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Arturo Pérez-Reverte: Imperioapología y otros disparates

Posted on: julio 31st, 2021 by Laura Espinoza No Comments

 

 

«Con la Ilustración, el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria»… Esa frase, leída en 1958 en mi libro escolar de Historia de España, figura con palabras casi idénticas en Fracasología, de María Elvira Roca Barea, que acabo de leer con más estupor que indignación. En su anterior libro Imperiofobia y leyenda negra, donde reivindicaba lo mejor de nuestra historia a costa de ocultar estragos y sombras, Roca Barea dedicó una mención poco simpática a las novelas del capitán Alatriste: criticar a la Inquisición le parecía antipatriótico. En su momento no le di importancia, pues novelistas como Pérez Galdós, Baroja y Blasco Ibáñez, de más talla que la mía, hacen innecesario rebatir esa estupidez. Pero en su nuevo libro, furibundo ataque contra la Enciclopedia y la Ilustración española del XVIII, Roca Barea vuelve a darme un pellizquito de monja, esta vez con Hombres buenos: precisamente una novela que escribí sobre el difícil empeño de los ilustrados en España, con el resultado de un siglo XIX infame y un XX trágico.

 

Así que, en vista de su insistencia y confiando en que me dé nuevos motivos, voy a ocuparme de Roca Barea; cuyo argumento en ambos libros, aplaudidos por lectores respetables –cada cual es muy dueño, y ahí no me meto– pero sobre todo por una derecha política necesitada de vitaminas para su anemia intelectual, es que nuestros males no provienen de gobernantes ni súbditos, sino de la conjura de otros imperios –judeomasónica, falta decir– que nos tenían envidia cochina. Montesquieu, Voltaire son culpables, y la España de los Austrias fue más moderna que la Francia ilustrada. En su doble, caprichosa y desordenada obra, donde mezcla hechos irrefutables con turbios escamoteos y desvergonzados autoelogios, Roca Barea llama «catetos» a los afrancesados, se chotea de Jovellanos, se pasa por la bisectriz o ignora el pesimismo de Galdós, la trágica dualidad de Goya («Dibuja lo que nunca ha visto»), la triste suerte de Moratín, la mirada de Larra, los juicios a fray Luis de Granada y fray Luis de León, el vitriolo de Quevedo, la melancolía de Cervantes, el Índice de libros prohibidos, el drama de los liberales perseguidos, el proceso Olavide, las universidades que, mientras la Ilustración cambiaba Europa, discutían si el purgatorio era sólido, líquido o gaseoso y forzaban a Jorge Juan, que trajo el cálculo infinitesimal de Newton, a escribir en sus libros: «Esto, que parece probado científicamente, no debe creerse por contrario a la doctrina de la Iglesia».

 

Y así, todo. Cuando afirma «la resistencia que el desarrollo científico encontró en España fue la misma que en todas partes», Roca Barea niega la tenaza de oligarcas y obispos que nos mantuvo analfabetos y atrasados durante siglos. Y al criticar el «cientifismo» con torpes argumentos («Cristina de Suecia era ilustrada pero insoportable») prescinde de lo escrito por historiadores serios, culpa de la independencia de América a las reformas ilustradas, menosprecia a Las Casas, olvida las revueltas indias aplastadas, sostiene que expulsar a los judíos no fue para tanto, atribuye la decadencia a conspiraciones francesas, inglesas y protestantes, descalifica a los intelectuales españoles, perdona la vida a Ganivet, Unamuno y Ortega, afirma que el problema de España son los autores que no la aplauden, y, lo que ya es el colmo, acusa a Menéndez Pelayo de dar munición al enemigo con su Historia de los heterodoxos españoles. Para rematar con algo inaudito: «España no ha sabido aceptar su posición subsidiaria en el imperio hegemónico que es EE.UU.».

 

Si Imperiofobia y Fracasología no fuesen monumento sincero al antieuropeísmo y la vanidad sin complejos de la autora («¿Alguien ha leído despacio a Max Weber?»), podrían atribuirse a mala fe. Para quien conoce las fuentes documentales que utiliza o esconde, su lectura produce vergüenza ajena: ninguna culpa tienen el gobernante corrupto ni el vulgo analfabeto. Los suyos son libros exculpatorios, no para mejorar lo que podríamos ser, sino para justificar lo que somos. Detalle clave es que pase de puntillas por algo fundamental: el Estado español nunca fue capaz de oponer un relato alternativo al de sus enemigos, pero no por causa de éstos, sino por incompetencia y dejación propias. Eso hizo que nuestra imagen exterior la modelasen quienes la autora llama «cotarro intelectual protestante». Y qué triste casualidad: ya no existen Isabel de Inglaterra ni Luis XIV, pero lo mismo ocurre hoy con la imagen de España que el separatismo catalán impone en Europa. Y si lo que podemos oponer a tal desafío es el relato reaccionario, ajeno a la ética y a la historia real, que Roca Barea propone, culpando de nuestro mal no a los españoles sino a Lutero, a Voltaire o a una conspiración de marcianos venidos en platillos volantes, que el Dios imperial y católico que tanto le gusta nos coja confesados.

 

America nuestra

Mujeres

Posted on: marzo 17th, 2018 by Laura Espinoza No Comments

 

 

Acabo de mirar un viejo bloc de notas para confirmar que aquello sucedió en los Balcanes en septiembre de 1991. El ejército serbio, que todavía era yugoslavo, intentaba aplastar la sublevación nacionalista croata. Por delante, preparando el terreno, iban los irregulares chetniks, una milicia despiadada para la que el degüello de hombres y la violación de mujeres eran legítimas armas de guerra. Aquello dejaba un rastro de pueblos en llamas, casas destruidas, enjambres de moscas zumbando sobre cadáveres tirados por todas partes. El paisaje de Croacia, como más tarde Bosnia, era idéntico al fondo de El triunfo de la Muerte, de Brueghel. Parecía el mismo lugar y la misma guerra. En realidad, lo era.

 

 

 

Estábamos allí ganándonos el jornal: Márquez con su cámara, Jadranka, nuestra intérprete croata, y el arriba firmante. Aquel día la Armija yugoslava atacaba fuerte en Okučani, y allá nos fuimos temprano, para contarlo en el telediario. Cuando llegamos el pueblo ardía, y mientras los hombres peleaban al otro lado, intentando contener a los tanques serbios, mujeres, niños y ancianos intentaban escapar por la carretera. De vez en cuando caía un zambombazo de artillería que aceleraba la desbandada y el pánico. Dejamos el coche a un lado y nos pusimos a trabajar. Las imágenes no las describo porque esa misma noche salieron en el telediario. De pie entre aquella locura, sereno como siempre, el ojo pegado al visor y un cigarrillo en la boca, Márquez lo grababa todo. Después nos metimos en el pueblo en dirección a donde sonaban los tiros, para completar el curro. De pronto dejamos de ver gente. Sólo calles desiertas, ruido de tiros y cristales rotos. Territorio comanche.

 

 

 

Jadranka era alta, tranquila y muy valiente. Le pagábamos una pasta por trabajar con nosotros, pero lo que hacía no podía pagarse con dinero. Aquel otoño, en tres meses de combates y sobresaltos, vi su cabello, originalmente oscuro, encanecer por completo. Negro en Petrinja y gris en Vukovar. En aquella campaña Jadranka nos sacó de muchos apuros; y nosotros a ella, de alguno. La única vez que Márquez y yo renunciamos a una gran exclusiva fue a causa de Jadranka, para evitar que cayera en manos de los serbios. Pero no me arrepiento, ni Márquez tampoco. De todas formas, ésa es otra historia. Aquel día en Okučani estuvo estupenda, como siempre. Y fue ella quien nos señaló al pequeño grupo de gente que corría entre las casas en llamas: dos mujeres jóvenes con niños pequeños, un anciano que apenas podía caminar y una mujer también mayor, enlutada.

 

 

 

Márquez y yo les salimos al paso. Y se asustaron. Dos tíos con casco y chaleco antibalas que aparecen de pronto entre la humareda y les apuntaban con una cámara, parecida a un arma, no era en absoluto tranquilizador. Y entonces, de pronto, me di cuenta de que la anciana llevaba en las manos una escopeta de caza, y que al vernos se la echaba a la cara, a bocajarro, dispuesta a mandarnos al otro barrio sin más trámite. Decidida y mortal. Alcé las manos y grité «¡Novinar, novinar!» para que supiera que éramos periodistas, pero seguía apuntándonos con el dedo en el gatillo, y si no llega a interponerse Jadranka, largando en croata, la abuela nos limpia el forro. Pocas veces estuve tan seguro de que nos iban a matar.

 

 

 

Después, mientras los ayudábamos a salir de allí, Jadranka nos fue traduciendo la historia. Los hombres de la familia combatían en las afueras del pueblo; y el abuelo, descompuesto por la edad y el terror, no servía para nada. Los chetniks violaban a las mujeres jóvenes, así que era la abuela la que cuidaba de sus nueras, su marido y sus nietos, llevando para protegerlos la vieja escopeta de caza de la familia. Era una vieja bajita, regordeta, de casi setenta años, con un pañuelo en la cabeza y un hatillo donde llevaba unos mendrugos de pan, tres latas de sardinas y una docena de cartuchos de postas. Miraba a Márquez con suspicacia y desafío mientras éste la filmaba, sin soltar el arma, con el dedo rozando el guardamonte. Como si no acabara de fiarse del todo. Y mientras yo la observaba caminar y volverse de vez en cuando a comprobar que sus nueras, nietos y marido la seguían, y veía a su lado a Jadranka, erguida pese a la fatiga, tiznada de humo y sucia de barro, con aquel pelo que ya agrisaban las primeras canas, pensé que los hombres miramos desde fuera a las mujeres. Vivimos con ellas, las amamos, halagamos, toleramos y utilizamos. Creemos conocerlas, pero en realidad no sabemos nada. Absolutamente nada. Hasta que cualquier día, en Okučani o en donde sea, las forzamos a coger la escopeta y pelear. Y entonces te hielan la sangre.

 

 

 

El bar de Zenda

ARTURO PÉREZ-REVERTE

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