Guy Sorman: Inmigración: dos soluciones liberales

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Guy Sorman: Inmigración: dos soluciones liberales

Carbajo & Rojo

¿Se ha convertido la inmigración en la principal amenaza que pesa sobre nuestras sociedades? Aparentemente sí, a juzgar por la evolución de los partidos en toda Europa occidental y en Estados Unidos. En la antigüedad, la derecha y la izquierda discutían sobre cuál era la mejor economía posible –la liberal o la socialista– y sobre la redistribución de los ingresos. Hoy ya no se habla tanto de economía, desde que el socialismo se ha evaporado y la economía de mercado goza de una unanimidad casi total por su eficacia: no se espera nada más de una economía. La justicia social sigue dividiendo, pero no demasiado, ya que la mayoría de los países occidentales han adoptado sistemas de redistribución y la socialdemocracia es la norma. Queda, pues, la inmigración. En Estados Unidos, por recordar, la ideología de Trump es ante todo xenófoba, hostil a la inmigración, sobre todo cuando procede de pueblos de color. ¿No acaba de decidir Trump que los únicos candidatos admisibles al estatuto de refugiado político serán los blancos de Suráfrica, víctimas de campañas de exterminio por parte de la población negra? Estamos ante el núcleo de una fantasía, pero que revela una evolución general.

Gran Bretaña, hasta ahora el país más acogedor de Europa para los refugiados, está cambiando de rumbo bajo la influencia del partido Reform UK, dirigido por Neil Farage, quien se encuentra en una buena posición para convertirse en el próximo primer ministro británico. Si los inmigrantes prefieren Gran Bretaña a cualquier otro país de Europa, es porque allí se les acoge mejor y se les trata mejor, con ayuda social inmediata. Ahora estamos asistiendo a un espectacular giro de 180 grados del Gobierno, preocupado por el auge del sentimiento xenófobo y del partido político que lo explota. Las puertas de Gran Bretaña se cerrarán, lo que tendrá como efecto desviar los flujos migratorios hacia otros países. Pero, ¿hacia cuáles?

Escandinavia, que durante mucho tiempo fue la más acogedora, ya no lo es. Dinamarca, que fue un modelo de tolerancia, también ha restringido el acceso a sus beneficios. En Francia, el partido de madame Le Pen sigue siendo el favorito de los votantes con un programa antiinmigrante, a pesar de sus esfuerzos por suavizar su retórica antiárabe. España es una excepción, con una política de acogida muy favorable a los inmigrantes, pero la situación es singular, ya que la mayoría de ellos proceden de América Latina. Ya son de civilización hispánica y religión cristiana: extranjeros, pero a medias, lo que facilita su aceptación. No obstante, incluso en España se observa un avance de la xenofobia con Vox.

En Alemania, que bajo la dirección de Angela Merkel fue el país europeo más acogedor con los sirios durante la guerra civil, la tendencia ahora se invierte: el gobierno actual devuelve a los refugiados políticos con el pretexto de que Siria es ahora un país seguro. Esto está lejos de ser cierto, pero este cambio de rumbo parece ser bien aceptado por la opinión pública alemana; también allí avanza la extrema derecha xenófoba. En Estados Unidos Donald Trump, elegido con un programa de exclusión de la inmigración, lo aplica con una crueldad que traiciona todos los ideales tradicionales del país.

Si bien esta tendencia universal (válida tanto para la India como para Japón) es innegable, aún queda por explicar. Sin duda, debido a que las ideologías tradicionales, como el socialismo, el comunismo y el liberalismo, parecen obsoletas, los pueblos sienten la necesidad de distinguirse reorganizándose en torno a nuevos temas. La inmigración es el más inmediato, ya que la xenofobia es un componente de toda humanidad, en toda civilización. Además, como corolario de la xenofobia, se observa un aumento de la reivindicación de la «identidad» entre los pueblos sacudidos por las dificultades económicas o las amenazas internacionales. La identidad aparece como una definición de uno mismo, una propiedad privada que nadie puede arrebatarte. Hoy en día, se teme al inmigrante no porque vaya a quitarte el trabajo, sino porque podría atentar contra tu identidad cultural o religiosa. Todo el discurso sobre la islamización de Europa es una traducción de la importancia que ahora tiene la identidad y del temor que algunos tienen de sentirla amenazada. Evidentemente, es mucho más fácil afirmar la propia identidad y oponerse a amenazas reales o imaginarias cuanto más difícil es definir esa identidad: ¿es cultural, religiosa, étnica? No lo sabemos, pero no es necesario definirla para defenderla.

Describir este aumento de la identidad y la hostilidad hacia la inmigración no es una respuesta suficiente a un movimiento social e ideológico universal. Tradicionalmente, los liberales proponen dos opciones o esbozos de solución. En esta panoplia, la primera flecha para limitar la inmigración es abrir las fronteras en ambos sentidos. Con las fronteras cerradas como están, los inmigrantes asumen riesgos enormes para llegar a Europa o a los Estados Unidos. Si logran su objetivo, traerán a sus familias porque saben que, una vez dentro, rara vez serán expulsados y también que no podrán volver a sus países. Si la frontera estuviera abierta en ambos sentidos, el inmigrante vendría únicamente para trabajar, estudiar o recibir atención médica. Nadie sentiría la necesidad de instalarse en otro país que no fuera el suyo, ni de traer a su familia si pudiera ir y venir. Este era el sistema que imperaba en Estados Unidos durante décadas, hasta 1965, cuando los trabajadores mexicanos venían a California para la temporada de cosecha y luego regresaban a su país. Es porque se cerró la frontera que la transgreden, vienen en masa y se quedan.

La primera opción liberal consiste en preguntarse si una frontera abierta no es más eficaz que una frontera cerrada si se quiere controlar la inmigración en ambos sentidos. La segunda opción, más teórica, fue propuesta por el economista Gary Becker. Consiste en vender el derecho a entrar de forma permanente en nuestros países. Gary Becker observa que los nacionales de cada país han acumulado capital y servicios por los que pagan un alto precio desde hace generaciones. Un inmigrante, por su parte, no ha pagado nada y no ha participado en la creación de ese capital, pero tiene acceso a él de forma gratuita: eso es injusto. Gary Becker considera que habría que cobrar un derecho de acceso al capital adquirido en los países ricos, vendiendo a un precio bastante elevado, pero que supone una inversión para el inmigrante, visados de residencia o de trabajo. Esto ya existe en algunos países de Europa y en Estados Unidos para las grandes fortunas. Becker propone generalizarlo para importes aún por calcular, aplicables a todos los candidatos a la inmigración. Este ‘visado de pago’ sería un ticket de acceso al capital acumulado por los nacionales, que ya no podrían reprochar a los inmigrantes.

¿Estas dos soluciones liberales parecerán provocadoras? Al menos requerirían una evaluación y permitirían desactivar los aspectos más inhumanos del rechazo a la inmigración, tal como lo explotan los partidos políticos. Ganar las elecciones es una noble ambición, pero ¿a qué precio? Preferiríamos que ese precio fuera justo, coherente con la moral occidental basada –en principio– en el respeto al otro, venga de donde venga.

Artículo publicado en el diario ABC de España

Guy Sorman

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