Si hemos de creer en la historio chismografía (con el perdón del neologismo), James Crawford Angel era un mentiroso contumaz que, para financiar sus incursiones en la Gran Sabana, le caía a coba a sus paisanos en bares de Panamá y Nueva York. Jimmy Angel, como le conocemos, habría avistado el salto que lleva su nombre y los indígenas llaman Churún Merú hacia 1933.
Nadie creyó que existiese una cascada de un kilómetro de altura, y no fue sino hasta 1937, cuando el atrevido piloto aterrizó en el Auyantepui acompañado de testigos que acreditaron su hallazgo; sin embargo, la aeronave sufrió un percance que les impidió regresar al campamento base, aunque el gringo y sus acompañantes vivieron para contarlo.
Desde el vuelo del ángel, muchos han sido los accidentes acaecidos en selvas venezolanas, y destacan dos emblemáticas desapariciones. La primera, fue reportada el Jueves Santo 15 de abril de 1954 cuando no se supo más de la avioneta piloteada por Gustavo Ramella Vegas. Jamás le encontraron. Ni a él, ni a su Stinton Detroiter. Desde entonces, cuando alguien no se dejaba ver por algún tiempo, decían que estaba “más perdido que Ramella Vegas”.
El lunes 1° de setiembre de 1981 se da por perdido el monomotor Cessna 207, siglas YV-244-C, que debía aterrizar a las 9 de la mañana en San Carlos de Río Negro. Nunca lo hizo. Sus restos y los presuntos cadáveres de sus ocupantes fueron encontrados en las inmediaciones del río Casiquiare y se puso fin a una historia que distaba de concluir. Por ignorancia, los improvisados que fungieron de forenses dieron por humados huesos de venado, lapas y chigüires.
Pero en realidad, al accidente habían sobrevivido tres personas, dos de las cuales, el piloto y un juez colombiano, murieron en el intento de encontrar ayuda. Sólo se salvó la doctora Raiza Ruiz, a quien daban por muerta y enterrada, y estaba, empero, vivita y coleando, de modo que contó su odisea para estupor e indignación del país.
Ha habido, por supuesto, otros casos, pero no tan sonados como los aquí rememorados. Ni como los del helicóptero MI 17V5 que, con 13 personas a bordo – 9 militares y 4 civiles- se extravió, se accidentó o fue secuestrado, vaya usted a saber, porque si las autoridades aeronáuticas, a pesar de alardear de sus sofisticados equipos de rastreo, no tienen idea de lo sucedido, no queda otra que elucubrar, sobre todo porque en un momento dado se informó, ¡falsa alarma!, que lo habían encontrado, y ya han trascurrido más de dos meses sin que se resuelva el misterio de su desaparición.
La fe, naturalmente, mueve montañas y la esperanza es lo último que se pierde; a ellas se aferran los familiares de quienes viajaban en ese aparato, cuyas aspas y rotores siguen girando y rugiendo en la imaginación especulativa de quienes no se explican por qué los partes oficiales son tan escuetos, y temen no sólo que haya sucedido lo peor, sino que, desde el gobierno, se dé pábulo a expectativas sin fundamento. Ojalá no oigamos nunca “más perdido que el helicóptero”.
Editorial de El Nacional