Las deportaciones de inmigrantes indocumentados no podían ser sorpresa, estaba claro desde la campaña que serían una prioridad de la presidencia de Trump. Lo que si resultó sorpresivo fue que se aplicara la Ley de Enemigos Extranjeros para ejecutarlas. Promulgada en 1789, dicha ley autoriza al presidente a detener y deportar ciudadanos de países con los que Estados Unidos está en guerra. Sólo se ha invocado tres veces, la más reciente para detener a ciudadanos alemanes, italianos y japoneses durante la Segunda Guerra Mundial.
Con lo cual la presencia del Tren de Aragua en el país—organización criminal designada como terrorista—resultó conveniente para usar dicho instrumento. Es que toda deportación requiere una orden judicial de expulsión y de esta manera el Ejecutivo la elude. La contradicción es que Estados Unidos no está en guerra con Venezuela, país de origen de los 238 migrantes deportados.
La Administración argumenta que el TdA es indistinguible del Estado venezolano, por lo que la presencia de los pandilleros constituye una invasión de un país extranjero. El argumento es inconsistente, si se tratara de una invasión—una impensable idea, por lo demás—la respuesta de Estados Unidos no sería meramente la deportación de venezolanos; ello más allá del hecho que en la práctica el TdA sea un agente del régimen. Quedaron preguntas sin respuesta, entonces, precipitadas por la celeridad de la orden y su ejecución, su justificación y su lógica.
Una de ellas fue si el Departamento de Justicia contaba con evidencia firme que los 238 deportados fueran todos criminales del TdA, lo cual era posible pero improbable. Otra acerca de la razón por la cual su destino sería El Salvador, siendo que la deportación de migrantes indocumentados se efectúa a sus países de origen. Y, finalmente, la propia legalidad del procedimiento; es decir, si las deportaciones se ajustaron a la norma y observando el debido proceso.
Todo ello motivó la intervención de un juez de distrito de Washington DC, quien ordenó la detención y/o el regreso de los aviones que estuvieran transportando a dichas personas, así como los nombres de las mismas. Lo hizo primero verbalmente y luego por escrito. La orden no se cumplió, no fue recibida o fue ignorada deliberadamente; la diferencia no es trivial. La Casa Blanca tuvo palabras beligerantes. El zar fronterizo dijo que no importaba lo que piensen los jueces. El subjefe de gabinete aseguró que el caso podría terminar en la Corte Suprema, y ganarían. Trump fue más allá: “el juez que bloqueó las deportaciones merece un juicio político (impeachment)”.
Las palabras del presidente, a su vez, motivaron la intervención del juez John Roberts, presidente de la Corte Suprema: “el juicio político no es la respuesta apropiada por un desacuerdo con respecto a una decisión judicial, un poder judicial independiente es algo por lo que todos deberíamos estar agradecidos,» expresó a manera de sentencia. Tómese este intercambio como las primeras fricciones de un conflicto de poderes que podría crecer, dada la propensión de Trump al hiperpresidencialismo.
Pues el proceso no fue transparente. La suerte de esas 238 personas se conoció una vez llegadas a San Salvador y gracias a Nayib Bukele; es decir, gracias al acostumbrado exhibicionismo del presidente salvadoreño y sus producciones cinematográficas en las que muestra al mundo la humillación y vulneración de derechos a las que somete a quienes aloja en su megacárcel, ya sean estos pandilleros salvadoreños o migrantes venezolanos. O simplemente jóvenes con la piel tatuada.
Si el destino de los deportados se conoció por Bukele, sus nombres se hicieron públicos a través de filtraciones periodísticas. Quedó claro con ello que no todos los deportados son criminales del TdA. Ambos hechos también subrayan la opacidad de las actuaciones oficiales, enfatizando aún más la importancia del objetivo inicial del juez: determinar si las deportaciones se ajustaron a la norma jurídica y observaron el debido proceso. No lo parece.
Edmundo González y María Corina Machado se pronunciaron al respecto. Pidieron evitar la “injusta criminalización” de los migrantes, exhortando a las autoridades a “extremar las precauciones al administrar justicia”, distinguiendo entre criminales empleados por el régimen para delinquir en el extranjero y la gran mayoría de migrantes, “ciudadanos de bien que huyeron y no pueden regresar al país mientras Maduro no sea desalojado del poder”.
Evitaron comentar sobre temas tales como el marco legal utilizado para justificar las deportaciones y las consiguientes tensiones entre poderes. No correspondería, sería interferir en asuntos internos de Estados Unidos, y no sería prudente ni inteligente, son el gobierno de Venezuela en espera y necesitan el apoyo de la Casa Blanca y el Congreso.
Curiosamente, los jerarcas del régimen sí se constituyeron súbitamente en campeones del debido proceso y los derechos humanos. Jorge Rodríguez, calificó de “vulgar secuestro” el traslado de los migrantes desde Estados Unidos a El Salvador y denunció que esta operación se llevó a cabo sin garantizar sus derechos humanos ni el debido proceso. Diosdado Cabello acusó a González y Machado de “firmar un comunicado INFAME en el que avalan las medidas inhumanas contra nuestros compatriotas migrantes, apoyando deportaciones y criminalizando a los venezolanos en el exterior”.
Maduro se dirigió al Alto Comisionado para los Derechos Humanos de ONU para que se activen los mecanismos para proteger a los venezolanos. Justificó esta decisión en que los migrantes venezolanos están siendo “secuestrados” por la Administración de Donald Trump, siendo víctimas de una “violación flagrante de sus derechos”.
Los pronunciamientos de los funcionarios del régimen son del 17 de marzo. Curiosamente, el informe presentado el 18 de marzo por la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela ante el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas destaca que “el Gobierno venezolano sigue ejecutando una dura represión contra personas percibidas como opositoras políticas o que simplemente expresen disidencia o crítica de las autoridades». “Este es el mismo patrón de actuación que la Misión ha previamente caracterizado como crímenes de lesa humanidad”, declaró la presidenta de la Misión.
Dijo “crímenes de lesa humanidad”, a propósito de derechos humanos y debido proceso.