Más que en una entrevista, más que en una conversación de 139 páginas entre un teólogo y un premio Nobel de literatura, dos noruegos, Eskil Sxjeldal y Jon Fosse, ambos ex miembros de la iglesia estatal protestante noruega, los dos convertidos al catolicismo, preguntan y responden a los temas límites contenidos en el libro Misterio y Fe.
¿Por qué se llega a una confesión como el catolicismo? Parece ser la pregunta central de Sxjedal. Pero como un trasfondo luminoso yace siempre la pregunta clave, las que nos hacemos todos en algunos momentos de la vida. ¿Por qué buscamos o no buscamos a Dios? Pregunta que pasa por otra más decisiva: ¿Quién o qué es Dios? Y si es, ¿dónde está? Fosse no sabe ni quiere dar respuesta a esa pregunta. En buenas cuentas, pienso yo, ambos hablan de lo que no saben. Porque este es uno de los temas centrales de Jon Fosse, el misterio –o secreto, pienso yo- de creer en Dios sin saber quién o qué es Dios. Ese también ese el misterio de la fe, el de creer en lo que no se sabe que es, pero es. Por eso mismo, los dos sujetos del libro, piensan cuando hablan, induciendo al lector a pensar, a estar de acuerdo o en desacuerdo con ellos de modo que a través de la lectura el diálogo se transforma en triálogo. Pues bien, eso es lo que voy a hacer yo mismo después de haber subrayado el libro casi página por página: Introducirme en la conversación agregando un “yo pienso” para exponer algunas “cuotas” de mi pensar junto a los dos destacados interlocutores. Muy modestamente, porque debo decir que en casi todo estoy de acuerdo con la mística dialéctica de Fosse. Una dialéctica en donde al escribir, Fosse trata de sacar a luz lo contrario de lo que se afirma, “hacia lo otro, hacia una cercanía unificadora y sin diferencias”.
Dios es para Fosse una contrariedad; pienso yo. Una que está presente, o mejor, omnipresente en toda su obra literaria a la que podríamos caracterizar como una búsqueda incesante de Dios usando la palabra Dios a sabiendas que Dios no se puede descubrir ni mucho menos entender. Fosse recurre en ese sentido a Wittgenstein para explicar su infructuosa búsqueda: “lo que no se puede decir hay que mostrarlo, entre otras cosas, con el arte”. “La música, la pintura, es como la poesía”. No con metáforas -agrega Fosse- porque las obras de arte son en sí metáforas. ¿De qué? De lo que buscamos; pienso yo. ¿Y qué buscamos?; lo que no encontramos: Dios. Para responder, Fosse, quien, aunque uno no quiera admitirlo, es un filósofo redomado, además de Wittgenstein sigue a Heidegger quien, a su vez -no solo es la opinión de Fosse- escribe siempre sobre Dios sin nombrarlo casi nunca. A Dios accedemos pre-sintiéndolo por medio de nuestro estado de ánimo (o sea un modo de ser del ánima, vida) que nos eleva desde nuestro ser-siendo (pienso yo, pensando en Heidegger) a través de una aparición, puede ser en la música de Bach, en un poema, y sobre todo, según Fosse, a través de la angustia y de la desesperación (¿por qué no cita Fosse a Kierkegard que dice lo mismo?, pienso yo).
Dios es, pero no existe, nos suelta de pronto Fosse. Menuda afirmación. Hasta que la pensamos, cuando nos dice «la montaña es, pero no existe»; no está viva. ¿Está entonces Dios muerto, a lo Nietzsche? Pregunto y pienso. No, dice Fosse, como si me respondiera. Dios no vive ni existe, pero aparece, cuando sin saber, lo llamas. Dios no es, pero está en todo lo que es y existe. Dios es todo, lo absoluto, es el Ser mismo. O si lo decimos con Heidegger, es el ser del Ser. Por eso Heidegger no nos habla de Dios, piensa Fosse. Dios no es visible ni tangible, no es una cosa, no es un ser: es todo el ser. Dios es el que es. Dios es como lo escuchó en su voz Moisés: yo soy el que soy.
La filosofía de Heidegger otorga fundamento filosófico a la fe, afirma Fosse. Dios nos habla a través de nuestro silencio y en la confesión católica, sobre todo en la misa, Fosse encuentra más silencio o, lo que es igual, más misterio que en la protestante. De pronto, pienso yo, esa parece ser la razón principal que lo llevó del protestantismo, pasando por los cuáqueros, al catolicismo: la búsqueda del silencio necesario para escuchar, si no la voz de Dios, la voz interna de uno, cuando sin saber a quien dirigirse, nos dirigimos a Dios.
“Todo lo que hay tiene algo de Dios”, dice Fosse. Luego el mundo es divino, pienso yo. Sí, si lo es, me responde Fosse; por eso no podemos esperar milagros pues no existen milagros dentro de un milagro; el mundo es, de por sí, un milagro. Pero Dios no hizo ese milagro, afirma Fosse. Dios estaba antes del milagro, porque o Dios es infinito, o no es. Dios es mucho más grande que lo que nos cuentan las religiones, casi todas hechas para vivir una vida con cierta decencia; dice Fosse. Por eso mismo, cada uno es portador de Dios, pero no está dentro de nosotros sino solo cuando, en medio de la desesperación del ser, lo llamamos para que acuda a nuestro auxilio, sobre todo cuando descubrimos nuestra libertad: la de elegir entre la vida y la muerte.
“Vivir es tener la libertad para la muerte”, dice Fosse. Estamos enfrentados en cada momento al final de la vida y, a diferencia de otras criaturas, pienso yo, lo sabemos. Esa es nuestra gracia y a la vez nuestra maldición. Heidegger lo dice mejor: “la vida es una estación fronteriza”. ¿Entre la nada y Dios? Me pregunto yo. Si; así parece; eso es lo que también parece opinar Fosse. Ese don o tragedia, nuestro “pecado originario”, lleva a muchos a olvidar la vida para olvidar la muerte. Olvido de Dios, lo llamaba san Agustín. Olvido de ser, lo llama Heidegger. Vivimos con miedo y el miedo produce angustia. Miedo de no ser y angustia de ser. Tratamos de desaparecer en el día a día, opina Fosse. De este modo todos nos convertimos en un otro al no aceptar ser uno mismo. Nos “otrizamos”, pienso yo. Pero al dejar de ser los mismos, abandonamos al ser y con el ser, a Dios. Para resolver ese dilema hay caminos, el más expedito, opina Fosse, aún más que la religión, es el arte.
A través de la poesía, de la música y de la pintura, accedemos si no a Dios, por lo menos a parte de su luminosidad.
Aquí hay que dejar claro que la verdadera literatura, para Fosse, es la poesía; entiéndase, la poesía, no solo los poemas, buscan a Dios aún sin nombrarlo. La poesía es la metaforización del mundo. Solo dislocando la relación entre significado y significante, pienso yo con Lacan, accedemos a esa otredad que sí está en este mundo, y a esa hay que buscarla en medio de la desesperanza. Lo más afuera y lo más adentro, dice Fosse; sin que esto para él sea una contradicción. Así, sea en prosa o en forma dramatúrgica, Fosse entiende toda su escritura como un intento para abrirse paso hacia el ser (o Dios) si encontrarlo jamás; pero acercándonos a ÉL, pienso yo. Fosse pasa a explicar esa búsqueda citando a Wittgenstein: “La solución del enigma de la vida está fuera del espacio y del tiempo, pero eso no es un problema matémático o científico que se pueda solucionar”.
Aquí, cuidado: Fosse no entiende la búsqueda de Dios como un producto de la erudición sino como un retorno a nuestra ingenuidad primaria; la de los niños. Todos los niños son poetas, dice Fosse volviendo a ese saber infantil socrático. Del saber que nada sé, alcanzamos, sino a Dios, por lo menos a su sombra. O a su luz. El arte es religión y la religión puede ser arte poético, del que, según Fosse, el protestantismo tiene muy poco. Yo no me meto en esas cosas, pienso yo. En los dos casos se trata de comprender el mundo no como una dualidad, sino como una integración que contiene tanto a Dios como a la Nada sin que esto signifique una contradicción. ¿Qué es la poesía entonces? Lo mismo que para San Agustín era el tiempo, responde Fosse: “mientras nadie me pregunta sobre el tiempo, lo sé. Pero si me preguntan lo que es, no lo sé”.
La poesía comienza desde la nada, donde reina el silencio que es el reino de Dios. Por eso no podemos hablar como poetas en la vía pública sin que nos tomen por chiflados. O como locos, o como borrachos, pienso yo. Los que escribimos sobre el mundo, sobre la política por ejemplo, necesitamos vivir en el mundo, y en-el-mundo quiere decir, en lo in-mundo. Algunos estamos obligados a ensuciarnos, pienso yo. Pero por eso mismo debemos buscar nuestros momentos de soledad, esos que ocurren cuando yo estoy conmigo (Arendt) para pensar en el ser que somos, nombrando o no nombrando a Dios; pienso yo. O como dice Heidegger: “el mundo desaparece en cuanto nos introducimos en él y lo que quedan son las cosas: el mundo cosificado”. Fosse: “para mí escribir es lo que ahuyenta el dolor de la oscuridad”. Por eso, Hannah Arendt a quien Fosse nunca cita, decía que hay que diferenciar entre ser un solitario y estar solo. Para escribir y pensar, necesito estar sola, agregaba. Pero cuando pienso no estoy solitaria (ella era muy sociable). Estoy conmigo, en un diálogo interno conmigo misma. En ese punto, en las páginas finales, Fosse recapacita. El ser es comunión, nos agrega. No es una mónada, pienso yo. Yo no solo soy el que soy. Con cierto humor agrega Fosse: «Para que el fraile pueda rezar, el campesino tiene que producir la comida que comerá el fraile»-
“El Ser en el ser significa ser una persona. También eres Bach, aunque seas incapaz de entonar una melodía sencilla sin desentonar”, dice Fosse. Ahí no hay ninguna contradicción. Para alcanzar el ser del Somos, pienso yo, hay que partir del ser de uno. Allí nos comunicamos escribiendo, pensando, y sobre todo, hablando. Los poetas protegen el lenguaje, agrega Heidegger. Eso lleva a decir a Fosse que la filosofía de Heidegger no hay que seguirla de modo literal; la filosofía de Heidegger es poesía. El lenguaje, piensa Heidegger, es «la casa del ser», donde estoy conmigo y con los nuestros. Hay que cuidar el lenguaje. El lenguaje es el ser. El ser de cada uno, el que habita en el mundo, pero está ahí, “como una frontera contra el mundo” (Heidegger), abierto hacia los demás y encerrado en sí mismo, pienso yo. El yo para ser necesita un tú; claro está. El yo de Dios, el yo soy el que soy necesita de un Tú para ser. Ese Tu de Dios es el humano, pienso yo. Somos la confirmación de la presencia de Dios. Esa por cierto es, una paradoja. El cristianismo, aduce con mucha razón Fosse, es la religión de las paradojas.
Paradoja es que el mal y el bien no son solo antagónicos sino además interdependientes. No puede haber bien sin mal. Por lo mismo el humano no es bueno ni es malo; es bueno y es malo a la vez. Solo conociendo al mal podemos acceder hacia el bien, argumenta Fosse. Desde esa perspectiva, el mal cumple una función a favor del bien. No significa, claro está, que Dios haya creado el mal. Solo Dios es bueno, dijo Jesús. El mal es simplemente la ausencia de Dios, y por eso, cuando estamos más cerca del mal que del bien, nos angustiamos. Entonces llamamos, si no a Dios, a la vida, que en el fondo eso es una forma de Dios. Fosse cita aquí el hermoso verso de Hölderlin: “donde está el peligro, está la salvación”. Fosse lo sabe bien. Durante un periodo no corto de su vida cayó en los fosos más profundos del alcoholismo. En lugar de llamar a Dios, la angustia de su vida llamaba al alcohol. El alcohol era su ídolo, como suele ocurrir. Pero estaba muy lejos de ser Dios. Después de su sanación, Fosse se decidió a llamar a lo que a su juicio era el verdadero Dios. El Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés, de María y finalmente de Jesús, Dios hecho hombre, hombre hecho Dios, la paradoja en persona.
Jesús y Dios no son antípodas, pero sí son paradojas, pienso yo. Dios está en el ser, fue la noticia que nos trajo Jesús. En cada ser humano está Dios, pero el ser de todo está en Dios. Cito aquí a Fosse: “Creo que hay una relación entre Dios, Jesucristo, que vivió y fue crucificado, y yo mismo. Yo creo que Jesucristo puede salvar a las personas; también a mí”. Son los mensajes de una creencia loca (San Pablo) que sigue la palabra de un Dios hecho hombre el que, para colmo, murió sangrando en una cruz. Efectivamente, y esta es otra de las grandes paradojas del cristianismo: Jesucristo fue un hombre fracasado, un perdedor, como dicen los trumpistas de nuestro tiempo. Pero justamente en su fracaso está su éxito. ¿Puede haber una paradoja mayor? En el fracaso de Jesús yace su éxito, en su muerte estaba su gloria, en su muerte estaba la resurrección entre los vivos y los muertos. Para resucitar, Jesús debía morir. Su muerte fue la condición para que él nos mostrara la inmortalidad del ser. Esa muerte mostró que “cuando no podemos decir algo con palabras hay que mostrarlo” según Wittgenstein. Jesús lo mostró con los hechos de su muerte y de su resurrección, pienso yo, cuando escribo estas palabras en vísperas de Semana Santa.
“Que Dios se hizo hombre para dejarse matar nos ha costado mucho entenderlo”, dice Fosse. Hay quienes no lo entenderán jamás, pienso yo. Tampoco entenderán que en la oscuridad de la muerte está la luz de la vida, metáfora que lleva al pintor de muchas novelas de Fosse a buscar lo que él llamaba “oscuridad luminosa”. Y no lo entenderán porque a Jesús no hay que entenderlo, solo hay que pensarlo a partir de su paradoja, la del ser en el no ser, la de la vida en la muerte, la del bien en el mal.
En el cristianismo no hay dualismos, afirma Fosse. Luego tampoco los hay entre el cielo y la tierra, pienso yo. El cielo aparece en la tierra, en fragmentos, en instantes, quizás ahí cuando de pronto vemos fugazmente en los ojos de alguien el enigma de la luz eterna. Los físicos cuánticos ya lo supieron: es imposible separar a la luz de la materia. Una vez aparece como luz y al mismo tiempo como materia. Lo único absoluto es Dios; por eso mismo, desde nuestra extrema transitoriedad solo podemos divisarlo cuando se nos anuncia furtivamente para desaparecer después en su luminosa oscuridad. A Dios lo conocemos en pedazos, pienso yo. En pedazos de pan, como en la hostia de los católicos, pienso yo. No hay nadie más lejos de Dios, no hay nadie más cerca que Dios, dice Fosse, confirmando una vez más que la loca paradoja de la cristiandad es ajena a toda interpretación dualista de la vida. El cristianismo es la integración del Ser en la Nada.
Eskil Sxjeldal, el teólogo que ha conducido con inteligencia las respuestas de Fosse, no quiere aceptar, sin embargo, que en el cristianismo no hay dualismo entre el Bien y el Mal. Fue así que de pronto lanzó a Fosse la pregunta que yo me estaba haciendo hace rato: “¿Y el Holocausto, no es la demostración de que el mal puede existir sin su negación que es el bien? Sí, tuvo que admitir Fosse; «ahí esta el mal en estado puro». “La radicalidad del mal” pienso yo, pensando en Kant. Pero luego, Fosse reaccionó: el mal puede ser tan malo que termina por destruirse a sí mismo. Esa tesis también es de Kant. El mal puede destruirse a sí mismo; el bien, en cambio, no puede destruirse a sí mismo, pienso yo, entre otras cosas porque la radicalidad del bien, eso es lo que pienso yo, se llama Dios. Pero si Dios es tan bueno ¿por qué permitió Auschwitz?, ¿por qué permitió el Gulag, ¿por qué permite Gaza?, ¿por qué permitió Bucha y Mariupolis en Ucrania? Volvamos al principio. Dios no actúa sobre nosotros. Dios está en nosotros y cuando nos perdemos como seres de Dios, perdemos a Dios, insinúa Fosse. Dios no es omnipotente, dice Fosse con una seguridad pasmosa. Dios es impotente, agrega.
Dios es impotente, y eso es lo que nos señaló Jesucristo, alguien que siendo Dios no pudo ni quiso evitar su propia muerte. Sin embargo, a través de nosotros, Dios se hace Dios. Dios revela su potencia a través de su impotencia, es una fuerte idea de Fosse. Su potencia está en nosotros, en todos los que llevan a Dios consigo; aunque sea un pedacito de Dios, pienso yo. Dios es eterno, pero su eternidad se hace presente en los instantes en que, siendo llamado, irrumpe, no como un milagro externo sino como ese milagro interno que nunca desaparece en nosotros si aceptamos el misterio de la fe. El día en que desaparezcamos como especie –es una posibilidad– Dios solo será para sí. No hay que dejarlo solo, pienso yo. Hay que ayudar a Dios, pienso yo. Solo así nos ayudaremos a nosotros mismos, pienso yo.
Fernando Mires