«Cuando los líderes enloquecen, enloquecen sus seguidores». Así escribí una vez en un tuit. Por cierto, un tuit no puede ser más que un enunciado. Detrás de un enunciado están las reflexiones las que, por extensión y profundidad, no son posibles de tuitear. Para eso están los artículos de opinión; y aquí estoy escribiendo uno. Cuando los líderes enloquecen, enloquecen sus seguidores, quería decir que existe una interdependencia entre el alma de un líder y el alma colectiva, o si se prefiere, una relación de transferencia, para usar un término muy caro a Sigmund Freud y a su continuador metapsicológico, Jacques Lacan.
La sociedad de los sociólogos, en efecto, no es un cuerpo ni un sistema sino un conjunto de relaciones comunicativas que impregnan y condicionan los pensamientos hasta el punto que estos dejan de ser individuales y se transforman en pensamientos colectivos que a su vez son los que caracterizan a una época histórica. Espíritu del tiempo, llamaba Hegel a esos conjuntos. Las sociedades, o mejor aún, las naciones, «piensan»; y si piensan, hay una conciencia colectiva; lo que a su vez, de modo lógico, nos lleva a suponer que también ha de haber una «inconciencia colectiva». Si así lo entendemos, no estaba tan errado Marx cuando hablaba de una «conciencia de clase».
Las clases eran entendidas por Marx como relaciones de producción, lo que llevó a decir a Hannah Arendt que las clases sociales son necesarias para que exista una sociedad pues sin clases desaparecen las estructuras asociativas y, sin estas, las clases desarticuladas pasan a formar parte de una «masa». Sin clases, la sociedad se disuelve en sí misma, pensaba la gran filósofa de la política moderna. Esa disolución es también el preámbulo desde donde surgen los movimientos de masas, los líderes autoritarios (y populistas, decimos ahora) y no por último las dictaduras totalitarias.
Siguiendo a Arendt podríamos opinar que en las masas reside la inconciencia de las clases, que así fue como la entendió, antes que ella, Freud, sobre todo en su clásico Psicología de las Masas y Análisis del Yo. En ese sentido –eso no lo dijo Freud– existe también un inconsciente colectivo. ¿Por qué no lo dijo? Tal vez para que no lo confundieran con Carl Gustav Jung que sí hablaba del inconsciente colectivo, pero otorgándole una significación esotérica (como es la psicología de Jung), una que no tenía nada que ver con la cientificidad rigurosa de Freud.
La sociedad es un campo de interacciones desde donde emergen los pensamientos colectivos los que se interfieren pero también se articulan entre sí, ya sea en torno a una idea matriz, una ideología, un partido y, por cierto, un líder.
Podemos incluso decir que no hay movimientos de masas sin un, o sin unos, líderes de masas. Y si la política de masas es populista, el populismo solo puede aparecer allí donde surge un líder populista, frente al cual las masas proyectan sus ideales, ilusiones, fantasías, intereses y, antes que nada, deseos.
El líder populista representa «el deseo» de la masa. Y si el primero de todos los deseos es el deseo de ser, la masa quiere ser en el líder del mismo modo que, en determinadas ocasiones, el líder quiere ser en la masa. El líder articula individualmente el deseo colectivo proyectado por la masa que, en primera instancia, es el deseo de ser.
Al llegar a este punto, más de algún lector puede pensar que estoy usando una terminología psicoanalítica para explicar un fenómeno político como el del populismo. Respondo: sí; efectivamente; eso es lo que estoy haciendo; y no es la primera vez.
Desde hace un tiempo he llegado al convencimiento de que no podemos explicar los fenómenos sociales y políticos sin recurrir, o tomar de prestado, categorías psicoanalíticas, del mismo modo como los historiadores deben recurrir constantemente a otras disciplinas como la arqueología, la antropología, la economía, la sociología. No existen las ciencias sociales puras. Por eso mismo he reclamado insistentemente la necesidad de que sea oficialmente constituida una disciplina a la que podríamos denominar “Psicopolítica”. Nociones que aquí estoy usando como, articulación del deseo, representación colectiva, proyección y, sobre todo transferencias, todas propias a la ciencia psicoanalítica, pueden ser perfectamente válidas cuando se trata de pensar sobre las relaciones que se dan entre masa y liderazgo en las así llamadas sociedades modernas.
Por supuesto, nadie está hablando de psicoanalizar a la política o de poner a las sociedades en un diván. La idea es recurrir a categorías que pueden ser útiles para entender las relaciones que se dan entre movimientos sociales e instancias políticas, como son las de conducción y liderazgo. Pues, queramos o no, la sociedad no solo se constituye de modo comunicativo, como postula Jürgen Habermas, sino, además, mediante relaciones de interferencia y, por lo mismo, de transferencia. Así, interferencias y transferencias, en reproducción ampliada, son las que actúan al interior de cada alma humana.
En cada una de nuestras reflexiones intervienen consciente e inconscientemente muchas personas, autoridades, además de los padres, los amigos, los colegas, los discípulos. Todos ellos discuten entre sí y conmigo cuando pensamos o escribimos.
Cada acto nuestro es juzgado por un tribunal, decía Sócrates; y ese tribunal soy yo. Cada ser es, definitivamente, un somos, del mismo modo que cada yo es un nosotros y un vosotros a la vez. Y si cada uno es una pluralidad, es perfectamente posible que las formas colectivas de ser puedan ser percibidas como singularidades. Es por eso que para los más notables psicoanalistas, entre ellos Freud y Lacan, el consultorio era un escenario de transferencias intercambiadas entre el analizado y el analista. O lo que es similar: una relación de a dos donde a través del habla el analizado recupera su subjetividad perdida frente a quien con su paciencia infinita lo escucha, generalmente asintiendo, es decir, con-formándose la articulación interna que lleva al ser a sujetarse a través del relato de su historia personal. El analista, a veces por el solo hecho de estar ahí, orienta el relato. En cierto sentido, el analista se constituye frente al paciente como un líder personal.
Como un líder, el analista ocupa una posición de poder, de ahí que, durante la transferencia, el papel fundamental del analista deba ser el de contenerse a sí mismo. Para Freud, el analizado proporciona al analista el material que lo llevará a entender su pasado para que este, conociéndolo, pueda a su vez entender los nudos o traumas que en ese pasado están contenidos. Lacan fue más allá que Freud.
El analista, según Lacan, está situado en el lugar del Otro (con mayúscula) ¿Quién es El Otro? El Otro es su lugar: el lugar simbólico donde se constituye la subjetividad, la identidad y el lenguaje. Un lugar donde se supone que reside la verdad, el conocimiento y la autoridad. El Alguien que sabe y entiende lo que yo no sé ni entiendo. Según Freud, ese sería el lugar del Padre para el infante; para Lacan, el Otro es el lugar para mí inaccesible, el del poder y de la verdad absoluta (el lugar de Dios diría un teólogo) El Otro según la versión lacaniana es el símbolo de lo que él sabe y yo no sé. Por eso es importante que el analista y el líder mantengan la simbolización del Otro “dentro” de su lugar. Tarea difícil para ambos.
No solo el paciente realiza la transferencia a través de su discurso, también el analista o el líder son llevados a la tentación de transferir al analizado o al liderado. Entre los pacientes es menos frecuente pues el analista, por formación profesional, sabe que él no es El Otro y que solo ocupa provisoriamente (simbólicamente) ese lugar. Pero el líder político no siempre lo sabe. De ahí es que no son pocas las ocasiones en que puede llegar a pensar que él no es un símbolo del Otro sino, definitivamente, él es El Otro.
Por lo general, el líder termina padeciendo ese complejo que Freud, en contraposición al de inferioridad, llamara complejo de grandiosidad (u omnipotencia). Dos complejos que no son diferentes sino derivados. En cada uno de nosotros existe la necesidad de suplantar nuestras inferioridades con la autoadjudicación de supuestas superioridades frente a los demás. La diferencia con los líderes es que por lo general no encontramos el lugar para manifestarlas. Pero el líder sí las encuentra y son muchos los que no resisten la estación de ostentarlas (los líderes suelen ser personas exhibicionistas)
Ciertamente, no pocos líderes creen y hacen creer que son seres superiores; enviados por algún destino manifiesto a la tierra para cumplir una determinada misión. En breve: que no son seres comunes sino extraordinarios. O dicho así: los líderes comienzan a introducir en sí mismos el imaginario de los liderados y en su fantasía pueden llegar a imaginar que su deber es guiar a las masas hacia un final fantástico o fantasioso situado mucho más allá de la realidad en la que ellos habitan. En esas ocasiones, usando nuestro lenguaje cotidiano, comenzamos a decir que el líder se ha vuelto loco. Parodiando el díctum de Lord Acton (el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente) podemos decir que el poder enloquece, y el poder absoluto (que puede ser el de un líder) enloquece absolutamente.
Enloquecer, para decirlo con el vocabulario de Lacan, es perder contacto con el lugar del Otro, simbólicamente expresado en una figura autoritaria dueña del «todosaber». Si el líder asume ese papel, los pasos para que él imagine ser El Otro son muy cortos. Pero, si él es El Otro, no hay ningún Otro y en consecuencias, un líder des-otrizado, se encuentra solo frente al abismo de la nada. En su imaginación, él ha cruzado la línea roja que separa al «goce» del aquí por la imposible totalidad del más allá. Su pensamiento pasa entonces a ser sustituido por la fantasía, su reflexión por la magia, su deseo de ser por la posibilidad de su realización absoluta.
Los casos más emblemáticos son los de los líderes que ejercen solitarios un poder sin contrapeso sobre la masa que los sigue la que, desestructurada, pierde la capacidad para simbolizar. Si ese líder llega al poder estatal, no tendrá nada en que sostenerse. Más todavía si ese líder imagina ser un revolucionario, un ser que pretende cambiarlo todo. La revolución, para ser revolucionaria, nos decía Merleau-Ponty, debe suprimir a todo lo que se le oponga. Por esa razón, las revoluciones, aunque se llamen democráticas, suelen ser antidemocráticas y lo primero que intentan sus líderes es destruir a la oposición política.
El líder en el poder no tolera a nada que se encuentre sobre o fuera de su omnipotencia. Él o ella no ejercen el poder, ellos imaginan que son el poder. Su palabra se convierte en ley y la ley que no sea la de él o ella debe ser suprimida, o lo que es parecido, dictada. Cuando el líder dicta la ley, pasa a ser un dictador. Así se explica por qué, cuando el líder enloquece, intenta destruir la Constitución.
Eso, para poner un ejemplo actual, es lo que pretende hacer hoy Maduro en Venezuela después de haber destruido a la oposición mediante un robo electoral, impulsándola a la abstención (o autodesaparición) con la ayuda del eterno «partido de los abstencionistas».
Su objetivo, lo ha declarado el mismo, es anular la Constitución creada por Chávez para dictar un mamarracho cuya función será la de consagrar su poder personal. No hay nada original ahí: Maduro (u Ortega), como otros dictadorzuelos, son simples imitadores de Hitler, de Castro, de Putin, seres que, al ser enloquecidos por el poder, terminan por enloquecer a sus propios seguidores, e incluso, a quienes se les oponen. En cada líder anida la posibilidad de un dictador, y en cada dictador la posibilidad de la locura, personal y colectiva. Repetimos: posibilidad, solo la posibilidad.
Hay en la práctica, dos tipos de liderazgo. El uno viene de la misma palabra, dirigir. Si seguimos esa idea, los liderazgos, no solo en la política sino en la mayoría de las actividades humanas, suelen ser imprescindibles, inevitables, e incluso necesarios. En el espacio político, cuando las sociedades están fracturadas, o simplemente no existen, el líder, al ocupar el papel del Otro, ordena a la masa y puede llegar a convertirla bajo su dirección, en un pueblo y al pueblo en una ciudadanía. Usando ejemplos, eso es lo que hicieron Mandela en Sudáfrica, Walesa en Polonia, González en España, Lagos en Chile, Mujica en Uruguay.
De acuerdo con los ejemplos citados, podríamos comparar al líder político, ya no con el psicoanalista, sino con un director de orquesta. En efecto, durante los ensayos musicales, el director debe buscar la armonía entre los diferentes instrumentos, reconviniendo los excesos individuales y manteniendo la originalidad de la partitura (para la orquesta la partitura es la Ley) pero a la vez escuchando las opiniones de los músicos.
En el espacio político el director debe buscar la unidad entre actores diferentes, lograr la concordancia, consultando a los partidos afines conversando con sus dirigentes con cortesía, paciencia y perseverancia, y siempre manteniendo el orden que viene de la defensa de la Constitución (la partitura de la política) Si un líder solo sabe restar y dividir, y no sumar y multiplicar, está condenado al fracaso.
Existen directores, sean musicales o políticos que se dejan transferir por el (mal) gusto de los públicos (o de la masa), alteran la partitura y con eso afirman su omnipotencia. Lo que interesa a esos directores no es transferir la originalidad del discurso musical o político sino reafirmar su posición de poder frente a la orquesta y el público convertidos en la imaginación del líder en masa disponible y modelable. De acuerdo al lugar del poder que ocupa, todos los que se opongan al poder de líder han de ser tildados de traidores, renegados, enemigos, palabras que repiten los enloquecidos seguidores por las redes y otras expresiones públicas. El final de esos líderes suele ser, por lo menos en la política, muy trágico.
Fernando Mires
Referencias:
Sigmund Freud, La dinámica de la transferencia (1912)
Sigmund Freud, Recordar, repetir, elaborar (1914)
Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del Yo (1921)
Jacques Lacan, Intervención sobre la transferencia (1951)
Jacques Lacan, Seminario 8, La Transferencia (1960-1961)
Jacques Lacan, Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1964)