La elección de Albert Ramdin como nuevo secretario general de la OEA ha disparado el ruido de las redes dedicadas a la controversia de trincheras. No pocas lo muestran como una victoria socialista del siglo XXI. Otras especulan sobre el desdén de Estados Unidos hacia la organización. Optó por no influir en la candidatura. Y lo que ha causado mayores comentarios es el tema de los dineros que aporta Norteamérica para el funcionamiento del Sistema Interamericano y sus severos recortes por Elon Musk.
Se habla, así, de un juego de ruleta, abierto a las apuestas. Que, si el canciller surinamés desafía a la Casa Blanca, su Secretaría quedará sin burócratas. Que, probablemente, los chinos pondrán allí sus recursos, pues Ramdin es un aliado de Xi Jinping.
La cuestión de la OEA trasvasa a esas miras cortas y sus sesgos emocionales. Obvian estas la crisis profunda del multilateralismo, que se engulle, por lo pronto, más de tres décadas, a partir de 1989. Arrastra, incluso, a Naciones Unidas, e impone una primera constatación.
El presidente Donald Trump no es enemigo del multilateralismo. Al igual que las otras potencias del mundo es consciente, sí, de la sobrevenida incapacidad de las organizaciones internacionales creadas después de la Segunda Gran Guerra del siglo XX, para conjurar los peligros y resolver sobre los exigentes desafíos que plantean la gobernabilidad y la gobernanza globales. Por lo demás, ideológicamente contaminadas como se encuentran, permanecen bajo el dominio de países con Estados cascarones, cuya representatividad es debatible.
Las 15 naciones del caribe angloparlante y holandés que mandan en la OEA suman 19,2 millones de personas. Iberoamérica, su fundadora, cuenta con 652 millones de habitantes. Y si sumamos ambas cifras, apenas alcanzan al 8% de la población mundial. La racionalidad, pues, ha de salir de su onírico sueño, por creador de monstruos.
Vayamos por partes.
El canciller surinamés es un diplomático acabado y de carrera –como todos y por razones profesionales más propenso a las zonas grises y de sincretismos– militante de un partido de centro, socialdemócrata. Trabajó con la multinacional del oro gringa. Que su gobierno haya bajado el tono dentro de la controversia regional polarizada y que converse con las satrapías gobernantes –sólo 21 países tienen democracias plenas dentro de los 165 Estados miembros de la ONU– es lo propio del manejo de candidaturas que aspiren a ser exitosas, todavía más en el marco de una OEA de extremos.
Si se trata de conocer el perfil verdadero de Ramdin, basta leer sus discursos entre 2005 y 2015, cuando ejercía como secretario general adjunto durante el período del resbaladizo José Miguel Insulza, un socialdemócrata obsecuente con las dictaduras del siglo XXI. E Insulza, animado, debo decirlo sin ambages, por la perspectiva que le vende el fallecido presidente Jimmy Carter, sostuvo que la Carta Democrática Interamericana chocaba con los asuntos internos de los Estados. La seguridad democrática hizo aguas entonces y la OEA traicionó a sus orígenes.
Mas, si hemos de evaluar el futuro de la OEA a partir de las simpatías o alineaciones políticas de sus secretarios, el riesgo de yerro es elevado. Lo muestra el caso del grande Luis Almagro. Fue el canciller de Pepe Mujica, y este luego le criticó por su fidelidad a la Carta Democrática en sus evaluaciones sobre Venezuela. En misiva personal le ofendió con un elogio: “Luis, eres un esclavo de los principios”. Así que no nos apresuremos.
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El canciller Ramdin no es un latinoamericano. Tampoco es un típico caribeño. Su nación, siendo la más pequeña y de menor población dentro del área continental suramericana, la formaban en sus orígenes los mismos caribes y arahuacos venezolanos. Pero la hizo suya e integró a su reino Holanda, que a la vez poseyó el Esequibo antes de traspasárselo a los ingleses.
A mediados del siglo XIX, abolida la esclavitud, los holandeses la sustituyen con inmigrantes indios y chinos. Empero, sin mengua de esta savia oriental, la mayoría de la población surinamesa es culturalmente holandesa y en los Países Bajos se forman sus élites, como Ramdin. De modo que, al Sistema Interamericano lo dirigirá, en lo sucesivo, un holandés. Y los códigos holandeses no son los nuestros, y sí son, probablemente, más próximos al racionalismo político europeo. La perspectiva de los consensos, en cabeza del recién elegido secretario de la OEA, mal puede entenderse, sin más, como una victoria de los usurpadores de Cuba, Nicaragua o Venezuela, o de sus normalizadores.
Lo predicable es lo que en 2005 declarara el mismo diplomático surinamés: “Creemos que podemos ayudar a los países a fortalecer sus gobiernos democráticos, mediante el desarrollo de la capacidad nacional de entablar un diálogo constructivo y de ayudar a los países a encontrar formas de institucionalizar la prevención de conflictos y los mecanismos de resolución dentro de sus estructuras actuales. La experiencia de la OEA en el fortalecimiento de la democracia ha permitido que la organización actúe como facilitador y a veces como negociador, en muchas crisis políticas importantes de la región”, esgrime.
La OEA, como órgano de seguridad colectiva de las democracias posiblemente cederá, en sus narrativas. Su falta de “enforcement” es cosa anterior y del pasado. Es un cenáculo que evoca al régimen internacional de inicios del siglo XX, anterior al nacimiento de la ONU, donde se conjugaba pro-príncipe o pro-Estado. Las víctimas de aquel o de este, salvando el esfuerzo tutelar de Almagro, permanecen al costado.
Que carezca de criterio propio Ramdin es una hipótesis delirante. Son claras sus convicciones democráticas: “Las elecciones constituyen solamente un paso hacia la estabilidad, pero el verdadero desafío, será la gobernabilidad democrática, después de las elecciones… No podemos permitir que gobernantes y partidos políticos que no estén dispuestos a aceptar el resultado de las elecciones pongan en peligro la gobernabilidad democrática”, reza una de sus alocuciones.
Está convencido, a todo evento, de que “los valores básicos que sostienen la cultura política democrática se han desgastado debido a que las instituciones de los Estados no han sido capaces de prestar servicios básicos y de satisfacer las necesidades sociales”.
El problema central de la OEA y su nuevo secretario general residirá, antes bien, en dos aspectos que hacen directa relación, el de la crisis del multilateralismo y el del desencanto democrático. Este, el último, es el mantra vendido a Occidente por los mismos occidentales que abandonaron el catecismo de Marx, para imponernos el de Gramsci y volvernos adánicos.
En cuanto a lo primero, el secretario de la ONU, António Guterres, ya dijo que “el mundo se encuentra al borde del abismo y que la situación es insostenible”. Su misma organización, tras el COVID-19 quedó reducida al papel de las franquicias. Lleva el inventario funerario. Nada más.
Naciones Unidas abandonó la regla de orden público internacional impuesta tras el Holocausto, a saber, que el poder del Estado y su alegada independencia llegarían hasta el límite fijado por el respeto a la dignidad inmanente de la persona humana; lo que obligaba a resolver, en todos los asuntos controversiales, pro homine et libertatis. La OEA dejó atrás su columna vertebral, la de 1948, que le exigía ponerle “cerco sanitario” a las dictaduras en el continente. Acabemos con la hipocresía.
En el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, dominado por los Estados, se presentan repetidos informes sobre los crímenes de lesa humanidad que ocurren en Venezuela y permanecen sin destino cierto. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos resuelve sobre las denuncias de violaciones en un lapso no menor a los 10 años.
En 1959, los gobiernos participantes de la OEA advirtieron, con toda seriedad, tras el derrocamiento de las primeras dictaduras militares, que la democracia no se reduce a lo electoral. Trasvasan la idea clásica que la estimaba como ingeniería para la organización del poder del Estado, y se comprometieron en el plano de lo sustantivo: a respetar la alternancia en el ejercicio del poder y asegurar la garantía de los derechos humanos y la libertad de prensa; de donde, nada novedoso es lo que medio siglo después ha prescrito la Carta Democrática de 2001: La democracia es un derecho humano de los pueblos (Véase mi libro, El derecho a la democracia, 2008).
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Lo que dicta la experiencia, en fin, es que tras cada crisis «epocal» como la sobrevenida luego de la caída del Muro de Berlín, a la que sigue un proceso de deconstrucción cultural y política en Occidente hasta 2019, la reconstrucción del orden impone la lógica o el método de la aproximación bilateral de voluntades entre las potencias capaces de sostenerlo. En ese estadio nos encontramos. ¡No es que la OEA se acabe con la elección del secretario surinamés o por la falta de los fondos de Estados Unidos! Vive su agonía o anaciclosis.
“Pero seamos francos”, ratifica Guterres. “El sistema multilateral actual es demasiado limitado en sus instrumentos y capacidades, … Necesitamos fortalecer la gobernanza global. Necesitamos enfocarnos en el futuro. Necesitamos renovar el contrato social”, admite.
He aquí, y aquí sí, los problemas o aporías que nos puede presentar el canciller de Surinam. “La cooperación multilateral es el método más obvio para responder a las amenazas que actualmente afectan la estabilidad democrática y la seguridad regional en el hemisferio occidental”, riposta. Y añade: “Muchos creen que el multilateralismo está pasando por una crisis, opinión que no comparto”. A la otra banda, rindiéndole devoción a la Carta Democrática Interamericana y al calificarla como el documento fundamental y guía del actual Sistema Interamericano, al término del camino la devalúa. “Es un programa político para una república democrática”, afirma, en línea similar a la de Insulza y Carter.
Siendo así, el nuevo secretario de la OEA apostará a los consensos, alrededor de los principios rectores de la democracia y separándose de su valor prescriptivo. He aquí la cuestión de fondo y preocupante. La Carta Democrática es jurídicamente vinculante, lo ha sentenciado la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ha fijado más de 800 enseñanzas para su aplicación por los jueces y a la luz del control de convencionalidad que deben realizar para el dictado de sus sentencias constitucionales, civiles o penales.
Entre tanto, los órganos políticos de la OEA, a pesar de la muy empeñosa labor de Almagro y frustrándole en sus propósitos, han apelado a dicho instrumento en 12 ocasiones, sin alcanzar efectos sustantivos. La Corte privilegia a la víctima, aquellos a la soberanía de los represores.
El reordenamiento geopolítico y jurídico del mundo, agotadas las tres primeras décadas del siglo XXI, es, quiérase o no, un imperativo. Es inevitable ante el agotamiento del multilateralismo moderno. Urge superar el contrasentido que refiero en mis recientes libros sobre la cuestión democrática (Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos, 2018, y Relectura de la democracia, 2024), a saber, que en la medida en que se han incrementado las elecciones se debilitaron las democracias. Y en proporción igual a la inflación acusada por los derechos humanos – que alcanzan a los animales y al sexo X – la ausencia de tutela efectiva y sus violaciones graves se han incrementado, como nunca. Los jueces de Núremberg estarían escandalizados
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Asdrúbal Aguiar
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