Demagogos como Cleón, en fin, dibujan un tipo humano que se repite a lo largo de la historia. Un “adulador del pueblo”, como lo define Aristóteles en su Política; un sofista cuyo saber se reduce a la capacidad de adivinar los gustos y deseos de las masas
Si bien al hablar de “demagogia” los autores asignaron tempranamente al término una acepción neutra, meramente descriptiva, que remitía a la “guía política de la ciudad”, eso cambió pronto y de forma dramática. Durante el siglo de Pericles, en plena guerra del Peloponeso, la figura del demagogo y sus prácticas se asociaron a la de políticos charlatanes y mentirosos, cuya ineptitud para conducir a la polis dio razones para la crítica por parte de historiadores, comediógrafos y filósofos de los siglos V y IV a.C. Mosses Finley abunda en este aspecto, al describir al demagogo como alguien que al tratar de conducir al pueblo fracasa en su intento, lo hace mal. El demagogo “se deja llevar por su propio interés, por el deseo de medrar en el poder, enriquecerse. Para lograrlo, echa abajo todos los principios, todo liderazgo genuino, y maneja a la gente de cualquier manera”. La virtuosa búsqueda de bien común que distinguía al “buen gobierno” (afín a lo que hoy conocemos como “good governance”) no entra en esa ecuación. El desempeño de gobernantes como Cleón, acérrimo oponente de Pericles, así lo evidencia. Opinión que sostuvo el propio Tucídides, quien lo bautiza como “el más violento de los ciudadanos atenienses”.
Sobre Cleón, hijo del curtidor de cueros Cleainetos, primer representante destacado de la clase comercial en la política ateniense y paradigma del demagogo, decía Aristóteles que «fue el primero que, con sus ataques, corrompió a los atenienses más que nadie… vociferó y dio gritos en la tribuna y profirió insultos… aunque otros oradores se comportaron decentemente, Cleón fue el primero en gritar durante un discurso en la Asamblea, usar lenguaje abusivo al dirigirse al pueblo y subirse las faldas para moverse”. Su intervención durante la gran Guerra del Peloponeso, en el asunto de Pylos -que el mismo Cleón azuzó en contra del consejo de Pericles, quien antes de morir en el 429 a.C. insistía en mantener el poder de Atenas mediante una estrategia defensiva en lugar de la expansión y el asedio- ilustra bien esa imprudencia. Cuando, en medio de la confrontación, más de cuatrocientos hoplitas espartanos fueron víctimas del bloqueo en la isla de Esfacteria por parte de atenienses al mando de Demóstenes, los espartanos se rindieron, sí. Pero la asamblea ateniense instigada por Cleón desmereció toda tregua, exigiendo la devolución de los territorios perdidos.
Hay que decir que desde 433 los atenienses habían comenzado a violar explícitamente el Tratado de los Treinta Años que había garantizado un precaria paz entre las ciudades-Estado. En 428, cuando cayó la ciudad rebelde de Mitilene, un desbordado Cleón -quien para entonces ya figuraba como el principal hombre de Atenas- propuso a la Asamblea la ejecución de todos los ciudadanos y la esclavización de las mujeres y los niños. Su verbo encendido logró que se votase a favor de la aprobación de un decreto cuyo salvajismo no pasó desapercibido. Aunque dicho decreto fue revocado al día siguiente, igualmente se acordó ejecutar a unos mil de los principales líderes y hombres prominentes de Mitilene, considerados como responsables de la revuelta.
Esto significó la ruptura definitiva con la política moderada de Pericles, cuya esperanza era que los espartanos comprendiesen que debían proteger a sus aliados y renunciar a sus ataques. En 425, no obstante, la situación parecía dominada por Atenas. Una Esparta en desventaja propuso un tratado de paz y buena voluntad para el futuro, pero el belicoso Cleón negó esa posibilidad. Tras capturar a los espartanos en Pylos (un golpe de suerte, dice Tucídides) la imagen de jefe implacable cimenta su popularidad, lo vuelve un héroe de guerra. Irónicamente, en 422 fue derrotado en Anfípolis y asesinado por el general espartano Brásidas, en un intento por recuperar la región de Tracia para el Imperio ateniense. La muerte de ambos, Cleón y Brásidas, remueve así las principales trabas para negociar el fin de conflicto.
Un periodo de 6 años conocido como La paz de Nicias siguió a la muerte del demagogo. Nicias -otro hombre nuevo cuya fortuna había prosperado gracias al alquiler de esclavos- ha sido presentando por los historiadores como un gobernante probo, moderado, piadoso. La suerte de Atenas, sin embargo, no logró enderezarse del todo en lo adelante. La incierta tregua devino en nuevos enfrentamientos que desembocan en el ataque masivo contra Sicilia, allí donde los atenienses fueron derrotados espectacularmente luego de que Siracusa logró romper el bloqueo con la ayuda de Esparta. Al tiempo que, hacia lo interno, Atenas se deslizaba hacia un periodo de confusión y agitación política, se fueron dando las condiciones para su eclipse. En el 405 la armada ateniense cayó en Egospótamos frente a la flota espartana al mando de Lisandro. Bloqueada por el enemigo, finalmente Atenas capituló. La decisiva derrota, el fruto de una cadena de errores y temerarias decisiones de los líderes, marcará la caída de una civilización.
El dramático desempeño de Cleón, celebrado por unos y despreciado por otros -en particular, hombres de ideas agudas como el mismo Pericles, Aristóteles o Aristófanes- quizás tuvo mucho que ver con esos giros. En su estilo disruptivo residía, sin duda, una viva ofensa para conservadores y moderados. Tosco en sus modos, feroz con sus enemigos, era a la vez dueño de una elocuencia natural que le permitía conectar con los sentimientos de las masas y ganarse la voluntad de los más pobres mediante medidas que hoy calificaríamos como populistas. Tras la muerte de Pericles, su carrera hacia el poder y su posición como Strategosestuvieron signadas por el odio que distribuyó generosamente entre aristócratas y espartanos. En los primeros, a quienes al principio frecuentó, sedujo y convirtió en aliados, Cleón veía un claro obstáculo para sus fines personales; pues si bien la democracia prosperaba en Atenas desde finales del siglo VI, en el siglo V todavía importaba si un político pertenecía o no a la nobleza tradicional.
Hemos dicho ya que Cleón rompió ese molde. Su irrupción se inscribe dentro de una estirpe de «nuevos políticos» sin filiación oligárquica, representando a un sector no menos acomodado, pero vinculado a la burguesía comercial. En ese sentido se nos presenta como un outsider, actor más cercano al homo faber y decidido a usar su fortuna y talentos como orador para posicionarse como demócrata radical (aunque luego diría del Estado democrático que era incapaz de mandar a otros). Al afirmar estar más enamorado de la Asamblea Popular que de sus amigos, y aprovechándose de su experiencia como sicofante, se afanó en neutralizar a sus oponentes. En esa larga lista entró Aristófanes, quien en su comedia Babilonios había hecho alusiones burlonas sobre Atenas que Cleón juzgó irrespetuosas (Patricia Roberts-Miller habla de la “obsesión por el honor” identitario del demagogo). Todo sugiere que ello dio pie a un juicio tras el cual las obras de Aristófanes fueron excluidas de las fiestas Dionisías. No extraña, por tanto, que el autor haya usado sus comedias para dirigir acerbos dardos contra el político. En comedias como Los Caballeros (425 a.C.), en la que el esclavo Paflagonio manipula a su amo, -un hombre llamado Demos- critica por ejemplo la absurda construcción de un “muro transversal” para reforzar las murallas de la polis. Y en Las Avispas (422 a.C.) denuncia que Cleón habría pagado a los miembros del jurado de la Heliaiatres óbolos en vez de dos.
Demagogos como Cleón, en fin, dibujan un tipo humano que se repite a lo largo de la historia. Un “adulador del pueblo”, como lo define Aristóteles en su Política; un sofista cuyo saber se reduce a la capacidad de adivinar los gustos y deseos de las masas, según Platón. Alguien por lo general dotado del encanto que Weber distinguía en el jefe carismático, también; suerte de síntesis histórica de todas las formas de poder del hombre, precisa Sartori, pues confluyen en ella “ya el gran demagogo (el tirano de los antiguos, que ofrece material histórico para la reconstrucción de la forma moderna del cesarismo), ya el héroe en el sentido maquiavélico y hegeliano, ya el gran jefe militar”. He allí una potencia que depende de la efectividad del engaño, la capacidad del demagogo para convencer a otros de que la verdad está de su lado, razonando a partir de lo que «debe» ser cierto, el realismo ingenuo. La demagogia funciona, dice Patricia Roberts-Miller, cuando (y porque) no la reconocemos como tal.
Al pensar en las actitudes de los demagogos de nuestro tiempo, cabe preguntarse ¿son ellos una excepcionalidad, una anomalía aislada? La misma Roberts-Miller responde: la demagogia no solo se trata de lo que hacen los políticos. “Se trata de cómo nosotros, como ciudadanos, argumentamos, razonamos y votamos. Por lo tanto, reducir la dependencia de nuestra cultura de la demagogia es nuestro problema, y está en nuestras manos resolverlo”.
@Mibelis