7 de octubre 

Posted on: octubre 18th, 2023 by Super Confirmado No Comments

“La inscripción está ya en la pared, y está escrita en tres idiomas: hebreo, árabe y muerte”. Yehuda Amichai

 

 

Escribo estas líneas con dolor, temor y temblor. Dolor, ante los actos de crueldad perpetrados por Hamás en el sur de Israel, donde fueron asesinadas más de 1.300 personas, hombres y mujeres, ancianos, niños, bebés, y cuyas escenas de tortura, violación, profanación, secuestro y degüello han propagado las redes sociales. Escribo con temor, porque el conflicto ha tocado extremos de odio teológico que bloquean casi toda posible salida política. Y escribo con temblor, porque dada la actual correlación de las fuerzas encontradas, actores como Putin, los ayatolás de Irán y el quizá inevitable Trump, este nuevo capítulo de una guerra al parecer interminable puede desembocar en la Tercera Guerra Mundial, que podría ser nuclear y ser la última.

 

 

El dolor específico es nuevo. Lo viví vicariamente a través de mi abuelo materno, que de niño atestiguó el pogromo de Białystok (1906), uno de tantos que, instigados por el régimen zarista, estallaron en Polonia y Ucrania a principios del siglo XX contra la población judía indefensa, como preámbulos del pogromo total, el Holocausto.

 

 

Pero el temor no es nuevo. Desde mis días en la revista Vuelta, sin dejar de manifestar mi solidaridad irrestricta con Israel, intenté comprender las raíces del conflicto, lo cual suponía escuchar a los palestinos. Entendí entonces que la fundación del Estado de Israel fue una tragedia histórica para ese pueblo y que admitirlo no implicaba avalar un prejuicio antisemita: de hecho, historiadores israelíes documentaban ya esa historia con ejemplar honestidad.

 

 

Por lo que hace al desarrollo posterior, uno de los críticos israelíes que advirtieron sobre los peligros que se cernían fue el célebre historiador Gershom Scholem. En “Los riesgos del mesianismo” (Vuelta, noviembre de 1980) Scholem recordó que los días siguientes a la Guerra de los Seis Días representaron uno de esos raros “momentos plásticos” en los que pudo haberse intentado lo que parecía imposible:

 

 

David ben Gurión sugirió entonces la devolución unilateral de todos los territorios ocupados, salvo Jerusalén […] pienso que la idea contenía una gran verdad. En agosto de 1967 […] firmé una carta … opuesta a toda anexión territorial. Se necesitaba valor para hacer eso entonces. ¿Quién puede decir lo que habría ocurrido? Ahora tenemos mucho menos libertad de acción.

 

 

Otro texto clave fue la carta abierta a Menajem Beguín titulada “La patria peligra”, que otro historiador israelí, Jacob Talmón, escribió semanas antes de morir (Vuelta, diciembre de 1981): “El deseo de dominar e incluso gobernar una población extranjera hostil que difiere de nosotros en idioma, historia, economía, cultura, religión, conciencia y aspiraciones nacionales, es una tentativa de revivir el feudalismo […] La combinación de sometimiento político y opresión nacional y social es una bomba de tiempo”. El temor estaba justificado. La bomba de tiempo estalló en la primera intifada y, bien vista, nunca ha cesado.

 

 

Desde entonces he guiado mi opinión sobre Medio Oriente leyendo Haaretz, el diario histórico de la izquierda liberal y democrática israelí. Defensor de los acuerdos de Oslo (hoy, por desgracia, muertos), Haaretz ha acertado en su crítica al desastroso gobierno de Netanyahu: alentando los impulsos mesiánicos y teocráticos de la derecha, Netanyahu minó los fundamentos mismos de la sociedad israelí. El diario ha mantenido su ética de cordura, veracidad y equilibrio. Y no confunde a Hamas con el pueblo palestino cuya tragedia, multiplicada estos días, registra con objetividad, respetando lo que Hamás –que busca el exterminio de Israel- no respeta en los israelíes: su humanidad.

 

 

Con todo, la matanza del 7 de octubre ha desafiado aun a las plumas más templadas de Haaretz. Por eso no esquivan el hecho de que, al margen del contexto de Gaza, el sacrificio de niños, mujeres y ancianos solo se explica, en última instancia, por otro contexto: el milenario y por lo visto inextinguible odio a los judíos. Como en tantos episodios recientes fuera de Israel –escribe Anshel Pfeffer- “los mataron por ser judíos”.

 

 

Ante ese odio, compartido por un sector de las redes sociales globales, la respuesta de Israel no debe ser la ley del Talión. Solo una estrategia de firmeza, pero también de contención responsable, secundada por la ONU y los principales países de Occidente, paliaría el temblor apocalíptico que nos circunda y envuelve.

 

 

 

 Enrique Krauze

 

Última tarde con Octavio Paz

Posted on: mayo 7th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

“¿Qué va a pasar con México?”, me preguntaba Octavio Paz días antes de morir, hace ya veinticinco años. Conversábamos en la sala de su última morada, la Casa de Alvarado en Coyoacán. Como un león enjaulado en su cuerpo, atado a su silla de ruedas, cubierto por una cobija mexicana, inquiría aquello con angustia pero sin esperar respuesta. Yo me quedé callado. ¿Qué podía decir?

 

 

Le habría querido transmitir mi optimismo. “Todo está bien con México”, Octavio, le habría dicho; es decir, nada estaba bien, pero podía mejorar porque aquel sueño nuestro de libertad y democracia estaba en camino de cumplirse. ¿No era eso por lo que habíamos luchado en la revista Vuelta durante tantos años?

 

 

No lo habría tranquilizado. Reconocía de tiempo atrás que el PRI había cumplido su hora. Y ya en los años setenta, acosado por el odio ideológico, había escrito: “Sin libertad, la democracia es tiranía mayoritaria; sin democracia, la libertad desencadena la guerra universal de los individuos y los grupos. Su unión produce la tolerancia: la vida civilizada.” Pero temía que esa unión no se consolidara, creando un vacío aterrador que se llenaría de lo contrario. Poeta y profeta, árbol adentro, desde la simiente rebelde de su abuelo y de su padre, parecía escuchar que algo muy grave se gestaba en el subsuelo de México, una erupción instintiva de ambición y violencia como las que periódicamente –en la cita puntual de cada siglo– irrumpen en nuestra superficie histórica para cumplir la frase que Vasconcelos escuchó de Eulalio Gutiérrez en 1915: “el paisaje mexicano huele a sangre”.

 

 

Su incertidumbre era natural. Por un lado, en el marco de una libertad de expresión y de crítica sin precedente, el país avanzaba en su vertebración democrática: la república adquiría forma y sentido: una presidencia autoacotada, un Poder Judicial autónomo, un Instituto Federal Electoral independiente, un Congreso deliberativo y plural. Pero, al mismo tiempo, en Chiapas persistía el movimiento zapatista que sedujo a un sector amplio de la izquierda, fijo en el paradigma de la Revolución. El propio Paz no fue enteramente ajeno a esa última seducción romántica, pero de una cosa estoy seguro: siempre creyó en la libertad como valor cardinal. Y siempre desconfió del poder absoluto: “es la fuente de mucho daño y poco bien”, nos decía.

 

 

México era solo una de sus preocupaciones, pero creo que entre ellas no estaba el destino de su obra. Tenía la certeza de que tanto el Círculo de Lectores en España como el Fondo de Cultura Económica en México cuidarían la vigencia de las Obras completas que reunió con tanto esmero, y que sus libros individuales seguirían apareciendo de manera oportuna, con apego a los derechos de autor. Tampoco lo desvelaba la revista Vuelta, que había cumplido su ciclo, ni la Fundación que llevaba su nombre, dotada de un importante patrimonio de origen privado que alojaría su biblioteca. En cuanto a su archivo, dejó sentado notarialmente su traslado a El Colegio Nacional al cabo de veinticinco años de su muerte.

 

Sus torturas eran físicas, y las soportaba con estoicismo. También íntimas. No creo cometer ninguna infidencia si menciono las que pude entrever, porque lo ennoblecen: la soledad que esperaría a su mujer; el techo, la salud y el sustento de su hija Helena, que siempre atendió y que en ese tránsito final procuró a toda costa asegurar. ¿Se encomendó a Dios, como habría querido su madre? No lo sé. La comunión era la salida al laberinto de la soledad.

 

 

La otra salida, o la misma, era el amor, motivo central de su poesía. Se asió a él hasta el final. Para celebrarlo escribió La llama doble. En aquella tarde de despedida le oí decir: “Marie Jo: tú eres mi valle de México”.

 

 

¿Qué ha pasado con México? El paisaje mexicano ha vuelto a oler a sangre. Bajo nuevas facetas, no revolucionarias sino delincuenciales y populistas, la atroz dualidad de violencia y poder amenaza a la democracia y la libertad.

 

 

¿Qué ha pasado con el legado de Paz? Círculo de Lectores quebró y descontinuó su obra, el FCE tiene otras prioridades, muchos de sus libros están agotados, la Fundación Octavio Paz se desvirtuó, Helena murió en el centenario de su padre, Marie Jo hace cinco años, el patrimonio de Paz pasó al DIF de la Ciudad de México, incluidos los derechos de autor (que administra de manera discrecional). El Colegio Nacional está en espera de recibir sus papeles.

 

 

Sin embargo, en tanto que dure México, no acabará la fama y la gloria de Octavio Paz.

 

 

 Enrique Krauze

La civilidad de Jorge Edwards

Posted on: marzo 27th, 2023 by Lina Romero No Comments

Extrañaré siempre la conversación con mi amigo Jorge Edwards. Hablaba como escribía, escribía como hablaba, con una milagrosa parsimonia. En 2012 hablamos en la Feria Internacional de Guadalajara sobre Los círculos morados, primer tomo de sus memorias. Jorge lo consideraba una “novela biográfica sin ficción”. Era su género favorito: el puente literario entre la biografía y la novela. Lo leí de un jalón, con una sonrisa permanente: sonrisa de gusto por la lectura amena, educada, informada y gentil; sonrisa melancólica en los momentos más difíciles y dolorosos que narra. Lo leí como si Jorge me lo hubiera platicado sabrosamente una tarde, tomando whiskey, con pasión contenida y sin desbordamientos. Y es que una de las grandes virtudes de ese libro (más allá de su interés por la historia literaria y política chilena de la posguerra) estaba en el tono de su prosa, límpida prosa sin florituras, prosa que se acerca a la confidencia. Esa prosa era la respiración estética y moral de Jorge Edwards.

 

 

Al referirme en público a esa cualidad no estaba haciendo ningún descubrimiento. “Escribe usted con una curiosa tranquilidad”, le dijo alguna vez Pablo Neruda, su padre literario. En un pasaje final de Persona non grata aparece este intercambio con Fidel Castro, el caudillo autoritario a quien por primera vez expuso en esa obra seminal de la disidencia ideológica en nuestros países:

 

 

–¿Sabe usted lo que más me ha impresionado de esta conversación?

 

 

–¿Qué cosa, primer ministro?

 

 

–¡Su tranquilidad!

 

En su reseña de Persona non grata (1973), Mario Vargas Llosa –su amigo histórico– elogió “la urbanidad de su prosa, el memorialista de sinceridad refrescante, la libertad irrestricta con la que reflexiona, del todo insólita (en los escritos políticos de nuestro medio)”. Jorge, desde luego, era consciente de esa virtud: “…escribir sin prisa, sin atragantarme, con textos debidamente controlados, gradualmente desarrollados, cuidadosamente esponjados y condimentados”.

 

 

¿Un Montaigne chileno? Amistades electivas. Montaigne encontró en Edwards a su biógrafo novelado. Y no imagino mejor maestro para hojear las páginas de la vida que el escéptico creador del ensayo, el hombre del equilibrio en tiempos de guerras religiosas. Pero curiosamente, a diferencia de su predecesor, Jorge no daba sutiles lecciones ni extraía mayores conjeturas. Edwards narraba.

 

 

¿Cuál era la raíz de ese estilo vital? Jorge remontó muchas corrientes: los prejuicios sociales contra su apellido y su familia aristocrática; los prejuicios anti literarios de su padre, hombre estricto y esforzado que esperaba todo de él menos que se convirtiera en un escritor; los prejuicios religiosos de sus maestros jesuitas (incluidos los acosos de pedofilia que narra con ejemplar sinceridad y valentía) y, en su momento, los prejuicios ideológicos de la iglesia de izquierda con la que, a pesar de su cercanía con Neruda, nunca sintió la menor afinidad. Esa múltiple opresión lo predispuso a la libertad:

 

 

Adquirí una conciencia enraizada, permanente, de mi diferencia, de mi singularidad, y una creciente fascinación frente al desorden, un deseo irresistible de salirme del orden que se me imponía desde todos lados y del cual me convertía sin quererlo (o, en alguna medida, queriéndolo) en símbolo, en paradigma.

 

 

A partir de esa tranquila confesión, no es difícil imaginar el trasfondo de su experiencia cubana. Fue contra el orden jesuítico de Castro que reaccionó Edwards.

 

 

Nadie conocía como Edwards ese terreno incómodo al margen de las iglesias. Cuando se publicó originalmente, Persona non grata no encontró editores en Europa, por su crítica a Castro. Solo era lícito hablar de la represión en Chile, no en Cuba. En el prólogo a una nueva edición de su libro describió aquella atmósfera maniquea: “Se practicaba, con bombos y platillos, la indignación unilateral: moral hemipléjica, paralizada del costado izquierdo”. Edwards decía haber aprendido que la literatura, el periodismo literario, la edición, la cátedra, los cafés de la ribera izquierda del Sena y de las capitales de América Latina eran nidos de censores, de soplones vocacionales. “Esclavos de la consigna”, como había dicho Vicente Huidobro. Por otra parte, el libro tampoco circuló en los primeros años de Pinochet porque su epílogo ofendía a la Junta. Cuando Edwards hablaba de primera mano sobre Cuba acertaba, pero cuando revelaba historias de horror en Chile cometía un “acto de lesa patria”. Solo se autorizó un tiraje limitado en 1978.

 

 

Edwards padeció antes que nadie entre nosotros la soledad del escritor crítico de las dictaduras de derecha, pero estigmatizado por la clerecía de izquierda por señalar sus hechos incómodos. Fue, en ese sentido, un hermano americano de Koestler y Orwell. Tenía el don de la claridad, raro en un mundo como el latinoamericano, barroco, adocenado y confuso. Su tono, indistinguible de su persona, cabe en una sola palabra que acaso algún día describirá a este continente de odios inextinguibles: la palabra civilidad.

 

 Enrique Krauze

Spinoza, nuestro contemporáneo

Posted on: septiembre 14th, 2022 by Maria Andrea No Comments

 

 

¿Qué tiene que decir Baruch Spinoza, un remoto filósofo del siglo XVII, sobre los predicamentos del siglo XXI? Mucho, porque los fanatismos que enfrentó de manera solitaria en su tiempo se han multiplicado en el nuestro. Aquellos provocaban guerras religiosas; los actuales –surgidos de identidades ciegas, narcisistas, excluyentes– se disputan, con igual ferocidad, el reino de este mundo. Ayer marchaban los soldados de la fe; hoy proliferan los cruzados de la raza, la nación, la clase, la lengua, la ideología, el género, la cultura. Entonces los inquisidores excomulgaban a los herejes. Ahora los iluminados de derecha o izquierda “cancelan” a los que piensan distinto o los queman vivos en las redes sociales. Por si fuera poco, el absolutismo político, las supercherías que pasan por verdades, las guerras de conquista y de limpieza étnica que creíamos extirpadas de la historia, han vuelto con ímpetu renovado. Por todo ello, Spinoza –pionero universal en el ejercicio público de la razón, la búsqueda de la verdad objetiva, la defensa de la civilidad republicana, la libertad y la tolerancia– tiene mucho que decir a nuestro siglo.

 

 

La crítica radical de Spinoza a los poderes teológico-políticos tuvo su origen en expulsión de los judíos de Sefarad, como llamaban a su centenario hogar español. Por cerca de un siglo, los Spinoza se refugiaron en Portugal, donde ocultaron su fe adoptando nombres y ritos cristianos, pero sin perder el espíritu combativo para recobrar la libertad de creencia que les era natural y que cruelmente se les negaba. Por defenderla activamente apoyaron rebeliones contra el absolutismo de Felipe II en Portugal y algunos murieron en la hoguera de la Inquisición. Otros emigraron por un tiempo a Nantes y finalmente se establecieron en Ámsterdam, donde el 24 de noviembre de 1632 nació Baruj (nombre hebreo que significa “bendito”).

 

 

En 1656 ocurrió el episodio más conocido de la vida de Spinoza: su excomunión de la comunidad judía de Ámsterdam. ¿Por qué sus correligionarios llegaron a ese extremo? Si habían padecido tanto para perseverar en su fe necesitaban combatir la heterodoxia, que interpretaban como un error y una traición. Pero el joven Spinoza entendió que la única manera de superar todas las intolerancias era combatirlas de raíz y para ello dedicó su corta vida (murió a los 44 años) a concebir una especie de “religión filosófica” basada no en la autoridad de las Escrituras sino en la comprensión de la Naturaleza (que equiparaba con Dios) y la defensa de la libertad de pensamiento.

 

 

Hay dos conceptos de libertad aparentemente contradictorios en Spinoza. En la Ética, que postula el determinismo universal, la libertad opera dentro de un contexto de pasiones irrefrenables que el filósofo trata de entender como hechos naturales. Por otra parte, en el Tratado teológico-político y en el Tratado político Spinoza sustenta, quizá por primera vez, la tolerancia universal:

 

 

Nadie puede abdicar de su libertad de juicio y sentimiento; y en tanto que todo hombre es, por derecho natural irrenunciable, dueño de sus propios pensamientos, se deduce que los hombres que piensan de formas diversas y contradictorias no pueden, sin resultados desastrosos, verse obligados a hablar solamente según los dictados del poder supremo.

 

 

Spinoza fue un pensador solitario, pero no es en la soledad donde su pensamiento encuentra la concreción sino entre los demás seres humanos. La desembocadura natural de su obra es la polis.

 

 

“Spinoza ha tenido la virtud de inspirar devociones”, me dijo Jorge Luis Borges una mañana de otoño de 1978, cuando conversamos sobre el filósofo del cual se había prometido escribir un libro. En el siglo XXI, las inspira aún.

 

 

Enrique Krauze

Carta a un peruano

Posted on: mayo 30th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

Me tomo la libertad de escribirle porque soy un historiador mexicano que quiere al Perú. Estoy convencido de que su país se juega la vida en las próximas elecciones. Desde hace muchos años he estudiado los populismos latinoamericanos y sé bien que su mezcla letal de culto a la personalidad, dogmatismo ideológico, mentira propagandística e irresponsabilidad económica, destruye a los países, no por unos años, no por un período: los destruye para siempre. Y no quiero que eso ocurra con el Perú.

 

 

Tampoco quise que ocurriera en Venezuela. En 2009 escribí El poder y el delirio, donde expliqué las razones por las que creía que ese régimen hundiría a Venezuela en la crisis más severa de su historia. Pero nunca imaginé la dimensión de la tragedia: hoy Venezuela, el país más rico del mundo en reservas petroleras, es, junto con Haití, el más pobre de América. Y no solo eso: es una dictadura feroz, un Estado forajido. 5 millones de venezolanos han debido emigrar de su patria, 1 millón de ellos al Perú. Encuéntrelos usted, y formule una pregunta muy sencilla: ¿lo que el comandante Hugo Chávez prometió al llegar al poder, es similar a lo que promete el profesor Pedro Castillo? Verá usted que sí, que las promesas son las mismas. Y los resultados, tarde o temprano, créame, serán los mismos.

 

 

No soy ciego a los dolores históricos del Perú. Lo visité por primera vez en 1979. Entonces conocí el retraso de la región andina frente a la costa, la postración y pobreza de sus mayorías indígenas, la omnipresencia (en el idioma, en el trato social, en las disputas políticas) de terribles enconos étnicos. Poco después la democracia peruana desplazó a los regímenes militares, pero para entonces su país había caído en el horror de la guerrilla Sendero Luminoso y el precipicio del populismo económico.

 

 

Pasaron diez años hasta mi siguiente visita. “No hay límites para el deterioro”, leí en un libro de Mario Vargas Llosa. Y era verdad: un ejército de niños pordioseros invadía las zonas comerciales de Lima, los militares patrullaban las calles en espera del siguiente acto de sabotaje, los secuestros y asesinatos se habían vuelto noticia diaria, los cambistas agitaban sus fajos de “intis” devaluados.

 

 

Y sin embargo, Perú despertó. Frente a ese drama, Vargas Llosa proponía un programa de liberalización que acotaba el papel económico (no social) del Estado. Su derrota fue dolorosa, pero su proyecto fue adoptado en alguna medida por Alberto Fujimori. La desaparición de la guerrilla fue un alivio, pero nada justificó jamás el carácter dictatorial y corrupto del régimen de Fujimori.

 

 

El Perú merecía amanecer al siglo XXI con otro horizonte. Y pareció que apuntaba. Soy testigo de la esperanza que concitaron Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, y la terrible decepción que dejó cada uno por motivos diversos y un denominador común: la corrupción. Y sin embargo, a lo largo de ese mismo período, el desarrollo del Perú fue sorprendente.

 

 

Deploro los pésimos gobiernos y la irresponsabilidad e ineptitud de la clase política. Sé muy bien que la pandemia ha empobrecido de nuevo, dramáticamente, al Perú. Y sé que muchas de las viejas llagas siguen abiertas o se han abierto aún más. Pero su país necesita recobrarse, ganar tiempo. No todo está perdido, por eso sería suicida perderlo todo. Keiko Fujimori está a años luz de ser una candidata ideal, pero es la candidata posible para que el Perú no se precipite al abismo donde se encuentra Venezuela. Si triunfa, además de mostrar que puede gobernar con absoluta transparencia y rectitud, debería propiciar el debate público, que es la mejor vía para el surgimiento de nuevos liderazgos.

 

 

Sí hay futuro para el Perú. Sí hay ideas innovadoras para atender a la población más necesitada. Sí hay vías para que lleguen al poder nuevas generaciones. Por eso le pido que vote por ese futuro posible.

 

 

 Enrique Krauze

 

El espejo de Weimar

Posted on: enero 31st, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

Toda democracia en el siglo XXI debe verse en el espejo de la República de Weimar, pero no toda democracia está destinada a morir como ella. Algunos eminentes historiadores sostienen que el asalto al Capitolio del 6 de enero fue el presagio del golpe definitivo que sobrevendrá dentro de unos años. No es imposible, aunque sí improbable. Creo que la democracia estadounidense ha mostrado que puede resistir y perdurar.

 

 

En noviembre de 1918, Alemania, país de larga tradición monárquica y militarista, tomó el paso de transitar a un régimen parlamentario. Grandes personajes avalaron su plataforma, entre ellos Albert Einstein y Max Weber. De todas las ciudades, los fundadores escogieron a Weimar –el hogar de Goethe– como un símbolo de lo mejor que Alemania había dado al mundo: su cultura humanística.

 

 

El nacimiento fue traumático. Derrotada en una guerra que ella misma provocó, sujeta por sus enemigos a un durísimo acuerdo de reparaciones económicas, desgarrada por las corrientes extremas de derecha nacionalista e izquierda comunista, Alemania se hundió en una espantosa crisis inflacionaria. En una atmósfera envenenada por el antisemitismo y centenares de crímenes políticos, un líder carismático arrastró en 1923 a un sector violento de la juventud –los camisas pardas, los Freikorps– a dar un golpe de Estado. Las instituciones jurídicas de la república pudieron contenerlo y el líder purgó una breve condena en la cárcel, donde escribió Mein Kampf: su programa para imponer el dominio de la raza aria sobre todas las otras, su llamado a recobrar el pasado mítico prometido por los dioses, su apelación al odio, la venganza y la muerte.

 

 

La recuperación económica y el esplendor artístico y cultural que caracterizó al segundo lustro de esa década tendieron una cortina de humo sobre las pasiones que anidaban en muchos alemanes. Cuando sobrevino el derrumbe de Wall Street en 1929 y Alemania recayó en la crisis, la frágil y joven república atestiguó el ascenso de aquel líder que regresaba arropado por una legión de jóvenes enardecidos, además de su propio partido político. Con el apoyo de militares, empresarios y no pocos intelectuales, llegaría al poder por la vía de la democracia… para acabar con la democracia.

 

 

En las elecciones de 1930 contendieron varios partidos. Un pacto pudo haber evitado el triunfo del líder, pero la desconfianza de los comunistas hacia los socialdemócratas bloqueó el compromiso. Fue un suicidio histórico. El partido nazi ocupó la segunda posición, y la frágil mayoría socialdemócrata resistió un par de años. En las elecciones de julio de 1932, los nazis alcanzaron la mayoría en el parlamento (Reichstag). Un insensato artículo de la Constitución permitía al líder, bajo circunstancias especiales, gobernar por decreto, lo cual logró tras el deliberado incendio del Reichstag. En las calles de Berlín se comenzó a cumplir la profecía que un siglo antes había hecho el poeta Heinrich Heine: “Ahí donde se comienza por quemar libros termina quemándose a las personas”.

 

 

El Führer llevó a cabo su designio: se apoderó de la palabra, construyó una fábrica de propaganda y mentiras, decretó la verdad única, reescribió la historia, militarizó al país, enardeció a las masas, polarizó a la sociedad, persiguió a los judíos (1% de la población), violó tratados internacionales, derogó las instituciones y las libertades. En 1939 desató la Segunda Guerra Mundial que sacrificó a 60 millones de seres humanos.

 

 

Las diferencias son claras. La democracia estadounidense es la más antigua del mundo. La libertad de expresión, las instituciones jurídicas y los gobiernos estatales han resistido el embate autoritario. Los racistas blancos vocearán su odio y violentarán el orden, pero la tendencia demográfica favorece a los afroamericanos, latinos y asiáticos. Los dos partidos deberán alejarse de sus posiciones extremas y colaborar, sobre todo ante la emergencia del COVID y la crisis económica. El carisma no se hereda y Trump tiene 74 años. Biden tiene 78, pero su autoridad no se finca en el carisma sino en la ley. Su elección de vicepresidenta fue un acierto. En un marco de respeto, el sólido equipo que ha integrado trabajará para atender los problemas sociales, restablecer alianzas internacionales, cuidar el medio ambiente.

 

 

La república americana no es la República de Weimar. Sin embargo, Estados Unidos no puede bajar la guardia ante la sombra del fascismo. Ninguna democracia está a salvo.

 

 

Enrique Krauze

@EnriqueKrauze

Diez premisas del poder

Posted on: mayo 21st, 2019 by Laura Espinoza No Comments

La distinción entre justicia y ley –reivindicada por el presidente– está en Santo Tomás y los neoescolásticos y parece ser el verdadero modelo político que subyace en Iberoamérica. Su implantación moderna se traduce en diez premisas que, con matices, aplican al nuevo régimen mexicano.

 

 

La distinción entre justicia y ley –reivindicada por el presidente– está en Santo Tomás. Sus sucesores, los neoescolásticos españoles del siglo XVI y XVII, argumentaron la superioridad de la ley natural, inscrita por Dios en la conciencia, sobre la ley escrita, obra falible de los hombres. Estos conceptos forman parte del pensamiento político que legitimó por tres siglos la monarquía absoluta en España. ¿Conoce López Obrador esos antecedentes? La pregunta es irrelevante. Si no los conoce, los encarna.

 

 

Según estudios de Richard M. Morse, esa filosofía neotomista es el verdadero modelo político que subyace en Iberoamérica. En El pueblo soy yo consigné mis diferencias con esa tesis. Argumenté que el noble origen teológico de esa corriente no exime de responsabilidad a sus avatares. Y que, aplicada a nuestro tiempo, puede ser perfectamente compatible con regímenes similares al cubano.

 

 

No he cambiado mi punto de vista, pero ahora releo la tesis de Morse con mayor desasosiego. En su obra postrera (Resonancias del Nuevo Mundo, Editorial Vuelta, 1995) sostuvo que su implantación moderna en nuestros países debía traducirse en diez «premisas» que parecen proféticas:

 

 

1.- El mundo es natural, no se construye. «En estos países, el sentimiento de que el hombre edifica su mundo y es responsable de él es menos profundo y está menos extendido que en otros lugares».

 

 

2.- Desprecio por la ley escrita. «El sentimiento innato de apego a la ley natural va acompañado de una actitud menos formal hacia las leyes que formula el hombre».

 

 

3.- Indiferencia a los procesos electorales. «Las elecciones libres difícilmente se revestirán de la mística que se les confiere en países protestantes».

 

 

4.- Desdén hacia los partidos y las prácticas de la democracia. «Tampoco son apreciados los partidos políticos que se alternan en el poder, los procedimientos legislativos o la participación política voluntaria y racionalizada».

 

 

5.- Tolerancia con la ilegalidad. La primacía de la ley natural sobre la ley escrita admite prácticas y costumbres incluso delictivas que en otras sociedades están penadas, pero que en estas se ven como «naturales».

 

 

6.- Entrega absoluta del poder al dirigente. El pueblo soberano entrega (no delega) el poder al dirigente. En América Latina prevalece el antiguo pacto original del pueblo con el monarca.

 

 

7.- Derecho a la insurrección. La gente «no es insensible ante los abusos del poder enajenado». Por eso, los cuartelazos y las revoluciones suelen nacer del agravio de una autoridad que se ha vuelto ilegítima. (Como la corrupción del PRI).

 

 

8.- Carisma no ideológico: psicológico y moral. Un gobierno legítimo no necesita una ideología definida, ni efectuar una redistribución inmediata y efectiva de bienes y riquezas, ni contar con el voto mayoritario. Un gobierno legítimo debe tener «un sentido profundo de urgencia moral» que a menudo encarna en «dirigentes carismáticos con un atractivo psico-cultural especial». (Es el caso –dice Morse– de Perón o Fidel Castro).

 

 

9.- Apelación formal al orden constitucional. Una vez en el poder, para «rutinizar» el carisma, el dirigente debe conceder cierta importancia al legalismo puro para institucionalizar su gobierno.

 

 

10.- El gobierno: cabeza y centro de la nación. «El gobierno nacional […] funciona como fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas».

 

 

En teoría, el modelo se inspira en un concepto cristiano del monarca como fuente del bien común. En la práctica, es una receta para la dictadura. Morse no ignoraba sus inconsistencias y riesgos. Para consignarlos, citó la crítica a la figura central del neotomismo, el jesuita Francisco Suárez (1548-1617), formulada por el filósofo político y moral francés Paul Janet (1823-1899):

 

 

«En estas doctrinas incoherentes concurren […] ideas democráticas y absolutistas, sin que el autor vea con claridad adónde lo llevan unas u otras. Adopta […] el principio de la soberanía popular […] y hace que no tan solo el gobierno, sino que aun la sociedad, descanse en el consenso plenario. Sin embargo, esos principios sirven para […] que opere inmediatamente la enajenación absoluta e incondicional de la soberanía popular en manos de una persona».

 

 

Creo que, con matices diversos, las diez premisas operan en el nuevo régimen de México. Solo hay un antídoto contra cada una de ellas: la división de poderes y el Estado de derecho en una democracia liberal.

 

 

Enrique Krauze

Publicado previamente en el periódico Reforma

Mensaje de discordia

Posted on: abril 3rd, 2019 by Laura Espinoza No Comments

 

Para AMLO, su triunfo en las urnas representa el advenimiento de una nueva era. Desde ese alto tribunal politiza la historia. España está en el banquillo y el veredicto es condenatorio. Y debe pedir perdón

 

La reciente carta del presidente López Obrador exigiendo al rey de España una disculpa por la conquista de México ha lastimado el árbol de concordia que mexicanos y españoles hemos cultivado por ochenta años. El debate, planteado en esos términos, es ajeno a los esfuerzos de análisis y comprensión en los que se han empeñado generaciones de historiadores mexicanos, españoles y de otras nacionalidades, cuyos enfoques son diversos y aun divergentes, pero cuyo afán común es el conocimiento. López Obrador ha escrito libros de historia, pero no pertenece a ese elenco. No lo mueve el saber.

 

 

Dediqué los meses finales de 2018 al estudio de esos libros, no pocos ni poco voluminosos. Mi análisis (El presidente historiador, Letras Libres241, enero de 2019) busca arrojar alguna luz sobre su actitud frente al pasado. López Obrador incurre en una variedad extraña del historicismo. Por un lado, cree en la vieja teoría de Carlyle, para quien “los grandes hombres” son los protagonistas decisivos y casi únicos de la historia. Por otro lado, cree que la historia tiene un libreto ineluctable. Y finalmente cree en la convergencia de ambas teorías en su propia persona, el líder providencial destinado a redimir al pueblo mexicano.

Hasta ahora, López Obrador había aplicado esa visión a la etapa moderna y contemporánea de México (de 1867 a nuestros días). Algunos presidentes pasan la prueba, parcialmente: Juárez y Madero fueron grandes, pero les faltó construir “una democracia con apoyo popular”. Cárdenas tuvo apoyo popular, pero encabezaba el régimen autoritario del PRI. El hecho de que el propio López Obrador haya militado en ese régimen de 1973 a 1989 (cuando muchos de nosotros llevábamos más de veinte años combatiéndolo) no lo mueve a la autocrítica, el matiz o la ponderación. A su juicio, el sistema nunca cambió hasta el 1 de julio de 2018. Por eso, su triunfo en las urnas no representa solo un cambio de Gobierno y de régimen. Representa el advenimiento de una nueva era, en el sentido teológico-político del término.

 

 

 

Desde ese alto tribunal López Obrador politiza la historia. Ahora no solo nosotros (o los que tilda de “conservadores”) debemos pedir perdón por el pecado de no reconocer la verdad histórica que él revela y encarna. Ahora España está sentada en el banquillo. El veredicto es condenatorio. España debe pedir perdón.

 

 

 

La defensa contemporánea del legado indígena llegó con la revolución mexicana, que lo puso en primer plano

 

 

La condenación, por supuesto, no es nueva. Todo el siglo XIX mexicano está cruzado por la querella entre dos interpretaciones de la conquista y el legado de los tres siglos virreinales. Los liberales abrazaron el veredicto moral de Bartolomé de las Casas, que como un profeta bíblico denunció la destrucción de las Indias y advirtió la ruina de España. Los conservadores recogieron las obras de otros autores clásicos de los siglos XVI y XVII, como Jerónimo de Mendieta y Juan de Torquemada, que ponían el acento en la huella constructiva, material y espiritual, de España en México. Con el triunfo de los liberales en 1867, la condenación ideológica a España se volvió un canon de la naciente historia oficial, pero en la era de Porfirio Díaz esas aristas se limaron en favor de una reconciliación: México se reconocía como un país indígena y español.

 

 

Significativamente, ni los liberales ni los conservadores del siglo XIX vindicaban el pasado indígena, que habría sido olvidado de no ser por los cronistas mestizos de identificación indígena (como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Chimalpahin) y españoles (fray Bernardino de Sahagún y fray Diego Durán, entre otros) que lo recobraron en los siglos XVI y XVII. La defensa contemporánea del legado indígena llegó con la revolución mexicana, que lo puso en primer plano no solo como un componente esencial de nuestro pasado, sino como una presencia viva. Por desgracia, esta necesaria reivindicación se degradó en una nueva historia oficial. Los murales de Diego Rivera fueron su catecismo.

 

 

 

Todo esto ocurría en el plano político e ideológico. Mientras tanto, en la sociedad, España y México se acercaban. Generación tras generación, desde mediados del siglo XIX, oleadas de españoles llegaron a “hacer la América” en todos los ámbitos de la actividad económica. Con el fin de la Guerra Civil y gracias a la iniciativa de don Daniel Cosío Villegas, hace ochenta años el Gobierno mexicano dio asilo y hogar a los intelectuales españoles (entre ellos José Gaos, José Miranda, Ramón Iglesia) que, junto con sus discípulos mexicanos (Silvio Zavala, Edmundo O’Gorman, Luis González), comenzaron a estudiar con el mayor rigor académico la historia de la conquista y la colonia. Junto con ellos, la obra del ilustre Miguel León-Portilla traía ante nuestra conciencia “la visión de los vencidos”. Las enseñanzas y los libros de todos aquellos maestros en El Colegio de México y la UNAM son la herencia de los historiadores que hemos escrito al margen de la historia oficial. Gracias a ellos la historia dejó de ser la arena mítica donde luchan “héroes y villanos” o el libreto de una redención. La historia volvió a ser lo que ha sido desde Heródoto: un saber respetuoso de la verdad, una sabiduría.

 

 

 

López Obrador es ajeno a esa tradición. Su proyecto evidente es fundar una nueva historia oficial, que recoja todos los extremos de las anteriores y los potencie con su visión redentora. Por eso ha reclamado al rey de España que se disculpe con los pueblos originarios de México.

 

 

Inglaterra no tiene un Francisco de Vitoria o un Bartolomé de las Casas en su historia

 

 

Se ha esgrimido el caso de Alemania con el pueblo judío o el de Francia con el argelino para sustanciar la disculpa. La cercanía histórica de esos y otros horrores cometidos por Estados nacionales contemporáneos contra poblaciones actuales da sentido a esos reclamos, pero proyectarlos al plano de la historia universal implicaría una cadena de perdones que nos llevaría, literalmente, hasta las calendas griegas. Por otra parte, si de disculpas se trata, ¿no había que comenzar por exigirlas al Gobierno de Estados Unidos, no solo por el despojo de la mitad del territorio mexicano, sino por los vejámenes que inflige ahora mismo a millones de mexicanos?

 

 

 

El Gobierno español ha hecho bien en responder con claridad y firmeza al reclamo de López Obrador, pero los españoles deben saber que, sin negar el saldo mortal de la conquista, la mejor forma de calibrar su sentido es compararla con experiencias paralelas. Como ha demostrado el eminente historiador John H. Elliott en Imperios del mundo atlántico, el saldo moral del Imperio español es sustancialmente superior al inglés. Como todo imperio conquistador (incluido, por cierto, el azteca), ambos cometieron atrocidades, pero al menos los españoles tuvieron figuras de autoridad espiritual que pusieron en tela de juicio los derechos de conquista, defendieron la igualdad cristiana y la libertad natural de los indios, y propiciaron la creación de leyes e instituciones protectoras. En cambio, Inglaterra no tiene un Francisco de Vitoria o un Bartolomé de las Casas en su historia.

 

 

Ese legado marca a sus antiguos reinos o colonias. Como consecuencia del exterminio sistemático de la población nativa y la esclavitud que hasta 1865 impusieron a la población de origen africano, Estados Unidos es un país irremediablemente nativista donde gobierna un presidente que propone descaradamente la doctrina nazi del Lebensraum.

 

 

En México gobierna un presidente mestizo, nieto de un inmigrante español al que este país, generoso y libre, le abrió los brazos. Ojalá ese presidente, Andrés Manuel López Obrador, que por haber nacido cerca de la selva ama genuinamente los árboles, descubra la importancia de cultivar, entre los individuos como entre las naciones, el árbol de la concordia.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.

 

Reducto de libertad

Posted on: noviembre 16th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

 

Tomando en cuenta su posición de poder, y por respeto a la razón, el derecho y aun la vida de los periodistas, el presidente electo debe mostrar la mayor tolerancia ante la crítica hacia su persona y su gestión.

 

 

Las expresiones y actitudes del presidente electo sobre la prensa que no le agrada son altamente preocupantes. Y lo son más ahora, porque resuenan en las redes sociales como una orden de ataque. Muy pronto, nada podría impedir que sus partidarios más enardecidos pasen de la batalla verbal a la física. Si ocurre en Estados Unidos (donde las arengas de Trump contra las supuestas “fake news” han provocado ataques a periodistas del New York Times, el Washington Post o CNN), nada impide que la prensa “fifí” –como la llama López Obrador– comience a sufrir embates similares.

 

 

 

La tensión entre los medios impresos y poder tiene una larga historia. En un ensayo de 1954 titulado “La prensa y la libertad responsable en México”, Daniel Cosío Villegas escribió que la nuestra era “una prensa libre que no usa su libertad“. El gobierno, es verdad, tenía “mil modos” para “sujetarla y aun destruirla”.

 

 

 

Piénsese, por ejemplo, en una restricción a la importación de papel fundada en la escasez de divisas; en una elevación inmoderada de los derechos de importación al papel o a la maquinaria; en la incitación a una huelga obrera y su legalización declarada por los tribunales del trabajo, en los cuales el voto del representante gubernamental resulta decisivo; etcétera.

 

 

Con todo –concluía don Daniel– la prensa tenía un margen de libertad que desaprovechaba. Era próspera pero inocua, vacía de ideas e ideales y, sobre todo, servil: “simplemente ha aceptado la idea de la sujeción (al gobierno), se ha acomodado a ella y se ha dedicado a sacar ventajas transitorias posibles sin importarle el destino final propio, el del país y ni siquiera el de la libertad de prensa, a cuya salvaguarda se supone estar consagrada en cuerpo y alma”.

 

 

El razonamiento de Cosío Villegas tuvo su prueba de fuego en el sexenio de Luis Echeverría, cuando surgió un periódico decidido a rechazar la sujeción y defender la independencia crítica. Era el Excélsior de Julio Scherer. El gobierno había empezado bajo la promisoria consigna de la “apertura democrática”, la “crítica y la autocrítica”. Por supuesto, era una treta. Al poco tiempo Echeverría comenzó a perorar contra aquel periódico donde cada sábado aparecían los punzantes artículos del “escritorzuelo” Cosío Villegas. Cuando esa táctica intimidatoria falló, su secretario de Gobernación contrató una pluma mercenaria para escribir un libelo titulado “Danny, discípulo del Tío Sam”. Acto seguido, Echeverría indujo un bloqueo de publicidad privada (la oficial era muy menor). En última instancia, orquestó el golpe al diario, lo confiscó en los hechos, volviéndolo un esclavo del régimen. Su sucesor, López Portillo, incrementó la presencia oficial en los medios para domesticarlos. Y, argumentando el famoso “no pago para que me peguen”, cortó la publicidad a Proceso. Fue inútil. Para entonces, además de Proceso, habían nacido revistas y periódicos empeñados en ejercer la independencia crítica.

 

 

Vivimos otros tiempos, pero la tensión persiste. Sujeta a las viejas restricciones, y lastrada por sus vicios y conveniencias, nuestra prensa no usa plenamente su libertad.

 

 

Dependientes de la publicidad oficial, muchos medios ceden a la servidumbre voluntaria. A riesgo de perder el alma, deberían resistir.

 

 

 

Tampoco el próximo gobierno debe actuar de manera ilegítima contra la prensa. Es correcto que busque dar la mayor transparencia a sus vínculos económicos con los medios y acote o incluso cancele la publicidad oficial, pero no tiene razón en descalificar a los que le resultan incómodos. Llamar a la prensa “fifí” es imputarle intereses ocultos o ideologías contrarias a la verdad histórica encarnada en el poder. Es un abuso. Si existen pruebas de esos intereses ocultos, que se exhiban. Y ningún poder tiene el monopolio de la verdad histórica.

 

 

 

No solo falta a la justa razón el presidente electo, también al derecho. En este tema incide el criterio de asimetría entre las partes, sobre el cual la Suprema Corte ha sentado jurisprudencia. Las sentencias que ha emitido en los últimos años han privilegiado la libertad de expresión bajo una idea rectora: entre mayor sea la relevancia pública del objeto de una crítica, mayor latitud tendrá la libertad de expresión para criticarlo.

 

 

 

Tomando en cuenta su posición de poder, y por respeto a la razón, el derecho y aun la vida de los periodistas, el presidente electo debe mostrar la mayor tolerancia ante la crítica hacia su persona y su gestión. Y la prensa, contra viento y marea, debe seguir siendo un reducto de libertad.

 

 

 

Enrique Krauze

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

El incendio de Bolsonaro

Posted on: octubre 18th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

El próximo presidente de Brasil está hecho de misoginia, racismo y homofobia. Es algo más que una posición política

 

 

FOTO Jair Bolsonaro, candidato a la presidencia de Brasil.

 

El fuego destruyó el Museo de Historia Natural de Brasil. El triunfo de Jair Bolsonaro podría destruir la naturaleza histórica de ese entrañable país.

 

 

Ninguna nación tiene una esencia permanente ni un destino ineluctable. La historia de los países, como la de los individuos, está sujeta a determinaciones de toda índole, pero tiene un margen de libertad. En el curso de su historia centenaria, antes y después de su tersa independencia (tan distinta de las traumáticas rupturas de Hispanoamérica), Brasil construyó una sociedad singular que ha correspondido a la imagen espontánea que muchos nos hemos hecho de ella como el país de la libertad natural, de la apertura al otro y a lo otro, de la mezcla étnica y sexual, de la convivencia creativa de culturas. Si esa imagen es verosímil —y creo que lo es—, al elegir a Jair Bolsonaro, Brasil está a punto de cometer un suicidio político y cultural.

 

 

 

No idealizo a Brasil ni niego sus problemas abismales de pobreza y desigualdad, de violencia e inseguridad, de impunidad y corrupción. Son dramas que comparte con muchos países de América Latina (en particular con México) y cuya persistencia reclama la más seria reflexión y la acción más urgente. Pero no puedo creer que, para encarar esos problemas, el país que nos ha dado su literatura, sus artes, su música, su Carnaval y su fútbol, el país de Caetano Veloso y Maria Bethânia, de Machado de Assis y Jorge Amado, de Clarice Lispector y Nélida Piñón, haya entregado el voto mayoritario en la primera vuelta electoral a un líder que niega de raíz su tradición cultural.

 

 

 

Bolsonaro se afilia al más rancio militarismo y se burla de la democracia que, con mucha probabilidad, lo llevará al poder
Bolsonaro se afilia al más rancio militarismo y se burla de la democracia que, con mucha probabilidad, lo llevará al poder. En sus discursos y frases lapidarias se mofa de las leyes y la justicia. Ha hecho un elogio abierto de la violencia criminal del Estado para acabar con la violencia criminal de los delincuentes. Esa variedad repugnante del populismo tiene ya en América un exponente que con seguridad se llevará muy bien con Bolsonaro. Pero los paralelos políticos de Trump con su inminente colega brasileño me alarman menos que su convergencia en temas morales y sociales. Si las deformidades de Bolsonaro fueran solo políticas, el cuadro sería preocupante, pero su antiliberalismo, su odio a la libertad, es más amplio y profundo. Está hecho de misoginia, racismo y homofobia.

 

 

 

Las redes sociales abundan en frases y discursos de Bolsonaro denigrando a las mujeres (sobre todo si, a su juicio, no son bellas o tienen posiciones feministas) y exhibiendo su desprecio hacia la población de color (“holgazanes”, “mantenidos”). El más aterrador acercamiento que conozco a Bolsonaro es el que —exhibiendo la más heroica flema inglesa— logró el actor y escritor Stephen Fry.

 

 

 

Bolsonaro: Yo me lancé a luchar contra los gais porque el Gobierno propuso dar cursos de educación contra la homofobia a niños de primaria. Pero esto solo estimularía activamente la homosexualidad en niños de seis años. No es algo normal.

 

 

 

Fry: Hay 480 especies animales que exhiben comportamientos homosexuales, pero solo una especie animal sobre la Tierra que exhibe comportamiento homofóbico. Entonces, ¿qué es lo normal?

 

 

 

Bolsonaro: Tu cultura es diferente de la nuestra. No estamos listos para esto en Brasil porque ningún padre jamás se sentiría orgulloso de tener un hijo gay. ¿Orgullo? ¿Alegría? ¿Celebrar que su hijo se volvió gay? De ninguna manera…

 

 

 

Pienso con tristeza en lo que habría pensado Gilberto Freyre, el eminente sociólogo brasileño que en su clásica Casa-Grande e Senzala (1933) recreó una historia y una cultura diametralmente opuestas a las que representa Bolsonaro. Antropólogos posteriores han puesto en entredicho algunas tesis de Freyre, pero a mi juicio no las han refutado. Freyre remite a la geografía histórica de Portugal, tan cercana a África, tan proclive a la aventura marina y a su catolicismo más cálido, el origen de una convergencia entre personas de diversos credos, etnias y colores, que ha sido típica de Brasil.

 

 

No es que en el brasileño subsistan, como en el angloamericano, dos mitades enemigas: la blanca y la negra; el examo y el exesclavo. De ninguna manera. Constituimos dos mitades confraternizantes que se vienen enriqueciendo mutuamente de valores y de experiencias diversas.

 

 

 

El racismo de Trump es lamentable pero explicable: lo comparte un sector muy amplio de la población de Estados Unidos que habita el centro y el sur de ese país, donde las huellas del pasado esclavista siguen vivas. El racismo de Bolsonaro es lamentable e inexplicable: afecta a un sector mayoritario de la población cuyo pasado esclavista, siendo imperdonable, fue distinto del estadounidense porque, a diferencia de este, se abría a la confraternidad humana. Esa es la naturaleza histórica de Brasil que Jair Bolsonaro buscará destruir.

 

 

 

Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.