Por un momento, en la hora luctuosa de la muerte de un hombre que consagró su vida a una causa superior, la irreprochable del amor y la iluminada por la esperanza de algo mejor por venir, este mundo indescifrable se conmueve y los humanos se portan como tales. Donald Trump, aunque lacónico, coincide con Volodimir Zelenski, y Javier Milei con Nicolás Maduro. Ha fallecido Francisco, el cura argentino Jorge Mario Bergoglio, que se convirtió en el primer americano y, a la vez, en el primer jesuita en gobernar y dirigir la milenaria Iglesia Católica. “El Papa de la salida, de la periferia, de los gestos de humanidad profunda, cercana a nuestros dolores, dudas y esperanzas”, lo despide, en su vuelta a la Casa del Padre, Ramón Guillermo Aveledo, hombre de hondas raíces cristianas que marcan su tránsito por nuestro árido ámbito político.
Francisco, de 88 años, había salido del hospital el pasado 23 de marzo, tras padecer una grave neumonía. El domingo se asomó, como describe Vatican News, a la logia central de la Basílica de San Pedro para la bendición Urbi et Orbi en la que abogó por el alto el fuego en Gaza, la liberación de los rehenes israelíes y el envío de ayuda humanitaria a los hambrientos. Apenas podía hablar con su voz cansada, pero aún tuvo aliento para subirse al papamóvil y recorrer la Plaza de San Pedro y saludar por última vez a los fieles presentes. Fueron las imágenes finales de un papado iniciado hace 12 años en un momento crítico tras la renuncia de Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) a su papado.
Elegido en 2013 para acometer reformas pendientes en el seno de la Iglesia y enfrentar también el escándalo de la pederastia que estremeció al mundo cristiano, Bergoglio eligió el nombre de Francisco, el primero en la historia, en honor a San Francisco de Asís, de vida austera y sencilla. Un claro mensaje desde el inicio, de un Papa alejado de la pompa de la curia romana, más cercano a la gente, fiel a su origen como descendiente de humildes inmigrantes italianos en Buenos Aires. Su nombre ya había figurado con fuerza en 2005 a la muerte de Juan Pablo II, un largo y sólido papado de casi 27 años que transformó y centralizó la Iglesia que había surgido a principios de los años sesenta del siglo pasado con el Concilio Vaticano II de notoria impronta social y comprometida con los pobres.
El legado de Francisco, que desde ahora se examinará en profundidad, es con seguridad mixto: los sectores conservadores de la Iglesia percibieron que avanzó más de la cuenta en la adaptación de la doctrina y la práctica eclesial a los tiempos de hoy y los denominados progresistas esperaban aún más, por ejemplo, en la ordenación sacerdotal de las mujeres. Francisco hizo un discurso comprometido con los grandes temas que preocupan a la humanidad, el cambio climático y el fenómeno mundial de las migraciones, junto con la crítica al sistema económico que sigue excluyendo a multitudes de una vida digna y en progreso. En su encíclica Hermanos todos (del año 2020) cuestionó con severidad el neoliberalismo y el populismo. No podía ser de otra manera para un sacerdote hecho de América Latina, de donde surgió también en la década de los sesenta del siglo pasado una mirada teológica en favor de la justicia social y la igualdad que impactó en creyentes y no creyentes.
Viene ahora la organización del cónclave para escoger al sucesor de Francisco, en el cual las fuerzas internas en el seno de la Iglesia, aunque unidas por una fe común, discrepan y se diferencian en forma y fondo. De la elección también dependerá la profundidad y vigencia del legado del Papa argentino.
El sacerdote jesuita Arturo Peraza, rector de la Universidad Católica Andrés Bello, considera que ese legado de Francisco es múltiple y muy rico. “Sin duda ha sido él quien ha introducido, dentro del marco de la Doctrina Social de la Iglesia, un vínculo muy estrecho entre la preocupación social y la preocupación por la protección del medioambiente y cómo la situación de éste afecta a las comunidades, particularmente las más vulnerables.”
Editorial de El Nacional