La democracia contemporánea revela una crisis profunda que amenaza directamente los cimientos de la civilización judeocristiana. En America Latina está realidad se expresa con crudeza: gobiernos frágiles, instituciones debilitadas, partidos políticos desprestigiados, liderazgo escaso, corrupción persistente y violaciones sistemáticas de derechos y libertades. Todo ello ocurre en un escenario marcado por un déficit estructural de capital social, una pobreza ética y una débil cultura cívica, que limita la capacidad de respuesta de las sociedades.
Las complejas nuevas realidades que amenazan los históricos valores de la cultura judeocristiana, en la que se fundamenta la democracia, obligan a repensar esta institución que se considera como la menos mala de las formas de gobierno. Una institución que se originó, hace más de 2000 años en Atenas y que, desde los tiempos de Sócrates, Platón y Aristóteles, se señala que la calidad de la misma depende de la calidad de los ciudadanos. Así desde los orígenes de ese sistema que prevaleció por un largo tiempo en Atenas, se planteó que una democracia solida no se sostiene únicamente mediante normas y procedimientos, sino gracias a personas con pensamiento crítico, ética cívica y compromiso con el bien comun.
Por ello Sócrates advertía que una democracia sin ciudadanos reflexivos degenera fácilmente en demagogia y que la educación moral es soporte fundamental de la política. Igualmente su discípulo Platón, en su Republica, proponía la educación como pilar absoluto del orden político y que sólo quienes posee conocimientos y virtud deberían dirigir la política. Para Aristóteles la democracia requiere ciudadanos virtuosos y advertía que promover la educación cívica debía ser un deber del Estado; insistiendo que un buen ciudadano debe cultivar hábitos éticos, como la prudencia, la justicia y la templanza, ya que la democracia no puede sobrevivir sin ciudadanos que practiquen la virtud y que comprendan la responsabilidad de su participación.
Ese debate, lejos de ser arqueología intelectual, es hoy más urgente que nunca. La posmodernidad está marcada por el dogma woke que amenaza a la persona, rechaza la razón y desprecia la autoridad. Está orientada por el Globalismo, el marxismo cultural y el NOM que desconocen la democracia y el Estado-nación. Esta amenazada por el fundamentalismo islamico como enemigo de los valores judeocristianos. Y está igualmente señalada por la erosión de la verdad, la polarización emocional, la desinformación digital y el descrédito de las instituciones. Frente a estas preocupantes realidades se impone un tipo de ciudadanía distinta: crítica, informada, resiliiente y capaz de cooperar en entornos complejos para asegurar la vigencia de una nueva democracia y los valores culturales de nuestra sociedad.
Por todo lo anterior se requiere promover una nueva educación orientada a fortalecer la cultura cívica. Esa nueva agenda educativa debe fomentar el pensamiento crítico, desarrollar competencias digitales, desarrollar la ética pública, desde la familia y la escuela hasta el servicio civil como herramienta para erradicar el perverso cáncer de la corrupción. Esa nueva educación, con una pedagogía de educación en valores debe además impulsar la participación social, creando espacios donde la gente aprenda mediante la práctica a deliberar y colaborar. Todo ello con una narrativa democrática, que conecte libertad, responsabilidad y bien común en lenguaje comprensible para la ciudadanía.
En síntesis: los clásicos insistieron en que la democracia sólo prospera si se educa a quienes la sostienen. Por ello el desafío actual es adaptar -con una nueva educación- esa vieja lección a un mundo donde la ciudadanía necesita nuevas herramientas para enfrentar las complejas realidades globales que amenazan nuestra civilización. Es decir para impulsar una nueva democracia en donde prevalezca la libertad y en donde los ciudadanos, dotados de sólida cultura cívica y valores éticos sepan cogobernar, elegir y revocar oportunamente cuando fallen los elegidos.
José Ignacio Moreno León









