Desde mayo de 1958 en Venezuela nunca se había producido una espontánea manifestación pública que implicara agresiones físicas y verbales a un alto representante del Poder Ejecutivo. En aquella oportunidad le tocó en mala suerte a Richard Nixon, vicepresidente de Estados Unidos, quien finalizaba en Caracas una gira por Suramérica con la intención de enterarse de primera mano de los nuevos rumbos democráticos que soplaban en la región. No fue una buena idea, aunque el propio Nixon consideraba que no existían motivos justificados para temer lo peor. Pues se equivocaba, y de la peor manera posible.
Al llegar a Maiquetía y luego dirigirse a Caracas las cosas se complicaron al punto de que se desencadenó una serie de errores en cuestiones de seguridad y de sucesivos e inesperados ataques de los manifestantes congregados en el aeropuerto de Maiquetía y en las calles de Caracas.
La esposa de Nixon fue escupida en el rostro y el mismo vicepresidente fue zarandeado por ataques violentos que le ocasionaron una herida en el rostro producto de una esquirla de vidrio que aterrizó cerca de sus ojos. La agenda de la visita quedó hecha añicos, aunque la reputación de Nixon apenas salió con abolladuras y raspones de cierta consideración. Años más tarde ganaría la Presidencia. En el archivo de El Nacional reposa toda esta historia.
Este recuerdo de Nixon viene al caso porque, según las redes sociales y las agencias de noticias, el viernes pasado en la isla de Margarita, y más exactamente en el pueblo Villa Rosa, ocurrió un hecho de gran peligro tanto para la integridad física del presidente Maduro como la de aquellos ciudadanos que protestaban, cacerola en mano. Supuestamente, el mandatario no hizo caso a las estrictas medidas de seguridad que deben imperar siempre en los desplazamientos fuera de Miraflores.
Se afirma que el señor Maduro descendió del automóvil oficial en el cual se desplazaba por el camino hacia Villa Rosa e intentó, sin tomar las precauciones, polemizar con los habitantes de la zona quienes, por las difíciles condiciones en que viven azotados por el hambre, las enfermedades y el hampa –además de la rapiña de los burócratas del gobierno–, se habían apostado a las orillas de la carretera para expresar pacíficamente su malestar. No había en ellos intención alguna de hacer daño al presidente porque unas ollas y unas consignas en voz alta jamás le han causado la muerte a nadie.
Por fortuna, al final de la escaramuza se logró que el mandatario retomara su viaje y partiera raudo del lugar. Pero, sin duda alguna, urge una pregunta inquietante: ¿qué hubiera ocurrido si los escoltas presidenciales, incitados por la conducta insólita de su jefe y amparados en la oscuridad de la zona, hubieran apelado a las armas y repelido irracionalmente un ataque que nunca existió? Hoy el país estuviera sumido en una ola represiva descomunal, totalmente injustificada y de consecuencias imprevisibles.
El entorno civil y militar del presidente, los altos dirigentes del PSUV y sus consejeros en el exterior, deberían estar preocupados por las acciones de quien teniendo todo el poder en sus manos es incapaz de mantener la calma y actuar con serenidad. Mucho cuidado.
Editorial de El Nacional