El 7 de octubre de 2023, el mundo entero, excepto los islamistas, se puso del lado de Israel y de todos los judíos. Estos acababan de sufrir la peor masacre de inocentes desde 1945. Hamás, para que conste, había matado en pocas horas a 1.219 civiles y secuestrado a 251 rehenes; la mitad murieron, asesinados, en cautiverio. Esta simpatía inmediata hacia Israel y los judíos se inscribía en la larga y trágica historia que se remonta al Holocausto. Desde que se tomó la decisión de llevar a cabo la masacre sin precedentes de 6 millones de judíos, todo el mundo empezó a amar a los judíos, pero con la condición de que fueran víctimas y débiles.
En cuanto adoptan una posición de fuerza, como en 1948, para crear su Estado frente a cinco gobiernos árabes vecinos y, de nuevo, en 1967, durante la llamada Guerra de los Seis Días, en la que el Ejército israelí se apoderó de Jerusalén, la opinión pública europea se vuelve repentinamente contra los judíos: ¿un buen judío sería un judío muerto o, en todo caso, un judío débil? Pero los propios judíos, y los israelíes en particular, han extraído una lección muy diferente de su larga historia.
Han comprendido que, si bien su debilidad podía a veces atraer la simpatía, en ningún caso garantizaba su supervivencia. La elección que se hizo a partir de 1948 fue, por tanto, la de la supervivencia por la fuerza, independientemente de la simpatía o la antipatía que esta fuerza suscitara. Netanyahu, impregnado de historia y no solo de política, más que ningún otro, ha extraído las lecciones del destino judío y las ha aplicado durante dos años, sin vacilar y sin remordimientos. Consideró, junto con su Gobierno y con el apoyo de Estados Unidos, que la única manera de garantizar la seguridad de Israel no era negociar, sino luchar y crear alrededor de Israel una zona de seguridad, a ser posible infranqueable.
El Gobierno israelí creía erróneamente haberlo conseguido ya con su cúpula de hierro, una protección electrónica contra cualquier ataque aéreo. No imaginaba que una agresión de baja intensidad como la llevada a cabo por Hamás pudiera prevalecer sobre la ingeniería técnica del Ejército israelí. La lección ha sido aprendida: por eso Netanyahu ha logrado en dos años crear alrededor del Estado de Israel una zona de seguridad capaz de contener ataques tanto de alta como de baja intensidad. Para conseguirlo sacrificó uno de los grandes principios de la cultura talmúdica judía, que antepone la vida de cualquier hombre, mujer o niño, de un solo rehén, a cualquier otra consideración.
Esta vez, los judíos, traicionando sus propias enseñanzas, decidieron sacrificar a sus rehenes para alcanzar un principio aún superior, el de la seguridad de todo Israel. Seguridad, si no a largo plazo, al menos para los próximos diez o veinte años: los israelíes, por experiencia histórica, rara vez piensan a muy largo plazo. Así, el Ejército israelí destruyó sucesivamente a Hizbolá, apoyado por Irán, asegurando así su frontera sur. A continuación, Tsahal intervino, aprovechando el caos sirio, en el sur de Siria, con el fin de neutralizar cualquier ataque procedente de este enemigo. Ahora le ha llegado el turno a Hamás, cuyos líderes y sus propios patrocinadores qataríes admiten que su islamismo destructivo sigue siendo una “idea”, pero ya no es un ejército. Detrás de estas tres victorias del Ejército israelí, en el Líbano, Siria y Gaza, está claro que el gran patrocinador del terrorismo, Irán, ha sido golpeado y debilitado de forma duradera.
Estos dos años de guerra librada sin ningún reparo, ni hacia los combatientes islamistas ni hacia la población civil que los acogía de buen o mal grado, han hecho que Israel resulte francamente antipático para la mayoría. Esta guerra ha vuelto a legitimar el viejo antisemitismo occidental, que ha encontrado materia para reactivarse. Pero si se es judío o israelí, o ambas cosas, entre el antisemitismo y la debilidad se elige el antisemitismo, sabiendo que de todos modos, con un pretexto u otro, nunca desaparecerá, ya que está muy arraigado en la civilización occidental: el antisemitismo de clase al estilo de Karl Marx o el antisemitismo cristiano, anterior al Concilio Vaticano II.
Escribir que Israel ganó la guerra no es, evidentemente, algo popular ni cómodo para el autor de estas líneas. Se nos pide incluso que no lo digamos o que finjamos creer lo contrario. Pero la realidad es la realidad: Israel ganó la guerra. ¿Quién la perdió? Los islamistas, por supuesto. Y, nos guste o no, los otros perdedores son los palestinos. Por muy amables que sean las palabras o el reconocimiento diplomático que les conceda tal o cual nación, la perspectiva de un Estado palestino junto al Estado de Israel, que nunca ha sido muy cercana ni realista, se ha vuelto hoy lejana y muy poco realista. Evidentemente, esto no es satisfactorio. Pero seamos optimistas en esta tierra fértil en profecías: el hecho de que Israel haya ganado la guerra le da la posibilidad de actuar, si no con generosidad, al menos con cierto realismo, tolerando que en Cisjordania y en lo que queda de Gaza los palestinos –los que no viven ya en Jordania– puedan llevar una vida relativamente pacífica. Esta sería aún más pacífica si los palestinos dejaran de ser manipulados por los islamistas, cuyo único objetivo es la destrucción de Israel.
Israel ha ganado la guerra, pero, paradójicamente, me parece que los palestinos no la han perdido del todo. No quisiera omitir en este análisis –que espero suscite críticas acaloradas– el papel totalmente contrario a la corriente del Gobierno sanchista. Este ha desperdiciado todas las oportunidades que se le podían presentar a España: en ningún momento ha intervenido como mediador entre el mundo judío y el mundo árabe. Peor aún: se ha aventurado, antes que toda Europa, en un reconocimiento inoportuno de un Estado palestino teórico. Y acaba de hacer aprobar un boicot a las armas que se venderían a Israel, cuando España no las vende y Israel ya no las necesita. Ni siquiera creo que Pedro Sánchez sea antisemita: en el fondo eso no tiene ninguna importancia. Simplemente se ha servido de los palestinos y del antisemitismo para intentar mantener unida la barroca coalición que se perpetúa en el poder en Madrid. Todo esto es bien sabido.
Para completar el análisis, hay que recordar a Josep Borrell, que se ha erigido en representante diplomático del palestinismo en Europa. Como Borrell corre el riesgo de quedarse sin nada que hacer, le sugiero que se reconvierta en defensor de los ucranianos contra los rusos, por ejemplo. Ahí está la próxima causa buena y verdadera para Europa. Nos concierne directamente, mientras que podemos dejar que los israelíes gestionen su destino a su manera, sin que tengamos la menor legitimidad para darles lecciones.
Por Guy Sorman
Artículo publicado en el diario ABC de España