Si la soberanía es de quien manda, como lo manda El Libertador, han de preguntarse quienes ahora invocan el ejemplo de El Cabito, si rige aquella en el Catatumbo, en las zonas fronterizas, o en la misma capital venezolana, de un modo efectivo, o si tienen peso en esos espacios la Constitución, las leyes que dicta la Asamblea o las sentencias del TSJ.
“El problema de Venezuela es de los venezolanos y sólo a los venezolanos nos corresponde resolverlo”, se dice y repite, afuera y adentro. Eso mismo decía Joseph Borrell, canciller europeo, quien ahora afirma que el régimen de Caracas es impresentable y se ha robado todas las elecciones. Desde adentro, en voz de quienes han aprendido a cohabitar con la realidad de mal absoluto que hizo presa del territorio que a todos los venezolanos pertenece, y que pulverizó el sentido de lo nacional y el de la república, la tesis se reafirma. Se aducen nuestra dignidad y el respeto que se le debe a nuestra soberanía.
Dejo a un lado, lo que es máxima de la experiencia y efecto del desorden geopolítico mundial. Las cuestiones domésticas se han globalizado. Ningún poder soberano o Estado puede afrontarlas, declarándose soberano.
De modo que, surge así una suerte de primera aporía que hemos de resolver, aquí sí, los venezolanos todos, los de afuera y los de adentro, a saber, por una parte, que celebramos o no contendimos el que 30 mil ciudadanos cubanos tomasen el control de nuestra soberanía -sin que contemos a los médicos misioneros- tal como lo anunciara en 2007, públicamente y ante el propio presidente Hugo Chávez Frías, el Comandante fidelista Juan José Ravilero. Desde entonces Cuba permeó dentro del aparato político institucional venezolano, hasta el presente. Mas, por otra parte, al desplazarse fuerzas norteamericanas sobre el mar Caribe para perseguir al narcotráfico, atribuyéndoselo a quienes detentan el poder doméstico, el desgarre de vestiduras entre los políticos de oficio se hace palmario. ¿Cómo entenderlo?
Se arguye que tras una acción de policía se busca, por la Casa Blanca, desbancar al mismo poder establecido en Venezuela, que es una suerte de maridaje cubano-venezolano y narcoterrorista colombiano. Y no falta quien repita y rescate el eco de Cipriano Castro, del llamado Capitán Tricófero o El Cabito, quien al ser echado de su soberano poder por su compadre Juan Vicente Gómez vagó por el mundo sin que en ningún puerto se le quisiese recibir: ¡La planta insolente del extranjero ha ollado el sagrado suelo de la patria!, proclamaba aquél a inicios del siglo XX.
Se refería, ciertamente, al bloqueo de las costas venezolanas por las potencias europeas que reclamaban indemnizaciones debidas a sus ciudadanos por los daños que les irrogaran nuestras constantes revueltas y revoluciones. Al término, El Cabito pide la mediación de USA, a un gobierno republicano, para resolver sobre su entuerto. Es el mismo personaje que luego paga diligente los honorarios del Laudo de París que nos despoja, en 1899, de la Guayana Esequiba. Es él quien ordena la delimitación y el amojonamiento territorial, consumando esa gran pérdida del “sagrado suelo de la patria”, a pesar de la protesta de nuestro abogado, un expresidente republicano y norteamericano, Benjamín Harrison. Y en cuanto a lo anterior, luego de su arresto discursivo se apresura Castro a firmar los protocolos de Washington que le impusieron a Venezuela, en 1903, abonar a la “planta insolente” de las potencias reclamantes el 30% de nuestros ingresos aduaneros.
¿Cómo entender, pues, este comportamiento esquizofrénico, que encuentra ejemplos paradigmáticos a lo largo de nuestra breve historia bicentenaria?
Los gringos nos salvan la cara en distintos tramos de nuestro acontecer. En otros, también es cierto, nos dejan colgados, como cuando le entregan a Chávez el referendo revocatorio que perdió en 2004. Pero la meca de todo venezolano al morir parecería ser, antes de ir al cielo, que su alma migre a Miami. ¿O nos olvidamos de la Gran Venezuela? ¿Omitimos las inversiones y mudanzas hacia el norte de personajes del chavo-madurismo, los milicos revolucionarios o la extensa fauna de alacranes y enchufados, y los lobistas contratados para tales fines desde Caracas? Tanto es así que, obvian reclamarle a Nicolás Maduro, patrocinador del mal absoluto que ha transformado en liquidez a la nación venezolana, dirigiendo la indignación contra el presidente norteamericano que, en ejercicio de la soberanía de su MAGA, frenó en seco nuestra corriente migratoria.
Esa aporía conductual se nos repite ante nuestros vecinos, los colombianos, a quienes ayer despreciábamos y ahora les reclamamos que nos alojen. Olvidamos que su ejército es el que usa Simón Bolívar para realizar su gesta de guerra a muerte, que le lleva hasta Caracas en donde se titula Libertador. He allí, al paso y para refresco de nuestra memoria, que disuelta como fue la Gran Colombia, acordado el Tratado Pombo Michelena mediante el que los colombianos reconocen nuestra soberanía sobre la totalidad de la Goajira, una vez aprobado aquél por el congreso neogranadino el parlamento nuestro lo rechaza, arrogante.
Un laudo arbitral extranjero, dictado por la Corona Española y aceptado por nosotros en 1891 le restituye a Colombia lo que nos negamos a aceptarle. Perdimos nuestro costado soberano occidental. Y nada que decir de la reacción negativa venezolana ante el planteamiento inglés logrado por nuestro enviado, don Alejo Fortique, en cuanto a dividir de por mitad a la Guayana Esequiba zanjando el diferendo de modo definitivo, en tiempos de Carlos Soublette. “Nos quedaremos sin el chivo y sin el mecate”, le responde aquél al presidente. Tajeamos sin chistar, nosotros mismos, nuestro costado oriental soberano; aquél y éste, asientos de una nación en forja, aspirante a ser reconocida como la soberana.
Nada que agregar a lo que más tarde sucederá, a saber, que el marqués de Rojas -título vaticano otorgado al hermano del gran Arístides Rojas, cuando el Papa intenta ayudarnos con la cuestión Esequiba- buscando resucitar la tesis de Fortique se encuentra con el muro y ataque del padre de Guzmán Blanco, Antonio Leocadio. Este le llama traidor y ordena que se le retire su acreditación diplomática. La única preocupación soberana, la del gobierno del muy soberano Ilustre Americano, era el título “nobiliario” ostentado por Rojas Espalliat, José María, que se lo dispensa León XIII.
¿Cómo descifrar, en suma, que nos abroquelemos los venezolanos con el mito de una soberanía retórica e inútil, que sólo sale de la boca de quienes detentan el poder para abusar y la tremolan a fin de ocultar sus atentados sistemáticos contra la dignidad humana, cada vez que saltan las alarmas desde el exterior? ¿De qué dignidad hablamos y a qué soberanía nos referimos? ¿La de la república desmaterializada, la de la nación hecha diáspora mientras que el territorio que nos acota como república ha sido canibalizado y lo expolian potencias extranjeras ocupantes, enemigas de Occidente y coludidas con el crimen organizado transnacional y sus derivaciones locales?
Soberano es Bolívar, no el pueblo
La clave de la visión mítica o irreal que de la soberanía hemos heredado los venezolanos, la que al paso nos llega aderezada con una suerte de complejo colonial y adánico, estimulado por una buena parte de nuestros gobiernos, cultores del gendarme necesario, para el fortalecimiento de su dominio populista, parte de una malhadada premisa bolivariana. Me explico.
Mal podemos borrar nuestros años de historia como españoles americanos, tributarios de esa civilización que se construye centuria tras centuria en el gran mediterráneo atlántico, que junta a la América toda con los demás continentes del mundo en un ir y venir de experiencias humanas. Allí predominó la civilización judeocristiana y grecolatina, que asimismo hace aguas.
Pues bien, en el mundo griego era soberana la ley, promulgada en el Ágora por los mismos griegos, jamás por poder individual alguno. La supremacía de aquella se explica por ser la obra de la recta razón, ejercida entre todos, a saber, apuntando a lo que se ha de entender por universal, eterno y evidente. La nación como fuente, no el detentador del poder es la soberana. Tanto que, al desaparecer la figura de Fernando VII los venezolanos de 1810 la reasumieron como sus verdaderos titulares.
Bajo tal perspectiva, es soberano lo inherente, lo que es digno, en síntesis, a saber, la persona humana y su logos, criatura pensante que discierne y por ello se eleva en dignidad junto a sus derechos también inherentes. Y tal supuesto se concreta en la ley y en su finalidad, entendida como expresión de las normas generales de la justicia -las que aseguran la mayor libertad posible y conjugan pro homine et libertatis, no pro republicae- visto que sólo el demos es capaz de entender el significado del bien común. Los romanos, sin separarse de esa noción la mediatizan ajustando que la soberanía residente en el pueblo se ha de expresar a través del Senado y las asambleas. Tal entendimiento sustantivo lo rescata para nosotros la Primera República, la de 1811, al proclamar que “una sociedad de hombres reunidos bajo unas mismas leyes, costumbres y gobierno forma una soberanía”. Es la voluntad de la nación de “poder de reglar y dirigir equitativamente los intereses de la comunidad”.
Sensiblemente, tras la deriva bolivariana, cuya mejor expresión cristaliza en la Constitución boliviana de 1926, resucitada por Hugo Chávez Frías en 1999 y que, de suyo, aquélla, implosiona a la Gran Colombia, “la soberanía emana del pueblo”, sí, pero “su ejercicio reside en los poderes que establece esta Constitución”, a saber, un poder que es único y perpetuo, tal como lo dispuso en su artículo 77, es decir el poder vitalicio del presidente.
Negando la existencia de algo como Venezuela o su nación, que macera centurias siendo municipalidad y obispado -residente en Coro desde el siglo XVI- o como provincia y después capitanía general para la hora de su emancipación, considera Bolívar que lo dominante en nosotros, un gentío informe, es “el triple yugo de la ignorancia, de la tiranía, y del vicio”; es decir, una masa heterogénea sin carácter nacional, de bajo nivel de instrucción y sin experiencia en el ejercicio de la libertad. De allí la fórmula de su tutela, la del poder soberano que detenta bajo el arbitrio libre de su mando, que se vuelve dogma de fe y hasta toca nuestro acontecer como república, en pleno siglo XXI.
Soberano, así, no sería el pueblo venezolano cuyos derechos los distribuye el poder según su entendimiento, y no sería la nación en búsqueda de ser y que haya encontrado su voluntad de ser nación el 28 de julio de 2024. Lo es, bajo dicho criterio, el poder de facto y hasta sátrapa que ha desconocido la voluntad soberana de la nación, degradándola y hollando la dignidad de cada venezolano, despachando hacia las mazmorras a todo aquél que lo desafió.
La soberanía de la nación es lo conclusivo, pero explota y huye, es banal alegarla allí donde la democracia ha dejado de existir o cuando se le impide a la propia nación expresarse como legítima y soberana, sin mediatizaciones, por parte de quien ejerza el poder fáctico; léase, un poder tiránico que hasta ha declinado el ejercicio de su autoridad material sobre el territorio común, canibalizándolo y repartiéndolo en pública almoneda entre otros poderes foráneos.
La edición del New York Times, de 26 de abril de 2021, es aleccionadora: “Lejos de huir por miedo o exigir que las autoridades los rescaten, muchos residentes aquí en las zonas fronterizas de Venezuela -hambrientos, perseguidos por las bandas locales de narcotraficantes y que denuncian desde hace tiempo el abandono de su gobierno- han dado la bienvenida al grupo terrorista por el tipo de protección y servicios básicos que el Estado no les proporciona. Los insurgentes “son los que aquí trajeron la estabilidad”, dijo Ober Hernández, un líder indígena de la península de la Guajira junto a Colombia. “Trajeron la paz”.
Si la soberanía es de quien manda, como lo manda El Libertador, han de preguntarse quienes ahora invocan el ejemplo de El Cabito, si rige aquella en el Catatumbo, en las zonas fronterizas, o en la misma capital venezolana, de un modo efectivo, o si tienen peso en esos espacios la Constitución, las leyes que dicta la Asamblea o las sentencias del TSJ.
¿Quién manda, en fin, y que soberanía real es la que está bajo riesgo o está siendo hoy amenazada?
Asdrúbal Aguiar











