La arbitrariedad del usurpador, y de sus cómplices más connotados, había tomado la determinación de impedir la entrada de los periodistas a la sede de la Asamblea Nacional. El Capitolio, fuente ineludible de noticias y lugar en el cual se toman habitualmente decisiones de importancia, les estaba vedado por orden superior. Sin motivo específico, sin elementos que lo justificaran, fueron alejados de una manantial imprescindible para llevar a cabo su trabajo, pero también para que el público estuviera cabalmente informado sobre asuntos de su interés.
Quería la usurpación demostrar así que tiene la sartén por el mango y que puede hacer, con total impunidad, lo que le dé la gana con la vida de los venezolanos. Que el desmán se realizara en el lugar en cuyo seno sesiona la representación popular, la aguerrida y respetable Asamblea Nacional, pretendía mostrarlos sin antifaz como dueños y señores de Venezuela. Si actuaban así ante un poder legítimo sin posibilidad de protesta, se exhibían como unos mandones capaces de llevar a cabo un propósito de sujeción que no tenía rival. De allí la decisión, sin fundamento legal de ninguna especie, de impedir la entrada de los comunicadores a los debates de los diputados.
Los afectados hicieron gestiones por caminos regulares para que se suspendiera la atroz medida, sin obtener respuesta. Los diputados protestaron por la decisión, pero no fueron escuchados. La Guardia Nacional solo recibe órdenes de los cabecillas de la usurpación y actúan en consecuencia, sin dejarle espacios a la duda. De allí la extraordinaria decisión que acaban de tomar: entrar por la fuerza al hemiciclo como manifestación de repulsa por la conculcación del derecho fundamental que ejercen como periodistas y del derecho de los ciudadanos a saber qué está pasando en Venezuela.
Los diputados los acompañaron en la digna y valiente actitud. No solo los apoyaron a través de declaraciones contundentes contra la dictadura, sino que también los recibieron con los brazos abiertos. La soldadesca no tuvo más remedio que bajar las armas, la oficialidad quedó paralizada ante la beligerancia ciudadana, el alto mando guardó silencio, por ahora, quizá pensando en cómo sacarse el clavo en los días venideros; pero lo que importa es la demostración de coraje cívico que los periodistas fueron capaces de realizar, pese a los riesgos que conlleva en un régimen habitualmente hostil con la libertad de expresión.
Cuando suceden hechos como el que ahora comentamos, sentimos que la república no se ha perdido del todo, que todavía quedan ciudadanos dispuestos a luchar sin temor por sus prerrogativas y que los factores de la dictadura quedan paralizados frente a conductas con las cuales no saben lidiar. La reconquista del Capitolio por los periodistas, que ojalá sea duradera como corresponde en situaciones de cohabitación civilizada, es un hecho que merece respeto y aplauso. De gestos como ese depende el futuro de la democracia.
Editorial de El Nacional