Bonnie Tsui: Los músculos son mucho más que solo nuestro físico

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Bonnie Tsui: Los músculos son mucho más que solo nuestro físico

Tsui es la autora de On Muscle: The Stuff That Moves Us and Why It Matters del que se adaptó este ensayo.

“Marca músculo”.

Ya a los 5, 6, 7, 8 años sabía que tenía que estirar el brazo y contraer el bíceps. Mi padre, que pasaba por la habitación de camino a otra parte, me apretaba el brazo y se reía. “Muy bien”, decía. Luego él marcaba músculo y preguntaba: “¿Estoy en forma o qué?”. Se convirtió en una broma familiar.

Mi padre, quien a los 21 años se trasladó de Hong Kong a Nueva York a finales de la década de 1960, era más acólito de Bruce Lee que de Jack LaLanne. Pero había sido durante mucho tiempo un atento alumno multidisciplinario de lo que llamaré Academia del Músculo. Desde la práctica del judo, el taekwondo (en el que obtuvo el cinturón marrón) y el karate (cinturón negro), hasta empaparse del entrenamieto estadounidense: competiciones de fisicoculturismo en televisión, una suscripción a Muscle & Fitness, bocetos de atletas famosos. De día, era un artista profesional que, entre otros muchos logros, creó los carteles publicitarios de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984 en Sarajevo para la ABC y, con ellos, la glorificación de los competidores: nuestros dioses modernos en la Tierra. En la pared sobre mi cama en mi casa de Long Island, colgué mi favorito de la serie, un patinador sobre hielo en pleno giro, todo furia y velocidad.

Siempre tuvimos un gimnasio casero improvisado, equipado con una variopinta colección de pesas, pinzas de mano y barras de dominadas, así como nunchaku o chacos (un tipo de bastones de artes marciales), cuerdas para saltar y pesados sacos de boxeo. Hasta donde me alcanza la memoria, mi hermano y yo éramos reclutados para acompañar a nuestro padre en las sesiones de entrenamiento. Una Polaroid recientemente desenterrada nos muestra, increíblemente pequeños en pañales y con apenas un año de diferencia, de pie junto a nuestro padre —quien estaba en traje de baño, impresionantemente en forma—, todos sonriendo orgullosos, con los brazos en alto en pose de superhéroe. Era 1979, el apogeo de la película Superman. Solo nos faltaban tres capas para completar el atuendo. “¿Estoy en forma o qué?”.

Todas las tardes, en el garaje, los tres nos movíamos en formación: patada hacia delante, patada lateral, patada giratoria. Nuestro padre nos pedía que le sujetáramos las piernas mientras él hacía abdominales, o mi hermano y yo colgábamos de sus bíceps como un par de monos bebés mientras él nos levantaba y balanceaba. Después de cenar, bajo el resplandor amarillo sódico de las farolas del barrio, lo acompañábamos en trotes nocturnos hasta el estacionamiento que había detrás del consultorio de nuestro pediatra, a un kilómetro y medio de distancia. Perseguíamos a las luciérnagas y a nuestro padre.

El ejercicio era divertido en nuestra casa, porque nuestro padre era un niño perpetuo, maravilloso jugando. Ciertamente, había algo de vanidad en ello. Tenía una imaginación febril; mientras nos moldeaba en versiones en miniatura de él, disfrutaba con la fantasía de que podía vivir eternamente a través de nosotros, su modesto experimento de inmortalidad. “Elige un deporte”, dijo. Primero probamos con el fútbol, que no cuajó, y luego con la natación, que sí lo hizo.

Como niños, ¿qué aprendimos de todo este entrenamiento temprano? Que ser fuerte era bueno, para los dos. Quizá lo más sorprendente de la educación física que recibimos mi hermano y yo bajo la tutela de nuestro padre fue que nos entrenaba por igual, sin tener en cuenta el tamaño, la edad o el sexo. Nos ponía unos contra otros para practicar esparrin. Si uno de nosotros daba una patada o un puñetazo al otro hasta hacerlo llorar, mi padre exclamaba: ”¡Te olvidaste de bloquear!”. Entonces soltaba su gran carcajada, dispensaba abrazos feroces y nos hacía dar otro asalto.

Crecí sintiendo que había valor en lo físico y que, en este terreno, yo no tenía límites.

A su manera, mi padre intentaba decirnos que los músculos merecen más consideración de la que les damos. A menudo pensamos en el músculo como si existiera separado del intelecto, y quizá incluso opuesto a él, uno quitándole recursos al otro. He pasado los últimos años escribiendo un libro sobre los músculos, y esto es lo que he aprendido: la verdad es que nuestro cerebro y nuestros músculos están en constante conversación entre sí, enviándose señales electroquímicas de un lado a otro; nuestra salud cerebral a largo plazo depende de los músculos —y de moverlos—, especialmente cuando se trata de cuerpos que envejecen. Pero la cercanía entre músculos y mente no es solo biológica.

Siendo escritora además de atleta de toda la vida, no puedo evitar darme cuenta de cómo el lenguaje es revelador. El músculo significa mucho más que la cosa física en sí. Nos dicen que necesitamos diferentes músculos metafóricos para todo: para estudiar, para socializar, para competir, para ser compasivos. Y tenemos que ejercitar esos músculos —ponerlos en uso, involucrarlos como una práctica regular— para que funcionen de forma adecuada y fiable.

Flexionamos los músculos para dar una muestra de poder e influencia. Tenemos memoria muscular; es un guiño al conocimiento que tenemos en nuestro cuerpo, de todas las cosas sensoriales, físicas y espaciales. Nos levantamos y saltamos de alegría. Nos esforzamos en las cosas difíciles, lo que demuestra coraje. Incluso cuando es difícil, lo intentamos.

La forma de construir músculo es rompiéndote a ti mismo. Las fibras musculares sufren daños por la tensión y el estrés, y luego se reparan activando células madre especiales que se fusionan con la fibra para aumentar el tamaño y la masa. Te haces más fuerte sobreviviendo a cada serie de pequeñas averías, lo que permite la regeneración, el rejuvenecimiento, el recrecimiento. El músculo es uno de los tejidos más adaptables del cuerpo humano. Responde a los cambios del entorno, creciendo cuando nos esforzamos, encogiéndose cuando dejamos de hacerlo. Después de una enfermedad o lesión, puede recordar cómo recuperarse. La investigación lo confirma: incluso quien empieza tarde a hacer ejercicio es extraordinariamente capaz de transformarse.

Cuando hablamos de lo que nos mueve como seres humanos, es el músculo. En el nivel más básico, el músculo es lo que impulsa y anima nuestra existencia.

Movemos nuestros cuerpos por el mundo, y nuestras mentes nos siguen. El artista Paul Klee describió el arte visual como un registro del movimiento de principio a fin: “Un dibujo es simplemente una línea dando un paseo”. El dibujo de una bailarina, por ejemplo, lo hace una mano errante, que fija el movimiento de la bailarina, y la obra acabada la aprecia después el ojo del espectador, que siempre la sigue (con la ayuda de los músculos extraoculares).

La idea de que una salud física robusta permite la fortaleza en otros ámbitos de tu vida se remonta a los antiguos: Séneca y otros filósofos estoicos escribieron sobre la interconexión de un cuerpo y una mente sanos. El trabajo físico de desarrollar los músculos puede darte una sensación de florecimiento y de autonomía. Hoy, la misma idea impulsa la literatura científica que respalda el levantamiento de pesas como intervención eficaz contra el estrés postraumático. En una época en la que la tecnología virtual y la sociedad conspiran para separar la mente del cuerpo y aislarnos de los demás, el simple hecho de movernos juntos en el mismo espacio puede recordarnos nuestra humanidad compartida, lo que al psicólogo Dacher Keltner, basándose en Émile Durkheim, le gusta llamar “efervescencia colectiva”. Como humanos, estamos hechos para movernos; como criaturas sociales, significa algo movernos juntos.

“Marca músculo”. A todos nos han pedido alguna vez que marquemos un músculo, para demostrar toda una serie de cosas, tangibles e intangibles: fuerza, flexibilidad, resistencia. Muéstrame que estás en buena forma. Muéstrame que eres una persona de acción. Un carácter basado en algo que puedas sentir. Es una forma de afirmar la presencia. De decir: estoy aquí, consciente, corpóreo, vivo.

Quiero vivir según esta filosofía del músculo. La forma física no garantiza nada, por supuesto. El ejercicio no es una panacea contra la muerte. El padre de mi padre murió de un ataque al corazón a los 64 años. Después de aquello, la disciplina de ejercicio se clarificó de repente como una base diaria, de una manera que no estaba orientada al futuro sino al presente. Observándolo, aprendí la importancia del ejercicio como práctica, no de llegar a ser, sino de ser.

 

Bonnie Tsui

The New York Times en Español

 

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