Tras el fallecimiento de Francisco, Jorge Mario Bergoglio, he señalado que la esencia de su legado residirá en las cuatro encíclicas que suscribiera a lo largo de su pontificado, la última Dilexit Nos en la que nos pide volver al equilibrio necesario entre el sentir o lo tendencial animal en el ser humano y la razón producto del espíritu; ello, en modo de que podamos escapar de la voracidad consumista que, bajo su perspectiva y no faltándole argumentos, viene atrapando a la humanidad de nuestro tiempo.
Ese equilibrio, según él, sólo se rescata a través del corazón. Apela a la filosofía invocando las enseñanzas de Platón: “Tanto el mandato de las facultades superiores como las pasiones se trasmiten a través de las venas que confluyen en el corazón”, considera el Papa. Hizo signo de su pontificado, así, la lucha contra el consumismo insaciable y la esclavitud de los engranajes del mercado.
Su crítica, siempre directa a ese contexto dominante e innegable, acelerado por la globalización y dada nuestra sujeción colectiva a las formas de gobernanza global digital y de la inteligencia artificial, sobre todo en Occidente, tiene su origen en algo que todos sabemos y constatamos, pero lo expresamos con palabras distintas. Me refiero a la emergencia de una cultura adánica que ha disuelto raíces y denuncia el paternalismo – la memoria nos avergüenza – al punto de que la ciudadanía de los internautas, así como se ha deslocalizado de sus familias y naciones vive de realidades instantáneas, fugaces, líquidas. Es lo que Benedicto XVI calificaba de dictadura del relativismo.
La cuestión es que, al atacar Francisco directamente al capitalismo, condenándolo, y dada su proximidad de “gobernante” a gobernantes del llamado progresismo o globalismo, inevitable fue que las simplificaciones se hayan hecho espacio a la luz de categorías más propias del siglo XX y superadas. “El papa es comunista”, se dice y él lo rechazaba. Mas es contra tal simplificación que me permitiré avanzar sobre un diálogo imaginario con el pensamiento real de quien ocupase hasta hace poco la Cátedra de Pedro. Su Santidad ejerció su elección, no hay que olvidarlo, en una doble condición: como cabeza de la Iglesia Católica Universal y como gobernante como un actor político que fue cabeza del Estado Vaticano. Y todo Estado, el mismo Donald Trump, tanto como habla con el sátrapa de Corea del Norte o con su adversario Xi-Jin Ping, luego viajó a las exequias del Pontífice, cuya última entrevista se la concedió al vicepresidente Vance.
No abordaré – es tema para mí subalterno y cancelado tras su muerte, y más complejo de lo que en apariencia se pudo haber mostrado – la cuestión de sus señalados vínculos con Cuba, Nicaragua y Venezuela, las tres dictaduras primitivas que medran en las Américas. Yo mismo, lo dije en columna anterior, cedí a esas críticas y cargué con mi cruz – me lo pedía un amigo Cardenal – al sentirme distante de quien fue mi amigo muy cercano como arzobispo de Buenos Aires.
Vuelvo a usar de la muletilla. Así como a diario tratamos de escrutar al actual gobernante norteamericano para develar el significado de sus pasos en apariencia arbitrarios, como líder de una potencia mundial y mientras no pocos sacan sus apresuradas conclusiones para condenarlo o alabarlo, los adversarios de Francisco nunca le dieron el beneficio de la duda. ¡Que, si Trump es enemigo de los venezolanos, por lo del TPS y el Tren de Aragua!, se ha repetido hasta la saciedad. Y ayer, no más, cuando su secretario de Estado coordina la extracción y le salva la vida e integridad personal a los asilados de la embajada argentina en Caracas, la mayoría de los venezolanos respiramos, alegres. Los más enconados afirman que se trató de una velada negociación con la dictadura de Maduro.
Pues bien, Francisco, en agonía, nos dejó a los venezolanos el regalo de la canonización de José Gregorio Hernández. Se resiente su silencio ante lo ocurrido con Nicaragua – ¡y es que si no pone un mensaje en la red, para la cultura dominante no se está ocupando! – se ha pasado por alto que fue el Vaticano, a través de Pietro Cardenal Parolín, el que arbitró con potencias amigas de la dictadura Ortega-Murillo para que dejase salir a los sacerdotes y monjas amenazados de encarcelamiento, por razones políticas. Los extrajo Francisco, con modos distintos, sí, a los de Trump: ¿Cuántos cañones tiene el Papa?, preguntaba Stalin en 1935.
Las reglas de Bergoglio
Ahora bien, para entender el pensamiento de Papa Bergoglio, si bien cabe afirmar que, como sacerdote y obispo fue próximo a la teología del pueblo con su opción preferencial por los pobres – tanto que tomó el nombre de Francisco de Asís – y, subrayándose que esa teología es la variante no marxista y pacífica de la violenta y marxista teología de la liberación, cultivada en Nicaragua por el cura Ernesto Cardenal, cabe conocer y discernir sobre las premisas que, tomadas de la filosofía y no de la teología, aplicó el fallecido Santo Padre en todos los ámbitos de su experiencia. Le sirvieron para analizar lo político, para adoptar decisiones dentro de la Iglesia, y para abordar los temas más complejos que marcaron a su pontificado.
Las escribió e hizo constar en su Exhortación Apostólica Evangelium Gaudium de 24 de noviembre de 2013, apenas ocho meses después de iniciarse su papado. De modo que, no engañó a nadie: “El tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea; el todo es superior a la parte”.
Obviamente que esos postulados no me escandalizan, antes bien me sirven como anclajes para un diálogo pendiente, que han de hacerse las élites mejor amobladas intelectualmente y libres de presiones en el mundo: la inteligencia posmoderna, para ayudar a resolver, al menos coyunturalmente, sobre las incertidumbres y los grandes desafíos y peligros de la globalización. Francisco, elegido en un tiempo de liquidez global absoluta – como lo diría Zygmunt Bauman – y en su emergencia, se hizo de un GPS. Ninguno se prepara para ser Papa. Era un ser humano, como los son todos los príncipes de la Iglesia, y a buen seguro erró no pocas veces, como todos los que hacemos parte de la Iglesia y que, por ser humana y no de santos, la formamos pecadores. Ninguno puede tirar la primera piedra.
Veamos, entonces y como abrebocas, esas cuestiones principistas o de método planteadas por Francisco y que fueron sus guías para decidir: ¿ El tiempo es superior al espacio, la unidad prevalece sobre el conflicto, la realidad es más importante que la idea, el todo es superior a la parte?
Einstein, padre de la teoría de la relatividad, unificó al espacio-tiempo en modo de poder describir la ubicación y los momentos del universo. Ninguno prevalecía como dimensión. Mas al hablar del espacio, veo yo que me resulta esencial este en un mundo virtual como el dominante y deslocalizado, el de las redes; pero que, como asiento necesario para la convivencia – lugar de reposo familiar y de la comunidad, extraño al nomadismo sin identidad – adquiere su sentido el espacio tras el paso por él de las generaciones. Sus enseñanzas decantan con el tiempo y se proyectan hacia el porvenir con el tiempo. Ambas categorías interactúan, y ninguna debería preferirse.
La interrelación entre la unidad y el conflicto la ve imperativa el marxismo, que sitúa a la primera en el sistema social y sus superestructuras, dentro del que se enfrentan las clases. Empero, la cuestión es muy compleja, pues, así como Heráclito afirmaba que la guerra es la madre de todas las cosas, léase que el conflicto configura a la realidad, Platón y Aristóteles se empeñaron en encontrar un denominador o base común, una unidad subyacente a la diversidad o dispersión conflictiva del mundo: El Ser es único, inmutable, eterno e inalterable, diría Parménides. Pero si bajamos al plano de lo humano y su realidad, Heráclito respondería que “nadie se baña dos veces en el mismo río”, el primero pasa y luego fluye. Y si la idea de la unidad remite a la del género humano – y aquí avanzamos a la par sobre la hipótesis según la cual el todo supera a las partes, a tenor de Francisco – cabría observar que el individuo que hace parte de esa unidad, individuo es al nacer e individuo es a su muerte. La comunidad con la madre no se puede sostener más allá de 9 meses, a riesgo de que ambos mueran, mientras que al morir y tener cada uno de nosotros que rendir las cuentas propias, sólo hasta las puertas del cementerio nos acompañan nuestros deudos.
En fin, qué la realidad es más importante que la idea, tal como lo predicara el Papa, eso depende y puede dudarse. Bajo la perspectiva marxista la realidad social y su historia condicionan a la conciencia y no a la inversa. Para el Aquinate, “el conocimiento… debe iniciarse desde la convicción de que la verdad es única y se alcanza como resultado de la colaboración entre la fe y la razón”. Es, así y ciertamente, un proceso en el que el conocimiento comienza por los sentidos y al aprehender a la realidad individual de las cosas a las que nos aproximamos o que conocemos, pero prevenidos y conscientes de que la Verdad no reside en ellas. Nos sirven como trampolín para entender lo que es Supremo, según Tomás de Aquino. En suma, vivimos en la Creación como realidad, pero como seres humanos e inteligentes, cada uno como experiencia única intenta encontrar la Verdad y nuestras verdades profanas siempre resultan de una interacción dialéctica entre individuos distintos y plurales.
Al cabo, las polaridades hipotéticas comentadas y sus jerarquías no son extrañas a lo que somos, como criaturas débiles y perfectibles. Somos, cada uno, unidades/únicas, es decir, cada uno posee su individualidad inevitable dentro del conjunto y cada proyecto de vida es inherente y exclusivo de cada persona – ningún hermano posee siquiera el código genético de su otro hermano – a lo largo del camino de nuestras existencias. También nos realizamos en y junto a los otros, sin dejar de ser lo que somos, y hasta tanto la parca nos devuelva a la Casa del Padre, solos, unidos a Él.
En suma, reparando en el Papa, ya de regreso este a la Casa del Padre, mal podemos verlo y juzgarlo como si fuese Dios en la tierra. Es un hombre siempre carenciado como todos y de méritos sólo para que nos oriente sobre la Ciudad del Hombre, en un rito de paso que nos lleve más allá de la historia y de sus negaciones, hasta la Ciudad de Dios. Eso lo enseña Agustín de Hipona.
Asdrúbal Aguiar