Nelson Chitty La Roche: Notas sobre la doble falta: de la verdad y de la mentira

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Nelson Chitty La Roche: Notas sobre la doble falta: de la verdad y de la mentira

“Si todo el mundo te miente siempre, la consecuencia no es que creas las mentiras, sino que ya nadie cree nada… Y un pueblo que ya no puede creer en nada no puede decidir. Se ve privado no solo de su capacidad de actuar, sino también de su capacidad de pensar y juzgar. Y con un pueblo así, puedes hacer lo que quieras”.
Hannah Arendt
“Sabemos que mienten. Ellos saben que mienten. Ellos saben que sabemos que mienten. Sabemos que ellos saben que sabemos que mienten. Y, aun así, siguen mintiendo”.
Alexander Solzhenitsyn

Hay signos francamente aterradores en este primer cuarto del siglo XXI, y hoy pensamos en uno de ellos. Hay otros —como la recurrencia a la amenaza nuclear—, pero viene a mi espíritu aquel que nos despoja paulatinamente del valor de la verdad, sin dejar de connotar el desvalor de la mentira.

Sórdida y ominosa tendencia que se advierte entre los líderes, precisamente, de las potencias con armas capaces de aniquilar no solo al enemigo, sino a ellos mismos y, colateralmente, al mundo entero. Pero no solo a esas poderosas entidades me refiero: por igual lo hago al orbe llamado “en vías de desarrollo”.

Finalizó el tiempo en el que decir la verdad y, sobre todo, no mentir, era lo ético, lo justo, lo honesto y, más aún, en el que se asignaba a la verdad un significado definitivo y a la mentira se la reconocía como abyección. ¿Dónde estamos ahora? ¿Por qué ese viraje tan costoso moralmente luce incluso banalizado, normalizado en algunos espacios?

He seguido con atención a jefes de gobierno como Trump, Sánchez y Putin, por citar a los más mencionados en la prensa internacional, quienes se han habituado a desconocer las realidades, a manipularlas o, acaso, a afirmar falsedades sin ningún escrúpulo.

En Venezuela, en los últimos años, se ha tergiversado, manipulado y trastocado la dinámica política e institucional para construir una suerte de metaverso ideologizado, que asume que la versión oficial, por sí misma, proporciona a la postre sustentabilidad a la mentira cuando se postula en las formas de comunicabilidad social y se instaura el miedo como disuasivo para pensar, razonar y juzgar. El Estado-PSUV conculcó todo o casi todo, incluida la interpretación de los hechos y del derecho.

Hemos vivido en la mentira elaborada e instrumentada, socavando o enervando su contenido y gravitación desde una formulación falaz del bloque histórico. Hemos también actuado y vivido sabiendo que nos dicen mentiras o, peor aún, que pretenden que neguemos o prescindamos de la verdad.

La posverdad es, pues, la variable dominante. Entiéndase: la emoción, los posicionamientos y los algoritmos sesgan el discurso, que se vuelve manipulación y contradice lo que sensorial y racionalmente nos indica la realidad. Myriam Revault d’Allonnes, filósofa política, en un texto particularmente pertinente, advierte que:
“Es necesario explicar por qué el concepto de «posverdad», que se ha convertido en la piedra angular del comentario político, pretende marcar una ruptura cualitativa que dé origen a una nueva era, a un nuevo régimen de historicidad” (La faiblesse du vrai. Ce que la post-vérité fait à notre monde commun, Seuil, 2018).

Más aún, en otro libro, la citada autora señala que el riesgo —y quizá la forzosa derivación de la circunstancia mencionada— sería la extinción de la política (Le dépérissement du politique. Généalogie d’un lieu commun, Flammarion, 2002).

Por su parte, France Giraud, coautora de un trabajo sobre populismo, agrega —y la cito—:
“Proclamada palabra del año 2016 por el venerable Diccionario Oxford, «posverdad» se define allí como aquello que se refiere a «circunstancias en las que los hechos objetivos tienen menos influencia en la opinión pública que aquellos que apelan a la emoción o a las creencias personales». La distinción entre verdadero y falso se desvanece así ante la eficacia de «hacer creer a la gente»” (Le Devoir, 23 de junio de 2023).

En realidad, se trata de los efectos de un proceso que se viene cumpliendo y cuya naturaleza es plurifactorial. Entre otras causas, dentro de una complejísima etiología, cabe convocar la individualización creciente —que, en algunos escenarios como Europa, llega incluso a considerar la familia como superflua—; la desestimación y el enervamiento del ejercicio lingüístico; la desespiritualización sistémica; el abandono de la religión; la pragmatización que postula el resultado y la eficiencia; el dibujo existencial ceñido a la consecución del resultado a cualquier costo; la despolitización y/o el envilecimiento de la política; la amoralización consecuente, con la irresponsabilidad que deriva de la ausencia de límites; la anomia pública y el populismo; la dependencia digital y las redes sociales deformadoras de la realidad; una educación sin lectura y cada vez más a cargo de la IA en la producción intelectual; la sustitución de la cultura por el espectáculo; la digitalización antropológica; la transculturización; la desvalorización transversalizada y, por supuesto, una suerte de nuevo control social que coloca la personalidad por encima del concepto de dignidad humana.

Claro está que ello es más evidente en Occidente que en países de África, Asia o del islamoglobo, que, sin embargo, también conocen su centrífuga y se resienten de los elementos connaturales a esta fenomenología: una suerte de “cosmos mutante” en curso, imparable, invasivo, expansivo y pernicioso, como resultado del desbarajuste y del proceso dialéctico de permutación que pugna por definir otra época que, entretanto, nos cubre a todos.

Los valores morales, sociales, epistemológicos y aun estéticos se encuentran en jaque. Un cataclismo se despliega como una guerra asimétrica e híbrida contra el orden erigido después de la Segunda Guerra Mundial y la construcción que le siguió: la de los derechos humanos y la conciencia de humanidad. Todo ello da lugar —con modificaciones, pero aún vigente, aunque vacilante en lo esencial— a un ensamblaje, a distintos niveles, fases y velocidades, que vemos cuajar con o a pesar de nosotros mismos.

Así se fue forjando este caos en el que la verdad es victimada y la mentira aceptada, disimulada, banalizada y normalizada. Un espacio donde la distorsión, la tergiversación y el trastocamiento de lengua y pensamiento debilitan la comunicación, la enrarecen y la modelan para lucir constante, pero de evidente fragilidad epistémica. Una práctica mórbida de creación de universos sesgados que aíslan, segmentan, segregan y deshumanizan.

Y, entretanto, en esta distópica Venezuela, llena de perplejidades y angustia, nada es verdad ni todo es mentira, no solo por lo que vivimos, sino por la incertidumbre en la que concurrimos, por lo que pueda venir o no venir. Algunos se permiten pensar creyendo que, si lo hacen, retornarán a la verdad. Falta saber si no se trata de otro espejismo.

 

Nelson Chitty La Roche

@nchittylaroche

 

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