Mibelis Acevedo Donís: Decadencia y antifragilidad

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Mibelis Acevedo Donís: Decadencia y antifragilidad

La visión reformista de partidos socialdemócratas así como la doctrina social de la iglesia delineada en la juiciosa encíclica de León XIII, Rerum Novarum, dan cuerpo a un movimiento pragmático y sanador

“La democracia está bajo asalto ante nuestros ojos… ha llegado el momento que temíamos”. Al acusar al presidente Trump de un «descarado abuso de poder», el gobernador del estado de California, Gavin Newsom, corre el riesgo de que las acusaciones en su contra por un supuesto “liderazgo ineficaz” para controlar “los disturbios ilegales y los ataques violentos contra las fuerzas del orden en Los Ángeles» -según comunicado de la subsecretaria de prensa de la Casa Blanca- se traduzcan en acoso legal e, incluso, en arresto (sería «algo grandioso», ha dicho Trump). Sin embargo, y junto al derrumbamiento de figuras prometedoras en el coto de los republicanos, cabe pensar que esto también sería una oportunidad para inyectar nuevos impulsos a un liderazgo pro-democracia capaz de atajar al envión autoritario; y ofrecer, ahora sí, alternativas atractivas, unificadas y de gran calado para la crisis de fondo. Una en la cual Trump, su disfuncional carisma, su despótico estilo e intoxicante populismo parecen ser apenas un síntoma.

No es nueva la preocupación por los retrocesos democráticos que se han multiplicado en todo el mundo en los últimos años; aun así, el tema no deja de reactivarse frente a episodios cuyo recrudecimiento y significación añaden cada vez más yesca a la conversación y el desconcierto. Más que una incidencia circunscrita a uno u otro país, todo indica que el modelo bajo ataque es el de la sociedad abierta. Situación cuyo desenlace lleva a considerar una encrucijada: la caída en un foso insondable como aquel en que se sumió Alemania -y Europa- tras la caída de la república de Weimar, o más bien la oportunidad de que el sistema desarrolle la envidiable condición de “antifragilidad” descrita por Nassim Nicholas Taleb en 2012.

La contraintuitiva tesis de Taleb es que, precisamente en virtud del caos y la incertidumbre, puede aumentar en ciertos casos la capacidad de los actores para “jugarse el pellejo”, desplegar la voluntad, conjurar los retrocesos y obtener mejoras. Algunas cosas “se benefician de los sobresaltos, prosperan y crecen cuando se exponen a la volatilidad, la aleatoriedad, el desorden y los factores estresantes”, afirma Taleb, en sintonía con la idea de la mutación como respuesta de progreso y avance ante la restricción, más que mera adaptación. Esto es, una respuesta de supervivencia no lineal, incluso riesgosa, que medra en la disrupción: antifrágil.

El crack de la Bolsa de Nueva York en 1929, por ejemplo, despedazó en su momento las grandiosas expectativas puestas en el Estado liberal-burgués e hizo pensar en un punto de no retorno para el mundo. Pero ante fenómenos que pondrían en entredicho la eficacia política, económica y ética de la doctrina del Laissez-faire, la solución no fue la desintegración. La visión reformista de partidos socialdemócratas así como la doctrina social de la iglesia delineada en la juiciosa encíclica de León XIII, Rerum Novarum, dan cuerpo a un movimiento pragmático y sanador que en muchos países promovió la cooperación Estado-capital-trabajo, creó condiciones para esa adaptación-mutación-evolución (el Estado democrático y social de Derecho) y espantó las descarriadas tentaciones ideologizantes del siglo XX. Hablamos tanto del camino de la sustitución revolucionaria y violenta del viejo orden; de la fórmula intervencionismo-proteccionismo, el Estado sin contrapesos; así como de proyectos extremos y personalistas, lobos mal disimulados bajo la piel de cordero del bien común y el “hombre nuevo”.

Naturalmente, esa mirada catastrófica que dominó a los intelectuales en momentos de cambio de paradigmas como los mencionados resulta más que comprensible. Sobre esos dramáticos ciclos vitales de nacimiento, auge y declive de los sistemas de valores que sustentan a los sistemas políticos se ha escrito en abundancia, de modo que revisar y contrastar algunos de esos planteamientos puede resultar útil a la hora de procurar algunas respuestas, bien sea para fines de comprobación o falsación. En ese sentido, una de las reflexiones más conocidas e influyente entre historiadores tan políticamente distantes como Toynbee o Huntington es la que brindó Oswald Spengler (La decadencia de occidente, 1918), y que desarrolla precisamente cuando se incubaba en Europa aquel desencanto de entreguerras frente a la razón civilizatoria. Con característico sello organicista, Spengler, “tan sutil y tan hondo, aunque tan maniático” (así lo presenta Ortega y Gasset en “La rebelión de las masas”) menciona cuatro etapas de las civilizaciones -juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia-, ubicando en los momentos de declive el impacto de lasinvasiones bárbaras. Un colapso como el grecorromano, por ejemplo, tendría que ver con la combinación de dos grandes fuerzas barbáricas: invasiones externas y degeneración interna, esta última asociada al ascenso caótico de las masas («la masa es el fin, la total nulidad”,escribiría el alemán, sin ocultar su ojeriza antidemocrática). Una marrullera interpretación de ese planteamiento, sin duda, resultará propicia para quienes esgrimen la bandera del ultranacionalismo contra la amenaza del “bárbaro”, el extranjero, el inmigrante; e intentan racionalizar su miedo ante eso que perciben como un movimiento continuo, llamado supuestamente a “sustituir” y expulsar a una minoría originaria, intocada, residual. “Make America blonde again”: el inacabable “ellos” contra “nosotros”, en fin.

Pero si hablamos de principios que sustentan la cultura política que ha hecho prosperar a occidente -la de la democracia liberal propia de la modernidad y la posmodernidad- dicha interpretación, paradójicamente, abonaría a lo opuesto de un “renacimiento áureo”. En este caso, la degeneración interna que se expresa como autoengaño, política identitaria e inversión de valores induce no a apreciar la pluralidad, la igualdad ante la ley, la libertad y la apertura como insumos vitales para la reproducción del sistema; sino a juzgarlos más bien como factores potencialmente virulentos. Ese mismo extravío axiológico estaría operando, incluso, en materia de valoración real del desempeño económico de la democracia.

Un reciente análisis de Thomas Carothers y Brendan Hartnett, “Malinterpretando el retroceso democrático” (Journal of Democracy, julio 2024) arroja interesantes luces al respecto. Tras examinar 12 países que experimentaron retroceso democrático durante los últimos 20 años (Bangladesh, Brasil, El Salvador, Hungría, India, México, Nicaragua, Filipinas, Polonia, Túnez, Turquía y EE.UU.), concluye que fue una amplia gama de factores, no solo económicos y de gobernanza, lo que llevó a los votantes de dichos países a elegir líderes que terminaron erosionando la democracia. “Las ansiedades socioculturales, las habilidades electorales y narrativas de los líderes en cuestión… la fluidez y corruptibilidad de los entornos mediáticos y el frecuente llamado a los votantes al cambio por el cambio mismo” confluyen en este distópico paisaje. ¿Qué está pesando más, entonces? ¿Todo ello no habla, en gruesa medida, de una dislocación de la percepción que lleva a privilegiar opciones regresivas, “barbáricas”, más que de una confirmación objetiva de que “la democracia no cumple sus promesas”?

“Ha llegado el momento que temíamos”, ha dicho Newsom. En tal sentido, la conclusión de Carothers y Hartnett tampoco debería tomarnos por sorpresa. Sus hallazgos señalan “como principales responsables del retroceso democrático a los políticos y partidos políticos que han actuado de forma antidemocrática y a la debilidad de las defensas institucionales en estos países”. Una nueva manifestación de esas crónicas, inevitables crisis de valores que siempre amenazarán a la democracia y que la comprometen con la procura temporal de antifragilidad, obliga entonces a preocuparse no sólo por garantizar niveles óptimos e inclusivos de riqueza y bienestar, sino por contener ambiciones y métodos políticos depredadores, la posibilidad de ascenso institucional de estos impúdicos asaltantes del sistema.

@Mibelis

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