El mundo está cruzado por guerras de toda índole. Unas más cruentas que otras, pero todas inflamadas por la violencia que surge del odio político, ideológico, religioso, cultural; sea de ámbito internacional, nacional o «civil», local, comunitario.
Cierto que los medios convencionales o sociales, proyectan el alcance de las guerras, sobre todo por sus intereses económicos o simplemente por ignorancia especulativa. Pero no inventan la realidad profunda de los conflictos que son un signo de los tiempos.
Conflictos ancestrales o de reciente data. El desmoronamiento del orden mundial, fundado en el equilibrio del terror, no supuso el fin de la historia, sino el surgimiento de innumerables confrontaciones que antes se encontraban contenidas por el poder de las superpotencias, o que llenaron los vacíos de los fracasos, con diferentes especies de rebeliones agresivas.
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Cuando la violencia se «normaliza» no puede haber convivencia libre ni justa. Y cuando se normaliza por la imposición del poder, por encima de cualquier ley o legitimidad, entonces impera una forma siniestra de violencia, la justificada por los poderosos en nombre de su mera ambición, edulcorada con causas vaporosas.
Las guerras de diversa escala, en este tiempo de la historia, tienen un motor que se repite por doquier: la pérdida o negación del sentido trascendente del hombre. Tanto los relativismos como los fundamentalismos llevan la marca de la vida sin respeto por la trascendencia.
Las guerras no se acabarán, y acaso se harán más sofisticadas y destructivas por la aceleración exponencial de los cambios tecnológicos. La única salida verdadera a semejante destino, es el camino que reconoce el valor de la trascendencia y los límites éticos de la acción humana.
Fernando Luis Egaña