Claudio Nazoa: Una madre de pan con mantequilla, cambur y chocolate

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Claudio Nazoa: Una madre de pan con mantequilla, cambur y chocolate

 

Mi madre, María Fulvia Laprea Sifonte, era hija de un emigrante italiano que llegó a Venezuela de un pequeño pueblo llamado Maratea. Francisco Laprea, mi abuelo, se bajó de un barco en La Guaira en el año de 1900. Solo traía una maletica. No me pregunten cómo ni por qué llegó a San Fernando de Apure, pero si hoy viajar hasta allá es toda una odisea, imagínense en aquella época.

Lo cierto es que mi abuelo, quince años después, se casó con una apureña y gracias a su trabajo se convirtió en un acaudalado comerciante. Tenía un negocio rarísimo: exportaba plumas de garza a Italia, las cuales eran usadas para fabricar sombreros y vestidos en Europa.

Pasaron los años y mi padre, Aquiles Nazoa, junto con Aldemaro Romero, fueron invitados a la inauguración de Radio Apure. Aquello fue un gran acontecimiento. Aldemaro tocando el piano y Aquiles recitando, fue demasiado para los apureños, en especial, para las apureñas. Era como si hubiesen llegado John Lennon y Paul McCartney.

El caso es que, para aquella época, mi madre era una joven bella y viuda con un hijo pequeño. Cantaba y tocaba piano. Mi padre, quien era un galán, al verla se enamoró y ni corto ni perezoso hizo lo que tenía que hacer y fue gracias a esa habilidad de conquistador y poeta que ustedes hoy pueden leer este artículo que hasta el momento no tiene nada que ver con el título. Pero, ya va.

Como es de suponer, el matrimonio de María Laprea con un poeta anarquista de izquierda, moreno y pelando bola, no fue muy bien visto. Pero esa mujer, futura madre mía, se convirtió en el timón de Aquiles Nazoa.

Recuerdo que mi vida familiar siempre estaba llena de lujos intangibles e inconmensurables: mi padre, escritor y mecenas pobre, vivía rodeado por otros insignes pelabolas de la época como Jacobo Borges, Alirio Palacios, Régulo Pérez, Luis Luksic, Carlos Cruz-Diez y Antonio Estévez, entre muchos más. Imaginen el lujo de compartir mi casa con aquella patota de genios. Claro, genios que comían, hablaban por teléfono, se bañaban, tomaban cerveza, o sea, hacían las cosas que acostumbran hacer los genios. Recuerdo a mi mamá, preocupada, diciéndole a mi papá:

—¡Aquiiilesss! … sé que son tus amigos … son simpáticos e inteligentes, pero apenas alcanza para los muchachos.

—¡Es que son genios! – respondió mi padre.

—¿Genios? ¿Quiénes? ¿Los muchachos?

—No, María, los pintores… además, los niños aprenderán con ellos más que yendo a la escuela.

No sé cómo harían mis padres, pero en casa nunca faltó amor, educación ni comida exquisita. Mi madre abría la nevera y sacaba lo que había. Con mi papá y con los genios que vivían o visitaban frecuentemente la casa, mi mamá hacía una vaca e iba a la bodega. Al rato, sus manos milagrosas lograban que comiéramos platos deliciosos que ahora llamarían gourmet, por lo extraordinariamente bien preparados y presentados. Nunca pasamos hambre gracias a las increíbles dotes culinarias de mi mamá.

Eso ocurrió hasta que mi papá fue expulsado de Venezuela a Bolivia. Nosotros, pequeños aún, nos reunimos con él seis meses más tarde y sigue siendo un misterio cómo sobrevivimos a ese destierro. Cuando regresamos de Bolivia, nos mudamos a San Martín. Estudiamos en la Escuela República del Ecuador y, a veces, muchas veces, no había suficiente para la merienda del colegio, pero nunca dejamos de llevarla.

Súper María Laprea abría un pan de a locha, lo untaba con mantequilla, lo rellenaba con un cambur, le rallaba un poquito de chocolate y lo espolvoreaba con canela y azúcar. Luego lo metía en una bolsita y nosotros lo llevábamos en el bolsillo lateral del uniforme del colegio. Cuando otros niños veían nuestra merienda, se extrañaban. Más de una vez pidieron probar porque generalmente ellos llevaban arepa con queso y les daban un bolívar para comprar alguna chuchería. A veces, cuando se podía, papá o mamá nos daban un medio o un real para comprar un jugo, un helado Cruz Blanca o una chicha A-1.

Sin tener mucho teníamos todo. Eso me inspiró para hacer algo que he llamado La Buena Vida, convertí mis vivencias gastronómicas en una divertida, amena e interactiva charla que dicto junto con mi gran amigo y cocinero Merlín Gessen. Charla en la que demostramos que la buena vida es hacer cosas que nos hacen felices sin tener con qué hacerlas.

Por meriendas preparadas desde el corazón, como ese pan con mantequilla, cambur y chocolate, en mi familia existen cocineros exitosos como mi hijo Daniel, hoy propietario de dos restaurantes en Toulouse, Francia; o como mi sobrino Sumito Estévez, quien logró conquistar al mundo con su sapiencia culinaria. Mi sobrina Patricia también tiene un restaurante en Cannes, Francia; y, por supuesto, yo soy poseedor de esa pasión y me considero un humilde cocinero.

La buena vida es que, eternamente, una madre viva en un pan con mantequilla, cambur y chocolate. Por eso, cada vez que alguno de sus hijos lo comemos, regresamos al dulce vientre del cual un día salimos.

Ilustración: Jeanette Ortega Carvajal / X: @jortegac15

 

 

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