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Venezuela en la OEA

Posted on: septiembre 16th, 2024 by Super Confirmado No Comments

El peso de la deriva digital y tecnológica sobre la experiencia racional de la democracia es un tema de enorme complejidad. Lo abordó la OEA en el marco de la conmemoración del 25° aniversario de la adopción de la Carta Democrática Interamericana este 11 de septiembre. Tal cuestión – salvo en los espacios de Cuba, Nicaragua y en la Venezuela de Nicolás Maduro – desborda a la mentira política como fisiología del poder; esa que caracterizó al fascismo a mediados del siglo XX.

La explotación de los sentidos por acción inevitable de las redes sociales, abandonada la plaza pública como lugar de ejercicio de la razón mientras nos avergonzamos en Occidente de nuestras raíces, que son la obra del tiempo, en defecto del lugar y del tiempo imperan la virtualidad y la atemporalidad. La instantaneidad política y el narcisismo digital son las dos variables que conspiran contra la democracia y las elecciones; cuando se organizar para votar y para elegir. No se eligen en democracia a las dictaduras.

En dos textos de mi autoría, El Derecho a la democracia, de 2008 y, en Los principios de la democracia y la reelección presidencial indefinida, de 2021, editado en yunta con mi colega Allan Brewer Carías, dejamos prueba suficiente del valor prescriptivo y actual de la Carta Democrática Interamericana. En 2022 presentamos los Veinte años de violaciones de la Carta Democrática Interamericana en Venezuela. La Carta, pues, sólo espera de su cabal realización por los Estados y los órganos políticos del Sistema Interamericano. Su reforma nunca resolverá sobre lo que la ralentiza, la falta de voluntad política.

Su adopción en 2001, firmada pero rechazada por el actual régimen imperante en Venezuela y coincidente, aquí sí, con la acción terrorista sobre las Torres Gemelas, no fue un salto al vacío o un ejercicio coyuntural. Fue y es una decantación y actualización del patrimonio intelectual y de libertades mineralizado en las Américas desde la aurora de nuestras emancipaciones. Su más relevante antecedente lo representa la Declaración de Santiago de 1959.

Al superarse los cesarismos militares del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX – es el caso otra vez de Venezuela – se advierte que no bastaba el logro de las elecciones para hablar de la existencia de la democracia. Los principios de alternabilidad, independencia de los poderes, libertad de expresión y de prensa, entre otros, como la garantía de los derechos fundamentales a través del Estado constitucional y de Derecho, eran, desde entonces, los llamados a la forja de verdaderas democracias en la región.

Desde aquella fecha hasta 2001 –cuando media el caso de Alberto Fujimori, quien acaba de fallecer– se advierte la urgencia de renovar los postulados hoy contenidos en la Carta Democrática, para resolver lo que con lucidez diagnostica el juez mexicano y presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, también fallecido, Sergio García Ramírez. En uno de sus votos emblemáticos afirma que en el pasado se apelaba a la seguridad nacional para acabar con la democracia y el Estado de Derecho y, esta vez, en nombre de los derechos se destruye a la democracia y al Estado de Derecho. No son asuntos de relevancia, por cierto, para el Programa 2030 de Naciones Unidas.

La Carta tampoco es un decálogo de buenos propósitos, sujeto al principio de la No Intervención. Suman casi mil las enseñanzas jurisprudenciales de la Corte Interamericana tras la aplicación efectiva de la Carta en sede judicial. Es el instrumento de interpretación auténtica de las disposiciones de la Convención Americana de Derechos Humanos.

En sus sentencias y en su más reciente Opinión Consultiva sobre la Prohibición de la Reelección Presidencial Indefinida, adoptada para conjurar la desviación que significan las reelecciones en las Américas como si fuesen derechos humanos de los gobernantes, la Corte, para defender el derecho humano a la democracia – que dejó de ser un mero proceso o arquitectura para la formación del poder –y en consonancia con la Carta decide pro homine et libertatis. Los órganos políticos de la OEA, antes bien, todavía conjugan a favor del Príncipe, a favor del Estado, cada vez que la democracia sufre de alteraciones graves. He aquí el verdadero problema.

El mayor desafío que acusa la OEA a propósito de la Carta Democrática Interamericana, tal como lo dije ante el Consejo Permanente, reside en un caso inédito, la violación multifrontal de la misma Carta por el régimen de Caracas. Tras un verdadero golpe del Estado a la soberanía popular, que es la fuente de legitimidad originaria y la puerta de entrada a la democracia para su ejercicio como derecho humano, luego de las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio fueron desmontados todos los elementos esenciales y componentes fundamentales de la democracia. No uno, sino todos.

Mediante una colusión de poderes y el imperio de la mentira, por defecto de rendición de cuentas públicas sobre el hecho electoral, el colegiado gobernante abrogó en los hechos los principios de acceso al poder y su ejercicio conforme al Estado de Derecho, al igual que a la separación e independencia de los poderes públicos. Puso de lado el principio del respeto y garantía de los derechos humanos, mediante el ejercicio del terrorismo de Estado – lo ha dicho la CIDH; al punto de forzarse el exilio del presidente electo, Edmundo González Urrutia; e hizo desaparecer, tras la amenaza de un baño de sangre, el principio del pluralismo y la existencia de los partidos. Sin que mediase una sentencia penal y definitiva, se inhabilitó a la líder fundamental de las fuerzas democráticas, María Corina Machado.

En suma, al secuestrarse la manifestación de la voluntad popular tras el ocultamiento de las actas de escrutinio y al encarcelar a quienes protestan a través de las redes sociales para que sean mostradas, se han proscrito las libertades de pensamiento y de expresión y de participación política a través del voto que elige. Los venezolanos hicieron su tarea el 28J. Sigue pendiente la de la comunidad internacional.

Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

 

OEA Venezuela

Democracia de ciudadanos

Posted on: septiembre 2nd, 2024 by Super Confirmado No Comments

Jacques Maritain, filósofo y eminente pensador político francés del siglo XX, exponente de la corriente tomista, decía bien que la autoridad para gobernar deriva del pueblo, ya que el pueblo tiene el derecho natural de gobernarse a sí mismo; entre otras cosas, puesto que los derechos naturales son fundamentales e inalienables, antecedentes en su naturaleza y superiores a la sociedad. De suyo, pues, no son los derechos el fundamento del Estado que es sólo medio al que incumbe un deber de garantía. (Man and state, 1951). No cabe para Maritain, así, que al conjugarse jurídicamente se lo haga pro-estado sino pro homine et libertatis. Es lo ausente en Venezuela y lo que luchan a brazo partido todos los venezolanos.

Estas precisiones me resultan pertinentes al considerar que, tras la caída del Muro de Berlín y el agotamiento del socialismo real emergieron, en varias partes de Occidente, los llamados autoritarismos electivos o, en propiedad, las dictaduras del siglo XXI. Y media al efecto una paradoja. En el pasado, cuando imperaba el mal absoluto y la deshumanización de la política se hizo regla: traducida en violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos, sus albaceas apelaron a las ideas de la seguridad nacional para violar esos derechos y hacer cesar al Estado democrático y constitucional de Derecho. El caso es que –como lo alerta a tiempo Sergio García Ramírez, fallecido juez interamericano y presidente de la Corte IDH– esta vez se esgrime la protección de los derechos humanos y hasta su inflación desbordada para acabar con el Estado de Derecho e imponer dictaduras de mayorías que se perpetúan, acaban con la alternabilidad en el ejercicio del poder y la independencia de los poderes públicos, para condenar a las minorías y limitarles sus libertades en modo que sus participaciones carezcan de alguna significación pública.

 

Venezuela, qué duda cabe, ha sido el gran laboratorio de esa desviación antropológica a partir de 1999, que se hace metastásica y expande hacia la región sin discernir ideológicamente, al punto que emerge un inédito cesarismo de izquierdas y de derechas –acaso reeditando al gendarme del siglo XIX cultivado por las corrientes positivistas y visto de necesario, como padre bueno y fuerte, ante pueblos frustrados y sedientos de respuestas a costa de su libertad. Pero al cabo, la experiencia, luego de casi tres décadas, se hizo tragedia al constatarse el costo existencial para toda nación que usa de la democracia para vaciarla de contenido o, tras el revisionismo marxista en boga, que participa de un ejercicio de capitalismo salvaje no competitivo desde los andamiajes estatales. ¡Todas a una sólo fertilizaron condiciones para que el crimen organizado trasnacional las penetrase y dispusiese a su servicio!

Tras cinco lustros exactos de deconstrucción institucional de la república moderna en Venezuela y de pulverización de su soporte histórico –a saber, la nación como realidad que emerge mediante lazos de afecto y valores compartidos, y también la noción de patria, que en la América hispana significa ser libres como debemos serlo– adquiere ella su talante y ejemplaridad originarios.

 

Un movimiento humano y telúrico –que congrega a los venezolanos víctimas del despotismo primitivo, inhumano y depredador de Nicolás Maduro Moros y Diosdado Cabello, los de adentro y los de afuera, los 8 millones que migraron hacia el mundo despojados de toda ciudadanía por la citada yunta represora– bajo el liderazgo espiritual y desideologizado de María Corina Machado, reimpulsando el sentido vertebrador de la solidaridad por sobre los enconos y los odios partidarios, optó por transitar el camino de la ciudadanía. Ha logrado un éxito sin precedentes. El mito de la revolución bolivariana quedó como el rey desnudo. Resta una satrapía, llena de odio y presa del pánico, atrincherada en un palacio. Mediante una organización celular, familiar y espontánea, la gente de a pie desafió a su maquinaria electoral y digital, creada por el socialismo del siglo XXI en modo de permanecer en el poder y usando de los ingentes recursos de la corrupción y el narcotráfico.

Como novedad y acaso como contrapeso, tanto frente al viejo sistema político parcelado –la «democracia de partidos» nacida bajo el espíritu del 23 de enero y que cerró su ciclo modernizador en 1999– y ante el ecosistema sobrevenido, atemporal y deslocalizado, explotador de los sentidos, practicante del narcisismo digital y de logros instantáneos, la victoria electoral del embajador Edmundo González Urrutia el pasado 28 de julio hace emerger otro espíritu, y cristaliza una «democracia de ciudadanos» afincada sobre el dolor y el ostracismo resilientes y hasta sobre el despojo de los miedos causados por el terrorismo de Estado. Los venezolanos le enseñan al mundo otra novedad, a saber, cómo derrotar a la maldad sujetando a la ciencia de lo virtual con la humana razón y el optimismo de la voluntad.

 

Lo ocurrido y lo que ocurre en Venezuela, con sus víctimas a cuestas y obra de un proceso por etapas negado a los asaltos momentáneos, teniendo como emblema a una líder posmoderna que rescata como madre la necesidad de que la política finalmente sirva a la libertad de la persona y reintegre a las familias separadas y sea la obra de un compromiso forjado sobre la «amistad ciudadana», nos deja la clave. Occidente debe mirarse en ese espejo, para que se reconcilie consigo mismo, reconstruya sus raíces sin avergonzarse de ellas y abandone el complejo adánico que le retrasa frente al futuro, ante un Oriente altivo que le desafía desde el Pacífico.

 

Antes de morir, decía Maritain que “un día vendrá –y aquí pongo mi esperanza en las generaciones jóvenes– en que esta gran patria, que es el mundo, volverá a encontrar en buena medida el verdadero fin para el cual ha sido creada, y en que una nueva civilización dará a los hombres, no desde luego la felicidad perfecta, pero sí un estatuto más digno de ellos y que los hará más felices sobre la tierra” («Les deux grandes patries», Le Monde, 2-3 septiembre, 1973).

 

Asdrúbal Aguiar
 correoaustral@gmail.com

¿Fraude o golpe de Estado en Venezuela?

Posted on: agosto 19th, 2024 by Super Confirmado No Comments

La cuestión del adecuado uso del lenguaje para sortear las trampas que conlleva su perturbación por el socialismo del siglo XXI, ahora progresismo, sólo interesado en sostener a sus dictaduras mediante la falsificación de la democracia, exige estar muy prevenidos. Además, cura contra el tremendismo hiperbólico que inunda a la política de actualidad, de modo particular a su laboratorio que es Venezuela. No olvidemos que se trata de la sede de un holding coludido con el narcoterrorismo desde agosto de 1999, cuyos tentáculos, afincados sobre el Oriente de los despotismos siguen perturbando con sus relatos mendaces las relaciones geopolíticas en el Occidente de las leyes.

 

Abordo el título, pues, en forma de interrogante y con carácter crucial, justamente por cuanto en el marco del proceso de deconstrucción cultural impulsado por la izquierda marxista desde 1989 –cuando se entierra El capital de Marx y se asume como guía al catecismo de Antonio Gramsci, amplificándolo con el andamiaje digital– se siguen forjando narrativas que perturban los significantes del lenguaje común en sus significados; con un único propósito, a saber, condicionar a la opinión pública, llenarla de prejuicios sensoriales y congelarla en su movilidad racional. Así, al no saber cada persona que cada palabra que usa significa una cosa distinta en el mercado de los destructores de la democracia, con la repetición de sus decires se les ayuda, se contribuye a que muera sin quejidos la alternancia en el poder y el pluralismo, y el diálogo democrático se torna en diálogo de sordos.

 

No por azar le fue cómodo a los huérfanos del socialismo real, luego de que se abriera la Puerta de Brandemburgo, decidir que accederían al poder sin las armas y con los votos, para, sucesivamente, predicar la democracia vaciándola de contenidos y esgrimir a los derechos humanos –es la experiencia de los últimos 25 años en las Américas– para violarlos de manera sistemática y como política de Estado una vez elegidos.

 

Desentrañar las narrativas que, en propiedad, son construcciones literarias de ordinario ficticias y son usadas para fomentar en la plaza de las ideas las ilusiones, que se vuelven frustraciones en un tris, es el mejor blindaje para todo aquel que luche por la libertad sinceramente.

De cara a lo recién ocurrido en Venezuela, cuando la dictadura –no la tamicemos como autoritarismo electivo– coludida con los poderes a su servicio, incluida la cúpula protocolar de la Fuerza Armada, opta por falsificar la voluntad popular que le ha derrotado de forma monumental el pasado 28 de julio y así buscar reimponer su liderazgo por la fuerza apelando al Estado policial, resulta cínico hablar de fraude electoral. De ser así, lo que cabría es corregirlo con los técnicos, revisar las votaciones dobles o el voto de los muertos, o recibir la queja del votante al que no se le permitió votar, u observar que las elecciones fallaron por falta de observación y al término medir sí tal fraude tuvo o no incidencia determinante en los resultados. E in extremis, ante el entuerto, tal como lo sugieren aliados internacionales de Nicolás Maduro Moros, tendrían sentido unas nuevas elecciones. Y es esta la falsa perspectiva que alimentan los gobiernos de Brasil, Colombia y México, manipulando sus narrativas mientras avanzan, taimadamente, para no irritar a sus opiniones públicas internas, dispuestas a cobrarles cualquier traición a la democracia.

 

Es inaceptable para las democracias de las Américas la falsificación de sus experiencias en el teatro de la simulación, por lo que cabe precisar –mirando a Venezuela– eso que recoge la doctrina política más autorizada sobre el sentido contemporáneo de los golpes de Estado. Cristalizan cuando son realizados por (1) órganos del Estado, a saber y en el caso, por el tirano Maduro Moros y Elvis Amoroso, cabeza del Poder Electoral que lo proclama electo sin conteo de votos ni impresión de actas;  (2) sosteniéndole como cabeza política del país, sin votos; (3) mediando la complicidad-neutralidad de los militares; (4) avanzándose en la potenciación del aparato policial de Estado, concretada en esos otros crímenes de lesa humanidad poselectorales denunciados por la ONU; e incidiéndose (5) en la agregación de la demanda política, tras la eliminación – o persecución represora – de los políticos y los partidos de las fuerzas democráticas que lidera María Corina Machado.

 

Insisto en la idea de la falsificación, pues es distinta de lo fraudulento, que implica engaño y traición a la buena fe, y visto que, durante el golpe dirigido contra quien es el verdadero presidente electo, Edmundo González Urrutia, luego del voto que salvaron las fuerzas democráticas preservando copias auténticas de las actas de escrutinio de cada mesa, sobrevino el manotazo del tirano. Secuestró, con la complicidad necesaria del Poder Electoral y el Ministerio Público, y ahora de su Tribunal Supremo de Justicia, las pruebas del proceso, ocultándolas ante el país y el mundo.

 

En fin, ahora que Maduro instruye a su asamblea para que encarcele a los fascistas –pide cárcel para González Urrutia y Machado, mientras encarcela a los testigos– dictando una ley que los purgue, para que se vaya 70% de los venezolanos que votaron en su contra, se retrata desnudo ante el espejo con su régimen de la mentira. Bajo el fascismo, ciertamente, se condena a la mayoría al silencio y al ocio político, por considerársela fuera de la vida constitucional, tal como este lo predica. Y es que fascistas son él y Amoroso, y Padrino y los Rodríguez, y el TSJ como su amanuense: “Es el gobierno de la indisciplina autoritaria, de la legalidad adulterada, de la ilegalidad legalizada, del fraude – aquí sí – constitucional”, lo dice Piero Calamandrei, en su lapidaria obra El fascismo como régimen de la mentira.

 

En suma, dada la falta de prevención en cuanto a las narrativas, algunos demócratas afirman, después de 25 años, que la tiranía está al desnudo. Nació en 1999, cuando su Constituyente asumió el control total de los poderes públicos en Venezuela.

 

Asdrúbal Aguiar

 correoaustral@gmail.com

 

Asdrúbal Aguiar: Lula, la soberanía popular es innegociable e indisponible

Posted on: agosto 14th, 2024 by Super Confirmado No Comments

Al observar el comportamiento de los gobiernos democráticos de Brasil, Colombia y México, de cara al autogolpe electoral ocurrido en Venezuela, no nos dejan de sorprender. Con fingido ludibrio entierran sus haceres como socialistas del siglo XXI parteados por el Foro de Sao Paulo, se tamizan en el Grupo de Puebla, y se empeñan en lograr una suerte de sincretismo de laboratorio entre Nicolás Maduro Moros y Edmundo González Urrutia.

 

Celso Amorín, faltando a la verdad, deja correr que ambos candidatos no prueban haber ganado como lo dicen durante la justa presidencial del pasado 28 de julio. Omite que cada comprobante electoral, de los que posee copia auténtica la líder de las fuerzas democráticas María Corina Machado, es uno solo. No son dos que puedan compararse, para decidir cual vale y cual no. Y lo cierto es que las papeletas electorales, reunidas en casi 81,7% por quienes apoyaron a González Urrutia y que oculta el Poder Electoral con abierto desprecio por la ley y el principio de transparencia, prueban que este es el presidente electo de los venezolanos. Venció por un margen de más del 30% a Maduro Moros. Lo confirman la OEA y el Centro Carter.

 

Pero la cuestión del sincretismo significa homologar moralmente a las partes en sus pretensiones, también omitiéndose que el pueblo venezolano acudió a las urnas de forma masiva para vencer a la dictadura en su contumacia fraudulenta. ¿O acaso Petro, Lula y López Obrador no tienen claro este elemento de absoluta pertinencia? ¿O cabe recordarles lo elemental, con un texto a mano de la Corte Interamericana de Derechos Humanos? “La concentración del poder implica la tiranía y la opresión”, dice esta, casualmente en su fallo consultivo donde declara que es contraria a la democracia la reelección presidencial indefinida. Precisa que no es convencionalmente aceptable ni democrático el ejercicio del poder por un tiempo mayor a dos períodos constitucionales.

 

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Maduro Moros, que llega al poder en 2013 tras la muerte de Hugo Chávez, como vicepresidente y encargado presidencial estaba impedido constitucionalmente de ser candidato. Lo habilitó el Tribunal Supremo que de nuevo intenta validar su reelección a perpetuidad. Para entonces, Henrique Capriles impugna ante este dicha elección por mediar una diferencia extraña de 1,5 puntos porcentuales otorgados a Maduro por el Poder Electoral en el año señalado. La respuesta de los jueces supremos de la tiranía fue palmaria: Si reclama se le persigue, penalmente. Es la historia que se repite.

 

¿En qué quedamos, pues? A Lula y Amorim –Éminence rouge– ¿nada les dice que el señor Elvis Amoroso, presidente del Poder Electoral que anunciara la victoria del tirano y luego le declara presidente electo sin haber realizado escrutinio alguno, es el mismo personaje que meses atrás, como contralor de la República, inhabilitó a Machado para ser candidata? Lo hizo sin rubor y sin que mediase expediente o juicio alguno en la materia.

 

¿No les resulta irrelevante que la propia Machado, instada por los garantes de los Acuerdos de Barbados – entre estos Estados Unidos – y a fin de que las elecciones presidenciales tan esperadas y obstaculizadas por el régimen fuesen posibles en Venezuela, al término cumpliese? Acudió ante los jueces supremos del horror exigiéndoles eliminar su inhabilitación forjada y fraudulenta, mientras que estos, otra vez sin expediente ni deliberación, bajo instrucciones de Maduro, le cerraron el paso a su candidatura.  Hoy conocen de la acción planteada por Maduro, para purificar con la legalización de la ilegalidad su larga tiranía.

 

¿Qué busca salvar Lula y su comandita? ¿La paz en Venezuela? ¿Habrá paz sin justicia ni verdad? ¿Es ejemplarizante para la región desconocer a la soberanía popular que se ha manifestado, para facilitarle el camino a Maduro ante la posibilidad de que se retire en sana paz? ¿Lo creen?

Hagamos historia otra vez. Maduro Moros fue el garante de los Acuerdos de Mayo, en 2003, mediados por la OEA y el Centro Carter a propósito del referéndum revocatorio al que fue sometido Hugo Chávez Frías. Pero ni este ni Maduro respetaron los acuerdos. Se burlaron, como lo ha hecho Maduro con los Acuerdos de Barbados.

 

El TSJ que dirime el destino “electoral” venezolano en 2024, evitó que Chávez fuese revocado, cambiando fraudulentamente la figura constitucional del referéndum –bastaba un solo voto más sobre la votación con la que fue elegido para hacerlo cesar– y al efecto declaró que se trataba de un plebiscito. Y el causante y padre del actual causahabiente siguió en el poder hasta su muerte. Luego, como Bolívar, al crear Bolivia, ordenó su sucesión desde La Habana como si se tratase de un monarca tutelado por el Derecho divino de los reyes.

 

¿Aceptarían los conciudadanos de Lula, López Obrador y Petro, que hiciesen algo parecido en sus países, impunemente?

 

A la democracia la salvan los votos, cuando son respetados. Así de simple. Y valga un post scriptum para desnudar a los provocadores de oficio, como el expresidente Samper, que gobernara a su nación financiado por el narcotráfico, ya que dice, para intrigar, que González Urrutia es el segundo tomo de Juan Guaidó.

 

Juan no fue presidente ni fue elegido como tal, sino que, como cabeza del parlamento, ante la ausencia de un presidente electo y la falta en Venezuela de unas elecciones libres, cumplió con el deber constitucional de cuidar el poder como encargado del Poder Ejecutivo. Y esas elecciones esperadas llegaron tras mucho traspié, son las del 28J y el pueblo soberano se impuso. Se dio un presidente electo que goza –según la Carta Democrática Interamericana– de legitimidad de origen. Se hizo, en su yunta con la madre doliente de las víctimas de la tiranía, María Corina, de un caudal de votos que en porcentaje no alcanzan ni Lula, ni Petro y tampoco López Obrador.

 

Pronto habrá elecciones en Brasil y también en Estados Unidos. Las memorias de sus pueblos están frescas. Siguen con atención lo que pasa en Venezuela.

 

Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

 

 

Venezuela en la OEA

Posted on: agosto 5th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

 

La afirmación hecha pública por la Cancillería de Colombia, avanzada por Bolivia durante la reunión reciente de la OEA y a cuyo tenor no podría su Consejo Permanente debatir ni adoptar medidas con relación a Venezuela al no ser esta un Estado parte, implica una grave y peligrosa desviación para el sostenimiento de la democracia y la libertad en las Américas.

 

Todavía más, los que eso sostienen y los que impidiesen la adopción de una resolución demandando de la dictadura venezolana presentar y someter a observación internacional experta sus actas electorales, han vulnerado abiertamente cuestiones de orden público internacional. Me refiero a las que tienen su asidero en los principios consagrados desde 1945 tras la Segunda Gran Guerra, asentados con las Declaraciones Americana y Universal de Derechos Humanos y que son sustentos del Derecho internacional contemporáneo, universal e interamericano.

 

En concreto, la OEA se encuentra ante una cuestión que desborda la hipótesis de una mera violación, por fraude electoral, de estándares legales internos o técnicos internacionales a los que debe someterse todo acto de votación en una democracia. En el caso, tras la declaración del presidente del Consejo Nacional Electoral venezolano, en cuanto a que Nicolás Maduro es presidente reelecto, sin que hubiese mediado un conteo de actas ni la emisión progresiva de boletines y arguyendo en su defensa un atentado ocurrido contra el sistema de transmisiones de votos para ocultar las mismas actas, configura una grave alteración del orden democrático. Así cabe calificar jurídicamente lo ocurrido, a tenor de la Carta Democrática Interamericana. Pero volvamos a la cuestión de fondo.

 

Si el procaz argumento colombiano-boliviano tuviese algún asidero, cualquier Estado que desee hacer la guerra y violar sistemáticamente los derechos humanos de su pueblo sin verse perseguido por el Derecho internacional, le bastaría denunciar la Carta de San Francisco y retirarse de la ONU y de los demás organismos internacionales a los que pertenece. Tanto como, en las Américas, los Estados que han decidido atentar contra la dignidad humana –los derechos políticos, no se olvide, hacen parte de los derechos humanos de primera generación– como Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, lo primero que han hecho durante el curso de las últimas décadas ha sido conspirar contra la OEA y su sistema interamericano de protección; al punto que, la misma Venezuela, violando la Constitución vigente de 1999, denunció primero la Convención Americana de Derechos Humanos y luego el Pacto de Bogotá, que instituye a la Organización de los Estados Americanos.

 

Pues bien, a Colombia y a Bolivia, por lo pronto y a los Estados que dentro de la OEA se han sumado a la artificiosa tesis, cabe decirles que siendo ellos parte del Sistema Interamericano, entre ellos mismos, cuando menos y en cuanto a la seguridad democrática y la defensa de derechos humanos en el Hemisferio, les es obligante acordarse y determinar sobre sus comportamientos colectivos en tan graves asuntos. Mas omitieron al respecto, sin explicar –de ser cierta la tesis de que no pueden pronunciarse sobre asuntos de Estados que no son parte de la OEA– como fue que en el año 2022 se pronunciaron sobre un Estado ajeno, y me refiero a Ucrania, para “declarar el deterioro de la situación humanitaria en Ucrania profundamente preocupante y totalmente inaceptable y, en este sentido, exigir el respeto de los derechos humanos y el cese inmediato de actos que pueden constituir crímenes de guerra”.

 

El asunto, en suma, es que, por una parte, la Constitución venezolana consagra en su texto el derecho humano de petición internacional de toda persona – sin necesidad de que pase por las alcabalas de su Estado – a efectos de ver protegidos sus derechos, como el que se respeten sus derechos políticos a elegir; siéndole imposible al Estado venezolano desligarse internacionalmente al respecto. Y por la otra, a la luz del derecho internacional de los derechos humanos, los principios de protección de la persona y sus libertades son inderogables, como esos que dimanan de la Carta Democrática Interamericana que consagra a la democracia como “derecho de los pueblos” y los contenidos en la Declaración Americana de Derechos Humanos, como el derecho de sufragio y de participación en el gobierno, y el derecho al orden social que lo asegure, como reza la Declaración Universal.

 

La falsa tesis colombiana y boliviana, de neta factura ideológica, pudo acaso valer antes del Holocausto y en el viejo Derecho internacional. No es más así. Y la Carta Democrática, que ciertamente no es un tratado, es una interpretación auténtica de las obligaciones que en materia de derechos humanos y entre éstos los derechos políticos hacen parte del denominado Derecho imperativo (ius cogens), del que no puede desligarse ningún Estado a riesgo de incurrir en una violación palmaria del Derecho internacional. Y eso pasó ayer en la OEA.

 

A los entendidos sobre estos asuntos cabe recordarles que, más de una vez Israel frente al asunto palestino, en sede de la Corte Internacional de Justicia, alegó que no siendo Palestina Estado parte reconocido a la luz de algunos tratados de Derecho humanitario, mal podían invocarse estos en su favor. Y la Corte le recordó, claramente, que las normas que tienen que ver con la protección de las personas –piénsese en los votantes venezolanos cuyos derechos políticos han sido aplastados por la dictadura de Maduro– obligan a todos los Estados, sean o no Estados parte, pues se trata de “principios instrangredibles (sic)”.

 

Por lo visto y es esta la desdorosa conclusión, a la luz de lo expuesto: Una mayoría del Consejo Permanente de la OEA conjugó a favor del gendarme, del Estado y su gobierno, olvidando proteger a sus víctimas, al pueblo venezolano. Enterró los principios fundantes del Derecho internacional que obliga a todos a no hacer la guerra, a resolver pacíficamente los conflictos, y a proteger los derechos fundamentales de la persona humana en todas las instancias.

 

 Asdrúbal Aguiar 

correoaustral@gmail.com

Venezuela, entre la fuerza y la razón 

Posted on: julio 29th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

El jurista suizo Ernesto Wolf, quien tramita la edición de su Tratado de Derecho Constitucional Venezolano – monumento a la claridad pedagógica y al análisis sosegado – en el mismo momento en que ocurre la polémica Revolución democrática de Octubre, en 1945, escribe sobre la Venezuela del siglo XIX – cuando se hace más crítico y arraiga el ejercicio personal del poder y su asalto a través de lances por los más audaces – destacando su fama “por el número elevado de sus revoluciones”.

 

Se arguyen en todo momento razones reivindicatorias, legalistas, o soberanistas, y dado el hábito de la patada cotidiana a la mesa de la institucionalidad, no hay siquiera acuerdo respecto de la cantidad de movimientos armados ocurridos hasta entonces en el país: Una parte de la doctrina cita 52 revoluciones importantes durante la época, otra enumera 104 en 70 años “sin hablar de simples sublevaciones”.

 

Hemos vivido hasta el nacimiento de la República de partidos o república civil y democrática que emerge en 1961 y concluye en 1999, como presas del mando de los cuarteles, de los “chopos de piedra” o de los hijos de la “casa de los sueños azules” como llaman sus cadetes a la Academia Militar de Venezuela. Son la excepción, aparente, los nueve civiles representantes de caudillos militares quienes ejercen el poder entre 1835 y 1931 (el rector José María Vargas, Manuel Felipe de Tovar, Pedro Gual, Juan Pablo Rojas Paúl, Raimundo Andueza Palacio, Ignacio Andrade, José Gil Fortoul, Victorino Márquez Bustillos, Juan Bautista Pérez) o los cuatro civiles quienes buscan afirmar el poder civil respaldados por un golpe militar o mediando un magnicidio, a partir de 1945 y hasta 1958 (Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, primer gobernante electo mediante el voto universal y directo, Germán Suárez Flamerich, y Edgard Sanabria).

 

Durante 183 años de historia independiente los venezolanos hemos sido, en 130 años, ciudadanos de repúblicas militares colonizadas por los mitos revolucionarios. Y lo constatable, ¡he aquí otra vez el verdadero asunto que nos ocupa y no debe distraernos!, es que tras cada acto de fuerza o mediando la demanda del caudillo militar o rural de ocasión, sigue siempre la explicación intelectual y detrás el texto fundamental de circunstancia, obra de escribanos cultos y refinados que le otorgan ribetes democráticos y hasta constitucionales a la criminalidad política y sus atropellos. ¿Ocurre acaso una suerte de aparente transacción entre la fuerza y la razón, o mejor, hemos estado en presencia de una transformación utilitaria de la razón, haciéndola sirviente de la fuerza en Venezuela?

 

Al observar nuestra evolución constitucional también se comprueba que esa suma abigarrada de textos fundamentales que se dice nos hemos y que no es tal – los moldes son muy pocos – y que surgen tras cada revolución, eventualmente pueden o no ser compatibles con los nobles propósitos anunciados por cada movimiento revolucionario a objeto de justificarse; pero las más de las veces, a través de reformas constitucionales o de constituyentes forjan las previsiones necesarias para que el mandamás logrero alcance su estabilidad, se aleje del poder sin perderlo, o se prorrogue en el ejercicio del poder, directamente o al través de sus designados. Mude de proletario en oligarca y mantuano, a fin de cuentas.

 

En principio, es trágicamente atinada la descripción magistral que a través de su célebre cuento Los Batracios hace de la mencionada tradición política y constitucional venezolana don Mariano Picón Salas. Pone su énfasis en la obra del abogado capaz de fabricar frases oportunas, otorgar documentos o hacer fe de la violencia que lo compromete en calidad de cómplice, en el caso, del coronel Cantalicio Mapanare, a quien los peones de su hato interiorano le dan ese rango castrense hasta cuando deciden, mediando tragos o algún condumio, ascenderlo a general.

 

No pocos hombres de letras fueron o han sido, así las cosas, actores de excepción de esas tragedias presenciadas y padecidas por la mayoría silente de los venezolanos. Sirvieron con fe de carboneros al general Juan Vicente Gómez, luego al general Marcos Pérez Jiménez, al comandante Hugo Chávez y le sirven al iletrado Nicolas Maduro, el causahabiente.

 

Enhorabuena, desde la cárcel, atado a los grillos de La Rotunda, quizás el más perspicaz intelectual que desafía a los positivistas que cultivan a nuestras muchas dictaduras a inicios del siglo XX, a saber, José Rafael Pocaterra, autor de las Memorias de un venezolano de la decadencia, dice y decide romper con ese determinismo y el fatalismo del mestizaje sobre el cual se encumbra el gendarme necesario. Le canta a la libertad connatural, a la esencia de la dignidad humana: “He caído en el pozo de la desesperación”, dice. “Y no sé de qué oscuras fuentes de mi alma, de cuáles reservas recónditas de mi sangre, cuyo tumulto va serenándose lentamente, saco un extraño, un admirable estoicismo que anula todo pavor, todo recelo, todo instinto para conformar mis treinta años ante esta agresión tremenda del destino”, finaliza su rezo, en enero de 1919.

 

En el déspota, esa aporía de “padre bueno y fuerte” – militar o civil – que se fractura por vez primera y a profundidad al emerger el protagonismo popular que interpretan María Corina Machado y su candidato presidencial, Edmundo González U., ha encarnado el sentido de lo constitucional como legalización constante de lo inconstitucional en Venezuela: Es el arquitecto y último intérprete del régimen de la mentira, a lo largo de nuestra experiencia histórica. Es quien fija y detiene los límites de nuestro libertarismo ancestral y lo administra de modo conveniente a su vesania. Pero, tras 200 años de ficciones y atropellos esa realidad ha llegado a su final y en un volantazo, eso sí, con el mismo retardo que durante nuestros siglos XIX y XX. Más allá del 28 de julio y su desenlace, lo crucial es que la nación se ha levantado de conjunto. Le ha perdido todo respeto y miedo al dictador y a sus cortesanos. Los desafían con el voto y con la calle.

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

 

 

Momento constituyente en Venezuela

Posted on: julio 22nd, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

Nadie duda de que, a partir de 1989 y en coincidencia con el «quiebre epocal» en Occidente, por efecto reflejo se advierte en Venezuela el agotamiento del modelo político de democracia civil de partidos instaurado en 1959. Treinta años, casualmente, fue el mismo tiempo que le toma a la gloriosa generación de 1928 empujar el tren de la historia hasta la caída de Marcos Pérez Jiménez. Se trató entonces de un momento fundacional o constitucional en el que se adopta la decisión colectiva de conjurar la fatalidad del gendarme necesario, emergida tras la caída de la Primera República en 1812.

 

El Congreso electo en diciembre de 1958 se transforma, así, en sede constituyente, de la que nace la Constitución de 1961 suscrita por la totalidad de las fuerzas políticas representadas en el mismo y encontrándose, dentro de estas, parlamentarios que luego la demonizan para imponernos otra, sesgada, unilateral, carente de legitimidad popular, a saber, la Bolivariana de 1999. Y no exagero al afirmarlo. El nombre de José Vicente Rangel es paradigmático.

 

Salvo los afectos a la dictadura militar reinante el país entero entendió el momento constituyente, alimentado por el espíritu del 23 de enero. No por azar, en democracia, bajo su pugnacidad política inherente, sin mediar un espíritu autoritario al haber quedado atrás el sino fatal del cesarismo bolivariano, duro cuatro décadas la Constitución como expresión de la conciencia nacional. Y es que bien lo dice András Sajó, profesor en Budapest, que “uno de los inconvenientes de una Constitución que surge sin el beneplácito de un momento constitucional es que no contribuye a un sentido de unión, o a la formación de identidad, entre los miembros de la sociedad a la que se aplica”.

 

De modo que, la formal y vigente pero hoy desmaterializada allí permanece sólo como papel y aporía, testimonio de un régimen que a diario legaliza la ilegalidad y hace de la mentira la fisiología de su poder despótico. Pues si bien es cierto que a partir de 1989 emerge entre los venezolanos otro momento fundacional, que así le llaman como fenómeno excepcional Richard Albert, Menaka Guruswamy y otros de sus colegas al teorizar desde la perspectiva constitucional, Hugo Chávez y sus compañeros del 4F lo secuestran en 1999, para que su minoría pudiese imponérsele a la mayoría de los venezolanos. Al pueblo lo meten a la fuerza dentro del corsé de un orden constitucional que otra vez –desbordando incluso los parámetros históricos conocidos a lo largo de los siglos XIX y XX– reinstala a la dictadura constitucional y su degeneración despótica.

 

Al decir lo anterior remito a las páginas de mi Revisión Crítica de la Constitución Bolivariana editada el año 2000 al apenas publicarse con las enmiendas que se le hicieran fuera de la Asamblea Constituyente y de manos del propio Chávez antes de insertarla en la Gaceta Oficial. La vota en referéndum sólo 44% de los electores, confirmándose así el trastocamiento del momento constituyente como expresión de la integralidad de la nación.

 

Pues bien, pulverizada la república durante los últimos 25 años, invadido el territorio nacional por fuerzas extranjeras y grupos criminales que coexisten dentro de este y usan de la franquicia del Estado y a sus escribanos para asegurarse la impunidad, y al haberse fracturado a la misma nación tras la emigración forzada de casi 8,8 millones de venezolanos, a contravía de esa deconstrucción trágica emerge con fuerza telúrica e inédita un nuevo momento constituyente en Venezuela.

 

La mayoría más que determinante, léase una mayoría aplastante de los venezolanos, esquilmados, maltratados, vejados, humillados, abandonados, huérfanos y burlados, sea por un régimen despótico atrincherado tras el Tren de Aragua –que es su mascarón de proa internacional–, sea por la excrecencia de la desviación política representada en los «alacranes», a partir del dolor compartido aquella resucita como nación y ha recuperado su conciencia como tal.

 

Han perdido los venezolanos el miedo al desafuero poniéndole rostro visible, el de Nicolás Maduro Moros. Sin haber llegado al 28 de julio, han cambiado el rumbo de Venezuela y lo están asumiendo, ahora sí, de forma protagónica. María Corina Machado y Edmundo González son los intérpretes de ese nuevo estado de cosas, en avance y resiliente, y habrán de gobernar desde dentro o desde fuera de los palacios oficiales obedeciendo a ese claro momento fundacional.

 

Querer el régimen secuestrarlo como ocurriera a partir de 1999 ante la abulia de un sistema de partidos que, al término, concluyo vuelto franquicias disponibles y al detal, sería una estupidez suicida. El fenómeno de insurgencia pacífica y popular sin precedentes y en marcha, en modo algo es conjugable con las categorías políticas y de poder conocidas ni sujetable –se está demostrando– con la fuerza policial o militar. Si cabe el paralelo, viene ocurriendo en esta posmodernidad de lo venezolano la ruptura que se da durante la génesis de la división de poderes en el mundo occidental, cuando el cristianismo le tuerce la mano a la política imperial hecha teología.

 

Lo único cierto es que la entelequia del Poder Popular que, a contrapelo de su propio engendro constitucional de 1999, quiso imponer Chávez Frías una vez como se aproxima de manera definitiva a La Habana y al perder toda confianza en la Fuerza Armada, es un cascarón vacío; es otra aporía más, es decir, es un poder comunal y popular sin pueblo, imposible ya de llenarlo artificialmente y mediante el uso de la represión.

 

Pérez Jiménez arreció con su violencia en 1957 al verse cercado y perdido, luego de haber impuesto el fraude de su plebiscito. Desatendió el pedido de corrección que le hiciese el Estado Mayor General y su cabeza, el general Rómulo Fernández, a la sazón su compadre.  Lo frenaron en seco el pueblo y sus propios compañeros de armas, convencidos de que era otro momento constitucional. Tuvo tiempo de huir por La Carlota, antes de que sus miles de víctimas se lo impidiesen.

 

Asdrúbal Aguiar 

correoaustral@gmail.com

La conspiración del marqués de Casa León

Posted on: julio 15th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

A la historia venezolana, en tiempos de dictaduras o dictablandas que son las más, y bajo el actual e inédito despotismo criminal que se engulle al Estado exprimiéndole sus ubres mientras la nación sufre y se desparrama, no la abandona el síndrome de Casa León. La proximidad del 28 de julio ha vuelto a acelerar su circunstancia suicida.

 

El país, en su despertar, realizando una suerte de milagro que se resume en la procesión que avanza tras María Corina y a la manera de una Pastora barquisimetana, levantando el polvo de nuestra geografía nada pide a cambio, sólo que le dejen respirar y reencontrarse con los afectos distanciados. Entretanto, los causahabientes del marqués de Casa León, ese zorruno truhán que tiene a su mejor réplica en la figura de Tancredi Falconeri recreada por El Gatopardo, mientras celebran al tsunami popular en curso se dicen para sus adentros y entre ellos que «si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie». Se proponen sobrevivir. Les urge seguir atados al tráfico del poder, en una hora de inflexión dictatorial inevitable.

 

Ese antihéroe que fuese Antonio Fernández de León, al que le dedica páginas memorables don Mario Briceño Iragorry a fin de que la Venezuela sin memoria esté prevenida, era un «empresario exitoso» desde las vísperas de nuestra emancipación hasta consumada la verdadera independencia que nos hace libres en 1830; un lleva y trae que se mueve entre los patriotas y los realistas, tal como lo hacen sus causahabientes desde hace cinco lustros, trillando entre las franquicias opositoras que dominan, sus pulperías endomingadas de bodegones y el invasor de Miraflores.

 

La cuestión es que, esta vez, el fenómeno telúrico que envuelve a la casi totalidad de los venezolanos, los de afuera, los de adentro, los de las ciudades, los de los pueblos más remotos y abandonados de ese cuero seco que es nuestra geografía, ahora sí, es el protagónico. El levantamiento popular se le atraviesa a la tradición del gendarme necesario. Le perdió el miedo y media una fuerza en génesis que sólo llega, excepcionalmente, en naciones maltratadas con sevicia, que han sufrido de un severo daño antropológico. Sin ella y sin quien la interprete con legitimidad, por ende, se hará cuesta arriba la gobernabilidad del país.

 

Cuando ocurre el primer amago de insurgencia libertaria venezolana contra Napoleón Bonaparte, una vez como este invade a España e impone como monarca a su hermano José, en 1808 los criollos, hijos de españoles, demandan el establecimiento de una Junta autónoma tras la “conjura de los mantuanos” para autogobernarse. Mas descubiertos y perseguidos por el capitán general, el marqués de Casa León, justamente el primer viandante de la conspiración y redactor de su proclama dice, entonces, no tener nada que ver con ella ni con sus promotores, a quienes desconoce y son perseguidos. Sucesivamente, a la caída de la Primera República es el mismo Casa León quien, como jefe de rentas de la Confederación y enviado para que negocie la transición con el canario Domingo de Monteverde, al término traiciona a Francisco de Miranda. Se pasa al bando del líder realista. Lleva luego la cizaña hasta su amigo, el Padre Libertador y a los suyos, volviéndoles conspiradores contra la libertad en ese instante agonal. Es quien, al paso, tras los intentos del Precursor para liberar a Venezuela antes de 1810, aporta dineros para pagar el precio por la cabeza de este eminente venezolano cuyo nombre figura en el Arco de Triunfo.

 

Hecho preso en La Guaira, el hijo de la panadera como le llama Inés Quintero, una vez entregado a los realistas por esa logia seminal de los «boliburgueses» de ahora Monteverde la compensa. Le da pasaporte para que huya. Bolívar, con el suyo, se dirige hasta Cartagena de Indias, desde donde lapida con su Carta célebre a la Ilustración civil que nos dio nuestra primera carta de derechos, el acta de la Independencia, y la primera Constitución Federal, en 1811.

 

Tras colaborar con Monteverde, Casa León funge después como director de rentas de Bolívar cuando este llega a Caracas en 1813. Y en 1814, al tomar la ciudad José Tomás Boves, el Urogallo, le acepta el cargo de gobernador político. Es el felón a quien la monarquía española, una vez restablecida y tras la acusación que formula Pablo Morillo, le abre expediente por deslealtad; más al término, este Reineke, El Zorro, tramposo y timador, logra que el mariscal español Miguel de la Torre le designe jefe político de Venezuela hasta las postrimerías de la guerra por la Independencia. Consumada la batalla de Carabobo viaja a Curazao y de allí a Puerto Rico. María Antonia Bolívar, por instrucciones del Libertador, le ayuda económicamente.

 

El marqués de Casa León, en suma, es la síntesis del tránsfuga o alacrán mayor, cercano a Tío Tigre, sea quien fuese, al que sirve creyendo amansarle para después argüir ante sus críticos, como lo hace aquel según su defensor, Juan Uslar Pietri, que se le “iba la vida en su decisión”. O bien, que “se valió luego de aquel cargo para ayudar a sus amigos perseguidos” o para preservar su hacienda.

 

La historia magistra vitae est. Así como las hormigas enseñan a los humanos cómo buscar y guardar las cosas necesarias para la vida, igualmente Tío Conejo “es un animal como el erizo, que sabe habitar en cavernas y huecos de piedra”, sabiéndose asegurar hasta el instante oportuno (Tratado de las langostas, Madrid, 1610). Y cabe recordar que, mientras las armas y el perezjimenismo unido a sus comisionistas veían con ojeriza al presidente Rómulo Betancourt, lo que sostuvo al nacimiento de nuestra república democrática evitando su derrumbe a partir de 1959 fue la presencia diaria y desbordante del pueblo llano en la plaza O’Leary. La llave de esa gobernabilidad, enhorabuena, está en buenas manos, las de María Corina y su unión con “Edmundo para todo el mundo”.

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

El espíritu del 5 de julio de 1811: Tiempo civil y de civilidad en Venezuela 

Posted on: julio 6th, 2024 by Super Confirmado No Comments

 

 

*  Palabras conmemorativas, leídas ante los miembros de las organizaciones de venezolanos en diáspora, VeneAmérica, y VAPA, Venezuelan American Petroleum Association

 

“Interesante espectáculo presenta el primer Congreso de Venezuela: hijo de la revolución, fruto de elecciones libres y tranquilas, en vez de una asamblea tumultuosa, agitada de populares pasiones… se concitó la estimación y el respeto públicos, sin excitar la admiración; pero tampoco resistencias y ataques en el seno de los republicanos. Nada precipitó los pasos de aquellos varones ilustres, prudentes y circunspectos en medio de sus interiores recelos o de las impaciencias en sus esperanzas… Todos anhelaban por la tierra prometida sin pasa por el Mar Rojo”. Juan Vicente González, en Revista Literaria, apud. Acta de Independencia de los Estados Unidos de Venezuela, Caracas, Imprenta Nacional, 1899

 

Es un honor inmerecido poder hablarles en este día de tanta significación para la Venezuela civil; esa sobre la cual desplegamos el “amor intenso que se conoce con el nombre de patriotismo”. Ya que al referirme a la patria lo hago en el mismo sentido que le da don Miguel José Sanz, secretario de Estado de la Primera República, uno de nuestros padres fundadores olvidado: “Sólo el pueblo que es libre como debe serlo puede tener patriotismo”, escribe el eximio jurista, parte de los actores fundamentales de la Venezuela de 1808, 1810 y 1811, quien egresa de nuestra Pontificia Universidad de Santa Rosa de Lima y del Beato Tomás de Aquino, la universidad que fuese de Caracas, nuestra actual Universidad Central de Venezuela.

 

Es ese, en efecto, el entendimiento que tienen él y los suyos acerca del desafío que asume su generación – de la que es causahabiente, sin duda, la generación venezolana de 1928 – a lo largo del primer quiebre agonal sobre el puente que enlaza a nuestros siglos XVIII y XIX. Ser independientes, pero ser, sobre todo, ser libres, es el desiderátum. De donde ajusta Sanz a lo antes dicho sobre el patriotismo, algo que mejor entendemos quienes hoy vivimos en diáspora o sufrimos del ostracismo:

 

“No es el suelo en que por la primera vez se vio la luz del día lo que constituye la patria. Son las leyes sabias, el orden que nace de ellas y el cúmulo de circunstancias que se unen para elevar al hombre a la cumbre de la felicidad… Pero ella no es el fruto de un momento – lo que hemos de aprender y es lección –; es indispensable formarla gradualmente y acostumbrar al hombre a amar la ley porque es buena y porque es el fundamento de su felicidad”.

 

Celebramos el 5 de julio sin tener patria en Venezuela. Hemos de ser conscientes de esta realidad. La república se ha pulverizado tanto como la Constitución de 1999 – el pecado original de lo corriente – se ha desmaterializado. Mas lo grave es que a la nación, soporte de nuestra sociedad y no solo de la llamada sociedad política, se le hizo añicos a lo largo del siglo corriente. Errabunda, se le ha irrogado un severo daño antropológico que no podemos pasar por alto sus víctimas, menos en la hora de transición que se nos anuncia. Es el desafío de atender con celo y mucha serenidad; pues si acaso, tal como lo lograron las espadas de Carabobo durante la segunda batalla en el sitio que nos da la independencia real en 1821, de repetirse tal hazaña en el ahora mediante los votos, no bastará ello para alcanzar el bien supremo de la libertad que hemos perdido. No nos la dio la ruptura con la Madre Patria. Independizarnos de Cuba o de Rusia, o de Irán, o de China, no es lo determinante para que seamos, vuelvo a repetirlo con las palabras de Sanz, libres como debemos serlo.

 

He aquí, pues, la significación de reencontrarnos alrededor de esta fecha liminar y patria, para hacer memoria y fortalecer al optimismo de la voluntad. Y uso la expresión del padre Jorge Bergoglio, que titula el folleto que me obsequiase en 2005, para decirles que la acuñada frase «hasta el final» implica la idea de “La nación por construir”. Que de eso se trata, si es que esperamos restablecer los lazos del afecto roto y procurar un nuevo acuerdo – reconstituir nuestra conciencia de nación – desde los corazones: “limpiar primero el corazón de la levadura vieja”, diría Agustín de Hipona.

 

Se le desgajó al cuerpo de la nación que a diario construíamos y a lo largo del azaroso siglo XX, un número que frisa las 8.000.000 de almas. Al resto, sito en el suelo que nos viera nacer y sobreviviente, lo humilla y veja el despotismo imperante. Es la tragedia que sólo se la entiende si nos inclinamos ante las imágenes del Darién o las lágrimas de viejos y de jóvenes – los nuestros, los de nuestras familias – vertidas al apenas acercárseles María Corina Machado; esa mujer icónica, de coraje y férreos principios que nos interpreta a cabalidad y hace renacer desde sus cenizas a la Pequeña Venecia con la medicina del afecto y la esperanza. Es lo inédito, sólo conjugable desde el dolor de patria, ajeno a nuestros inveterados arrestos mesiánicos.

 

El 5 de julio y la Declaración de nuestra independencia – que fue la formalización del ejercicio de nuestra libertad púber al decidir separarnos de la España peninsular – ha de seguir siendo, en su ejemplaridad, expresión de nuestro proceso seminal de humanización como venezolanos, a partir de la idea de la fraternidad y la lógica de la razón.

 

Un párrafo, muy ilustrativo, que consta en las Observaciones Preliminares escritas por don Andrés Bello, ajustadas a cuatro manos con el eminente Sanz para explicarle a los ingleses los alcances de la ruptura consumada durante el génesis de nuestra nacionalidad y para hacerles conocer los documentos de nuestra Independencia, es decidor:

 

“Mientras el suspiro de la libertad se hacía oír en las más distantes regiones, ¿era de esperar que la América Española, cuyos habitantes habían sido tanto tiempo esclavizados, y en donde más que en otra parte alguna era indispensable una reforma, fuese la única que permaneciese tranquila, la única que resignada con su triste destino viese indolentemente, que cuando los gobiernos de la península se ocupaban en mejorar la condición del Español europeo, a ella sola se cerraba toda perspectiva de mejor suerte, que sus clamores eran desechados,  y que aún se le imponía una degradación todavía mayor, que la que había sufrido bajo el régimen corrompido de los ministros de Carlos IV? .

 

A ese tránsito o transición de entonces se le fijaba también, junto a su sentido de humanización un objeto humanitario, a saber, poder recibir en tierra libre a nuestros hermanos del otro lado del Atlántico oprimidos por la invasión francesa; mismo que trágicamente se frustra con la violencia fratricida e imprevista, cuando a raíz de la caída de nuestra Primera República cede la contención y emerge telúrica la guerra a muerte. “La revolución más útil al género humano, será la de América, cuando constituida y gobernada por sí misma, abra los brazos para recibir a los pueblos de Europa, hollados por la política, ahuyentados por la guerra, y acosados por el furor de todas las pasiones”, reza el Manifiesto ante el mundo de la Confederación de Venezuela que suscriben Juan Antonio Rodríguez Domínguez y Francisco Isnardi, presidente y secretario de nuestra primera constituyente, el 30 de julio de 1811; el primero, directivo de nuestro Ilustre Colegio de Abogados fundado en 1791, el segundo, médico y periodista de origen gaditano.

 

He allí el dilema que aún nos atrapa, debo decirlo sin ambages, representado en la generosidad de los odios y traiciones que se engulle a parte de nuestras élites, las de ese remoto e inmediato pasado – cuando aparece en la escena un Marqués de Casa León en vísperas, durante y a lo largo de la transición emancipatoria nuestra – y secuestra a las del presente; sean las que aún miran el tiempo de nuestra modernidad civil como antediluviano o inexistente, sean las que en procura de venganza por el supuesto traspié de 1989 y 1992 – e ignorantes del «quiebre epocal» en Occidente – frenan nuestra sana reconducción a finales del siglo XX por vía de las reformas. Se dejan iluminar por la prédica del final de la política y de las ideologías y por la visión pragmática ofrecida por el Consenso de Washington; tanto como a las que siguen, que mirándose como víctimas de una u otra tendencia prefirieron la revancha escarnecida y le dieron asiento a la ruptura y la disolución a manos del tráfico de las ilusiones. Es, además, o ha venido a significar ello, al término, la fatal recreación del drama que ha sido el objeto preferido de nuestra literatura vernácula y que adorna con el mismo sino a otras regiones de la América Española, desde el instante en el que se vitupera al 5 de julio y a su forja reformista para atizar el argumento de las espadas.

 

Es el Facundo o la civilización y barbarie de Sarmiento, en Argentina, como lo son las novelas de nuestro gran Rómulo Gallegos; aun cuando en la obra de aquél se privilegie al choque dramático entre la ciudad y el campo como el modelador de los comportamientos, mientras que en este, desde su inaugural novela La Trepadora a la que sigue Doña Bárbara, priva la idea del enfrentamiento entre la cultura y la incivilidad o, ajustando el tiro, entre “las potencias del bien y del mal” como lo sostiene Orlando Araujo.

 

Cada 5 de julio, en efecto, nos damos por servidos los venezolanos con la lectura del Acta de Independencia en sesión solemne, luego de ser abierta la caja que la contiene. Le prosigue un desfile militar que profana y desvirtúa su hondo significado intelectual, hasta que se cierra el arca con la muy célebre llave que pende del cordón presidencial desde el tiempo de Cipriano Castro. Me correspondió endosarla en dos ocasiones, supliendo al presidente y en presencia de las espadas dominantes en el Salón Elíptico, como debo reconocerlo.

 

Ese rito, que se ha hecho costumbre canónica sin eco, no pudo encontrar momento más desdoroso y reciente que el recreado por el vicepresidente de la república – encarcelado, acusado de latrocinio, tras los mismos odios que también bullen dentro del despotismo reinante, y ausente el presidente de la república – quien, al hacerse presente en el Salón Elíptico el 5 de julio de 2017, presentes los miembros de la Fuerza Armada, a voz en cuello demanda el asalto de la sede parlamentaria por el pueblo, residencia de la representación civil. Acusaba de oligarcas a sus diputados electos. Nadie le escuchó.

 

Pero otra vez la barbarie hace de las suyas, de modo similar a como lo hizo Domingo de Monteverde y sus soldados al quemar los documentos de la Primera República, una vez como encarcela, vendido por sus subalternos, al Precursor Francisco de Miranda.

 

Debo decir, con la gravedad que nos impone este momento sensible y en vísperas de un evento electoral en dictadura, que, si Monteverde creyó que su acto borraba nuestra memoria de 1811 para siempre, lo mismo buscó hacer nuestro Padre Libertador, Simón Bolívar, desde Cartagena de Indias, en 1812.

 

Su respetado nombre no disminuye por la crítica que formulo. Al cabo, invade al alma de Bolívar el mismo dilema genético que no alcanzamos a superar los venezolanos de ahora. Pues sea Monteverde, sea aquél, la realidad es que cuando las espadas y la crónica de lo bélico imperan, huye despavorida la razón, la pura y la práctica; y en el caso se trataba, entonces, de acabar de raíz con la ilustración pionera de Venezuela, para que privase la idea de la independencia por sobre la de la libertad de los venezolanos:

 

“Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados… Generalmente hablando – agrega el Padre Libertador – todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos; porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano”.

 

Era y se trataba de una réplica, la de Bolívar, al discurso que asumen para sí Bello y Sanz, compiladores y editores de la obra política emancipadora e independentista de 1811, quienes sostienen ante el mundo e Inglaterra y para memoria – agrego yo – de los desmemoriados del siglo XXI el pensamiento de nuestra Ilustración emancipadora en su conjunto: “Aunque es inmensa la transición de su anterior abatimiento al estado de dignidad en que hoy comparecen, se verá al mismo tiempo que los naturales de la América Española están generalmente tan bien preparados para gozar de los bienes a que aspiran, como los de la nación que desea prolongar su tiranía sobre ellos”, escriben.

 

¿Acaso ha de sorprendernos, entonces, lo que nos ha acontecido? ¿No nos hemos leído, en sus líneas y entrelíneas, el texto de la Constitución de 1999?

 

Este, téngaselo presente en el limen que nos embarga, sancionado por una parte minoritaria de la nación en detrimento de la otra – sólo un 44% – niega la perfectibilidad de la persona humana; de donde se le entrega al Estado y a quien detente su poder la tarea de desarrollar nuestras personalidades como venezolanos. Eso sí, a la luz de y guiados por la doctrina bolivariana, por una nación de espadas – la del amigo/enemigo que predicase un siglo más tarde el apologeta del totalitarismo, Karl Schmidt – con exclusión total del sentido vertebrador de la razón humana.

 

¿O es que asimismo olvidamos que en este texto constitucional su orden se articula a una matriz militar-civil y al sostenimiento de la tesis pretoriana de la seguridad nacional?

 

Así las cosas, en el marco de nuestra naturaleza – hijos del presente y de un ser que, transido de adanismo, busca hacerse desde el principio y cada día sin llegar a ser, y viéndonos como inacabados, atrapados por el mito de Sísifo – aún nos preguntamos, insólitamente, sobre ¿por qué regresa por sus fueros el gendarme necesario?

 

Quien trascienda al narcisismo político y su inmediatez dominante, podrá darse cuenta del perjuicio de nuestro olvido, de la frivolidad con la que celebramos nuestras fechas de patria sin reparar sobre sus significados. Entenderá que, por banalizado cada año el 5 de julio, mal pudimos entender la verdadera reflexión escrita, la única que hizo y les hacía a sus pares el lapidado mandatario Rafael Caldera a raíz de los sucesos del 4 de febrero de 1992. Y vuelvo atrás las páginas del tiempo recorrido y tomo su voz, en esta reunión conmemorativa, para que se le escuche pausadamente:

 

“No es que la descabellada intentona pueda justificarse (siempre y sin género de dudas hemos sostenido que la llamada solución de fuerza no es solución para los problemas colectivos), sino que sería imperdonable ceguedad no darse cuenta de que el estado de ánimo colectivo es propicio para que se intenten nuevas aventuras, por absurdas e inconvenientes que sean”.

 

Contra tal tendencia nefasta y cíclica que recoge Laureano Vallenilla Lanz con su tesis del Cesarismo democrático, que se mira en Bolívar para beneficiar a la larga dictadura de Juan Vicente Gómez y es réplica de una obra de Jordeuil escrita en Versalles, en 1871, se levanta la generación venezolana de 1928. Es la cuestión vertebral para tener presente, pues es la basa sobre la que anclan sus columnas el Pacto de Puntofijo suscrito por el mismo Caldera, Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, en 1958.

 

Releer al conjunto de los documentos históricos previos y posteriores al 5 de julio de 1811, que no limitándonos a la célebre Acta de la Independencia que redactan Juan Germán Roscio – profesor de instituciones en la Universidad de Caracas – e Isnardi en fecha posterior al 5 de julio, luego adoptada en la sesión de 7 de julio y trasladada al Libro de Actas el 17 de agosto completándose las firmas al siguiente día, implica volver a las fuentes de lo que somos. Es lo que nos permitirá encontrar el astrolabio de la nación que se nos ha extraviado. Allí, en esos papeles, consta y se resume el pensamiento constante de nuestros Padres Fundadores y el de sus causahabientes, nuestros líderes civiles contemporáneos, los auténticos demócratas.

 

Manuel Bustos, director de la Real Academia Hispanoamericana, en el preliminar de mi libro sobre la Génesis del Pensamiento Constitucional de Venezuela, refiere algo que importa recrear como garantía del porvenir y de su gobernabilidad y a fin de que superemos nuestra recurrente victimización, tan explotada por los déspotas de ocasión:

 

“En primer lugar, [tras la obra de los repúblicos de 1810 y 1811 queda] la demostración de la existencia de una Ilustración de calidad en Venezuela (en lo que luego devendrá este país), a finales del siglo XVIII y principios del XIX, constituida por nombres de relieve en la historia patria, intelectualmente formados, entre otros centros de estudios superiores, en la Real y Pontificia Universidad de Santa Rosa. A la vista de este hecho, convendrá advertir el profundo desconocimiento que de ellos (tal vez con la excepción de Miranda) se tiene en Europa, donde viene imperando la idea de que no hubo otra Ilustración que la forjada por los nombres clásicos franceses (Diderot, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, etc.) y los británicos (Locke como preludio o Adam Smith). El propio complejo de inferioridad que padecemos de forma crónica los hispanoamericanos, y que nuestro mismo autor recuerda en alguna ocasión, nos ha llevado culpablemente a este olvido”.

 

Cabe extraer otras enseñanzas, además, revisitando a nuestra primera constitución, de corte federal, adoptada al finalizar el año de 1811 de manera sucesiva a la declaración y antecediéndole a ambas una Declaración de Derechos aprobada por la legislatura de Caracas; pues igualmente se ha exagerado su realidad y distorsionado así la autoridad intelectual de los padres civiles de nuestra libertad. Se dice que su arquitectura es americana y francesa, y es verdad. O que, en otras palabras, sería una vulgar copia dado el influjo que ejercieran sobre sus redactores las grandes revoluciones de nuestra modernidad. Lo cierto es que, para beneficio del gendarme necesario, se omite que la ingeniería constitucional fue de neta factura liberal e hispano-venezolana.

 

Los conceptos sobre el pacto constituyente y la representación popular, el Uti possidetis iuris que alegamos en defensa actual de nuestro Esequibo, la imparcialidad de los jueces, la transparencia y rendición de cuentas, la unidad democrática federal, la democracia y la garantía de los derechos del hombre como la proscripción de la tortura o la derogación de la infamia trascendente, en materia de indultos, sobre la independencia de poderes y el control de constitucionalidad y legalidad y sobre el control democrático de la opinión pública, son todos de hechura nuestra. Lo revelan los artículos divulgados en la prensa de la época y sus debates durante los días previos a la sanción del texto constitucional, obras aquéllos de nuestra ilustración, de los progenitores de nuestro espíritu civil amagado con las guerras por la Independencia; en las que vencemos, cabe también tenerlo presente en signo de gratitud, con un ejército de colombianos. Es ese el espíritu humanista que busca renacer, parcialmente, superada la conflagración, en 1830, paradójicamente de manos de un militar, el general José Antonio Páez, ajusticiado en su memoria por el patrioterismo de las espadas.

 

A las armas las regresa Páez a las haciendas, las logradas por nuestros soldados tras las confiscaciones que se imponen durante el período bélico, mientras decide a llamar a las luces, a los preteridos doctores, los que sobrevivieron a la guerra fratricida y otros nóveles, para que dibujasen el futuro desde la Sociedad Económica de Amigos del País.

 

Hasta 1999, así las cosas, le rendíamos honores a Bolívar y a los padres fundadores de 1811: al mismo Precursor, traicionado por este, a Cristóbal Mendoza, Juan Escalona, Baltazar Padrón, López Méndez, Juan Germán Roscio, Francisco Javier Yanes, Martin Tovar, Fernando Peñalver, Luis Ignacio Mendoza, Lino de Clemente, José de Sata, Ramón Ignacio Méndez, entre otros tantos. Cultivábamos a los olvidados de 1830: el rector José María Vargas, Santos Michelena, Domingo Briceño, Tomás Lander, Antonio Leocadio Guzmán, el mismo Francisco Javier Yanes, por cierto, de origen cubano y secretario de nuestros primeros congresos, Fermín Toro, Juan Bautista Calcaño, Diego Bautista Urbaneja, Valentín Espinal, y otros más.

 

¿Alguno de nosotros recuerda a estos nombres, el de los parteros civiles de nuestra nacionalidad, albaceas de nuestro espíritu libertario, con sentimientos de gratitud?

***

Les he hablado de la fuente liberal hispanoamericana que nos alimenta en lo sustantivo a inicios de nuestra vida republicana, pues es la que nutre la obra emancipadora e institucional hasta 1812. No fue un accidente.  Sí lo fue la guerra y sus odios, seguidamente transformados en hábito.

 

El pensamiento ilustrado civil se cuece entre nosotros desde finales del siglo XVII. El propio Bello, al publicar el primer libro que conoce Venezuela en 1810, el Calendario Manual y Guía Universal de Forasteros, impreso por Gallager y Lamb en Caracas, dice, para mostrarnos ante los visitantes extranjeros, lo siguiente:

 

“En los fines del siglo XVII debe empezar la época de la regeneración civil de Venezuela, cuando acabada su conquista y pacificados sus habitantes, entre la religión y la política a perfeccionar la grande obra que había empezado el heroísmo… Entre las circunstancias favorables que contribuyeron a dar al sistema político de Venezuela una consistencia durable debe contarse el malogramiento de las minas que se descubrieron a los principios de la conquista”.

 

Habíamos enterrado, justamente y enhorabuena, al mito de El Dorado, que equivale tanto como a decir que nos levantaremos y formaremos otra vez una conciencia de nación sobre la declinación de nuestra riqueza petrolera contemporánea.

 

El 5 de julio no fue un salto al vacío. Recibió los insumos de la revolución de Gual y España, macerados con las enseñanzas de Juan Bautista Picornell, parte del movimiento prerrevolucionario liberal español. Allí están, como testimonios elocuentes, las Ordenanzas, constantes de 44 artículos, con sus instrucciones prácticas para la acción revolucionaria imaginada; el alegato emocional que soporta a la insurrección y a la vez evoca, entre muchas líneas, el alzamiento reivindicatorio de Juan Francisco de León de 1749 en protesta contra la Compañía Guipuzcoana, titulado Habitantes libres de la América Española; las canciones – la Canción Americana y la Carmañola Americana– propuestas para animar y exaltar al pueblo no educado con vistas a la jornada insurreccional que se le propone; el texto de los Derechos del Hombre y del Ciudadano – ciertamente que una traducción del texto francés de 1793, constante de 35 artículos – y las Máximas Republicanas, como enunciado de principios y virtudes ciudadanas. Se trata, como lo refiere nuestro gran filólogo de origen catalán, don Pedro Grases de un “código de moral y política por el que debe guiarse un buen republicano”; suerte de decálogo de deberes, contrapartida de los derechos de libertad que se esgrimen.

 

El autor del Discurso preliminar dirigido a los americanos es Picornell, tanto como lo fue Bello el introductor de toda la obra previa y posterior al 5 de julio ante los ingleses. Llega a La Guaira en 1797, junto a Manuel Cortés Campomanes, Sebastián Andrés y José Lax, todos reos de Estado, condenados por la frustrada Conspiración de San Blas en España que estallaría el 3 de febrero de 1796.

 

Así adquiere relevancia, en cuanto a la falaz servidumbre nuestra a lo extraño y a lo norteamericano, ese detalle que anuda sin solución de continuidad a los distintos hitos mencionados de nuestra Independencia – 1808, 1810, 1811 – y que observa el propio Grases luego de leer las Actas del Congreso Constituyente de Venezuela de 1811: “En el Salón de Sesiones del Supremo Congreso de Caracas entró con previo permiso D. Juan Picornell, a ofrecer sus servicios en favor de la patria, al restituirse a Venezuela de la persecución sufrida por el Gobierno anterior”, cita el registro de aquellas.

 

¡Oh cosas del destino! Ayer fue este ilustrado español, Picornell, quien se allega con sus aportes al Congreso que declarará nuestra Independencia el 5 de julio y que nos da nuestra primera Constitución civil, federal, democrática, de gobiernos limitados y alternativos, atada a una declaración de derechos.  En 1999, otros españoles, esta vez venidos desde Valencia, los que se aproximan contratados por la Asamblea Nacional Constituyente para deconstruirnos, para ofrecernos un orden constitucional militar, centralizado, dictatorial, bajo cuyo arbitrio los derechos de cada venezolano mutan en dádivas graciosas, contraprestaciones al detal.

 

Qué propugnaba este señor Picornell: simplemente la libertad, el Estado limitado y la democracia; esos bienes que se pierden con el cesarismo, mediante la recreación repetitiva del padre fuerte o gendarme necesario de corte bolivariano.

 

“Conferir a un hombre solo todo el poder, es precipitarse en la esclavitud, con intención de evitarla, y obrar contra el objeto de las asociaciones políticas, que exigen una distribución igual de justicia entre todos los miembros del cuerpo civil”, señala aquél. Y agrega: “No puede jamás existir, ni se pueden evitar los males del despotismo, si la autoridad no es colectiva; en efecto, cuanto más se la divide, tanto más se la contiene… ninguno puede tomar resolución sin el consentimiento de los otros; cuando en fin la publicidad de las deliberaciones, contiene a los ambiciosos o descubre la perfidia, se halla en esta disposición una fuerza, que se opone constantemente, a la propensión que tiene todo gobierno de una sola, o de pocas personas, de atentar contra la libertad de los pueblos, por poco que se le permita extender su poder”. Y concluye de esta manera:

 

“La verdadera esencia de la autoridad, la sola que la puede contener es sus justos límites, es aquella que la hace colectiva, electiva, alternativa y momentánea”.

 

Tales líneas intelectuales, abordadas y tamizadas a través de ejercicios casi socráticos por nuestros Padres Fundadores, quedarán inscritas, transversalmente, en los documentos de 1811; los que, por cierto, no pudo quemar Monteverde. Algún diputado se había llevado oculto hasta la Valencia venezolana el Libro de Actas. Desaparecido (dos volúmenes, uno original y el otro de copia), previo dictamen de la Academia Nacional de la Historia de 1891 – en la que se declara coincidente con la publicada en El Publicista Venezolano al Acta de Independencia – en 1909 se declararán auténticos los documentos contenidos en ese libro bilingüe, que ve luz en Londres en 1812 y edita Bello, apenas caída la Primera República. Su título, Documents relating to Caracas, lo reedita en facsimilar, en 2012, el profesor Allan R. Brewer Carías.

 

Uno de los libros de actas de 1811, feliz y efectivamente, aparece en 1907. Se lo usaba como asiento del piano en la casa de la viuda del doctor Carlos Navas Spinola. Un amigo de esta, Roberto Smith, al verlo se lo participa al historiador Francisco González Guinan, quien a su vez le escribe al presidente Castro dándole la noticia. Fue exhibido el 5 de julio de 1908. Desde entonces reposa en el Salón Elíptico del Palacio Federal.

 

En suma, lo que importa destacar a propósito de nuestra celebración del 5 de julio es su espíritu, la revalorización del contexto histórico y pedagógico dentro del que se sucede nuestra Independencia; en un marco, cabe reiterarlo, en el que  predominan como símbolos patrios los principios y fundamentos invariables de la nación políticamente organizada que decidimos ser durante esa aurora: la subordinación del poder a los derechos del hombre y como mecanismo de garantía.

 

La libertad está allí y se hace presente, antes que todo y en fase liminar o de limen, sea que fuésemos o no dependientes o independientes como Estado, y más allá de que avanzásemos como lo hicimos hacia un molde republicano o que, como pudo haber ocurrido, hubiésemos compartido el modelo de monarquía constitucional dispuesto por la Constitución doceañista española, La Pepa. La conciencia de la libertad nos es germinal. Es parte del alma nuestra, jamás sujetable siquiera bajo el oprobio al que se nos sometiera ayer como ahora.

 

Cabe tener presente, además, para mejor entender lo genético nuestro como venezolanos, que el tiempo durante el que logra su textura propia e identidad la que más tarde habrá de ser y constituirse como república de Venezuela, coincide con el advenimiento de los Borbones en España y la afirmación del llamado despotismo ilustrado. Su primer signo centralizador lo representa la eliminación del foralismo; doctrina política, la foral, que significaba la reivindicación por los distintos territorios españoles de sus autonomías administrativas y que, en el caso del citado reino, la ascensión de Felipe V y el dictado de los Decretos de Nueva Planta, le implican la pérdida o el cierre de sus Cortes representativas en 1707.

 

El absolutismo borbónico, por ende, fija un parteaguas constitucional de significación, que ejercerá su influencia en la posteridad y en las distintas vertientes del pensamiento constitucional de Hispanoamérica y de Venezuela. Y es contra tal absolutismo o despotismo, en el tiempo durante el que se afirma, que son direccionados los distintos movimientos conspiradores y de emancipación tanto en España – léase la referida revolución gaditana de 1812 a cuyas Cortes constituyentes acuden varios diputados venezolanos – como en la América hispana.

 

No por azar somos los venezolanos, además de libertarios, lugareños. Somos la hechura de la vida primaria local y municipal defendida y sostenida por los repúblicos de 1811; por apegados en sustancia al espíritu de la llamada «constitución originaria» que pugna, desde entonces y es lo que subrayar, contra quienes argüían desde España el derecho divino de los reyes y los que se miraban en sus códigos, como los Bolívar. Y no especulo.

 

Las prédicas del Padre Libertador – desde Cartagena (1812), Angostura (1819), y al crear Bolivia (1826) – son concluyentes. Explican el parteaguas que refiero en mis palabras precedentes, y son las que hipotecan aún en la actualidad, junto a la fatal resurrección del mito de El Dorado desde el primer tercio del siglo XX, la posibilidad de que seamos nación, así no lo seamos de modo acabado.

 

De modo que, al celebrar junto a Ustedes el espíritu del 5 de julio, en una hora en que la nación misma intenta renacer desde sus cenizas, con fuerza resiliente, con el arma del afecto que se nos muestra inédita y extraña a lo inveterado, hemos de saber y entender los venezolanos que es algo que trasvasa a la política de trincheras y al autismo electoral.

 

Ernesto Mayz Vallenilla – lo recuerdo en anterior ensayo – habla de nuestra “conciencia cultural” para otear sobre esas raíces integradoras que hemos de rescatar, tal como recientemente nos lo propone la Conferencia Episcopal Venezolana; reivindicar lo que alcanzamos en el tránsito de lo venezolano, apuntando a lo subjetivo de lo nuestro y en génesis, incluso buscándolo a tientas, más que atendiendo al simple factor social como objeto observable.

 

“El examen de conciencia … se trueca así en nuestro propio examen de conciencia”, dice el filósofo y Rector Fundador de la Universidad Simón Bolívar. Nos ofrece de tal modo una interpretación plausible que calza para nuestra mejor inteligencia de lo pasado y actual, en el ahora y en el aquí.

 

José Gil Fortoul, al abonar sobre este asunto opta por poner su énfasis en “el sentimiento nacionalista” como factor de movilización; ese que se caracterizaría por “la comunidad de historia y la armonía de tendencias intelectuales y morales”, sin desdecir de la propensión a que nuestra conciencia se siga afirmando en lo presente, en lo adánico; pero en un presente entre memorioso y utópico para que pueda poner su norte en el porvenir.

 

A todo evento, que las naciones necesitan “conciencia de sí mismas” para poder construir “algo digno y durable” es lo que piensa el trujillano don Mario Briceño Iragorry; conciencia de unidad, precisa Caldera. Es decir, que, mediando una unidad de origen, lengua y religión y gradaciones varias en el mestizaje común de lo venezolano, la diversidad libre y nómade es un hecho irrevocable y también de realidad en el arraigo local y sedentario como en nuestro más lejano amanecer; mientras que la unidad es un producto de la conciencia, que adquiere su concreción en la idea de la “voluntad de nación”, según destaca el expresidente.

 

Es esta, como cabe machacarlo, la dualidad conductual que siempre aflora entre nosotros como un diálogo sin fin entre razón y naturaleza; el mismo que se da y ocurre sobre el puente de la batalla de Carabobo y que, por lo visto, nos tocará resolver otra vez con el sino del retardo, tal como nos ocurrió en 1830 y en 1935. Es el drama civilización vs. barbarie que igualmente grafica Antonio Arráiz, en Tío Tigre y Tío Conejo.

 

“Se trata de ese estado jadeante y anhelante, para designarlo con las formas angustiadas de la vida animal y humana”, propio del ser hispanoamericano y que cabe discernir hasta que alcancemos a ser, de nuevo, nación y mostrarnos en la autenticidad de lo venezolano, no de lo fatal sino de lo libertario e innovador, si atendemos a la opinión de Luis Barahona Jiménez.

 

“No es éste el camino; derrocaremos, por la violencia, un gobierno que se sostiene por la violencia; y por la violencia necesitaremos continuar sosteniéndonos, y la violencia seguirá entronizada en medio de la vida plácida de los animales… No será llegado el reino de Tío Conejo – escribe Arráiz – el día en que el espíritu agresivo de Tío Tigre entre en su espíritu y apoderándose brutalmente de él, lo incite a sus propios comportamientos…”.

 

Al renovarles mi gratitud por la escucha paciente de esta disertación, concluyo con la oración que consta en el Acta de nuestra Independencia: Conocemos “la influencia poderosa de las formas y habitudes a que hemos estado, a nuestro pesar, acostumbrados [por mor de los cinco lustros transcurridos hasta este día onomástico, agregaríamos]”; pero “también conocemos que la vergonzosa sumisión a ellas, cuando podemos sacudirlas, sería más ignominioso para nosotros y más funesto para nuestra posteridad, que nuestra [ya] larga y penosa servidumbre” a la revolución bolivariana.

 

Condado de Broward, 5 de julio de 2024

 

Asdrúbal Aguiar A.

Una lección del ayer para la Venezuela de ahora

Posted on: julio 2nd, 2024 by Super Confirmado No Comments

En una suerte de matrimonio morganático entre el Antiguo Régimen y las enseñanzas de la Revolución francesa; en una ilusión de porvenir anclada en una vuelta al pasado cuando priva sin contenciones la razón de la fuerza, pero, paradójicamente, cabe repetirlo, apuntalada por la fuerza de la pasión hecha voluntad colectiva, surge en Venezuela la Constitución de 1999, aprobada por una minoría nacional: 44% de los electores inscritos. Ha sido el soporte de lo que el expresidente ecuatoriano Osvaldo Hurtado bien describe como fenómeno y lo titula “dictadura del siglo XXI”.

Tal Constitución –negación contumaz de los breves intersticios de libertad y afirmación del Estado de Derecho que significan nuestras Constituciones liberales y mixtas de 1811, 1830, 1947 y 1961– es precisa en sus postulados de neta factura autoritaria y bolivariana, diluidos tras engañosos procedimientos democráticos.

 

A partir de 1999, en efecto, le corresponde al Estado dibujar y realizar la personalidad de los ciudadanos, según el artículo 3 de la desmaterializada Constitución Bolivariana, y a ellos ha de educarlos el mismo Estado para que amolden sus comportamientos a los valores constitucionalmente prestablecidos, como lo indica el artículo 102; valores que no son otros que los inscritos en el pensamiento único y monolítico, de poder centralizado y dictatorial, de Simón Bolívar, tal como reza el artículo 1.

 

De suyo el presidente de Venezuela es hoy como en el pasado remoto cabeza del Estado, pero asimismo gobernante y legislador supremo, tal como lo mandan los artículos 203 y 226; y a la Fuerza Armada, bajo su comando efectivo como cuerpo ahora políticamente deliberante y participante del sufragio, le cabe sostener la seguridad de Nación y su modelo totalitario así concebido, tal como lo prevé el Título VII constitucional. El largo menú de los derechos humanos es una simple trampa cazabobos.

 

Lo cierto es que, en la historia oficial de la República de Venezuela, desde 1810 sólo se habla de héroes militares y sus hazañas, hechas revueltas o revoluciones, que predominan sobre los héroes civiles, muertos civiles para nuestra historia, desde cuando los vitupera El Libertador desde Cartagena de Indias en 1812; si acaso, nuestros padres fundadores verdaderos e ilustrados, los de 1810 y 1811, han sido útiles hasta finales de la Cuarta República para el bautizo de alguna plaza pública secundaria o escuela de provincia. Y nada más. No nos quejemos, entonces.

 

El jurista suizo Ernesto Wolf, autor de un olvidado Tratado de Derecho Constitucional Venezolano ‒monumento a la claridad pedagógica y de análisis sosegado‒ que publica en el momento en que ocurre la polémica Revolución democrática de Octubre, en 1945, escribe ampliamente sobre la Venezuela del siglo XIX ‒ cuando se hace más crítico y arraiga el ejercicio personal del poder y su asalto a través de lances por los más audaces ‒ destacando su fama “por el número elevado de sus revoluciones”.

 

Se arguyen en todo momento razones reivindicatorias, legalistas o soberanistas, y dado el hábito de la patada cotidiana a la mesa de la institucionalidad, no hay siquiera acuerdo respecto de la cantidad de movimientos armados ocurridos en nuestro país: una parte de la doctrina cita 52 revoluciones importantes durante la época, otra enumera 104 en 70 años “sin hablar de simples sublevaciones”. Pero al paso se cita que sobre estas o como su consecuencia, Venezuela tiene “el récord de haber cambiado, hasta 1945, “más de veinte veces” la Constitución; sin incluir, obviamente los textos sucesivos –algunos mencionados– de 1947, 1952, 1961 y el de 1999, en vigor. En la de 1819 pide Bolívar un Senado vitalicio y hereditario para los militares, como instaura la presidencia vitalicia, que hereda el vicepresidente de su elección, con la Boliviana de 1826.

 

Hemos vivido, pues, hasta el nacimiento de la República de partidos o república civil y democrática que emerge en 1961 y concluye en 1999, como presas del mando de los cuarteles, de los “chopos de piedra” o de los hijos de la “casa de los sueños azules”, como llaman sus cadetes a la Academia Militar de Venezuela.

 

Hoy gobiernan Padrino y su logia, no Maduro ni los Rodríguez; pues los civiles hemos sido la excepción, salvo los aparentes, civiles militarizados, a saber, los ocho civiles representantes de caudillos militares quienes ejercen el poder entre 1835 y 1931 (como Manuel Felipe de Tovar, Pedro Gual, Juan Pablo Rojas Paúl, Raimundo Andueza Palacio, Ignacio Andrade, José Gil Fortoul, Victorino Márquez Bustillos, Juan Bautista Pérez), o los cuatro civiles que buscan afirmar el poder civil a partir de 1945, respaldados por un golpe militar o mediando un magnicidio, y hasta 1958 (Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, primer gobernante electo mediante el voto universal y directo, Germán Suárez Flamerich y Edgard Sanabria). José María Vargas confirma la regla y Rómulo enmienda en 1959.

 

Durante 183 años de historia independiente los venezolanos hemos sido, en 130 años, ciudadanos de repúblicas militares o colonizadas por los mitos revolucionarios. Y no se trata sólo de la actual revolución bolivariana que cínicamente muta en socialismo del siglo XXI y es una suerte renovada del viejo marxismo que le sirve de trastienda y ancla en la hermana República de Cuba.

 

Lo veraz, ¡he aquí el verdadero asunto que no debe distraernos!, es el dilema recurrente, civilización vs barbarie, objeto de la literatura de Gallegos, con La Trepadora o Doña Bárbara. Tras cada acto de fuerza o mediando la demanda del caudillo militar o rural de ocasión, sigue siempre la explicación intelectual y detrás el texto fundamental de circunstancia, obra de escribanos cultos y refinados, que le otorgan ribetes democráticos y hasta constitucionales a lo así ocurrido. ¿Una suerte de transacción entre la fuerza y la razón, o mejor, estamos en presencia de la transformación utilitaria de la razón, haciéndola sirviente de la fuerza en Venezuela?

 

Es algo para meditar y resolver, por quienes otean la proximidad de otra transición histórica.

 

 Asdrúbal Aguiar

correoaustral@gmail.com

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