La república democrática está muerta. La cultura pluralista en el ejercicio del poder, también. La vitalidad creativa y esperanzadora, por ejemplo, de casi todo el sector mediático, académico o artístico, otro tanto. La actividad productiva seria y sólida, por lo menos anda moribunda.
Los derechos ciudadanos en salud o educación o servicios públicos son una especie en extinción. Ni hablar de las libertades políticas, sociales y económicas. La legitimidad electoral ya se encuentra sepultada.
Todo esto se sabe bien y son, por tanto, obviedades propias de una hegemonía despótica y depredadora. No importa la malévola propaganda oficial o las igualmente malévolas complicidades de los que buscan justificar la agonía por sus intereses criminales.
¿Estamos condenados a esta realidad trágica? Muchos piensan que sí, y entonces emigran, se resignan o se dedican al «resuelve». No los culpo. El pésimo ejemplo que reciben de la mayoría de los voceros que están llamados a representarlos así lo ocasiona. Ya no son parte de una clase política. No. Son capos de mafias que orbitan la megamafia del poder.
¿Este panorama puede cambiar? Un sí rotundo es la respuesta. Es posible liberarse de un secuestro o de una situación de forzosa dominación. Es posible pero no fácil. Y es lo que toca para que la nación tenga la oportunidad de renacer y de iniciar una compleja reconstrucción desde sus cimientos. Sí, es posible la resurrección de Venezuela.