«Con la Ilustración, el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria»… Esa frase, leída en 1958 en mi libro escolar de Historia de España, figura con palabras casi idénticas en Fracasología, de María Elvira Roca Barea, que acabo de leer con más estupor que indignación. En su anterior libro Imperiofobia y leyenda negra, donde reivindicaba lo mejor de nuestra historia a costa de ocultar estragos y sombras, Roca Barea dedicó una mención poco simpática a las novelas del capitán Alatriste: criticar a la Inquisición le parecía antipatriótico. En su momento no le di importancia, pues novelistas como Pérez Galdós, Baroja y Blasco Ibáñez, de más talla que la mía, hacen innecesario rebatir esa estupidez. Pero en su nuevo libro, furibundo ataque contra la Enciclopedia y la Ilustración española del XVIII, Roca Barea vuelve a darme un pellizquito de monja, esta vez con Hombres buenos: precisamente una novela que escribí sobre el difícil empeño de los ilustrados en España, con el resultado de un siglo XIX infame y un XX trágico.
Así que, en vista de su insistencia y confiando en que me dé nuevos motivos, voy a ocuparme de Roca Barea; cuyo argumento en ambos libros, aplaudidos por lectores respetables –cada cual es muy dueño, y ahí no me meto– pero sobre todo por una derecha política necesitada de vitaminas para su anemia intelectual, es que nuestros males no provienen de gobernantes ni súbditos, sino de la conjura de otros imperios –judeomasónica, falta decir– que nos tenían envidia cochina. Montesquieu, Voltaire son culpables, y la España de los Austrias fue más moderna que la Francia ilustrada. En su doble, caprichosa y desordenada obra, donde mezcla hechos irrefutables con turbios escamoteos y desvergonzados autoelogios, Roca Barea llama «catetos» a los afrancesados, se chotea de Jovellanos, se pasa por la bisectriz o ignora el pesimismo de Galdós, la trágica dualidad de Goya («Dibuja lo que nunca ha visto»), la triste suerte de Moratín, la mirada de Larra, los juicios a fray Luis de Granada y fray Luis de León, el vitriolo de Quevedo, la melancolía de Cervantes, el Índice de libros prohibidos, el drama de los liberales perseguidos, el proceso Olavide, las universidades que, mientras la Ilustración cambiaba Europa, discutían si el purgatorio era sólido, líquido o gaseoso y forzaban a Jorge Juan, que trajo el cálculo infinitesimal de Newton, a escribir en sus libros: «Esto, que parece probado científicamente, no debe creerse por contrario a la doctrina de la Iglesia».
Y así, todo. Cuando afirma «la resistencia que el desarrollo científico encontró en España fue la misma que en todas partes», Roca Barea niega la tenaza de oligarcas y obispos que nos mantuvo analfabetos y atrasados durante siglos. Y al criticar el «cientifismo» con torpes argumentos («Cristina de Suecia era ilustrada pero insoportable») prescinde de lo escrito por historiadores serios, culpa de la independencia de América a las reformas ilustradas, menosprecia a Las Casas, olvida las revueltas indias aplastadas, sostiene que expulsar a los judíos no fue para tanto, atribuye la decadencia a conspiraciones francesas, inglesas y protestantes, descalifica a los intelectuales españoles, perdona la vida a Ganivet, Unamuno y Ortega, afirma que el problema de España son los autores que no la aplauden, y, lo que ya es el colmo, acusa a Menéndez Pelayo de dar munición al enemigo con su Historia de los heterodoxos españoles. Para rematar con algo inaudito: «España no ha sabido aceptar su posición subsidiaria en el imperio hegemónico que es EE.UU.».
Si Imperiofobia y Fracasología no fuesen monumento sincero al antieuropeísmo y la vanidad sin complejos de la autora («¿Alguien ha leído despacio a Max Weber?»), podrían atribuirse a mala fe. Para quien conoce las fuentes documentales que utiliza o esconde, su lectura produce vergüenza ajena: ninguna culpa tienen el gobernante corrupto ni el vulgo analfabeto. Los suyos son libros exculpatorios, no para mejorar lo que podríamos ser, sino para justificar lo que somos. Detalle clave es que pase de puntillas por algo fundamental: el Estado español nunca fue capaz de oponer un relato alternativo al de sus enemigos, pero no por causa de éstos, sino por incompetencia y dejación propias. Eso hizo que nuestra imagen exterior la modelasen quienes la autora llama «cotarro intelectual protestante». Y qué triste casualidad: ya no existen Isabel de Inglaterra ni Luis XIV, pero lo mismo ocurre hoy con la imagen de España que el separatismo catalán impone en Europa. Y si lo que podemos oponer a tal desafío es el relato reaccionario, ajeno a la ética y a la historia real, que Roca Barea propone, culpando de nuestro mal no a los españoles sino a Lutero, a Voltaire o a una conspiración de marcianos venidos en platillos volantes, que el Dios imperial y católico que tanto le gusta nos coja confesados.
America nuestra