Enrique Krauze: La falacia ad populum

Posted on: diciembre 3rd, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

En el triste panorama del México de hoy hay lecciones para América Latina. Más allá de sus viejos y nuevos problemas, nuestras naciones surgieron a la vida independiente en el siglo XIX como repúblicas que intentaron legitimarse democráticamente, constituirse bajo el imperio de la ley, respetando la libertad individual y los derechos humanos. Por eso nuestra América fue, no pocas veces, puerto de libertad para los perseguidos de la tierra.

Contra ese legado conspiraron siempre y hasta ahora, el caudillismo, las dictaduras, la anarquía, las revueltas, rebeliones y revoluciones, las guerrillas y los gorilas. Pero los valores fundacionales siguen ahí. Cada nación es responsable de defenderlos o culpable de abandonarlos. Yo ofrezco aquí la breve historia de cómo en mi país el régimen ha matado la república usando la más antigua y vil adulteración de la democracia: la demagogia. Los críticos del peronismo argentino o del chavismo venezolano encontrarán, si no me equivoco, algunas resonancias.

Pienso, de entrada, que hemos confundido o amalgamado democracia y república. Deberían ser, y en muchos casos han sido, compatibles y complementarias, pero no son idénticas. La democracia es la tarea política de los ciudadanos; la república es el andamiaje institucional y legal que la hace posible. Pero la democracia corre siempre el peligro de corromperse en demagogia, y es entonces cuando república y democracia pueden volverse antitéticas. Por desgracia, es el caso de México. Hoy.

La democracia, invento de los griegos, responde en esencia a la pregunta ¿quién tiene derecho a gobernar? La respuesta es: la mayoría. Pero para prevenir la corrupción demagógica idearon varias reglas diversas para separar de sus cargos a los líderes que, abusando de la popularidad, buscaban una concentración excesiva del poder, incurrían en ilegalidades o corrupción, o azuzaban revoluciones. Aunque los treinta tiranos ahogaron la democracia a fines el siglo V, Atenas la recobró por varias décadas hasta sucumbir finalmente ante el dominio macedonio y romano. Pero en todo ese tiempo (el de Sócrates, Platón y Aristóteles) a despecho de la diversa crítica de éstos a la democracia, la historia no registra una sola tesis que haya defendido la supresión política de la minoría en nombre de la propia democracia. Esa supresión tenía un nombre: tiranía, y ningún tirano lo fue “en nombre” de la democracia. Por desgracia, ese es el caso de México. Hoy.

La república, invento de los romanos, responde en esencia a la pregunta: ¿cuáles son los límites que deben anteponerse al poder? La respuesta: todos los necesarios. Temerosa de la tiranía de muchos y de uno, Roma –como es bien sabido, pero a veces se olvida- discurrió la división de los poderes: Senado, Asambleas Legislativas y magistrados ejecutivos (dos cónsules, no uno, y renovables cada año). Ese orden republicano, trabajado a lo largo de cinco siglos, llevó el derecho y, con él, la civilización romana a todos los confines de aquel mundo. Finalmente se derrumbó a manos de un líder y su cauda popular. Lo siguió el Imperio que globalizó la ciudadanía y, en sus mejores momentos, bajo Augusto, Adriano o Marco Aurelio, rindió homenaje formal a la república. No obstante, en largos períodos predominaron los Calígula, Nerón o Cómodo, los endiosados del poder que pisotearon el legado histórico. Por desgracia, este es el caso de México. Hoy.

El régimen mexicano ha usado la democracia para acabar con la república. ¿Cómo lo ha hecho? Interpretando la democracia, con evidente mala fe, como la tácita voluntad del pueblo depositada en el régimen para hacer lo que le venga en gana, suprimiendo los derechos de la (inmensa) minoría.

El latín, este recurso de la demagogia se denomina “falacia ad populum”. Consiste en pretender que la verdad depende de la cantidad de gente que cree en ella. Pero la verdad no es cuantitativa: no importa cuántos opinen esto o aquello, la verdad es un acuerdo entre el dicho y la realidad.

Los voceros del régimen practican ad nauseam la falacia ad populum. A menudo se ponen etimológicos: “demos, pueblo; cratos, poder”. O se sienten latinistas: “Vox populi, vox Dei”. O sentenciosos: “El pueblo nunca se equivoca”.

Cuando ese pueblo que nunca se equivoca llevó a Hitler al poder en 1933 y vio con regocijo la destrucción de la República de Weimar, el nazismo pareció una profecía universal. Todos conocemos los resultados de aquella voz divina, de aquel demos alemán depositando el cratos en el Führer. Pero nadie pensaría en ese desvarío del pueblo alemán como una hazaña de la democracia. Por desgracia, México vive su propio desvarío. Hoy.

Precisamente como una hazaña de la democracia se ha querido presentar ese acto de barbarie (cruelmente) llamado Reforma judicial, que liquida la carrera judicial y ordena que todos los jueces y magistrados sean electos por voto popular. “El pueblo pidió la Reforma para acabar con la corrupción y el nepotismo”, se proclama demagógicamente. Doble falacia: ¿dónde consta que “el pueblo” pidió esa insensatez? Y aun si así fuera, esa opinión no probaría la verdad sobre su pertinencia. Y, para colmo, el cinismo: el régimen que ha abusado del nepotismo y la corrupción lava su conciencia invocando al pueblo.

El endiosamiento del poder produce esos engendros. Grecia no recobró su democracia. Roma sacrificó por siempre a su república. Ahí, inverosímilmente, sin división de poderes ni respeto a la ley ni órganos autónomos, con las hordas del crimen a nuestras puertas, en el espectáculo del pan y circo, en el vasto reino de la mentira, precarias las libertades, desvirtuada la democracia, destruidas las instituciones republicanas, por desgracia, está México. Hoy.

 

Enrique Krauze

La esperanza de Venezuela

Posted on: julio 16th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

 

Algo extraordinario está ocurriendo en Venezuela. María Corina Machado, valerosa líder con una larga trayectoria de oposición, ha logrado congregar en torno suyo al pueblo que inunda ahora mismo las calles, las plazas y caminos del país para superar pacíficamente, por la vía electoral, al régimen imperante desde hace un cuarto de siglo.

 

“Gloria al bravo pueblo / que el yugo lanzó / la ley respetando / la virtud y honor”, reza la primera estrofa del himno venezolano. Ese bravo pueblo finalmente ha tomado conciencia del saldo real del régimen, no con estadísticas sino de una manera desesperada y directa. Eso expresan a Machado por donde quiera que va: desean que las familias se reunifiquen y las abuelas conozcan a sus nietos; anhelan un alivio a la miseria, la represión y la inseguridad; quieren que la libertad y la concordia abran paso a la reconciliación nacional.

 

Las estadísticas son en verdad aterradoras. Y prueban que la destrucción de Venezuela no comenzó con la muerte de Chávez sino que es obra de ambos: Chávez y Maduro, el original y su caricatura. En 1998, el PIB per cápita de Venezuela era el segundo mayor de América Latina. Hoy es inferior al de Haití. En aquel año, bajo la empresa estatal Pdvsa, la producción petrolera alcanzó los 3,5 MM de barriles. Hoy produce 0,75 MM. La infraestructura y los servicios (educación, salud, etc.), que Chávez mantenía con sus “Misiones” gracias a un barril que alcanzó los 150 dólares, han colapsado enteramente. Hacia 2018, un exministro de Chávez calculaba que 300 BDD habían sido robados de los ingresos en veinte años (de un total de 800 BDD). ¿Cuál será la cifra actual? Quizá la tragedia mayor –y la expresión final del fracaso– es la emigración: más de 8 millones de venezolanos (25% de la población) viven desperdigados en América Latina, Norteamérica y Europa.

 

Políticamente, el régimen ya no es propiamente populista, pero tampoco es de izquierda, como Chile o Brasil. Venezuela es una dictadura político-militar afín a Rusia e Irán y sobre todo a Cuba, su hermana confederada. El instrumento específico de poder ha sido la cooptación y la represión (partidos, candidatos, empresarios, académicos, radio, televisión, periodistas, estudiantes). Hace tiempo que en Venezuela no existe la separación de poderes, la libertad de expresión, las garantías individuales y la confianza en el sistema electoral.

 

Después de la última manifestación masiva de 2017 contra el desconocimiento de la Asamblea Nacional electa el 6 de diciembre de 2015 (único poder independiente de mayoría opositora que quedaba en Venezuela), la oposición languideció en el desánimo, la deserción, el destierro y la división interna. Los líderes posibles resultaron fallidos. En ese momento extremo, apareció Machado. El evidente atropello del que fue objeto al invalidarse su candidatura no hizo más que fortalecer su legitimidad y popularidad. Ahora Machado y Edmundo González (diplomático y académico de 74, candidato de oposición que no ha sido vetado) caminan juntos. Todas las encuestas creíbles los favorecen.

 

“Esto no lo para nadie”, ha repetido en sus mítines, transmitiendo ante todo un admirable valor personal. Impedida a salir de su país, con sus tres hijos exiliados en el extranjero, con el recuerdo de la empresa de su padre expropiada por Chávez, el programa de esta ingeniera industrial de 56 años y convicciones liberales es importante pero lo es más su temple y su ejemplo: encarna la esperanza.

 

Maduro y el grupo gobernante se resistirán a ceder el poder, y recurrirán a toda suerte de subterfugios: inhabilitar a González; impedir el voto de los venezolanos en el extranjero; limitar las condiciones para permitir el registro de nuevos votantes o de personas que han cambiado su domicilio; designar centros de votación en sitios de difícil vigilancia; manipulación del sistema electrónico; coacción a votantes bajo amenaza de retirarles los programas sociales, etc. Pero la ola democrática crece y el agravio a su voluntad de cambio puede detonar la violencia y la represión en las calles. A sabiendas del peligro, hay sectores sensatos del oficialismo (en las gubernaturas, en el propio ejército) que estarían de acuerdo con una solución negociada, pasadas las elecciones.

 

Esa solución posible, razonable, sería la salida de Maduro y su clique del poder y del país, y un acuerdo general de convocar a elecciones generales. Esas elecciones resultarían en una nueva Asamblea legislativa que a su vez renovaría la Fiscalía y el órgano electoral. No es una utopía. De lograrse, las familias venezolanas se reunificarán. Volverá la inversión productiva. Cuando los populistas hablan de detener la migración venezolana atendiendo a las “causas de fondo”, se refieren a la pobreza. Lo que no dicen es que la “causa de fondo” de esa pobreza ha sido la falta de democracia y libertad.

 

En 1998 Hugo Chávez prometió que Venezuela “navegará en el mismo mar de felicidad del pueblo cubano”. Su promesa se ha hecho realidad, pero el pueblo venezolano ha decidido que no le gusta navegar en ese mar. En vez de “Patria, socialismo o muerte” (el grito de Chávez) prefiere “Patria, libertad y vida”. Y las conquistarán.

 

 Enrique Krauze

Justicia decapitada

Posted on: julio 9th, 2024 by Super Confirmado No Comments

Justicia decapitada
Por
Enrique Krauze –
julio 9, 2024

«El ejercicio de un poder absoluto es muy peligroso para el príncipe, muy odioso para los súbditos, y contrario a las leyes, tanto divinas como humanas».

 

Spinoza, Tratado político

 

El próximo mes de septiembre, último de su gobierno, la nueva legislatura obediente a López Obrador buscará supeditar la justicia al poder introduciendo el voto directo de los jueces. En la práctica, esta “reforma” se traducirá, como se ha visto, en el voto personal de López Obrador sobre quién debe ser juez. Será el fin de la justicia, y la república.

 

Para combatir este despropósito he escrito varios artículos que prueban la continuidad de dos siglos en el pensamiento republicano en México, y la consiguiente defensa de la Suprema Corte de Justicia frente al poder absoluto. En fechas recientes, he debido recordar que la separación entre la justicia y el poder está en el origen de la civilización occidental.

 

El Antiguo Testamento la prescribe claramente. Los célebres legisladores de Esparta, Atenas y Roma —Licurgo, Solón y Numa— limitaron al poder absoluto con el valladar de los jueces. Con esos ejemplos en mente, tras atestiguar en 1672 el violento fin de la república holandesa y sus libertades, Baruj Spinoza escribió el Tratado político, su obra postrera. Y al trazar el perfil de un Estado “no bárbaro”, un Estado que respeta las libertades, aludió a un notable antecedente medieval: el Reino de Aragón.

 

El emblema de ese Estado no era un monarca sino un juez: el “Justicia” Juan de Lanuza y Urrea. En la Plaza de Aragón en Zaragoza hay un monumento en su honor, erigido a principios del siglo pasado para conmemorar el cuarto centenario de su sacrificio. Lanuza representa la tradición liberal que enorgullece a los aragoneses (no por nada, aragoneses fueron Goya y Buñuel). Es natural que a Spinoza, defensor radical de la libertad, ese legado  le pareciera “digno de memoria”.

 

Spinoza no era dado a narrar historias, pero en el caso de Aragón hizo una excepción: “Tan pronto arrojaron de sus cervices el servil yugo de los moros […] decidieron elegir para sí mismos un rey”. Como no se ponían de acuerdo sobre las condiciones, consultaron al Papa quien, “actuando efectivamente en esta cuestión como vicario de Cristo, les reprochó que, por no aprender del ejemplo de los hebreos, pidieran con tanta tozudez un rey”. Ante su insistencia en el despropósito, les “aconsejó fijar antes unas normas bien equitativas y acordes con la idiosincrasia de su pueblo”. La primera fue la creación de un “Consejo General que, como los éforos en Esparta, se opusiera a los reyes y tuviera absoluto derecho de resolver los litigios que surgieran entre el rey y los ciudadanos”.

 

Siguiendo este consejo, los aragoneses establecieron los derechos que les parecieron más equitativos. Su máximo intérprete y, por tanto, juez supremo no sería el rey, sino el Consejo, al que llaman “Los Diecisiete” y cuyo presidente recibe el nombre de “Justicia”. Así, pues, este “Justicia” y estos “Diecisiete”, elegidos, no por votación, sino a suertes y con carácter vitalicio, tienen el derecho absoluto de reexaminar y de anular todas las sentencias contra cualquier ciudadano, dictadas por los demás Consejos tanto políticos como eclesiásticos. De modo que cualquier ciudadano tenía derecho a hacer comparecer al rey ante ese tribunal. En un principio tuvieron, además, el derecho de elegir rey y de privarlo de su potestad.

 

Es famosa la declaración que este Consejo leía antes de nombrar al rey:

 

Nos, que somos tanto como vos y juntos valemos más que vos, os hacemos rey de Aragón si juráis los fueros y si no, no.

 

Pasados muchos años –subraya Spinoza con admiración– el rey Pedro III –fines del siglo XIII– buscó rescindir el derecho pero solo lo “corrigió”. Dos siglos después, Fernando el Católico, último rey aragonés, decidió sabiamente honrarlo. Ante los celosos castellanos que pedían su anulación, se negó a contravenir una costumbre tan arraigada. Finalmente la libertad se topó con Felipe II, que “oprimió a los aragoneses con mejor fortuna, pero no con menor crueldad que a las Provincias de los Confederados”.

 

Fue Felipe II, en efecto, quien dio por terminada aquella peculiar división de poderes. Antonio Pérez –antiguo consejero, caído de su gracia– huyó de Castilla y se refugió en su natal Aragón. El Justicia Lanuza lo protegió con el habeas corpus. Felipe II envió 12.000 soldados a Aragón, cuyos 2.000 defensores resultaron insuficientes. Lanuza encabezó la defensa, Pérez (uno de los personajes más controversiales de la historia española) escapó a Francia. Felipe II fue implacable con quien lo había amparado.

 

El Justicia Lanuza fue decapitado sin juicio previo en 1591. Su cabeza se exhibió como escarmiento. Pérez escribió su testimonio en el destierro. Spinoza lo cita en su Tratado político.

 

Aragón no olvidó la afrenta. Nosotros debemos sacar la conclusión de la historia y actuar en consecuencia. La justicia no puede supeditarse al poder (así sea un poder que goce de popularidad). La justicia no puede doblegarse al “servil yugo”. La justicia se puede reformar pero no decapitar.

 

 Enrique Krauze

La asfixia de la democracia

Posted on: junio 9th, 2024 by Super Confirmado No Comments

El resultado de las elecciones presidenciales del domingo 2 de junio sorprendió a muchos mexicanos. Esperábamos la victoria de la candidata oficial, Claudia Sheinbaum, pero no la proporción abrumadora en que se dio: 60% de los votantes lo hicieron por ella, y solo 28% por Xóchitl Gálvez, su principal opositora. En el Congreso, el partido Morena y sus aliados tendrán mayoría absoluta. Parecería el triunfo de la democracia. Lo es, porque el ciudadano votó de manera masiva. Pero el proceso estuvo manchado por la continua intervención ilegal del presidente López Obrador en favor de su candidata. Y el resultado mismo puede conducir a una grave regresión histórica.

En cierta medida, hemos vuelto a la era del PRI (1929-2000) cuando por cada seis años los presidentes mexicanos tenían el poder de un monarca absoluto. Pero ahora ha surgido una variable nueva, preocupante: la sombra de López Obrador sobre la nueva presidenta.

 

Para explicarlo, vale la pena recordar el pasado inmediato. Este país transitó a la democracia en el periodo presidencial de Ernesto Zedillo (1994-2000). Reformando desde dentro el sistema que Mario Vargas Llosa bautizó, en 1990, como “La dictadura perfecta, Zedillo se negó a designar a su sucesor, consolidó la independencia del Instituto Federal Electoral (IFE) bajo control ciudadano, abrió la competencia entre partidos en el Congreso, reestructuró a la Suprema Corte de Justicia dándole plena autonomía, respetó la libertad de expresión.

 

Las elecciones del año 2000 y 2006 dieron la victoria a Vicente Fox y a Felipe Calderón, ambos del PAN. Pero el triunfo de Calderón contra el popular candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, fue tan estrecho, que este –en un presagio de lo que haría Trump en 2020– se declaró víctima de un fraude. Su presencia gravitó desde entonces sobre la administración de Calderón y la de Enrique Peña Nieto, el frívolo candidato del PRI, que fue electo en 2012, pero cuya gestión estuvo manchada por la corrupción. En ese contexto, era natural que, en 2018, el 53% de los votantes eligiera a López Obrador como presidente para el sexenio 2018-2024.

 

Como todo populista, desde su arribo al poder AMLO alentó la polarización, hostigó la libertad de expresión, desacreditó el instituto electoral (que le dio el triunfo), buscó anular la división de poderes, despreció de varias formas el orden legal. Pero hay un rasgo propio en AMLO que no comparte con otros populistas: su aura mesiánica. Se ha comparado siempre, abiertamente, con Jesucristo.

 

Y, en consecuencia, comenzó el reparto de los panes: una serie de ambiciosos programas sociales (entre los que destaca el reparto de dinero) que a través de un ejército de “Servidores de la Nación” ha llegado a decenas de millones de hogares. Al mismo tiempo, como todo redentor, ha sido omnipresente. Ha aparecido de lunes a viernes en un programa de televisión de tres horas llamado “La mañanera”, en el que decreta la verdad oficial, calumnia a sus críticos, estigmatiza a la oposición y miente de manera sistemática, pero en los noticieros de la televisión privada (dominante en México y muy popular) su mensaje no ha tenido mayor crítica ni contraste con los datos. La autocensura ha sido feroz, por temor a que AMLO retire las concesiones.

 

Los críticos hemos señalado gravísimos errores. AMLO ha encargado al ejército labores como la administración de carreteras y aduanas, o la construcción de trenes, aeropuertos y refinerías (todas altamente improductivas). Ante el crimen organizado y la delincuencia, instauró la política de “abrazos, no balazos”, que se ha traducido en la cifra sin precedentes de 186 mil muertes violentas en lo que va del sexenio. En salud, desapareció el Seguro Popular, cambio en el que perdieron cobertura 20 millones de personas. Según el informe del grupo de expertos, sus malas decisiones en el manejo de la pandemia de Covid-19 provocaron 224 mil muertes. En términos ecológicos, el Tren Maya destruyó siete millones de árboles (6 mil 659 hectáreas deforestadas) y para su construcción se rellenaron decenas de cenotes y cavernas.

 

Este balance hizo creer a muchos –yo entre ellos– que, si bien Claudia Sheinbaum –su candidata elegida– se llevaría el triunfo, la competencia con Xóchitl Gálvez, la buena candidata de la oposición, sería más cerrada. De hecho, en los escenarios que llegué a trazar, consideraba poco probable un triunfo arrollador. Pero preví que, en ese caso, Sheinbaum (formada en la izquierda académica, científica de profesión, persona inteligente y seria) seguiría (o se vería obligada a seguir) el libreto de AMLO. El resultado sería la asfixia de la democracia.

 

Tristemente, creo que la previsión podría no estar errada. Sheinbaum asumirá la presidencia el 1 de octubre, pero los legisladores de Morena y sus aliados, un bloque con la capacidad de avalar leyes sin debatir con sus opositores, entrarán en funciones un mes antes. Eso significa que tendrán el tiempo suficiente para aprobar el paquete de reformas constitucionales que AMLO (dueño de ese partido) ha propuesto y con las cuales anulará la autonomía del Poder Judicial y del Instituto Nacional Electoral (el anterior IFE), y destruirá el INAI, el organismo encargado de la transparencia. Cuando Sheinbaum tome posesión de la presidencia el 1 de octubre, quiéralo ella o no, el daño estará hecho. No habrá límites internos. Las voces independientes en la prensa, algunos medios y las redes sociales seguirán activas, pero incluso si Sheinbaum (como ha declarado, y yo lo creo) respeta las libertades, el peso de los críticos, como demostró el resultado electoral del 2 de junio, sería limitado.

 

Estados Unidos sigue siendo un límite externo. El único, junto a los mercados financieros, que han comenzado a ver con malos ojos este giro autoritario. Creo que Sheinbaum podrá separarse de ese libreto en todo lo que atañe al Tratado de Libre Comercio. Quizá libere el sector energético (hoy paralizado por el dominio estatal); quizá haya más cooperación entre ambos gobiernos en el tema del narcotráfico; quizá la oportunidad comercial del nearshoring se aproveche y México siga creciendo a una tasa modesta.

 

Pero por un tiempo, quizá largo tiempo, México no solo habrá vuelto a la “dictadura perfecta” sino a un régimen en el cual habrá una presencia (la de AMLO) que intentará colocarse como una autoridad por encima de la presidenta. Para colmo, según la constitución vigente, el mandato de la presidenta podría ser revocado en tres años, si el Congreso (dominado por AMLO) lo decide. La gran incógnita es: ¿logrará Claudia Sheinbaum lidiar con un país violento, polarizado, inseguro, devastado en sus instituciones de salud y educación, debilitado en sus finanzas públicas, que sin embargo confía en el hombre al que decenas de millones ven como el salvador? Nadie en México puede responder a esa pregunta.

 

 Enrique Krauze 

¿México dejará de ser una democracia?

Posted on: mayo 15th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

Claudia Sheinbaum ha prometido seguir el programa de López Obrador. Hay quien ve en esto una estrategia electoral y confía que a la postre prevalecerá su perfil biográfico: una académica formada en el respeto a la ciencia. Ojalá sea así, por el bien de México. Pero hasta ahora no hay razón para dudar de su sinceridad. En términos políticos, ese seguimiento implicaría continuar -quizá con un estilo más discreto pero no menos autoritario- el libreto populista. Supondría mantener la presencia del ejército en labores que nunca han sido las suyas (la administración de carreteras y aduanas, la construcción de trenes fantasma, aeropuertos sin pasajeros y refinerías que no refinan). Significaría seguir, ante el crimen organizado y la delincuencia, la estrategia –llamémosla así- de “abrazos, no balazos”, que se ha traducido en la cifra sin precedente de 180.000 muertes violentas en lo que va del sexenio. Y finalmente significaría también aprobar el paquete de reformas que AMLO ha enviado al Congreso y con las cuales pretende acabar con la autonomía del Poder Judicial y desmantelar las dos principales instituciones autónomas que se han salvado de su implacable guillotina: el Instituto Nacional Electoral y el INAI.

Si, como ahora parece probable (aunque de ningún modo seguro) Sheinbaum gana la elección presidencial pero los partidos que la apoyan (incluido Morena, el partido de AMLO) pierden elecciones en la Ciudad de México, además de no alcanzar la mayoría calificada en el Congreso, su margen de maniobra se reducirá sensiblemente. Con este resultado (muy posible) posible la oposición reclamará ante el Tribunal Federal Electoral las numerosas irregularidades que ya se están cometiendo. Un sector amplio de la ciudadanía se manifestará en las capitales del país. Pero será difícil revertir el triunfo. Si Sheinbaum muestra una disposición a cambiar el rumbo y propicia una reconciliación nacional, la democracia mexicana se habrá salvado. Si se empeña en el libreto, tendrá que negociar con el Congreso, en una tensión permanente arbitrada por la Suprema Corte y volcada en las calles, las plazas, y las redes sociales, encendidas por una polarización aún más explosiva que la actual. Resultado, la democracia podrá respirar, no descansar.

Si la maquinaria oficial de compra e inducción de voto (aunada a la intervención del narco, que ya se ha dado) se traduce –cosa improbable- en un triunfo por amplio margen que otorgue al oficialismo la mayoría calificada, la impugnación de la oposición y la protesta ciudadana serán mayores. Pero el peso del poder sería excesivo. México estaría en peligro de transitar a un “obradorato”, si no consentido por la presidenta, impuesto sobre ella. Sheinbaum sería la Medvedev de AMLO. Resultado, la asfixia de la democracia.

Por fortuna, hay otros escenarios. El frente opositor cuenta con una candidata competitiva, Xóchitl Gálvez, que recorre el país con un impacto creciente. Las encuestas se están cerrando. Su biografía lleva en sí misma una legitimidad incontestable. De origen humilde y parcialmente indígena, es una mujer que se hizo a sí misma, estudió ingeniería, fundó una empresa de edificios inteligentes, se incorporó al servicio público como una funcionaria preocupada por los problemas sociales. De hecho, como senadora aprobó elevar a rango constitucional los programas sociales que han sido el sustento de la popularidad de AMLO. Gálvez es franca, propositiva y valiente, cualidades que resaltaron en el debate presidencial del 28 de abril y seguramente en el próximo del 19 de mayo.

Si Gálvez triunfa con un margen amplio (difícil, no de ningún modo imposible) quizá fuerce algo inédito en la biografía de López Obrador: la aceptación de una derrota. La democracia respiraría con mayor libertad. Si, como es posible, Gálvez gana con un margen pequeño, puede darse por descontado que Morena y sus aliados (encabezados por AMLO, secundados por Sheinbaum, seguidos de un enardecido contingente social) reclamarán fraude y saldrán a las calles buscando la anulación de los comicios. Pero también la ciudadanía opositora defendería su triunfo. Vendrían meses de incertidumbre y turbulencia, en espera del veredicto del Tribunal Electoral, sobre el cual recaería una presión sin precedentes. ¿Mantendría su independencia? La democracia en vilo.

La democracia mexicana no solo es joven. También es inexperta. En doscientos años de vida independiente, México la había ensayado en solo dos períodos: la era liberal de Benito Juárez (1867-1876) y los quince meses del presidente Francisco I. Madero (1911-1913). El primer paréntesis se cerró en una dictadura, el segundo desembocó la violencia revolucionaria. Este es el tercer llamado. Ocurre en medio de una violencia delincuencial sin precedentes, producto directo de la irresponsabilidad del gobierno. Por más arduo que parezca, la democracia debe prevalecer. Pero el peligro es real e inminente. México puede dejar de ser una democracia.

 

Enrique Krauze

 

7 de octubre 

Posted on: octubre 18th, 2023 by Super Confirmado No Comments

“La inscripción está ya en la pared, y está escrita en tres idiomas: hebreo, árabe y muerte”. Yehuda Amichai

 

 

Escribo estas líneas con dolor, temor y temblor. Dolor, ante los actos de crueldad perpetrados por Hamás en el sur de Israel, donde fueron asesinadas más de 1.300 personas, hombres y mujeres, ancianos, niños, bebés, y cuyas escenas de tortura, violación, profanación, secuestro y degüello han propagado las redes sociales. Escribo con temor, porque el conflicto ha tocado extremos de odio teológico que bloquean casi toda posible salida política. Y escribo con temblor, porque dada la actual correlación de las fuerzas encontradas, actores como Putin, los ayatolás de Irán y el quizá inevitable Trump, este nuevo capítulo de una guerra al parecer interminable puede desembocar en la Tercera Guerra Mundial, que podría ser nuclear y ser la última.

 

 

El dolor específico es nuevo. Lo viví vicariamente a través de mi abuelo materno, que de niño atestiguó el pogromo de Białystok (1906), uno de tantos que, instigados por el régimen zarista, estallaron en Polonia y Ucrania a principios del siglo XX contra la población judía indefensa, como preámbulos del pogromo total, el Holocausto.

 

 

Pero el temor no es nuevo. Desde mis días en la revista Vuelta, sin dejar de manifestar mi solidaridad irrestricta con Israel, intenté comprender las raíces del conflicto, lo cual suponía escuchar a los palestinos. Entendí entonces que la fundación del Estado de Israel fue una tragedia histórica para ese pueblo y que admitirlo no implicaba avalar un prejuicio antisemita: de hecho, historiadores israelíes documentaban ya esa historia con ejemplar honestidad.

 

 

Por lo que hace al desarrollo posterior, uno de los críticos israelíes que advirtieron sobre los peligros que se cernían fue el célebre historiador Gershom Scholem. En “Los riesgos del mesianismo” (Vuelta, noviembre de 1980) Scholem recordó que los días siguientes a la Guerra de los Seis Días representaron uno de esos raros “momentos plásticos” en los que pudo haberse intentado lo que parecía imposible:

 

 

David ben Gurión sugirió entonces la devolución unilateral de todos los territorios ocupados, salvo Jerusalén […] pienso que la idea contenía una gran verdad. En agosto de 1967 […] firmé una carta … opuesta a toda anexión territorial. Se necesitaba valor para hacer eso entonces. ¿Quién puede decir lo que habría ocurrido? Ahora tenemos mucho menos libertad de acción.

 

 

Otro texto clave fue la carta abierta a Menajem Beguín titulada “La patria peligra”, que otro historiador israelí, Jacob Talmón, escribió semanas antes de morir (Vuelta, diciembre de 1981): “El deseo de dominar e incluso gobernar una población extranjera hostil que difiere de nosotros en idioma, historia, economía, cultura, religión, conciencia y aspiraciones nacionales, es una tentativa de revivir el feudalismo […] La combinación de sometimiento político y opresión nacional y social es una bomba de tiempo”. El temor estaba justificado. La bomba de tiempo estalló en la primera intifada y, bien vista, nunca ha cesado.

 

 

Desde entonces he guiado mi opinión sobre Medio Oriente leyendo Haaretz, el diario histórico de la izquierda liberal y democrática israelí. Defensor de los acuerdos de Oslo (hoy, por desgracia, muertos), Haaretz ha acertado en su crítica al desastroso gobierno de Netanyahu: alentando los impulsos mesiánicos y teocráticos de la derecha, Netanyahu minó los fundamentos mismos de la sociedad israelí. El diario ha mantenido su ética de cordura, veracidad y equilibrio. Y no confunde a Hamas con el pueblo palestino cuya tragedia, multiplicada estos días, registra con objetividad, respetando lo que Hamás –que busca el exterminio de Israel- no respeta en los israelíes: su humanidad.

 

 

Con todo, la matanza del 7 de octubre ha desafiado aun a las plumas más templadas de Haaretz. Por eso no esquivan el hecho de que, al margen del contexto de Gaza, el sacrificio de niños, mujeres y ancianos solo se explica, en última instancia, por otro contexto: el milenario y por lo visto inextinguible odio a los judíos. Como en tantos episodios recientes fuera de Israel –escribe Anshel Pfeffer- “los mataron por ser judíos”.

 

 

Ante ese odio, compartido por un sector de las redes sociales globales, la respuesta de Israel no debe ser la ley del Talión. Solo una estrategia de firmeza, pero también de contención responsable, secundada por la ONU y los principales países de Occidente, paliaría el temblor apocalíptico que nos circunda y envuelve.

 

 

 

 Enrique Krauze

 

Última tarde con Octavio Paz

Posted on: mayo 7th, 2023 by Lina Romero No Comments

 

“¿Qué va a pasar con México?”, me preguntaba Octavio Paz días antes de morir, hace ya veinticinco años. Conversábamos en la sala de su última morada, la Casa de Alvarado en Coyoacán. Como un león enjaulado en su cuerpo, atado a su silla de ruedas, cubierto por una cobija mexicana, inquiría aquello con angustia pero sin esperar respuesta. Yo me quedé callado. ¿Qué podía decir?

 

 

Le habría querido transmitir mi optimismo. “Todo está bien con México”, Octavio, le habría dicho; es decir, nada estaba bien, pero podía mejorar porque aquel sueño nuestro de libertad y democracia estaba en camino de cumplirse. ¿No era eso por lo que habíamos luchado en la revista Vuelta durante tantos años?

 

 

No lo habría tranquilizado. Reconocía de tiempo atrás que el PRI había cumplido su hora. Y ya en los años setenta, acosado por el odio ideológico, había escrito: “Sin libertad, la democracia es tiranía mayoritaria; sin democracia, la libertad desencadena la guerra universal de los individuos y los grupos. Su unión produce la tolerancia: la vida civilizada.” Pero temía que esa unión no se consolidara, creando un vacío aterrador que se llenaría de lo contrario. Poeta y profeta, árbol adentro, desde la simiente rebelde de su abuelo y de su padre, parecía escuchar que algo muy grave se gestaba en el subsuelo de México, una erupción instintiva de ambición y violencia como las que periódicamente –en la cita puntual de cada siglo– irrumpen en nuestra superficie histórica para cumplir la frase que Vasconcelos escuchó de Eulalio Gutiérrez en 1915: “el paisaje mexicano huele a sangre”.

 

 

Su incertidumbre era natural. Por un lado, en el marco de una libertad de expresión y de crítica sin precedente, el país avanzaba en su vertebración democrática: la república adquiría forma y sentido: una presidencia autoacotada, un Poder Judicial autónomo, un Instituto Federal Electoral independiente, un Congreso deliberativo y plural. Pero, al mismo tiempo, en Chiapas persistía el movimiento zapatista que sedujo a un sector amplio de la izquierda, fijo en el paradigma de la Revolución. El propio Paz no fue enteramente ajeno a esa última seducción romántica, pero de una cosa estoy seguro: siempre creyó en la libertad como valor cardinal. Y siempre desconfió del poder absoluto: “es la fuente de mucho daño y poco bien”, nos decía.

 

 

México era solo una de sus preocupaciones, pero creo que entre ellas no estaba el destino de su obra. Tenía la certeza de que tanto el Círculo de Lectores en España como el Fondo de Cultura Económica en México cuidarían la vigencia de las Obras completas que reunió con tanto esmero, y que sus libros individuales seguirían apareciendo de manera oportuna, con apego a los derechos de autor. Tampoco lo desvelaba la revista Vuelta, que había cumplido su ciclo, ni la Fundación que llevaba su nombre, dotada de un importante patrimonio de origen privado que alojaría su biblioteca. En cuanto a su archivo, dejó sentado notarialmente su traslado a El Colegio Nacional al cabo de veinticinco años de su muerte.

 

Sus torturas eran físicas, y las soportaba con estoicismo. También íntimas. No creo cometer ninguna infidencia si menciono las que pude entrever, porque lo ennoblecen: la soledad que esperaría a su mujer; el techo, la salud y el sustento de su hija Helena, que siempre atendió y que en ese tránsito final procuró a toda costa asegurar. ¿Se encomendó a Dios, como habría querido su madre? No lo sé. La comunión era la salida al laberinto de la soledad.

 

 

La otra salida, o la misma, era el amor, motivo central de su poesía. Se asió a él hasta el final. Para celebrarlo escribió La llama doble. En aquella tarde de despedida le oí decir: “Marie Jo: tú eres mi valle de México”.

 

 

¿Qué ha pasado con México? El paisaje mexicano ha vuelto a oler a sangre. Bajo nuevas facetas, no revolucionarias sino delincuenciales y populistas, la atroz dualidad de violencia y poder amenaza a la democracia y la libertad.

 

 

¿Qué ha pasado con el legado de Paz? Círculo de Lectores quebró y descontinuó su obra, el FCE tiene otras prioridades, muchos de sus libros están agotados, la Fundación Octavio Paz se desvirtuó, Helena murió en el centenario de su padre, Marie Jo hace cinco años, el patrimonio de Paz pasó al DIF de la Ciudad de México, incluidos los derechos de autor (que administra de manera discrecional). El Colegio Nacional está en espera de recibir sus papeles.

 

 

Sin embargo, en tanto que dure México, no acabará la fama y la gloria de Octavio Paz.

 

 

 Enrique Krauze

La civilidad de Jorge Edwards

Posted on: marzo 27th, 2023 by Lina Romero No Comments

Extrañaré siempre la conversación con mi amigo Jorge Edwards. Hablaba como escribía, escribía como hablaba, con una milagrosa parsimonia. En 2012 hablamos en la Feria Internacional de Guadalajara sobre Los círculos morados, primer tomo de sus memorias. Jorge lo consideraba una “novela biográfica sin ficción”. Era su género favorito: el puente literario entre la biografía y la novela. Lo leí de un jalón, con una sonrisa permanente: sonrisa de gusto por la lectura amena, educada, informada y gentil; sonrisa melancólica en los momentos más difíciles y dolorosos que narra. Lo leí como si Jorge me lo hubiera platicado sabrosamente una tarde, tomando whiskey, con pasión contenida y sin desbordamientos. Y es que una de las grandes virtudes de ese libro (más allá de su interés por la historia literaria y política chilena de la posguerra) estaba en el tono de su prosa, límpida prosa sin florituras, prosa que se acerca a la confidencia. Esa prosa era la respiración estética y moral de Jorge Edwards.

 

 

Al referirme en público a esa cualidad no estaba haciendo ningún descubrimiento. “Escribe usted con una curiosa tranquilidad”, le dijo alguna vez Pablo Neruda, su padre literario. En un pasaje final de Persona non grata aparece este intercambio con Fidel Castro, el caudillo autoritario a quien por primera vez expuso en esa obra seminal de la disidencia ideológica en nuestros países:

 

 

–¿Sabe usted lo que más me ha impresionado de esta conversación?

 

 

–¿Qué cosa, primer ministro?

 

 

–¡Su tranquilidad!

 

En su reseña de Persona non grata (1973), Mario Vargas Llosa –su amigo histórico– elogió “la urbanidad de su prosa, el memorialista de sinceridad refrescante, la libertad irrestricta con la que reflexiona, del todo insólita (en los escritos políticos de nuestro medio)”. Jorge, desde luego, era consciente de esa virtud: “…escribir sin prisa, sin atragantarme, con textos debidamente controlados, gradualmente desarrollados, cuidadosamente esponjados y condimentados”.

 

 

¿Un Montaigne chileno? Amistades electivas. Montaigne encontró en Edwards a su biógrafo novelado. Y no imagino mejor maestro para hojear las páginas de la vida que el escéptico creador del ensayo, el hombre del equilibrio en tiempos de guerras religiosas. Pero curiosamente, a diferencia de su predecesor, Jorge no daba sutiles lecciones ni extraía mayores conjeturas. Edwards narraba.

 

 

¿Cuál era la raíz de ese estilo vital? Jorge remontó muchas corrientes: los prejuicios sociales contra su apellido y su familia aristocrática; los prejuicios anti literarios de su padre, hombre estricto y esforzado que esperaba todo de él menos que se convirtiera en un escritor; los prejuicios religiosos de sus maestros jesuitas (incluidos los acosos de pedofilia que narra con ejemplar sinceridad y valentía) y, en su momento, los prejuicios ideológicos de la iglesia de izquierda con la que, a pesar de su cercanía con Neruda, nunca sintió la menor afinidad. Esa múltiple opresión lo predispuso a la libertad:

 

 

Adquirí una conciencia enraizada, permanente, de mi diferencia, de mi singularidad, y una creciente fascinación frente al desorden, un deseo irresistible de salirme del orden que se me imponía desde todos lados y del cual me convertía sin quererlo (o, en alguna medida, queriéndolo) en símbolo, en paradigma.

 

 

A partir de esa tranquila confesión, no es difícil imaginar el trasfondo de su experiencia cubana. Fue contra el orden jesuítico de Castro que reaccionó Edwards.

 

 

Nadie conocía como Edwards ese terreno incómodo al margen de las iglesias. Cuando se publicó originalmente, Persona non grata no encontró editores en Europa, por su crítica a Castro. Solo era lícito hablar de la represión en Chile, no en Cuba. En el prólogo a una nueva edición de su libro describió aquella atmósfera maniquea: “Se practicaba, con bombos y platillos, la indignación unilateral: moral hemipléjica, paralizada del costado izquierdo”. Edwards decía haber aprendido que la literatura, el periodismo literario, la edición, la cátedra, los cafés de la ribera izquierda del Sena y de las capitales de América Latina eran nidos de censores, de soplones vocacionales. “Esclavos de la consigna”, como había dicho Vicente Huidobro. Por otra parte, el libro tampoco circuló en los primeros años de Pinochet porque su epílogo ofendía a la Junta. Cuando Edwards hablaba de primera mano sobre Cuba acertaba, pero cuando revelaba historias de horror en Chile cometía un “acto de lesa patria”. Solo se autorizó un tiraje limitado en 1978.

 

 

Edwards padeció antes que nadie entre nosotros la soledad del escritor crítico de las dictaduras de derecha, pero estigmatizado por la clerecía de izquierda por señalar sus hechos incómodos. Fue, en ese sentido, un hermano americano de Koestler y Orwell. Tenía el don de la claridad, raro en un mundo como el latinoamericano, barroco, adocenado y confuso. Su tono, indistinguible de su persona, cabe en una sola palabra que acaso algún día describirá a este continente de odios inextinguibles: la palabra civilidad.

 

 Enrique Krauze

Spinoza, nuestro contemporáneo

Posted on: septiembre 14th, 2022 by Super Confirmado No Comments

 

 

¿Qué tiene que decir Baruch Spinoza, un remoto filósofo del siglo XVII, sobre los predicamentos del siglo XXI? Mucho, porque los fanatismos que enfrentó de manera solitaria en su tiempo se han multiplicado en el nuestro. Aquellos provocaban guerras religiosas; los actuales –surgidos de identidades ciegas, narcisistas, excluyentes– se disputan, con igual ferocidad, el reino de este mundo. Ayer marchaban los soldados de la fe; hoy proliferan los cruzados de la raza, la nación, la clase, la lengua, la ideología, el género, la cultura. Entonces los inquisidores excomulgaban a los herejes. Ahora los iluminados de derecha o izquierda “cancelan” a los que piensan distinto o los queman vivos en las redes sociales. Por si fuera poco, el absolutismo político, las supercherías que pasan por verdades, las guerras de conquista y de limpieza étnica que creíamos extirpadas de la historia, han vuelto con ímpetu renovado. Por todo ello, Spinoza –pionero universal en el ejercicio público de la razón, la búsqueda de la verdad objetiva, la defensa de la civilidad republicana, la libertad y la tolerancia– tiene mucho que decir a nuestro siglo.

 

 

La crítica radical de Spinoza a los poderes teológico-políticos tuvo su origen en expulsión de los judíos de Sefarad, como llamaban a su centenario hogar español. Por cerca de un siglo, los Spinoza se refugiaron en Portugal, donde ocultaron su fe adoptando nombres y ritos cristianos, pero sin perder el espíritu combativo para recobrar la libertad de creencia que les era natural y que cruelmente se les negaba. Por defenderla activamente apoyaron rebeliones contra el absolutismo de Felipe II en Portugal y algunos murieron en la hoguera de la Inquisición. Otros emigraron por un tiempo a Nantes y finalmente se establecieron en Ámsterdam, donde el 24 de noviembre de 1632 nació Baruj (nombre hebreo que significa “bendito”).

 

 

En 1656 ocurrió el episodio más conocido de la vida de Spinoza: su excomunión de la comunidad judía de Ámsterdam. ¿Por qué sus correligionarios llegaron a ese extremo? Si habían padecido tanto para perseverar en su fe necesitaban combatir la heterodoxia, que interpretaban como un error y una traición. Pero el joven Spinoza entendió que la única manera de superar todas las intolerancias era combatirlas de raíz y para ello dedicó su corta vida (murió a los 44 años) a concebir una especie de “religión filosófica” basada no en la autoridad de las Escrituras sino en la comprensión de la Naturaleza (que equiparaba con Dios) y la defensa de la libertad de pensamiento.

 

 

Hay dos conceptos de libertad aparentemente contradictorios en Spinoza. En la Ética, que postula el determinismo universal, la libertad opera dentro de un contexto de pasiones irrefrenables que el filósofo trata de entender como hechos naturales. Por otra parte, en el Tratado teológico-político y en el Tratado político Spinoza sustenta, quizá por primera vez, la tolerancia universal:

 

 

Nadie puede abdicar de su libertad de juicio y sentimiento; y en tanto que todo hombre es, por derecho natural irrenunciable, dueño de sus propios pensamientos, se deduce que los hombres que piensan de formas diversas y contradictorias no pueden, sin resultados desastrosos, verse obligados a hablar solamente según los dictados del poder supremo.

 

 

Spinoza fue un pensador solitario, pero no es en la soledad donde su pensamiento encuentra la concreción sino entre los demás seres humanos. La desembocadura natural de su obra es la polis.

 

 

“Spinoza ha tenido la virtud de inspirar devociones”, me dijo Jorge Luis Borges una mañana de otoño de 1978, cuando conversamos sobre el filósofo del cual se había prometido escribir un libro. En el siglo XXI, las inspira aún.

 

 

Enrique Krauze

Carta a un peruano

Posted on: mayo 30th, 2021 by Laura Espinoza No Comments

Me tomo la libertad de escribirle porque soy un historiador mexicano que quiere al Perú. Estoy convencido de que su país se juega la vida en las próximas elecciones. Desde hace muchos años he estudiado los populismos latinoamericanos y sé bien que su mezcla letal de culto a la personalidad, dogmatismo ideológico, mentira propagandística e irresponsabilidad económica, destruye a los países, no por unos años, no por un período: los destruye para siempre. Y no quiero que eso ocurra con el Perú.

 

 

Tampoco quise que ocurriera en Venezuela. En 2009 escribí El poder y el delirio, donde expliqué las razones por las que creía que ese régimen hundiría a Venezuela en la crisis más severa de su historia. Pero nunca imaginé la dimensión de la tragedia: hoy Venezuela, el país más rico del mundo en reservas petroleras, es, junto con Haití, el más pobre de América. Y no solo eso: es una dictadura feroz, un Estado forajido. 5 millones de venezolanos han debido emigrar de su patria, 1 millón de ellos al Perú. Encuéntrelos usted, y formule una pregunta muy sencilla: ¿lo que el comandante Hugo Chávez prometió al llegar al poder, es similar a lo que promete el profesor Pedro Castillo? Verá usted que sí, que las promesas son las mismas. Y los resultados, tarde o temprano, créame, serán los mismos.

 

 

No soy ciego a los dolores históricos del Perú. Lo visité por primera vez en 1979. Entonces conocí el retraso de la región andina frente a la costa, la postración y pobreza de sus mayorías indígenas, la omnipresencia (en el idioma, en el trato social, en las disputas políticas) de terribles enconos étnicos. Poco después la democracia peruana desplazó a los regímenes militares, pero para entonces su país había caído en el horror de la guerrilla Sendero Luminoso y el precipicio del populismo económico.

 

 

Pasaron diez años hasta mi siguiente visita. “No hay límites para el deterioro”, leí en un libro de Mario Vargas Llosa. Y era verdad: un ejército de niños pordioseros invadía las zonas comerciales de Lima, los militares patrullaban las calles en espera del siguiente acto de sabotaje, los secuestros y asesinatos se habían vuelto noticia diaria, los cambistas agitaban sus fajos de “intis” devaluados.

 

 

Y sin embargo, Perú despertó. Frente a ese drama, Vargas Llosa proponía un programa de liberalización que acotaba el papel económico (no social) del Estado. Su derrota fue dolorosa, pero su proyecto fue adoptado en alguna medida por Alberto Fujimori. La desaparición de la guerrilla fue un alivio, pero nada justificó jamás el carácter dictatorial y corrupto del régimen de Fujimori.

 

 

El Perú merecía amanecer al siglo XXI con otro horizonte. Y pareció que apuntaba. Soy testigo de la esperanza que concitaron Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, y la terrible decepción que dejó cada uno por motivos diversos y un denominador común: la corrupción. Y sin embargo, a lo largo de ese mismo período, el desarrollo del Perú fue sorprendente.

 

 

Deploro los pésimos gobiernos y la irresponsabilidad e ineptitud de la clase política. Sé muy bien que la pandemia ha empobrecido de nuevo, dramáticamente, al Perú. Y sé que muchas de las viejas llagas siguen abiertas o se han abierto aún más. Pero su país necesita recobrarse, ganar tiempo. No todo está perdido, por eso sería suicida perderlo todo. Keiko Fujimori está a años luz de ser una candidata ideal, pero es la candidata posible para que el Perú no se precipite al abismo donde se encuentra Venezuela. Si triunfa, además de mostrar que puede gobernar con absoluta transparencia y rectitud, debería propiciar el debate público, que es la mejor vía para el surgimiento de nuevos liderazgos.

 

 

Sí hay futuro para el Perú. Sí hay ideas innovadoras para atender a la población más necesitada. Sí hay vías para que lleguen al poder nuevas generaciones. Por eso le pido que vote por ese futuro posible.

 

 

 Enrique Krauze