Soy profesor de la Universidad Central de Venezuela desde hace décadas y a menudo advierto el coraje resiliente que los que allí se desempeñan exhiben, profesores, estudiantes, empleados, obreros, por lo general en solemne silencio, a medida que la precarización de sus vidas se hace no solo inocultable sino además ofensiva.
La pensión de vejez mensual es de 130 bolívares con lo que acaso paga un café y depende de dónde se lo beba. Si disfrutare de bonos o de esa otra “escalera de anime” que llaman cestaticket, en suma, percibiría tal vez, el más bajo salario del mundo, compitiendo con Uganda o Níger, superado claramente por Haití y Cuba. Y no hay otras ocupaciones mejores salvo lo que la mente febril del necesitado o del antisocial genere como idea y plan de vida.
La clase media viene cayendo por el mismo acantilado. Me decía un gerente de una oficina bancaria que no haya qué hacer para proveer la comida de su casa y si bien, muchos profesionales liberales aún mantienen un buen nivel de vida, no es extraño que otros se te quejen con no ya disimulada amargura. No se pueden pagar alquileres y cuesta encontrar dónde vivir que puedas pagar es frecuente escucharlos decir.
Nadie quiere estudiar Educación y sobran los cupos porque no hay ningún aliciente como otrora. El resultado es un producto de escasa calidad, lleno de lagunas y carencias, que si acaso decide ir a la universidad, lo hace en términos más que deficientes y por eso fracasan, se retiran pronto o acaban desertando sin concluir.
Los empleados públicos reciben -en algunos casos, no todos- además de la bolsa CLAP, una caja de víveres que varía de un ministerio a otro y por ello, no se pierden de venir a buscarlas, aunque les pidan como contraprestación el alma ciudadana. No trabajan todos los días y vienen de tanto en tanto y lo mismo pasa y me consta en las universidades públicas. Con lo que reciben como sueldo o salario no pagan ni alcanza para el pasaje de todos los días.
En los hospitales y también en los CDS sobrevivientes, hay un personal que ayuda, pero sin insumos o con faltas pronunciadas. La salud pública, pues, es muy proclive a falencias como sistema prestatario y la privada es, para una nación misérrima como somos ahora, solo para los ricos y enchufados.
Los seguros internacionales se cuentan con los dedos y los nacionales dejan que desear, funcionan con claves para todo y suministran gota a gota las autorizaciones para los tratamientos. Necesitar de una transfusión de sangre o plasma tarda más por la aprobación que por la tenencia o no del insumo y alrededor de todo hay un ecosistema de corruptelas y “cazadores de tigres” para decirlo coloquialmente.
A veces tenemos suerte y te consigues un equipo en los seguros que realmente hacen de tripas corazón, pero, la impotencia financiera los abruma. Contar, sin embargo, con un seguro es una bendición que no te hace sentir “seguro” pero ayuda mucho y lo digo como septuagenario y desde luego, en demanda constante de servicios de atención médica y hospitalaria y de medicamentos.
¿Y los servicios públicos? El agua, el servicio eléctrico, la gasolina y el gas, por citarlos, especialmente fuera de Caracas, son una calamidad habitual que afecta sin distinciones a todos, salvo aquellos que tienen planta o dinero para camiones cisterna o el uniforme que economiza las colas y concede privilegios.
Esa y puedo agregar otros agravios y denuestos, es nuestra vida, esa existencia de todos los días y de las grandes mayorías y apenas mencionaré la falta de justicia y la criminalización del pensamiento disidente o de la expresión ciudadana que son víctimas del miedo que unido a la ideologización y la impunidad imperan.
Por eso se han marchado 8 millones de los nuestros, saturando nuestros probables destinos futuros y descerebrando al país de sus mejores técnicos y profesionales diversos que anclan acá y allá para no volver. Y como dicen en el barrio: “El rancho sigue ardiendo y no se apaga.”
@nchittylaroche