Circuló hace un par de días, escrito con deplorable sintaxis y sin la menor idea de lo que es la concordancia, un comunicado emitido por el Colectivo La Piedrita a propósito de la sangrienta ofensiva con la que el señor Reverol dio inicio, mediática celebración incluida, a la nueva fase de la «operación de la liberación del pueblo», cuyo acrónimo, OLP, ponemos en mayúscula porque a los palestinos se les ocurrió primero. El despacho de Interior, Justicia y Paz más bien debería llamarse Ministerio de Venganza y Ejecución Sumarial.
El patético mensaje del colectivo que medra y señorea en la parroquia 23 de Enero enfatiza, acaso para que la dejen extorsionar con licencia para atrocidades mayores, su identificación con el eterno: «Estamos en una revolución y no debemos permitir abusos, ni policías mercenarias que nos han masacrado por décadas como lo fue la Digepol, la Disip, el DIM y la Policía Metropolitana, a la cual el comandante Chávez les dio respuesta contundente».
Las fuerzas al mando de Reverol abusan, como los colectivos, de su poder de fuego e irrumpen en los barrios disparando por adelantado para averiguar después cuántos cadáveres dejan a su paso. 19 muertos fue el resultado de la razzia que dio pie al prepotente general quien, de acuerdo con chismografía palaciega, tendría la vista y las ganas puestas en el coroto para disertar, sin convencer, sobre las bondades de una modalidad de justicia sumarial, practicada al margen de lo dispuesto por el ordenamiento constitucional presunción de inocencia, inviolabilidad de la vida y, en general, todo el articulado del capítulo III de la Bicha, y su incidencia en la improbable disminución porcentual pura manipulación estadística de rutinarias contravenciones a la ley.
Los delitos de envergadura secuestros, asesinatos siguen multiplicándose en proporción directa a la proliferación de planes y funcionarios para combatirlos, cuadrantes de patrullaje y reestructuraciones de los cuerpos policiales.
Mucho hablan los supuestos garantes de la seguridad ciudadana de represión; poco, o casi nada, de prevención.
Mientras tanto, los malhechores de oficio y la delincuencia organizada burlan a su antojo esa asimétrica ley del talión ejecutada porque-me-da-la-gana (o me sale ya se sabe de dónde), sin la mediación de judicatura alguna o del Ministerio Público.
Y es que no se debe perder tiempo consultando su pertinencia o legalidad. Tal es la filosofía del general justiciero; la misma con que Maduro ningunea, desconoce y le pasa por encima al Poder Legislativo.
Tanto el contumaz infractor de la carta magna, el Código Penal y toda la legislación ateniente a los derechos humanos, como su jefe nominal, para quien no es hora de exquisiteces reglamentarias, saben que pueden contar con, según el caso, la indiferencia, aquiescencia o hasta el aplauso del Tribunal Supremo de Justicia.
La «mano dura», arma publicitaria del régimen a la que recurre cada vez que ve comprometida su continuidad, no está dando frutos; ya ni malandros ni policías emplazan a la gente con la frase de costumbre: «¡La bolsa o la vida!», sino con un arrebatón de las bolsas de comida y la vida que nada vale.
Editorial de El Nacional