La Organización de las Naciones Unidas acaba de celebrar su 80 aniversario. Cuando se fundó nadie habría imaginado, dada la abundancia de críticas, que atravesaría épocas y crisis internacionales importantes. Si la ONU sigue existiendo es porque cumple alguna función: no la que proclama como garante de la paz, sino como lugar de conversación entre hombres y mujeres de culturas, civilizaciones e idiomas que separan la geografía y la ideología. Cualquier miembro de la ONU, en un mismo impulso retórico, es capaz de criticar la organización, su burocracia, su ineficacia, y añadir que es insustituible, como una especie de café del comercio mundial. También parece que la elección de Nueva York, muy controvertida en un principio, pero condición indispensable para que Estados Unidos se uniera a la organización, fue acertada: Nueva York es la ciudad más cosmopolita del mundo. Se dice que en ella se hablan 700 idiomas diferentes y los neoyorquinos acaban de elegir a un musulmán como alcalde de la ciudad judía más grande del mundo. Lo que demuestra que en este lugar todo es posible, incluso lo improbable. Nadie cuestiona, si no la utilidad de la ONU, al menos su existencia; al mismo tiempo, se evita cuidadosamente mencionar algunas de sus contradicciones fundamentales, aquellas que deberá abordar su próximo secretario general, que sin duda será un diplomático argentino, Rafael Grossi.
La primera contradicción es que la ONU se basa en una concepción del Derecho Internacional heredada del Derecho Romano: cada nación tiene un voto, independientemente de su población y de la legitimidad de sus dirigentes. También heredado del Derecho Romano, así como de los monasterios cristianos y del cónclave del Vaticano, se vota por mayoría, sin tener en cuenta a las poblaciones afectadas. La ONU es, por tanto, una herencia de Roma y, en cierto modo, de la cristiandad, donde se supone que cada uno debe respetar la dignidad del otro. Esta genealogía, en 1945, era relativamente indiscutible, dado que los fundadores eran en su mayoría occidentales; el único dirigente chino de la época era cristiano.
El mapa del mundo desde 1945 se ha visto trastocado por la descolonización y la demografía: la India, China y Brasil tenían la mitad de habitantes que hoy en día, Nueva Delhi era entonces una ciudad rural donde se ordeñaban vacas, mientras que Pekín servía de gallinero y huerto para la mayor parte de su población. Ese mundo ya no existe, sustituido por civilizaciones urbanizadas, lo que no significa que se adhieran a los fundamentos del pensamiento occidental. En realidad, los occidentales se han convertido en una minoría extraordinaria en la ONU, como en otros lugares.
El concepto de Occidente y de Occidente blanco y cristiano es difícil de definir, pero en términos generales sabemos de qué estamos hablando; esta población occidental representa actualmente el 15 por ciento de la población mundial, frente al 25 de hace medio siglo. La tendencia se acelera con el crecimiento exponencial de la población africana. ¿Sabemos, por ejemplo, que Nigeria, con 250 millones de habitantes, es uno de los países más poblados del mundo, más que cualquier país occidental, con la excepción de Estados Unidos? Por lo tanto, la ONU muestra un importante desfase entre el derecho derivado de sus fundadores occidentales y las poblaciones que hoy ocupan sus escaños y que no son occidentales en absoluto, ni en su cultura, ni en sus convicciones.
Niagalé Bagayoko, una destacada politóloga de origen maliense, divide el mundo en dos: por un lado, las civilizaciones más occidentales, basadas en el individualismo, el derecho a la felicidad, la igualdad entre los sexos y, si es posible, la democracia liberal. Por supuesto, Occidente no siempre es fiel a sus principios, pero al menos los reivindica, especialmente en la ONU. La otra mitad del mundo, ya mayoritaria, se rige por otras concepciones filosóficas en las que, para simplificar al extremo, la colectividad prevalece sobre el individuo. La felicidad en China , India o Nigeria no se considera un valor individual que debe alcanzarse a toda costa, sino una especie de consenso colectivo al que hay que acercarse. El mundo islámico también destaca la noción de comunidad por encima de la de individualismo; el universo confuciano, que se extiende desde Vietnam hasta Corea, pasando por Japón y China, valora igualmente la colectividad , considerando que el individualismo es un valor decadente , egoísta e inaceptable para el mundo asiático.
Esta dualidad del mundo no exige que los occidentales renunciemos a nuestros valores liberales; al contrario, debemos defenderlos con ahínco y quizás explicarlos mejor, incluso aplicarlos a nosotros mismos y a los pueblos con los que tratamos, a veces con condescendencia y a menudo con mucha ignorancia. Tenemos el deber de seguir siendo nosotros mismos, pero también la obligación de estudiar y conocer mejor los valores de los demás, por ejemplo, las tradiciones africanas y, por supuesto, el universo confuciano y budista. Solo dominamos versiones superficiales de ellos.
Se me objetará que a menudo la invocación de estos valores colectivos por parte de los dirigentes de China, Rusia o la India son pretextos para establecer el autoritarismo político y despreciar los derechos humanos, en particular los de las mujeres. Este desvío del confucianismo, el islam o las tradiciones africanas es indiscutible; pero ¿es más escandaloso que la traición de los occidentales a sus valores democráticos cuando se lanzaron a la colonización de África, América Latina o el sureste asiático? Cada uno tiene su hipocresía.
La conclusión a la que llega Niagalé Bagayoko, y que no estoy lejos de compartir, es que para la redención de la ONU conviene hacer evolucionar el Derecho Internacional para que integre valores no occidentales. Sin duda es posible, sabiendo que la tarea será no solo difícil, sino hipócrita por ambas partes; pero eso no es motivo para no intentarlo. Es evidente que si el Derecho Internacional tuviera más en cuenta la herencia confuciana, musulmana o incluso la eslavófila rusa sería más fácil, si no llegar a tratados de paz ineludibles, al menos facilitar la conversación e incluso hacerla más optimista.
¿Quién debería tomar una iniciativa de este tipo, tanto intelectual como política? Sin duda, los occidentales, ya que estamos más acostumbrados al diálogo y tenemos más que reprocharnos, teniendo en cuenta que la mayoría de los miembros de la ONU son antiguas colonias que no siempre han sido bien tratadas. Dado que la ONU va a cambiar de secretario general, comprometamos al próximo a tomar una iniciativa de carácter más filosófico que jurídico, hasta ahora sin precedentes: escuchar a los demás sin necesariamente adherirse a su discurso. Escuchar y oír es siempre un ejercicio beneficioso, una especie de salvación de nuestra propia alma.
Artículo publicado en el diario ABC de España
Guy Norman











