Fernando Mires: Los «maricas» de Budapest

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Fernando Mires: Los «maricas» de Budapest

El primer ministro Viktor Orbán, quien en su juventud un líder libertario, hoy convertido en encarnizado enemigo de la liberalidad política (no de la económica de la que, como Trump y sus seguidores es un fanático partidario) buscó, como otras veces, ganar puntos para su futura candidatura, prohibiendo la marcha del «orgullo gay» convocada por el LGTB húngaro y fijada para el día 28 de Junio del 2025.

El propósito del autoritario mandatario era volver a reforzar su imagen i-liberal (él es autor del ominoso término) intentando unificar a su partido, el radical- conservador Fidesz, y así aminorar los conflictos desatados por su pérdida creciente de popularidad entre amplios sectores de la ciudadanía. El intento resultó ser un verdadero boomerang político.

Orbán apresuró lo que la comunidad gay del país viene buscando hace mucho tiempo: politizar a los movimientos de género. En eso estuvieron de acuerdo los dirigentes del LGBT.

La lucha de la comunidad gay ya no es solo cultural, es abiertamente política o, lo que es parecido, en torno a la lucha por las libertades sexuales fueron articulados, el día del desfile, no solo los disidentes sexuales del país, sino también diversos sectores sociales y políticos que se manifiestan en contra de la reducción de las libertades públicas en todos sus niveles, entre otros, la libertad de información, de prensa, de culto, la independencia de la justicia, la autonomía del parlamento, es decir, todo lo que los autócratas de nuestros días han relegado a un lugar secundario.

La demostración fue un éxito cuantitativo. A las concentraciones políticas húngaras, incluyendo a las hechas a favor de Orbán, no asisten más de 30 o 40 mil personas. Al llamado gay asistieron 200.000 personas, la más grande demostración política habida en la historia de Hungría.

Orbán dio orden de prohibir la demostración. Pero en contra suya se levantó su principal adversario político, el liberal alcalde de Budapest Gergely Szilveszter Karácsony, quien en un acto de desobediencia civil, llamó a demostrar a favor del orgullo gay. Las demostraciones por la libertad sexual, fueron así convertidas en manifestaciones por la democracia.

Orbán tenía frente a las multitudes dos vías: o reprimirlas cueste lo que cueste, o declinar. Optó -con el buen criterio político que a veces tiene- por lo último. Pero la imágen de su derrota no pudo ser borrada.

La demostración fue pacífica, pero las multitudes que levantaban el dedo-corazón, ese, el del «métetelo ahí», era una señal que, inequívocamente, el desfile estaba dirigido en contra del poder autocrático.

No obstante, partidarios de Orbán, intentaron realizar una contramanifestación con el claro objetivo de que la ultraderecha enfrentara violentamente en las calles al movimiento gay. Los dirigentes del movimiento eludieron la confrontación desviando el desfile a través del colateral Puente Isabel. Cuando hay mayoría hay que evitar la violencia.

Importante es mencionar que la gran manifestación gay contó con el decidido apoyo de los partidos demócratas europeos, entre ellos 70 diputados de la UE.  El vicepresidente de la UE, el rumano Nicolae Stefanuta declaró a la prensa las razones de ese apoyo. «Amor es amor»: «así piensa la UE, y por eso nosotros estamos aquí». Esas palabras bastaron para que Orbán, en su estilo nacional-populista, adujera en un comunicado que la que había tenido lugar no era una demostración húngara, sino una acción cuidadosamente planeada desde el exterior. Evidentemente, Orbán mostró nerviosidad. Hacia las próximas elecciones que tendrán lugar en abril del 2026, su desafiante electoral, el politólogo Peter Magyar, aumenta constantemente su popularidad en las encuestas.

Las palabras de Stefanuta, «amor es amor», son seguramente disonantes en los usos políticos que estamos acostumbrados. Por lo general la palabra amor es aplicada en política cuando los hiper nacionalistas se refieren al «amor patrio», no al amor entre personas y mucho menos al amor sexual.  El uso de la palabra «amor» pareciera estar aquí fuera de contexto. ¿Es acaso el amor algo político? ¿No  pertenece el amor al ámbito de lo más íntimo?

Efectivamente, no hay nada más íntimo que el amor. ¿Cómo convertir entonces a la intimidad en cosa política? preguntará más de alguien. Podríamos contestar con un ejemplo. El hambre también es algo privado; pertenece, si no a la intimidad, al ámbito doméstico, el que tampoco tiene mucho que ver con la cosa política. No obstante, cuando el hambre asola en un país, suelen aparecer movimientos sociales y políticos en contra del hambre, por una mejor repartición de la riqueza, por más ayuda social, en contra de los altos precios de los productos alimenticios.

El hambre no es política, pero como todas las cosas de este mundo, puede ser politizable. Del mismo modo, cuando el amor entre determinados seres humanos es limitado o prohibido, sea en nombre de una religión, de una ideología o de una supuesta tradición, el amor excluido es politizado. No las víctimas de la prohibición sino quienes la aplican son quienes politizan el amor.

«La política es la lucha por la libertad», dijo una vez Hannah Arendt. Toda privación de libertad es corporal, sea esta libertad de movimiento o de pensamiento, agregó Foucault. Hay, en ese sentido, un fondo ontológico en el amor interpersonal. Cuando el amor a algo o a alguien es negado, es a la vez negado el ser que lo siente. Las luchas por las libertades son luchas por la libertad de ser y, a la vez, luchas por la libertad del ser. Las manifestaciones de los (y las) valientes «maricas» de Budapest pertenecen a ese contexto.

La aceptación constitucional del amor intersexual es una conquista cultural y política a la vez. Una que es negada en casi todos los países donde rigen autocracias y dictaduras. Recordemos que, en la capital de las autocracias del mundo, Moscú, Putin, en consonancia con la ultra reaccionaria iglesia Ortodoxa de su país, ordena apalear en las calles a los homosexuales cuando estos luchan por su legitimidad. Orbán es, decididamente, un putinista redomado, es decir, un miembro más de la contrarrevolución reaccionaria de nuestro tiempo.

No podemos olvidar que los movimientos de género fueron la continuación de las luchas por las libertades que tuvieron lugar a fines del siglo XX. Hungría, a su vez, fue el primer país en liberarse de la dictadura comunista. Fue también el primer país europeo en recaer bajo las garras del autoritarismo nacional-populista. Las luchas por la libertad sexual que hoy tienen lugar en ese país, muestran que la llama democrática no ha sido apagada, ni en Hungría ni en ningún país de Europa.

Naturalmente, los movimientos por la libertad sexual no están exentos de exageraciones, demostraciones exhibicionistas, y deformaciones anti-políticas, ni en Hungría ni en ninguna parte. Otras veces nos desconciertan a los llamados heteros, acostumbrados a las tradiciones que derivan de la relación hombre-mujer. No existen, en verdad, movimientos sociales químicamente puros. Sin embargo, si esos movimientos «diferentes» no existieran, no existiría la política moderna; la democracia tampoco.

Hoy, el movimiento por el «orgullo gay» de Budapest es parte de la resistencia democrática europea. Y eso lo sabe Orbán mejor que nadie.

 

Fernando Mires

 

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