys de los hoteles cercanos están colapsados por la imprevista avalancha de pasajeros abandonados a su suerte. Ya hay varios vuelos acumulados. Hay hartazgo, rabia,  gente desesperada. Nadie sabe qué día logrará regresar al país. La agenda de vida de 500 personas debe reescribirse. Un caraqueño me comenta: “¡Y de paso tenemos que pasar por el purgatorio para llegar al infierno!”.

 

 

 

Ni siquiera afuera el país funciona.

 

 

 

***

 

 

 

El aterrizaje es forzoso. El país te recibe, pero no hay brazos abiertos, sino caídos, magullados, famélicos. Debes prender tus radares de nuevo. Olvida el asfalto de Florida, que no conoce de huecos. No hay una sola calle de Caracas que no esté herida. Zanjas, agujeros, alcantarillas rotas. Otra vez debes estar atento al zumbido de los motorizados. Ve a los lados, adelante, atrás, no te descuides, oculta tu celular, maneja rápido, huye de la noche. Otra vez las colas en farmacias y supermercados. Otra vez los medios invadidos por insultos y amenazas. Has vuelto al sonido del chavismo.

 

 

 

 

***

 

 

Y entonces, al primer amanecer, viene la muerte a decirte que sigue siendo la dueña de las calles.

 

 

 

Se repite la ecuación: asesinan a una figura mediática y se activan los estribillos de protesta. Pasa esta vez con el joven periodista de Televen, Arnaldo Albornoz. Todos los que tenemos ventanas públicas agitamos nuestra rabia porque lo conocíamos. Pero también se estremecen las ventanas íntimas de miles de anónimos ciudadanos que mueren acribillados en sus propios hogares, en el asiento de sus carros, en las esquinas de sus barrios o edificios. Durante 48 horas el nombre de Albornoz será tendencia en las redes. Decimos ya basta y no pasa nada. Nos ofuscamos durante tres días y no pasa nada. Declaramos nuestra irritación, levantamos pancartas, y no pasa nada.

 

 

 

Luego nos mudaremos a otra mala noticia.

 

 

 

***

 

 

 

Mientras, el régimen se hace el loco, el sordo, el ocupado.

 

 

 

Ocupado en no perder su botín.

 

 

 

Por eso su principal programa de gobierno es la amenaza. Nos amenaza el Presidente por adversarlo. Nos amenaza la ineptitud de cien ministros. Nos amenazan los colectivos armados con sus cabillas ideológicas. Nos amenazan las megabandas con sus armas largas y humeantes.

 

 

 

Al régimen no le importan nuestros muertos, enfermos y exiliados. No lo conmueven el hambre, la ruina y la tristeza nacional.

El régimen está ocupado dibujando su propio espejismo.

 

 

 

***

 

 

 

El hampa nacional tiene muchos rostros.

El hampa tiene una pistola en la sien de cada uno de los venezolanos.

 

 

 

Nos asaltaron la vida.

 

 

 

Los seguidores del chavismo tienen que terminar de entenderlo: Chávez ya no vive. Solo vive el mercadeo político de su recuerdo. La revolución mutó en saqueo histórico. Y lo que sigue es más ruina. A estas alturas del desastre, es imperativo plantearnos si realmente vamos a aceptar otro año más de vandalismo y exterminio. Si vamos a tolerar más errores y requiebros de la oposición. Si vamos a hacer de la paciencia la mortaja de nuestros sueños.

 

 

 

Si eso ocurre, habremos transgredido nuestra dignidad y, presos en la resignación, le regalaremos el sentido de nuestra existencia a la jauría.

 

 

 

No acepto que mi destino lo determine un accidente llamado Nicolás Maduro. Ni su camarilla de resentidos, ahora millonarios. No nos lo merecemos. Ninguno de nosotros.

 

 

 

¿Seremos capaces los venezolanos de convertir nuestra  miseria en un acto definitivo de redención? ¿Alcanzaremos a reaccionar masivamente? ¿Lograrán estar finalmente al nivel de las circunstancias los líderes de la oposición? ¿Sabremos comprarle el ticket de regreso a la democracia y colocarle una lápida a la dictadura que nos gobierna?

 

 

 

Se nos va la vida en esas preguntas.

 

 

Sobre todo en sus respuestas.

 

 

Es la hora cero de Venezuela.

 

 

Leonardo Padrón

@Leonardo_Padron

Los otros

Posted on: diciembre 4th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

Los países van cambiando, como la gente, como la historia. Como esa embocadura de noticias que es la tecnología

 

 

Nunca como en estos tiempos había sido tan difícil ser venezolano. La cédula de identidad se ha vuelto una lámina opaca y ruinosa. Nuestra historia reciente nos ha confrontado severamente con nuestro gentilicio. De ser un mapa de ciudadanos ostentosos, alegres y altivos somos hoy un territorio por donde deambulan a sus anchas el hambre, la aflicción y la violencia. De ser los más simpáticos del continente somos los más ruidosos en la depresión. Estamos viviendo el desencanto de ser venezolanos en el siglo XXI. Y para muchos eso ha significado quemar las naves, bracear hacia el exilio, buscar otra orilla para reinventarse la vida. Los anfitriones de antes son los desterrados de hoy. Los huérfanos de patria.

 

 

***

 

¿Pero dónde queda la patria? ¿Queda en Chacao, en los cerros de Petare, en Naguanagua, en el hervor de Maracaibo, en la curva infinita de Choroní? ¿Queda en la postal del Salto Ángel? A todas estas, ¿cuántos venezolanos hemos estado realmente en sus aguas? ¿Cuántos selfies nos hemos hecho con un araguaney a nuestras espaldas? ¿Hemos construido nuestra infancia rodeados de tucanes y estepas llaneras? Una estricta mayoría solo entona esas palabras en canciones y arrebatos de frontera. Entonces, ¿dónde está eso que llamamos patria, que hace que tanta gente muera por ella, se despeche por ella, o se oculte de ella? ¿Está en ese tótem caraqueño que es el Ávila? ¿Está en los pinchos de sospechoso origen del Estadio Universitario? ¿En la entrañable Polarcita? ¿En la garganta de Oscar D’León, en las arepas de medianoche, en el humor eterno, en esa tragedia que llaman la viveza criolla? ¿Está en el miamoreo, en el buenos días con queso guayanés, en el chalequeo sin pausa? ¿En el oropel devaluado del Miss Venezuela? Quizás está en todos esos lugares y en ninguno. Quizás la patria es como el alma, un algo intangible, un territorio invisible que circula por nuestras emociones de forma escurridiza y magnífica.

 

 

***

Hoy son muchos los que se han ido del país con las cenizas de lo vivido en el equipaje. Unos han sabido pasar la página, como quien supera una capitulación amorosa luego de un largo desfile de sollozos. Otros se han quedado atascados en la nostalgia. Y hay quien ha preferido renunciar de raíz a su propia raíz. Todas son formas de supervivencia. Porque irse de tu geografía tiene mucho de orfandad. Y ante ese frío mortal cada quien decide abrigarse como quiere. O como puede.

 

 

 

En estos años, tan marcados por la sensación de fracaso como sociedad, hemos aprendido a odiarnos. Y denigramos de lo nuestro. Y nos parece risible ser hermanos de la espuma, de las garzas y de las rosas (que tampoco es que son muy autóctonas las rosas). Y vemos por encima del hombro nuestro propio pasado. Y nos acusamos de vulgares y rústicos. Y decimos que somos demasiado maracuchos o excesivamente caraqueños.

 

 

 

Muchos afirman que el país donde nacieron ya no existe. Y es verdad. Pero tampoco es el de Guaicaipuro, ni el de Bartolomé de las Casas, ni el de Miranda o Boves, ni el de Teresa de la Parra o Rómulo Betancourt. Ni siquiera el de Reverón, Cabrujas o Vicente Gerbasi. No es el país de nuestros ancestros, ni será el de nuestros nietos. Los países van cambiando, como la gente, como la historia. Como esa embocadura de noticias que es la tecnología.

 

 

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Hay quien argumenta que es absurdo quedarse en un país que se hunde cien metros cada día. Que salvarse es lógico. Y sí. Uno tiene derecho a salvarse. Pero también tiene derecho a decidir si lo hace adentro o afuera.

 

 

 

Hay quien justifica su decisión de irse juzgando a los que se quedaron. Y también existe el terrible viceversa. Hay quien se atreve a prohibirle a todo el que esté afuera que opine, sugiera o se duela. Y está el que a millas de distancia decreta la mejor vía para llegar triunfalmente a Miraflores.

 

 

Hay tantas maneras hoy de ser venezolano.

 

 

Condenarnos unos a otros es un ejercicio infecundo y pernicioso. En rigor, es tan difícil irse como quedarse. Es imposible sobrevivir sin heridas a cualquier decisión que se tome. Sabemos que el verdadero exilio es emocional.Que la mente se va primero que los pies. Que el corazón gestiona sus propios pasaportes. Que podemos divorciarnos del país así sigamos durmiendo bajo su misma luna. Y también ocurre que hay quien ya en otra orilla no deja de destilar la punzante noción de desarraigo. Ocurre que el afuera te puede deformar la mirada. O afinártela. Todo depende de la forma en la que te asomes al país. Y de la ventana que elijas.

 

 

 

Pero  el rizo se hace más doloroso cuando terminamos condenando a un gentilicio entero por los desvaríos de un grupo de bandoleros que corean estribillos revolucionarios. Y por nuestra torpeza o desencuentro para conseguir el remedio a esta desventura monument

 

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Nadie puede abandonar a un país del todo. Adonde vayamos, él irá con nosotros. Nos acompañará en la manera de descolgar nuestra risa, en la cadencia del habla, en el ímpetu de los abrazos, en el baile y en el paladar, en esa forma de ser cercanos y excesivos. Seguiremos siendo caribes en las calles de Lisboa o Montreal. Caraquistas o magallaneros en los suburbios de Berlín o en el metro de Nueva York. Vinotintos en la derrota y en el gol de última hora. Ruidosos y entrañables. Permisivos, sensuales e irresponsables. Pónganos usted el huso horario, la dosis de nieve, el idioma que desee, igual seremos lo que no tenemos más remedio que ser, a mucha honra para millones, a tanta pena para otros: venezolanos. Como lo diría un colombiano: supremamente venezolanos.

 

 

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El hecho es que se nos anda desgajando el corazón por los amigos que  parten  cada semana, los vecinos que  migran en  manada, los profesionales que saltan al vacío del quién sabe. Hoy discutimos en todas partes sobre esa herida en progreso que es el éxodo venezolano. Pero ese conflicto —hay que decirlo— solo lo tiene un sector de la población, pues para ejecutar esa operación de alto impacto ciertas condiciones aplican.

 

 

En cambio los otros, millones de otros, están rudamente entrampados en una pesadilla de distinto calibre. Una muchedumbre que sobrevive con el golpe seco de la resignación en su pecho. Esos otros no hablan de España, Panamá o Chile. Es una duda a la que no tienen acceso. Se montan unos sobre otros y no ven las costas de Florida. Se empinan. Se encaraman. Y nada. No ven más que incertidumbre en el paisaje de sus próximos años. Por más que lo deseen, no pueden irse. El mundo es del tamaño de su barrio, pueblo o caserío. Del grosor de su bolsillo. El pescador de Juan Griego, el agricultor de Timotes, el jornalero de Zaraza, el indígena de la Guajira, el motorizado de Catia, cada uno de ellos y su profuso entorno están atrapados en esta emboscada de la historia. No hay puerta de escape para ellos. Ni escalera de emergencia. Ni foto posible en el aeropuerto de Maiquetía.

 

 

Irse no es el dilema de sus insomnios.

 

 

 

***

 

Los otros son muchos rostros. Rostros que hacen ocho horas de cola para comprar migajas de comida. Que ruegan a Dios de lunes a lunes. O que piensan que Dios está demasiado distraído. Los que no saben ni sabrán lo que es un Walmart, una clínica en Houston o un colegio en Madrid. Son los que se quedan porque no queda otra. Porque la vida no les alcanza para más.

 

 

 

Y están también los otros. Los que gritan patria con dólares a 6,30. Los que viven en clubes, aviones y capitales del primer mundo en nombre de Chávez. Los inescrupulosos. Los que decidieron saquear la última gota de petróleo en nombre de un resentimiento.

 

 

 

Se nos anda desgajando el corazón todos los días.

 

 

 

En nombre de los que lograron irse y no volverán. De los que apuestan por la migración del retorno. De los que reniegan del país. De los que lo añoran hasta el temblor. De los que se han enriquecido hasta la indecencia. De los que ya son cadáveres de un pillaje llamado revolución. De los que insistimos porque queremos. O porque no hay más remedio que insistir.

 

 

***

 

Son tantos los otros que somos todos. El país. Todos. Tan distintos y tan en la misma palabra: Venezuela. La palabra que vamos a recuperar a pesar de tanto. La palabra que nos arropa y empina. La que decimos cuando preguntan de dónde venimos. La que pronunciamos cuando nos interrogan sobre tanta nostalgia. La palabra donde hemos sido mejores y necesitamos volver a serlo.

 

 

 

La patria, eso tan intangible y contundente, cabe en cuatro sílabas. Y todos, nosotros y los otros, los otros que somos todos, nos contenemos en ella.  Y la convertiremos, así sea con dolor y terquedad, en una forma de victoria. No tenemos otra opción. No hay otra contraseña posible.

 

 

Leonardo Padrón

País por Cárcel

Posted on: octubre 30th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

 

A las 4 de la madrugada sonó el teléfono. Marcelo se removió en la cama y apagó la alarma. Creyó que el amanecer había llegado precozmente. Pero el teléfono insistió. Su mujer le aclaró que era una llamada. Entonces respondió. “¿Puedes venir a ayudarnos? Nos están allanando”, le dijo una voz que aún no reconocía. Marcelo Crovato es abogado penal. Los problemas de sus clientes no tienen horario. Se levantó de la cama para cumplir con su labor. Nunca pensó que esa llamada le iba a cambiar la vida.

 

 

 

Era el 22 de abril del 2014. Un período de protestas de calle y feroz represión. Marcelo vivía en pleno Chacao, el ojo del huracán en  tiempo de guarimbas. Mientras se vestía recordó que ese sería apenas el segundo caso que tomaba de ese cliente. En rigor, era al revés, Marcelo Crovato era el verdadero cliente, pues Ignacio Porras era el dueño de la lavandería que frecuentaba.

 

 

 

Su destino quedaba apenas a dos cuadras. Al llegar, los funcionarios lo interpelaron con aspereza: “¿Usted qué busca aquí?”. Mostró su credencial de abogado: “Fui requerido por la persona que ustedes están allanando”. La frase no cayó bien. La razón del procedimiento era vaga: “Esta gente está apoyando a los guarimberos”. Apoyarlos podía limitarse a darles agua, alimento, cobijo, o simplemente abrirles la puerta del edificio para evitar la furia de la razzia policial. Al rato, le pidieron que los acompañara al comando para terminar de hacer las actas. Incluso le ofrecieron un puesto en una de las patrullas: “para que se venga más cómodo”. Una trampa. Cinco horas después, en el comando, le anunciaron que estaba detenido por los delitos de instigación a desobedecer las leyes, intimidación pública, asociación para delinquir y obstrucción de vías.

 

 

 

En breve fue parte de un circo. Encapuchado y esposado, junto a 8 personas más, lo habían colocado detrás de Rodríguez Torres, entonces ministro del Interior, quien ofrecía una rueda de prensa: “He aquí a los terroristas organizadores de las guarimbas en el municipio Chacao”. A Crovato se le secó la boca. Se vio tentado a quitarse la capucha y denunciar el exabrupto. Pero entendió que las consecuencias podrían ser funestas. A fin de cuentas, todo era un error.

 

 

 

El error se prolongó tanto que terminó recluido en Yare, una siniestra prisión destinada para delincuentes comunes.

 

 

 

“Esto no tiene sentido”, es la frase que ha retumbado durante dos años y medio en la mente de Marcelo Crovato, abogado del Foro Penal Venezolano y uno de los tantos presos políticos del régimen de Nicolás Maduro.

 

 

 

***

 

 

Cuando Elky Arellano vio por televisión que su marido era acusado de terrorista y que iría a la cárcel entró en crisis. Se le abrió el piso. No pudo dormir esa noche en la cama de siempre. No le pasaba la comida. Se mudó con sus hijos de 3 y 6 años de edad a casa de la abuela. Ellos no entendían la ausencia repentina del padre que los llevaba al colegio, al parque, a todos lados y, de repente, la nada. Por instinto, mintió. Les dijo que su padre se había ido de viaje de trabajo. La mentira crecía al ritmo que se prolongaba el tiempo en prisión. El mayor comenzó a romper su ropa, tuvo desajustes de conducta, entró en depresión. Un día, le comentó al menor: “Papá no va a volver, porque está muerto y nadie nos lo quiere decir”. Un psiquiatra le recomendó decirles la verdad. Y lo hizo, pero jamás se atrevió a llevarlos a ver a su padre en la sordidez de una cárcel como Yare.

 

 

 

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Una paradoja inquietante acompañaba el traslado de Marcelo Crovato a prisión. Él había sido el director de Yare 1 y 2 en 1999. Un antecedente que podía convertirse en sentencia de muerte. Si algún prisionero se enteraba que ahora era un recluso más en Yare 3 podía cobrarle alguna vieja factura.

 

 

 

Como abogado que era, insistía en su derecho a leer su expediente. Se negaban reiteradamente, hasta que un día dejaron caer sobre sus ojos un fajo de mil páginas y le advirtieron que solo tenía diez minutos para leer esa montaña de papel. Crueldad, lo llaman.

 

 

 

Marcelo Crovato estuvo 10 meses preso en Yare 3. Dormía en una colchoneta tan delgada como un papel. La comida era infame. El desayuno era una arepa triste, sosa, sin relleno. Prefirió comer solo lo que le trajera su esposa. Intentó lidiar con el ocio mortal de los encierros. Aprendió a tejer bolsos y carteras. Tragaba libros como si fueran caramelos para el cerebro. Llegó a hacer sudokus con una velocidad pasmosa. Se convirtió en el abogado interino de muchos presos. Los asesoraba, les redactaba documentos. Pero aún así, Marcelo cada día descendía un peldaño más en el pozo de la depresión. La separación de sus hijos le tenía el ánimo destrozado. Cuando lograba hablar con ellos por teléfono, tenía luego que esconderse. En las cárceles no son bien vistas las lágrimas. En una ocasión, un recluso le permitió entrar en su celda, le prendió un viejo ventilador y lo dejó solo, rumiando su llanto.

 

 

 

Un día advirtió una extraña mancha en su pie. No le gustó lo que vio. Pidió con urgencia un chequeo. Lo ignoraron olímpicamente. Angustiado, se declaró en huelga de hambre. Al psiquiatra del penal le expresó que la única solución a todo lo que le ocurría era una espada. El médico no entendió. Él le explico el código de los samuráis. Le detalló la forma adecuada para suicidarse. Las alarmas se activaron. Entonces apareció la asistencia médica tantas veces negada. Tres médicos concluyeron lo mismo: había serias posibilidades de que fuera cáncer de piel. Era el peldaño que le faltaba para llegar al hueco más oscuro de la depresión. Dejó de asearse. La barba le creció desprolija. Se echó al abandono. Al poco tiempo se declaró en huelga de hambre nuevamente. Los reclusos le decían: “Come, abogado, nosotros no vamos a decir nada”. Fue tajante: “Si traiciono la huelga de hambre ustedes no me van a respetar”.

 

 

 

Todos esperaban lo peor. El suicidio o la muerte por inanición. Un día un recluso le anunció lo inesperado: “Abogado, te vas”. Él pensó que era un chiste. Al rato se escuchó un grito en el penal: “¡Agua en la torre!”, el código que alerta sobre la entrada de custodios. Traían la noticia. En un acto de “clemencia”, la Fiscalía le otorgaba la medida de casa por cárcel. Cuando iba en la ambulancia que lo trasladaba a Caracas, susurraba tangos y canciones de scouts. Luego de diez meses salía con 25 kilos menos, psicológicamente arrasado por un suplicio injusto y con sus derechos humanos violados. Hablamos de un hombre cuyo delito era justamente defender los derechos humanos de tantos estudiantes torturados y presos.

 

 

 
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Marcelo Crovato vive ahora los rigores de la prisión en su  apartamento de 90 metros cuadrados. Está de nuevo con su esposa e hijos. Ha vuelto a dormir en su cama y usar su propio baño. Pero tiene prohibido pisar la calle. Marcelo vive en un viejo edificio cuyas ventanas dan a las paredes de otro edificio que está tan cerca que todo lo convierte en sombra. Ni estirando el cuello logras ver un trozo de ciudad. No hay ni un centímetro de sospecha del Ávila. La sensación de claustrofobia es brutal. Y ya lleva un año y 7 meses en esa situación. Le falta aire, espacio, vida. A estas alturas, aun no se ha realizado la audiencia preliminar de su caso. Todo está paralizado. Es un hecho, Marcelo Crovato sigue preso.

 

 

 

Por esa razón el peso de sostener el hogar recae totalmente en Elky, quien también vio minada su salud luego del devastador evento. No les alcanza lo que gana para alimentar a cuatro personas. Marcelo ha seguido tejiendo bolsos para obtener algo de dinero. El grupo familiar entero está bajo tratamiento psiquiátrico. Todos se sobresaltan cuando suena la puerta: “¿Será el Sebin?”. Les aterra que lo regresen al infierno. Sus hijos aún no entienden por qué los domingos cuando salen a jugar futbol su papá se tiene que quedar en casa, paralizado, inerte. No entienden tantos agravios contra un hombre inocente.

 

 

 
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Para colmo, la mala suerte le busca camorra. Un día Marcelo veía televisión en la sala de su casa. Tenía la puerta abierta como un gesto cortés con la mujer policía que esa tarde vigilaba desde el pasillo el cumplimiento de su pena. Ella fue un segundo al baño del vecino. En el campo visual de Marcelo apareció una pistola. Eran cuatro delincuentes. Lo maniataron y encerraron en la habitación de sus hijos. No atinaban a creerle que fuera un preso político. Hasta que apareció la mujer policía y hubo un disparo, forcejeo, golpes. Huyeron robándose lo poco que había para llevarse. Como si faltaran malas noticias.

 

 

 
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Quien me relata toda esta historia es su esposa. Él tiene prohibido declarar a los medios. Su vida, su carrera profesional, su relación con el mundo ha sido dinamitada. Así, cómo él, están los otros presos políticos que tienen casa por cárcel. Su historia ratifica que los derechos humanos en Venezuela siguen hundidos en el sótano de las vilezas. Hoy, con todo lo ocurrido en estos días, ya casi nadie niega estar bajo una dictadura. Pero para Marcelo Crovato la dictadura empezó el 24 de abril del 2014.

 

 

 

Por este venezolano, por los más de cien presos políticos, por los que viven la hora más disminuida de sus vidas, por los hambrientos, por los enfermos sin asistencia, por las víctimas de la violencia, por todos los que hoy somos sufrientes del régimen de Nicolás Maduro, no podemos claudicar ni un minuto en la ambición de recuperar nuestros derechos fundamentales y la libertad de elegir o cambiar a nuestros gobernantes. Nuestro derecho a tener una vida. Porque esta revolución no lo es. Esto es oprobio. Esto es cárcel. Y ya millones de venezolanos decidieron romper los barrotes. Porque el país no acepta más casa por cárcel.

 

 

 

Leonardo Padrón

“La difícil voz

Posted on: julio 31st, 2016 by Laura Espinoza No Comments

 

 

La paradoja es la dueña del país. La tierra de gracia: inventario de desgracias. Las rutinas: episodios en vías de extinción. Venezuela es noticia en el mundo porque se ha convertido en un país raro y doloroso.

 

 

En todas las esquinas se habla de crisis humanitaria mientras el gobierno empuña un discurso que excluye la realidad. Nicolás Maduro pregona el diálogo con la gramática del insulto. Alardea del arranque de los 15 motores productivos y solo se escucha la turbina de la escasez. Es justamente en este momento histórico -en el que nos sentimos irreconocibles-que cobra mayor sentido el rol del periodismo ante el ser colectivo.

 

 

Hemos visto cómo la celebración del día del periodista tuvo más aire de quejumbre que de fiesta. Obvio. No hay mucho que celebrar en un país donde el periodista es visto por el poder como un enemigo mortal. En rigor, el periodista siempre ha sido una espina incómoda para los gobernantes de turno. Un mal necesario, dirán algunos. Ha sido así siempre: mientras el poder fabrica espejismos, el periodista suele derribarlos. Todo buen periodista es, por definición, un antídoto contra la mentira.

 

 

Pero en Venezuela esta tensa relación entre periodismo y poder ha alcanzado ribetes de gravedad extrema. Cualquier inventario de los agravios sufridos en estos tiempos arroja un saldo de escombros. Uno de los episodios más punzantes fue el cierre de RCTV, uno de los canales de televisión de mayor linaje en Latinoamérica. A otros canales se les obligó a bajar la cabeza (y a veces, a abrir las piernas) con la misma amenaza de no renovación de la señal radioeléctrica. Otros más fueron comprados con el turbio dinero de la corrupción. Compraron el silencio de sus teclados, la opacidad de sus criterios y el blackout de sus cámaras. La radio ha sufrido una mortandad igual de pavorosa. Son decenas de emisoras clausuradas y otras que subsisten bajo el signo de la ilegalidad por tener la concesión vencida. Si giramos la mirada hacia la prensa escrita, el paisaje es igual de alarmante. Basta invocar el asedio a un icono de la prensa escrita como El Nacional; la puñalada a Tal Cual; el cierre de El Carabobeño, con 82 años de historia; la condena a 4 años de prisión del director delCorreo del Caroní, por los reportajes sobre la corrupción en Ferrominera, hasta el informe de la ONG Expresión Libre que ha inventariado en los últimos 3 años el cierre de 22 periódicos por falta de papel. 22 obituarios contra la libertad de expresión.

 

 

Mientras tanto, el presidente de Conatel, William Castillo, con insuperable desparpajo, declara esta semana en Chile que en Venezuela hay absoluto respeto a la libertad de expresión. Mientras tanto, Ultimas Noticias borra de sus archivos digitales un reportaje ganador de premios internacionales que puso al descubierto a los verdaderos protagonistas de la violencia el 12 de febrero del 2014.

 

 

Pero en el inventario de bajas también están los propios periodistas. Cada cierre de un medio implica el despido de enjambres de comunicadores. Algunas figuras emblemáticas han sido desterradas de la televisión por la mala costumbre de ser incómodos y penetrantes. Otros han tenido que reinventarse desde un distinto huso horario o código postal, porque han sido perseguidos y amenazados con cárcel. Todavía están demasiado frescas las agresiones físicas a periodistas y reporteros gráficos en las calles del centro de Caracas el pasado 2 de junio, cuando solo buscaban informar sobre las protestas de un pueblo con hambre.

 

 

Hacer el inventario agota. Y asombra. No solo por la inquina del gobierno contra todo lo que huela a información veraz, sino por la actitud de cientos y cientos de periodistas que no se han permitido vender ni un milímetro de conciencia. En cambio, han tenido que asumirse como corresponsales de guerra en un campo de batalla.

 

 

“Prensa burguesa”, esa es la etiqueta que Nicolás Maduro le ha endilgado al periodismo independiente. Un adjetivo que unta, como mantequilla, a todo lo que puede. Entonces, en un chasquido de dedos, todos los comunicadores se vuelven sospechosos, traidores a la patria, sumisos amanuenses del imperio.

 

 

Decía Victor Hugo que la prensa es el dedo indicador. El que señala la realidad. Pero para que funcione, debe ser ejercido en libertad. A los periodistas venezolanos les ha tocado, en estos 17 años, replantearse el oficio, aguzar sus métodos, templar el carácter. Nunca había sido tan peligroso informar en este país. Así mismo, ha sido lamentable ver a ciertos periodistas sucumbir a las veleidades del poder. Astilla el ánimo ver cómo aquellos que alguna vez fueron referentes, hoy -desde sus nichos (la dirección de un periódico, un programa de televisión) – hacen de su talento un ejercicio de cinismo y un maridaje inescrupuloso con el régimen.

 

 

“También la verdad se inventa”, escribió alguna vez el poeta Antonio Machado. La hegemonía comunicacional pretende eso: una verdad distinta. Los medios oficiales se han hecho expertos en dibujar paraísos artificiales. Silenciar lo inconveniente y satanizar las críticas, he allí sus primeras tareas en agenda.

 

 

Pero todo periodista genuino es un adicto a la verdad. Interpelar, denunciar al que patea los derechos humanos, al gorila que tortura, al gobernante sin escrúpulos, ese es su manual de uso. Por eso siempre tendrá una creciente colección de enemigos.

 

 

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Un buen periodista debe enamorarse de su idioma como su mejor amante. Debe convertir a la calle en su sala de redacción. Sacudir las telarañas que generan la costumbre y la pereza. Reinventarse a cada tanto. Olvidarse de la objetividad artificial y de la subjetividad tarifada. Dudar siempre. Ser más obstinado que su propio miedo. Defender endemoniadamente la libertad de expresión.

 

 

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El periodismo, en esta sobredosis que es hoy la aldea global (Kapuscinski desecha la metáfora de McLuhan y habla de cosmopolitismo global), se ha llenado de aliados pero también de riesgos. Sucumbir a los cantos de la tecnología en desmedro de la investigación es uno de ellos. Se celebra la aparición de tantos portales de noticias, pero vale la pena advertir que a veces, demasiadas veces, parecen clones de sí mismos. Portales donde se replican unos a otros informaciones cargadas de levedad, prisa y sequía de datos. El gran riesgo es que así el periodismo se vuelve uniforme, predecible, y peor aún, mediocre.

 

 

En tiempos de periodismo cibernético ya no importa seducir al peatón que se detiene ante el kiosco de la esquina. Ahora se busca que el dedo del navegante haga click en un titular excesivamente aliñado, para que se asome y así cantar victoria. Cuidado. La verdadera victoria es un reportaje bien hecho, un artículo sólido, una crónica indispensable, una noticia dada con responsabilidad. Cuidado con las trampas que se riegan en el camino buscando la atención del lector. Son trampas en ambas direcciones.

 

 

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El periodismo es una profesión que debe reflexionar sobre sí misma permanentemente. No puede tener recelo en señalar sus propios errores o negligencias. Distorsionar la verdad en aras de una lectoría mayor es un delito moral. Difamar, arrojar dicterios, condenar sin pruebas es una acrobacia de baja calaña que no debe llamarse periodismo.

 

 

Hoy en día, como me lo comentara Jorge Lanata, muchos estudiantes de periodismo están “más preocupados en ser famosos que en ser buenos, no se dan cuenta que siendo buenos igual serán famosos. Lo que pasa es que ser bueno lleva más trabajo”.

 

 

Uno de sus desafíos, en estos tiempos de avalancha informativa, es no abandonar la noticia que apenas nace. ¿Cuántas veces un escándalo de corrupción muere a los pocos días, sepultado por las nuevas estridencias de la realidad? El reportaje que merece seguimiento es abandonado porque ante el domingo se impondrán las noticias del lunes y luego el revuelo del martes y más tarde los tubazos del miércoles. Y entonces la denuncia inicial se vuelve remota y queda cubierta por el olvido. ¿A quién ayuda eso? Al ministro experto en sobreprecios, al militar con las manos en la harina, al petrolero amigo de los guisos.

 

 

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Nunca como hoy es tan cardinal el rol del periodista en Venezuela. Le toca ser el custodio de la verdad en un territorio donde la mentira posee mucho dinero, exceso de micrófonos y kilos de poder. Los ojos del periodista deben tasar la degradación y la honestidad, el abuso y el aviso, la barbarie y la justicia. Para sobrevivir al acoso del autoritarismo debe reinventarse, hacer pactos indeclinables con el ingenio.

 

 

El periodismo necesita con urgencia recuperar la libertad de decir. Le ha tocado lidiar con un Estado que niega todas las crisis y cuando las reconoce se las endosa, no pocas veces, a los mismos medios. Así, la inseguridad es solo una sensación que los Runrunes de Bocaranda multiplican. El desabastecimiento está magnificado por La Patilla. La escasez de medicinas es una matriz de opinión alentada por El Nacional. La crisis hospitalaria es un delirio febril de César Miguel Rondón. La emergencia eléctrica, pura insidia de El Carabobeño. Argumentos que intentan disimular, inútilmente, el fracaso del Estado.

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Venezuela es un jeroglífico que desea descifrarse. En tal coyuntura, al periodista le toca ser el traductor de la complejidad, apostando su propio pellejo dentro de un turbio laberinto de intereses. Arthur Miller dijo alguna vez que un buen periódico es una nación hablándose a sí misma. Y justamente eso necesita el país, no sucumbir a la afonía, no perder la voz que denuncia y cuestiona. Por eso celebramos y esperamos que los hostigados y golpeados periodistas venezolanos sigan manteniendo -tercamente- su pacto a fuego con la difícil voz de la verdad.

 

 

 

 Leonardo Padrón 

@Leonardo_Padron

Contra la desesperanza

Posted on: junio 19th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

«Hemos sido invadidos por los bárbaros y ahora sufrimos una nueva invasión»

 

 

 

A nadie le gusta lo que ocurre hoy en Venezuela. Ni siquiera a los líderes de la revolución, por más que lo disimulen. Ni a sus afiliados a sueldo. La vida no es así. No como se conjuga hoy. Esta desazón cotidiana. Este asunto exasperante que es  alimentarse. Este bingo extremo que es salir a la calle y rogar que la muerte no cante tu nombre en la próxima esquina. Este tajo de enfermarse y entrar en el galpón de los desdeñados. Esa turbulencia que es la falta de luz. Este disturbio de malas noticias que hoy definen al país.

 

 

 

Hemos sido invadidos por los bárbaros y ahora sufrimos una nueva invasión, la de la desesperanza. Hay que decirlo: los venezolanos estamos heridos. Tenemos sangre en el ánimo. Hemos recibido una ráfaga de disparos en el optimismo. La fragua ha sido muy extensa. Nos hemos caído y levantado muchas veces en estos 17 años del fallido y trágico experimento político de Hugo Chávez. La democracia ha ensayado múltiples cartas para recuperar su espacio. Marchas, protestas, huelgas, elecciones, paros, firmas, revocatorios, resistencia civil y más elecciones. Casi todo se ha hecho. Incluso, lo indebido y lo torpe. Pero los bárbaros han resistido con las armas del fraude y la coacción. Y mientras tanto, los desatinos de su incompetencia y dogmatismo han aproximado al país a la hora de los desahuciados.

 

 

 

Hoy, la población ha entendido el tamaño de la estafa. La redención de los excluidos nunca ocurrió. Por eso el revocatorio es tan importante. Por eso los bárbaros —en riesgo de perder el poder— ejercen su furia. El autoritarismo grita su sinrazón. Lo que debe llamarse dictadura comienza a serlo sin rodeos.

 

 

 

El régimen ejecuta acrobacias de ilegalidad para impedir el revocatorio. Ha sido tal el descaro que ha logrado que muchos pierdan la convicción ante la clara herramienta constitucional que poseemos. Nos quieren deprimidos, exánimes, listos para la rendición. Cada vez que declaran que no habrá referéndum este año solo buscan el desánimo general. Para eso invocan a sus oradores más hábiles, expertos en el arte de la confusión. El poder, arrinconado en su fracaso, muestra sus colmillos, ladra, bota espuma. Y también muerde: encarcela, reprime, dispara.

 

 

 

La misión de los comisarios del régimen es destruir cualquier entusiasmo democrático. Hacerlo burbuja de jabón.

 

 

 

Y hoy las lesiones en el optimismo son graves. Hay gente que ya no puede más. El país se conversa desde la tristeza y el miedo. Las calles se han llenado con la ira de los hambrientos. La respuesta del gobierno es el escupitajo de las bombas lacrimógenas, el silbido de las balas y una breve bolsa de comida que arrojan y suena clap. El TSJ declara inconstitucional el pedido de ayuda humanitaria a los miles de enfermos en ascuas. El lenguaje del absolutismo ha cancelado sus máscaras. La oscuridad nos envuelve de norte a sur, a lo ancho y largo.

 

 

 

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Hay dos opciones ante el incendio que nos consume. Correr o apagarlo. El fuego parece incontrolable. Por eso la alarma. Ya hay un nuevo tsunami de venezolanos braceando hacia el exilio.

 

 

 

Ese otro éxodo, el que es puertas adentro, también ocurre. Hannah Arendt nos recuerda lo que ocurrió en la Alemania nazi: “Había personas que se comportaban como si no pertenecieran al país, que se sentían como emigrantes, se habían retirado a un mundo interior, a la invisibilidad del pensar y sentir (…) En esos tiempos de la mayor oscuridad, tanto dentro como fuera de Alemania, ante una realidad que parecía insoportable, era especialmente fuerte la tentación de desplazarse del mundo y su espacio público a una vida interior, o de desentenderse simplemente de aquel mundo a favor de un mundo imaginario ‘tal como debería ser’ o tal como era una vez que había sido”.

 

 

 

Achicar la vida, allí la estrategia. Resignarte a ser menos. Arrinconarte en lo más recóndito de ti. Donde igual llegará el hambre, la sed, el humo de los escombros. Donde igual la furia del incendio te alcanzará.

 

 

 

Cierra los ojos. Húndete en la nada. ¿Esa es la solución?

 

 

 

***

 

 

 

La otra opción: apagar el fuego. Combatir a los bárbaros. Sabemos que el inescrupuloso gobierno de Nicolás Maduro no obedece las reglas de juego. Hoy la única norma es la trampa. Pero sería ingenuo esperar algo distinto. La paciencia quizás ya no sirva de mucho. Un estómago vacío es un organismo vivo al borde de la desesperación. Por eso hay que convertir el aliento civil en muchedumbre y estrategia. Por eso se impone una ardua calistenia de resistencia. Antes que el país quede en cenizas. Ellos son el incendio. Nosotros debemos ser el agua.

 

 

 

 

¿La imaginación podrá servir para burlar los cercos previsibles? ¿El optimismo para derrotar la inercia de la pesadumbre? ¿Y dónde se consigue el optimismo, que está tan escaso como los ansiolíticos?

 

 

 

¿Dónde?

 

 

 

Solo se escuchan las trompetas de la desesperanza

 

 

 

***

 

 

 

«El pesimismo es una cuestión de humor; el optimismo, de voluntad”, dice el filósofo francés Alain. Y agrega: «La condición humana es tal, que si no nos imponemos un optimismo invencible como regla principal, de inmediato se impone el más negro pesimismo». Es decir, el optimismo exige un compromiso, una acción del espíritu. Si no lo asumimos, estamos perdidos. Como el náufrago que cancela toda expectativa. Allí habrá iniciado su muerte. Habrá comenzado a ahogarse.

 

 

 

***

 

 

 

Debemos tener claro el tamaño de la enfermedad que estamos padeciendo. No nos hace ningún bien insistir en que “somos el mejor país del mundo”. Es una arenga falsa, una infatuación nacionalista, una desmesura. El mejor país del mundo no apostaría todas las fichas de su destino a la antipolítica y a los designios de un aventurero con boina militar y carisma televisivo. El mejor país del mundo no convierte la penuria alimenticia de los pobres en negocio redondo para otros pobres, ahora llamados bachaqueros. Hemos hecho de la viveza una forma de ser. La riqueza fácil nos volvió irresponsables, derrochadores y arrogantes. Hemos sido frívolos a la hora de establecer nuestras prioridades. No hemos sabido reclamarle a nuestros gobernantes el ejercicio de la excelencia. Somos clasistas, racistas y tan jodedores que nos volvemos epidérmicos. En fin, como lo resumió nítidamente Gisela Kozak en su libro homónimo: no somosNi tan chéveres ni tan iguales.

 

 

 

 

Por eso se impone madurar de una bendita vez. Solo así recuperar la democracia valdrá la pena. La verdadera revolución que necesitamos es educativa. Luego podrán venir las demás, inscritas en el marco de la coherencia y no en el de las fantasías populistas y rocambolescas que tanto mal le han hecho a la historia de Latinoamérica.

 

 

 

***

 

 

 

Hoy me reconozco arrasado por la tristeza de ver a muchos venezolanos envilecidos, enajenados por la violencia. Hoy veo el saqueo crecer, la rapiña extenderse, al mediocre reinando. Hoy advierto que entre armas y falsos predicamentos triunfa el desvarío. Yo, tan peatón de la esperanza, reconozco que la vida en Venezuela se ha vuelto un bochorno, un asunto inhumano. Hoy cuesta ver el futuro.

 

 

 

 

Pero me niego a aceptar la desesperanza como actitud. Sé que es el arsénico de nuestros días. La piedra negra en el corazón. Y alcanzar la paz social no será suficiente. Apenas un clima necesario. Necesitamos una certeza. Sentir que vale la pena. Que esta terquedad encarnizada vale la pena. Que tiene una desembocadura. Un final luminoso.

 

 

 

No tenemos más remedio que caminar hacia el futuro. Y el desánimo es un equipaje muy pesado para la ruta.         Hay que recorrer el tramo final. Hay que lidiar hasta el último aliento por la validación de las firmas de cada venezolano. El revocatorio seguirá teniendo obstáculos, horas muertas, zancadillas legales, rectoras aviesas, y quizás hasta colectivos rondando las colas, intimidándonos, durante los días de validación. Son más de 1.300.000 personas contra los tarifados del miedo. Otra prueba. Otra montaña de estiércol. ¿Vamos a claudicar, justo ahora, cuando falta tan poco? No parece que eso sea lo que va a ocurrir.

 

 

 

Algunos analistas aseguran que ya la transición política comenzó, que estamos en los estertores del chavismo como gobierno. Ellos mismos lo saben: una vez más, el “hombre nuevo” se convirtió en decepción.

 

 

 

 

Necesitamos, por eso, no solo de la coherencia de nuestros políticos. No solo la renuncia a los intereses personales (ya habrá tiempo para ellos). No sólo el resuello de los activistas del entusiasmo. Necesitamos comenzar a ser mejores. Necesitamos el impulso de los pequeños héroes cotidianos. Necesitamos ser ciudadanos en el sentido unitario de la palabra. Necesitamos del orfebre en su arte. Del escriba en su labor. Del que cocina y emula a los dioses. Del que hace música y entonces el silencio baila. Del profesor y su salón de clases hechizado. Del atleta que romperá el récord. Del obrero calzando el último ladrillo de la obra. Del ama de casa que vence sobre los elementos. Necesitamos el resurgimiento de nuestra base moral. El trampolín de la ética ciudadana.

 

 

 

El optimismo siempre es un territorio desconocido. La desesperanza posee una gran madre, que es la muerte, fin de todas las narrativas humanas. Pero la historia solo la cuentan quienes  han insistido. El país debe ser salvado. Por eso necesita concebir el mayor plan de convivencia nacional que se haya planteado alguna vez. Repetir el gesto de nacer como sociedad. Intentarlo todo de nuevo. Necesitamos a los tercos, tarareando su obstinada música dentro de nuestros pechos. A los dolientes de este mapa extraordinario. A los venezolanos de bien. En un gesto multitudinario de redención final.

 

 

Leonardo Padrón

 

La India, el país de la desmesura

Posted on: junio 5th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Invoco un fragmento del diálogo que trazó el italiano Alberto Moravia al comienzo de su libro Una idea de la India: la crónica de una fascinación:

 

—De modo que has estado en la India. ¿Te has divertido?

—No.

—¿Te has aburrido?

—Tampoco.

—Pues, ¿qué es lo que te ha pasado en la India?

—He hecho una experiencia.

—¿Qué experiencia?

—La experiencia de la India.

 

 

***

 

 

4:00 am. Aterrizaje en Nueva Delhi. La primera estrategia del hotel anfitrión es que te sientas como un Maharajá. “Namaste”, pronuncian con una reverencia y las manos en forma de plegaria. El gesto que tantas veces recibiremos mi mujer y yo. Nos colocan una guirnalda de flores y nos dan un toallín impoluto y húmedo para las manos. La madrugada descorre sus cortinas. En la ruta, una estatua monumental te sorprende: es el dios Shiva, traspasando la noche como una lanza. La India, pronto lo confirmaría, es una intoxicación de dioses y seres humanos. En la sociedad más religiosa del planeta caben 33 millones de dioses. Hay un templo cada 100 metros, aseguran. La realidad no tiene interés en desdecir tales cifras.

 

 

Bienvenidos a la desmesura.

 

 

***

 

 

En la calle discurre el vaho de 1.300 millones de personas. Una sexta parte de la población mundial. Estamos hablando de un subcontinente donde conviven 30 idiomas y 2.000 dialectos. En esa torre de Babel triunfan el hindi y el inglés. Allí, el tráfico es un disparate salvaje. Es frecuente ver a 4 o 5 personas sobre una moto. Los indios usan la moto como un carro, el carro como un autobús y el autobús como un tren. Una tarde vi bajarse a diez personas de un carro minúsculo. Son demasiados y se amañan para caber donde sea. Los volantes de los vehículos se quedaron del lado inglés de la historia. Los tuk-tuk (motos de tres ruedas con techo y asiento para dos pasajeros) son el paisaje principal. En cada cuadra hay cientos, parecen miles, seguro son millones. En la India la corneta es tan indispensable como la religión. La tocan frenéticamente, sin motivo, con la misma frecuencia con la que respiran. El lema es unánime: “En este país se puede conducir sin frenos, pero no sin corneta”. La convocatoria al delirio está escrita en las espaldas de los camiones: “Horn, please”.

 

 

Toca corneta, estás en la India.

 

 

***

 

 

Domingo. Primera salida: Askhardham, el más joven de los templos de la India. Cien acres de asombro y opulencia. Un parque temático de la fe donde una muchedumbre pugnaba por entrar. Fue nuestro primer contacto con los crudos olores de la India. Los templos son el gran espectáculo del país. Todas las religiones coexisten: hinduistas, budistas, jainistas, sikhistas, musulmanes y un incalculable etcétera. La India son todos los dioses.

 

 

 

Los controles de seguridad en los templos son habituales desde que la sombra del terrorismo cubre al mundo. Imposible olvidar al vecino más cercano: Pakistán.

 

 

 

Cada templo es un alarde visual, un entramado de leyendas ofuscadas en su propia imaginación. Cada arabesco, cada celosía, cada minarete, tiene una contraparte en la pasmosa miseria de sus calles. Ese otro templo, el más grande y oscuro del país.

 

 

Es el momento de incursionar en el corazón de la capital.

 

 

**

 

 

En la Vieja Delhi hay una experiencia que puede ser más vertiginosa que cualquier montaña rusa del mundo: atravesar sus callejuelas en un rickshaw. El chofer pedalea mientras una ráfaga de imágenes te bombardea. Las fritangas, charcos y olores se confunden con tiendas de joyas, especias, telas, frutas y perfumes fulminantes. A cada metro ves saris fastuosos, collares, libros, comida, cables de electricidad en remolino, vendedores de plumas de pavo real, mendigos, jugo de caña, un salón de clases dentro de una bicicleta. El bazar del mundo ante tus ojos.

 

 

 

La India es un país de monumentos descomunales y carros enanos, pistas de Fórmula 1 y estadios de cricket. El país de los zafiros, del mármol esplendente y alfombras de embeleso, pero también el de los lagos verdes, las calles sin aceras y vacas abúlicas. El mismo de las 2.000 películas al año y las 20 centrales nucleares activas.

 

 

 

El aire es sagrado y putrefacto. De las veinte ciudades más contaminadas del mundo, diez son de la India. A su vez, es el segundo país del mundo con más monumentos declarados patrimonios culturales de la humanidad, según la Unesco. Veintiocho maravillas dentro de miles de reliquias arquitectónicas. Y la reina mayor: el Taj Mahal.

 

 

 

La desmesura te asalta los cinco sentidos. Sin pausa.

 

 

***

 

 

En mayo aún no han llegado los monzones y el color de la sequía lo cubre todo. Tienta decir que la India es marrón, pero nunca había visto tantos colores juntos. La razón está en las mujeres. Ellas son los colores de la India. Las responsables de llevar el turquesa, el ámbar, el azafrán, el azul profundo o el rojo a todos los rincones. Cada traje es una fiesta cromática. La profusión de saris es inenarrable. Las mujeres se convierten en un paisaje ambulante. Incluso las más humildes, las intocables, cargan ese alborozo de colores sobre sus cuerpos. En la carretera más agreste o en el callejón más derruido, siempre hay un punto de color.

 

 

 

Es la mujer de la India. Recóndita y hermosa, como la magia.

 

 

***

 

 

La India es el reino de los contrastes. El que la ha conocido lo sabe. Es un país que oscila entre la maravilla y lo terrible. En una de las civilizaciones más antiguas de la historia, la pobreza cruje como una avalancha. Nunca logré descubrir si el alto nivel de espiritualidad compensa las enormes carencias materiales. Un sistema atávico de castas domina el orden social, sobre todo en el hombre menesteroso de la India. Hay toneladas de basura en las calles. Como si nadie asumiera que la basura es basura. Conviven a su lado, como lo hacen con la fauna más libre del mundo. A cada tanto verás vacas marchitas, camellos en los semáforos, monos en las aceras, elefantes en su parsimonia, búfalos de agua, chivos realengos, cerdos saqueando la inmundicia. Todo viajero lo pregunta: ¿por qué en un país con más de 200 millones de hambrientos asume como sagrado a un animal francamente comestible? Y te dicen: una vaca en su vida puede llegar a nutrir a 40.000 personas. Si la matas, su carne solo podrá alimentar a 40. Así te dicen.

 

 

 

***

 

 

Asombra que Agra, la ciudad que acuna al Taj Mahal, parezca un escombro de tres millones de personas. Pero ese es el preámbulo a la tumba más famosa del planeta.

 

 

 

El Taj Mahal hay que visitarlo dos veces. En el nacimiento y muerte del día. Pero la experiencia ocurre a las 6 de la mañana. No está la marea de turistas habituales. Solo el gran monumento y el amanecer. El sol dibuja, a pulso, el Taj Mahal. La majestad del momento es acompañada por la mirada umbría de un mono. Alcanzas, entonces, la noción sobrecogedora de la belleza.

 

 

 

A todo aquel que vaya al Taj Majhal, no hable mucho. Entre en el silencio. Contemple. Allí sentirá, rotundo, el oxígeno místico de la India.

 

 

 

***

 

 

Viaje en tren desde Agra a Rathambore, uno de los domicilios del Tigre de Bengala.

 

 

 

El tren ostenta el nombre de Golden Temple Express y te prometen un vagón de primera clase, pero la realidad es otra. Es como si una calle derruida se hubiera montado en el tren. Nos sentamos en nuestras camas, delgadas como un papel. Al lado un hombre tose como si le quedaran horas de vida. Rato después, arriba de la cama de Mariaca se mueve un bulto. Descubrimos que en el compartimiento hay otros pasajeros. Callados. Como si estuvieran allí desde toda la vida. Me sumerjo en un libro. Mariaca revisa su tableta, yo dormito. Me despierta el brinco del guía que saca nuestro equipaje, nos apura, corre hacia una puerta del tren. Habíamos llegado, pero el guía se quedó dormido. El hombre, azorado, parece a punto de saltar con nuestras valijas, le pido respuestas, no habla, no coordina, no sabe qué hacer. Nuestro destino se aleja por las ventanas del tren. La próxima estación queda a una hora de camino.

 

 

 

 

El desliz se convirtió en una hora más de rieles y tres de regreso por las carreteras de la India profunda, con un conductor que parecía haberse sacado la licencia de conducir diez minutos atrás.

 

 

 

Todo cambió al llegar a las villas de Vanya, donde nos esperaba una alucinante habitación con forma de carpa en plena selva. Esa noche sentimos literalmente sobre nosotros los sonidos de la jungla. Una experiencia memorable.

 

 

 

Al día siguiente, en jeep abierto, se inició la búsqueda del tigre de bengala. El conductor fingía no entender mi pregunta sobre cómo defendernos en caso de un ataque. Fue una mañana afortunada. Después de media hora, avistamos el primer tigre, lejano, furtivo. Fue un inusual momento de emoción. Pero luego vendría el regalo: la aparición, a veinte metros de nosotros, de un imponente y sinuoso gato naranja y negro, un tigre absoluto y displicente. Llegamos a ver cinco tigres esa mañana. Un record del que se enteró hasta el más remoto empleado del hotel.

 

 

***

 

 

Jaipur, la ciudad rosada. El triunfo suntuoso del estuco. Es imposible contabilizar el despliegue de estilos arquitectónicos en la India, donde te paseas sin cesar por pagodas, templos medievales, mezquitas, fuertes mogoles y palacios prodigiosos. Son lugares espléndidos, abrumadores, con aires de fábula, arropados por el laberinto de los mitos y los siglos.

 

 

Sientes que ya no te caben más imágenes en las pupilas.

 

 

 

***

 

 

Udaipur, la Venecia del Oriente, una ciudad fantástica que vive alrededor de sus cuatro lagos. Una ciudad milagrosamente limpia que también posee la serenidad del agua, el entusiasmo de los turistas hippies y el secreto de haber sido donde realmente se filmaron las dos películas del exótico Hotel Marigold.

 

 

 

Una ventaja de viajar en temporada baja es escapar a la infección de turistas. El turismo es interno. Gente de aldeas remotas recorre los iconos de la India. Las mujeres, tan de postal, nos pedían tomarse una foto con nosotros. Éramos los exóticos, los distintos. Mariaca terminó siendo más requerida por las cámaras en Delhi y Udaipur que en Caracas y Margarita.

 

 

***

 

 

No cabe la India en la página de un periódico. No cabe el encantador de serpientes que abre su cesta frente a tus ojos y toca la flauta para que asome una cobra aletargada. No caben los vendedores a ras de suelo, los mercados tumultuosos y fantásticos, el azafrán reinante, las miradas acuciantes, los santuarios imprevistos, la multitud bruñida, los camiones ventrosos de adobe, el olor a curry gastado, los gurúes, los peregrinos, los infinitos hombres de turbante, la sobredosis de colores, la sensualidad de sus estatuas, los 47 grados que parecen derretir tus zapatos. La realidad no es tu realidad.

 

 

 

La India es una concepción de la vida. Una cosmogonía delirante. Es la democracia más grande del mundo. El país cuyo padre de la patria es Mahatma Gandhi, el apóstol de la no violencia. El país de Buda, Krishna, el yoga, el incienso y el Ganges. Un país abrumador, complejo, inabarcable.

 

 

 

Viajar a la India es una experiencia intransferible. Por más que lo intentes con el alfabeto, no lo lograrás. La India se queda en tus sentidos. Y sospechas que quizás alguno de sus 33 millones de dioses se vino contigo en el avión. Para siempre.

 

 

 

Leonardo Padrón

Entre excesos y desvaríos

Posted on: mayo 8th, 2016 by Laura Espinoza No Comments

 

Los venezolanos nunca olvidaremos el vértigo de estos tiempos. El país envejece más rápidamente que nosotros. Es lógico, los excesos desgastan. Y este es un mapa borracho de violencia, torpeza y deshora. Ya ni se alimenta bien. Pasa horas al sol, como un lagarto prehistórico, en colas que se agigantan. El agotamiento también es una arruga. Todo le ocurre con sobresalto. La noticia, en esta latitud, es un río salvaje que revuelve y estalla de un lado a otro. El único motor productivo que está funcionando en Venezuela es la fábrica de malas noticias.

 

 

Somos un país avejentado por el absurdo.

 

 

***

 

 

Las decisiones de Nicolás Maduro son tan estrambóticas que, aparte de estupor, generan hilaridad. La medida de decretar tres días no laborables para el sector público ha sido pasto de chistes de todo calibre. Hasta James Corden, el comediante británico, le sacó provecho en un programa de televisión: “Si usted necesita días libres, solo tiene que mudarse a Venezuela”. Y agregó, con sorna implacable: “Tener apenas dos días de trabajo a la semana es genial, porque uno solo hablaría lo necesario en la oficina. Día uno: ¿Cómo estuvo tu fin de semana? Día dos: ¿Algún plan para el fin de semana?” Risas sonoras del público.

 

 

Uno también ríe. Un poco. Acto seguido, sobreviene la vergüenza.

 

 

***

 

 

Llego a la planta baja de un edificio que alberga consultorios médicos y oficinas. Tres hombres esperan el ascensor. Forman una media luna mientras aguardan. Para atenuar el silencio, uno le busca conversación a otro, de rostro ceñudo y lentes de pasta. Apela al tema del momento.

 

 

—¿Firmaste?

 
—No…Yo soy chavista.

 

 

Le quito la mirada a mi celular.

 

 

—¿Y qué te parece cómo está el país? —contraataca el promotor del diálogo.

 
—Muy mal.

 

 

Ajá. Alivio. Veamos.

 

 

—¿Y entonces? —repregunta quien es ya el vocero oficial de mi inquietud.

 
—Así seré de chavista.

 

 

Desconcierto general. Pero no lo dice con orgullo. Su respuesta descuelga un mohín casi triste. Llega el ascensor. Entramos. Intervengo. Venía de ver el video de la agresión a Chúo Torrealba por parte de unos cabilleros del régimen. Los mismos que un “comunicador social” de Zurda Konducta felicitó con un “saludo a los camaradas que se portaron a la altura del compromiso”. Le comento el episodio. Pido su opinión. El hombre baja la vista. Nada dice. Tercer piso. Salen todos.

 

 

El fanatismo no necesita justificarse.

 

 

***

 

 

En la misma ciudad furiosa donde vivo, la belleza también ocurre. Este año el Festival de la Lectura de Chacao tuvo las características de un milagro. Las condiciones para realizarlo eran tan adversas que solo una manada de testarudos podía lograrlo. La demonizada empresa privada, las embajadas (incluso la del vil imperio), las editoriales, y la propia alcaldía echaron el resto para impedir que desapareciera uno de los más entusiastas eventos de ciudadanía que posee Caracas.

 

 

¿Interesan los libros en esta ruina que somos? La respuesta es la multitud que suele colonizar la plaza Altamira en esos días. Gente rondando cientos de libros es un espectáculo necesario. Cada espacio ganado a la desazón es una victoria. Constatar que hay jóvenes escribiendo poesía dentro del desastre merece un titular.

 

 

Una de las joyas del festival fue lo que en los bajos fondos llamaron el encuentro de “los 4 fantásticos”. Cuatro figuras tutelares de la literatura venezolana. Tres narradores y un poeta. Elisa Lerner (la homenajeada), Victoria de Stefano, Eduardo Liendo y Rafael Cadenas. Hablaron ante un público expectante sobre sus lecturas iniciáticas cuando, de pronto, Liendo plantó un tema inesperado: los presos políticos. Él viene de sufrir la cárcel en los convulsos años 60. Por eso lo conmovedor de su testimonio: “En la cárcel mi único paisaje eran los libros. Sin ellos no me hubiera salvado”. Lo dijo con una certidumbre escalofriante. En su novela Los Topos, donde relata sus días de prisión, hay un fragmento dedicado a celebrar la llegada de cada libro:

 

 

“El ojo indiscreto del Fortín vio, con picardía, cómo Justine enamoró a más de dos tercios de los prisioneros (…)

 

 

Llegó Ifigenia y nos dijo cómo hacer más amable la nostalgia.

 

 

Llegó Swann para enseñarnos a jugar con ese tiempo irrecuperable.

 

 

Llegó el terrible Tarás Bulba para recordarnos que hay pecados que no se pueden perdonar.

 

 

Llegó Julian Sorel y nos mostró cómo también en el amor hay inteligencia”.

 

 

Esa noche, Liendo ratificó el rol crucial que jugaron los libros en su adversidad. Al final agregó: “No olviden a los presos políticos. Sean generosos con ellos. Envíenle libros”.

 

 

Recordé la foto que colgó en las redes sociales la madre de Lorent Saleh comprándole libros en la feria. “Son el bastón que lo sostiene”, escribió. Allí, en La Tumba: libros. Una manera de seguir vivo.

 

 

Hoy existen más de 80 presos políticos por disentir del régimen: líderes de la oposición, estudiantes, tuiteros, policías, manifestantes.

 

 

Cuando los carceleros de Leopoldo López descubrieron lo importante que eran para él los libros se los quitaron. ¿Cómo desperdiciar esa otra forma de tortura? De llegar a tener doscientos libros ahora apenas le consienten diez. “En la celda donde duerme, solo le han permitido intermitentemente la Biblia”, me comenta su abogado Juan Carlos Gutiérrez.

 

 

Los libros como contraveneno del oprobio.

 

 

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“No hay pensamientos peligrosos: pensar, en sí mismo, es peligroso”, escribió alguna vez Hannah Arendt.

 

 

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Hace dos días una señora me comentó de un suceso que ocurrió en una escuela. Una maestra, extrañada por el peso del morral de uno de sus estudiantes, lo revisó. Adentró, en vez de libros, había insignificancias…y una pistola. Un objeto que escupe balas.

 

 

¿Cuántos morrales en este país poseen esa promesa de muerte?

 

 

***

 

 

La búsqueda de alimentos por los rincones de Caracas ha hecho que bachaqueros y motorizados descubran zonas ajenas a su rutina. La consecuencia ha sido unánime. Muchas comunidades reportan en sus chats de seguridad el acoso inclemente de hombres armados en sus “caballos de hierro”. Aflige oír el testimonio de domésticas que, mientras esperan el transporte, son abordadas por delincuentes que les halan las carteras y las arrastran por el asfalto. Ya no hacen distinciones sociales. Lo que haya. A quien sea. Somos el salvaje oeste.

 

 

“Los venezolanos vamos a terminar comiéndonos unos a otros”, declara un peatón a un noticiero de televisión.

 

 

***

 

 

Un hombre se detiene frente al reloj de la cocina. Es 1° de mayo. Según el gobierno, ahora debe corregir los latidos del tiempo. Adelantar las agujas media hora. El hombre no entiende. Su ídolo, el Comandante Galáctico, le ordenó hacer lo contrario hace nueve años. Ahora Maduro, el heredero fallido, lo desdice. Según, tiene que ver con la crisis eléctrica. Sigue sin entender. Ya le parecía raro que un hombre pudiera alterar los relojes con una simple orden. Pero bueno, Chávez era más que un hombre, era una fuerza de la naturaleza, una emanación de luz. ¿Y entonces? ¿Por qué el hijo se atreve a corregirlo? Herejía. Con razón todo les está saliendo tan torcido. Y de paso el yerno, el tal Arreaza, el domesticador de serpientes, insiste en que nos olvidemos de esa media hora chavista de pura cepa.

 

 

Un enredo. Qué dirá el eterno.

 

 

***

 

 

¿Cuántas vueltas tendremos que darle a las agujas del reloj para volver al huso horario de la democracia?

 

 

***

 

 

En los días de recolección del 1% de las firmas para solicitar el revocatorio presidencial hubo puntos donde coincidieron las dos colas. La cola que va por el pollo y la que va por el presidente. Las imágenes de miembros del Ejército y de la Policía Nacional firmando contra la permanencia de Maduro en el poder se hicieron virales. Días después, Jorge Rodríguez, en proverbial ejercicio de su cinismo, declaró que los integrantes de las FANB tienen prohibido firmar la planilla del revocatorio porque eso es una manifestación de voluntad y ellos están excluidos constitucionalmente. Didáctico, explicó que no es lo mismo el voto secreto que la manifestación de voluntad política. Señor Rodríguez, ¿y se puede saber qué expresa el ministro de la defensa, Padrino López, cada vez que declara –muy enfático él, muy corporativo– que “la Fuerza Armada Nacional Bolivariana es revolucionaria, antiimperialista, socialista y chavista”? ¿Acaso esa no es una elocuente manifestación de voluntad política?

 

 

 

En los últimos meses ha habido dos eventos cuyos protagonistas fueron los ciudadanos de este país. Las elecciones del 6-D y las firmas para activar el revocatorio. En ambos episodios el país demostró su hartazgo ante tanta penuria. Ya la oposición es oficialmente mayoría. Ya el chavismo no tiene asidero para hablar en nombre del pueblo. Por eso el pánico de someterse a otro evento electoral.

 

 

 

Maduro exclamó en una reciente cadena: “¡Yo soy un presidente vergatario!”. ¡Vaya! Decir eso ante un país en escombros es temerario. Días después le gruñó a la Asamblea Nacional: “¡Oigan la voz del pueblo, yo la oigo muy bien!”. Ya esto debe alarmarnos. El presidente de la República miente o desvaría.

 

 

 

En democracia, la mayoría decide. Y usted lo sabe, presidente. Llegó el momento de sincerarse. Democracia o dictadura. Marque usted con una equis. Ya el resto de los venezolanos lo hemos hecho.

 

 

Leonardo Padrón